Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO SEGUNDO » Segunda parte » XIX

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XIX

De vuelta al regimiento, después de contar al comandante cómo estaba el asunto de Denísov, Nikolái Rostov partió para Tilsitt con la carta dirigida al Emperador.

El 13 de junio se reunían en Tilsitt el Emperador francés y el ruso. Borís Drubestskoi había rogado al personaje importante, a cuyo servicio estaba, que lo incluyera en el séquito que iba a Tilsitt.

—Je voudrais voir le grand homme[282] —dijo refiriéndose a Napoleón, a quien hasta entonces, como hacían todos, llamaba Buonaparte.

—Vous parlez de Buonaparte? —preguntó sonriendo el general.

Borís miró interrogativamente a su general y al momento comprendió que se trataba de una prueba amistosa.

—Mon prince, je parle de l’empereur Napoléon —respondió.

El general, sonriente, le dio unos golpecitos en la espalda.

—Tú llegarás muy lejos —le dijo, y lo llevó consigo.

Borís fue una de las pocas personas que asistió en el Niemen a la entrevista de los Emperadores. Vio las grandes balsas adornadas con monogramas, el paso de Napoleón en la otra orilla a lo largo de la guardia francesa, el pensativo rostro del emperador Alejandro esperando silencioso la llegada de Bonaparte a un parador de las orillas del Niemen. Vio después cómo ambos soberanos tomaban asiento en sus lanchas y cómo Napoleón, desembarcando el primero, acudía con paso rápido a recibir a Alejandro y le tendía la mano, desapareciendo después con él en el pabellón. Desde su arribo a las altas esferas, Borís se acostumbró a observar detenidamente todo cuanto ocurría en derredor y anotarlo. Durante el encuentro de Tilsitt, procuró informarse bien de los nombres de las personas que habían venido con Napoleón y de los uniformes que vestían; escuchaba atentamente todo cuanto decían los grandes personajes. Cuando los Emperadores entraron en el pabellón donde iba a celebrarse la entrevista, Borís consultó su reloj y no dejó de hacerlo cuando salió Alejandro. La conferencia duró una hora y cincuenta y tres minutos. Así lo anotó aquella misma tarde, con otros pormenores a los que atribuía importancia histórica. Como el séquito del Emperador era muy reducido, tenía suma importancia para un hombre que aspiraba a triunfar en su carrera encontrarse en Tilsitt durante la entrevista de los Emperadores; Borís, ya en Tilsitt, comprendió y sintió que su posición se había consolidado definitivamente. No sólo se le conocía en todas partes, sino que lo miraban con atención y estaban acostumbrándose a su presencia. En dos ocasiones se le encomendaron misiones cerca del Emperador, así que éste lo conocía de vista, y los cortesanos, en vez de evitarlo, como al principio, viendo en él a un advenedizo, se habrían asombrado de no verlo entre ellos.

Vivía Borís con otro ayudante de campo, el conde polaco Gilinsky. Educado en París, Gilinsky era muy rico y amaba apasionadamente todo lo francés; casi todos los días, durante su estancia en Tilsitt, acudían a comer con él y con Borís oficiales franceses de la Guardia del Estado Mayor General.

El 24 de junio, por la tarde, el conde Gilinsky ofrecía una cena a sus amigos franceses. El huésped de honor era un edecán de Napoleón; con él estaban algunos oficiales de la Guardia francesa y un joven que pertenecía a una familia de la vieja aristocracia gala, ahora paje de Napoleón. Aquel mismo día, aprovechando la oscuridad para no ser reconocido, Rostov, vestido de paisano, llegaba a Tilsitt y entraba en la casa de Gilinsky y Borís.

Como todo el ejército ruso del cual venía, Rostov estaba muy lejos de participar en el cambio favorable a Napoleón y a los franceses, que de enemigos pasaron a ser amigos, cambios que se habían operado en el Cuartel General y en Borís. En el ejército seguían experimentando aquel mismo sentimiento confuso de encono, desprecio y temor de Bonaparte y de los franceses. Aún era reciente la conversación que había tenido Rostov con un oficial cosaco de Plátov, en la cual sostenía que si Napoleón fuera hecho prisionero por los rusos no se lo trataría como a un soberano, sino como a un delincuente. Y no había pasado mucho tiempo desde que Rostov, durante su viaje, discutiera acaloradamente con un coronel francés herido, diciendo que la paz nunca podría firmarse entre un monarca legítimo como el ruso y un criminal como Bonaparte. Era, pues, natural que Rostov sintiera una profunda extrañeza al encontrar en la casa de Borís a oficiales franceses con los mismos uniformes que él estaba acostumbrado a ver en situaciones muy distintas desde las avanzadas.

