Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Tercera parte » II
Página 114 de 396
II
Con relación a la tutela de las posesiones de Riazán, el príncipe Andréi debía entrevistarse con el mariscal de la nobleza del distrito: el conde Iliá Andréievich Rostov. El príncipe Andréi fue a verlo a mediados de mayo.
Habían comenzado los calores de la primavera. El bosque estaba todo verde y hacía tanto calor que la vista del agua suscitaba el deseo de bañarse.
El príncipe Andréi, taciturno y preocupado por lo que debía resolver con el mariscal de la nobleza, avanzaba en su coche por la avenida del jardín de la casa de los Rostov en Otrádnoie. A la derecha, tras los árboles, oyó un alegre grito de mujer; un grupo de muchachas corría al encuentro de su coche. Delante de todas corría una chiquilla delgada, extraordinariamente delgada, de ojos y cabellos negros, con vestido de satén amarillo y un pañuelo blanco de bolsillo anudado en la cabeza, del que escapaban guedejas rebeldes, que llegó cerca del carruaje. Gritaba algo, pero al ver a un desconocido, sin pararse a mirarlo, volvió riendo sobre sus pasos.
El príncipe Andréi se sintió dolido de pronto. El día era hermoso, el sol brillaba espléndido; todo respiraba alegría alrededor. Pero aquella muchacha delgada y bonita que no conocía ni quería conocer su existencia se sentía feliz y contenta con su propia vida, seguramente estúpida, pero alegre y dichosa. «¿Por qué está tan contenta? ¿En qué piensa? Desde luego no será en los reglamentos militares ni en los campesinos de Riazán… ¿En qué piensa? ¿Qué la hace tan feliz?», se preguntó con curiosidad el príncipe Andréi.
En 1809, el conde Iliá Andréievich vivía en Otrádnoie como siempre, es decir, recibiendo en su casa a casi toda la provincia, entre cacerías, teatros, banquetes y conciertos. Como le ocurría con cada visita, se mostró encantado por la llegada del príncipe Andréi y casi a la fuerza lo obligó a pasar allí la noche.
Durante el día aburrido, en cuyo transcurso se ocuparon de él los viejos dueños de la casa y los más respetables de sus invitados, que, con motivo del próximo santo, lo llenaban todo, el príncipe Andréi miró varias veces a Natasha, que reía siempre alegre entre la divertida gente joven. «¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?», seguía preguntándose.
Por la noche, solo en aquel ambiente desconocido, le costó conciliar el sueño. Leyó un rato; después apagó la luz, pero tuvo que volverla a encender. Hacía calor en aquella estancia con las ventanas cerradas. Estaba enfadado con el viejo estúpido (llamaba así al conde Rostov) que lo había obligado a quedarse en su casa por no haber recibido aún de la ciudad los papeles que necesitaba. No podía perdonarse el haber aceptado la invitación.
El príncipe Andréi se levantó para abrir la ventana. La luz clara de la luna, como si estuviese esperando desde hacía mucho tiempo aquel instante, irrumpió en la habitación. La noche era fresca, llena de quietud y claridad. Ante la ventana del príncipe había una fila de árboles podados, negros por un lado y plateados por el otro; al pie de los troncos crecía una vegetación exuberante, húmeda, rizosa, con lustrosas hojas y tallos; más allá, pasados otros árboles negros, brillaba un tejado cubierto de rocío; a la derecha, otro gran árbol, muy frondoso, de ramas y tronco casi blancos y, sobrepasándolo, la luna, casi en su plenitud, en un cielo primaveral con muy pocas estrellas. El príncipe Andréi se acodó en la ventana y sus ojos se detuvieron en ese cielo.
La habitación del príncipe Andréi estaba entre dos pisos. En las estancias que tenía encima tampoco dormían aún. Hasta él llegaba una conversación entre mujeres:
—Otra vez… sólo una vez más —dijo una voz que el príncipe Andréi reconoció enseguida.
—Pero ¿cuándo vas a dormir? —replicó otra.
—No dormiré. No puedo. ¿Qué quieres que haga? Vaya, la última vez…
Y las dos voces entonaron una frase musical que era el final de algo.
—¡Oh, qué bien! Y ahora a dormir, se acabó.
—Duerme tú; yo no puedo —dijo la primera voz, acercándose a la ventana. Debía de haberse asomado por completo, porque se oyó el susurro de su vestido y hasta su respiración.
Todo estaba en silencio, como petrificado; también la luna y su luz en las sombras. El príncipe Andréi tuvo miedo de moverse para no traicionar su involuntaria presencia.
—¡Sonia! ¡Sonia! —dijo de nuevo la primera voz—. ¿Cómo puedes dormir? ¡Contempla esta noche tan bella! ¡Despiértate, Sonia! —dijo casi llorando—. Te aseguro que jamás hubo una noche así, una noche tan maravillosa como ésta.
Sonia respondió algo de mala gana.
—¡Oh, mira qué luna!… ¡Es una maravilla! Ven, ven aquí, querida, corazón mío… ¿la ves? Me sentaría así, en cuclillas, estrechando las rodillas contra el pecho, bien apretadas, hay que apretar con mucha fuerza, y me echaría a volar. ¡Así!
—¡Ea, basta, que puedes caerte!
Se oyó una breve lucha y la voz disgustada de Sonia:
—¡Ya es más de la una!
—¡Vete, vete! ¡Siempre me lo echas todo a perder!
Y de nuevo la noche se llenó de silencio. El príncipe Andréi sabía que ella seguía allí; oía unas veces el leve movimiento de su cuerpo; otras, la oía suspirar.
—¡Dios mío, Dios mío! ¡Pero bueno!… —exclamó de pronto—. Si hay que dormir, ¡durmamos! —y cerró la ventana.
«Nada le importa mi existencia —pensó el príncipe Andréi mientras escuchaba su voz, esperando y temiendo, sin saber la razón, que dijese algo de él—. ¡De nuevo ella! ¡Como a propósito!», pensaba.
Despertó en su ánimo tan inesperada confusión de pensamientos y esperanzas juveniles, en contradicción con toda su vida, que, sintiéndose incapaz de explicarse aquel estado de ánimo, inmediatamente se quedó dormido.