Al darse cuenta de la presencia de un oficial francés que se asomó a la puerta de la casa, se apoderó de Rostov aquel sentimiento bélico y hostil que le asaltaba siempre a la vista del enemigo. Se detuvo en el umbral y preguntó en ruso si vivía allí Drubetskói. Borís, al oír en la antecámara una voz extraña, salió a ver quién era. Y cuando reconoció a Rostov, su rostro cobró en el primer momento una expresión de fastidio.

—¡Ah, eres tú! ¡Encantado de verte! —dijo después, sonriendo y acercándose a él.

Pero Rostov había reparado ya en su primera reacción.

—Creo que vengo en mal momento… No habría venido, pero tengo que resolver un asunto… —dijo con frialdad.

—¡Oh, no, no! Sólo me extraña que hayas podido dejar el regimiento. Dans un moment je suis à vous[283] —dijo respondiendo a una voz que lo llamaba desde dentro.

—Veo que he sido inoportuno —repitió Rostov.

El rostro de Borís ya no expresaba fastidio como antes. Después de una rápida reflexión, sabiendo ya lo que iba a hacer, tomó del brazo a su amigo y, muy tranquilo, lo introdujo en la habitación contigua. Los ojos de Borís miraban a Rostov con tranquilidad y firmeza; sin embargo, parecían estar recubiertos por dentro con esa película que da la convivencia en el gran mundo. Así, al menos, le pareció a Rostov.

—¡Cállate, por favor! Tú nunca puedes ser inoportuno —dijo.

Y lo llevó hasta la habitación donde estaba preparándose la cena; lo presentó a los invitados y explicó que no era un paisano, sino un oficial de húsares, viejo amigo suyo.

—El conde Gilinsky, le comte N. N., le capitaine S. S. —decía presentando a los huéspedes.

Rostov miraba ceñudo a los franceses, saludó sin ganas y quedó en silencio.

Era evidente que a Gilinsky no le agradaba la presencia de un nuevo ruso en su círculo, pero no dijo nada.

Borís parecía no advertir el embarazo que se había producido en todos con la aparición de un desconocido, y con la misma calma cortés y la misma veladura en los ojos trataba de animar la conversación. Uno de los franceses, con la educación habitual en su país, se dirigió a Rostov, que callaba obstinadamente, y le preguntó si había venido a Tilsitt para ver al Emperador.

—No, no… tengo que resolver un asunto —respondió brevemente Rostov.

Estaba de mal humor desde que viera el gesto de fastidio en Borís y, como suele ocurrir en estos casos, le parecía que todos los circunstantes lo miraban con hostilidad y que para todos era una molestia. Así era, en efecto: molestaba a todos y era el único en permanecer al margen de la conversación común, que se animaba de nuevo. «¿Qué hace aquí?», parecían decir las miradas de los invitados. Se levantó y se acercó a Borís.

—Te estoy molestando —dijo en voz baja—; sal, hablaremos un momento y me voy enseguida.

—No, nada de eso —replicó Borís—. Pero si estás cansado, ve a mi habitación y descansa un poco.

—Sí, realmente…

Entraron en el reducido dormitorio de Borís. Rostov, sin sentarse, irritado, como si Borís fuera culpable de todo, le expuso el asunto de Denísov y preguntó si podía y quería interceder en favor suyo ante el Zar, valiéndose como intermediario de su general, para entregar una súplica de gracia. Al verse solos, Rostov se dio cuenta por primera vez de que sentía cierto embarazo de mirar a su amigo de frente. Borís, sentado y con las piernas cruzadas, se acariciaba con la mano izquierda los dedos delicados de la mano derecha y escuchaba a Rostov como un general escucha el informe de un subordinado, ya mirando a un lado, ya fijando directamente en él sus ojos velados. Ante esa mirada, Rostov se sentía cada vez más embarazado y bajaba la vista al suelo.

—He oído hablar de asuntos como ése y sé que el Emperador es muy severo en tales casos. Opino que no debe involucrarse a Su Majestad en estas cuestiones, pienso que lo mejor es dirigirse al comandante del cuerpo… Aunque, en general, creo que…

—¡Lo que pasa es que tú no quieres hacer nada! ¡Dilo claramente! —dijo casi gritando Rostov, sin mirar a Borís.

—Todo lo contrario —respondió Borís sonriendo—. Haré lo que me sea posible; pero creo que…

En aquel instante se abrió la puerta y se oyó la voz de Gilinsky llamando a Borís.

—Bueno, vete, vete, vete… —dijo Rostov, negándose a acompañarlo a la mesa.

Ya solo en la pequeña estancia, paseó durante largo rato de un lado a otro, escuchando confusamente la alegre conversación en francés que sostenían en la habitación vecina.

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