Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Tercera parte » XVII
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XVII
Después del príncipe Andréi, se acercó Borís invitándola a bailar; y cuando la dejó Borís, danzó con el ayudante de campo que había abierto el baile y después con otros jóvenes. Natasha, animada y feliz, cedía a Sonia sus numerosos caballeros. Bailó la noche entera, sin descanso. No reparó en nada de lo que parecía interesar a todos. No se dio cuenta de la prolongada conversación del Emperador con el embajador de Francia, ni de la peculiar amabilidad que mostró hacia una dama, ni de que tal o cual príncipe había hecho tal o cual cosa, ni del éxito de Elena, a la que tal personaje había distinguido con atención especial. Ni siquiera miraba al Zar y se percató de su marcha porque, desde entonces, el baile se hizo más animado.
El príncipe Andréi bailó de nuevo con Natasha un alegre cotillón que precedió a la cena. Le recordó su primer encuentro en el jardín de Otrádnoie, la noche a la luz de la luna, cuando no podía dormir, y la conversación de la ventana, involuntariamente oída. Natasha enrojeció al oírlo y trató de justificarse como si hubiera algo vergonzoso en el sentimiento que, sin quererlo, había sorprendido el príncipe Andréi.
A Bolkonski, como a tantas personas educadas en la alta sociedad, le agradaba encontrar en aquel medio cuanto no llevara la impronta del gran mundo. Así era Natasha con sus asombros, sus alegrías, su timidez y hasta con sus incorrecciones en francés. El príncipe Andréi le hablaba con especial ternura y delicadeza. Sentado cerca de ella y conversando sobre los temas más fútiles, no dejaba de admirar el gozoso esplendor de sus ojos y la sonrisa, que no se refería a lo que hablaban, sino a su felicidad interna. Cuando la invitaban a bailar y Natasha se levantaba sonriente y dichosa, el príncipe Andréi admiraba, sobre todo, su tímida gracia. A la mitad de un cotillón, Natasha, respirando aún fatigosamente, volvía a su puesto cuando la invitó de nuevo otro caballero. Estaba cansada, se la veía dispuesta a negarse, pero puso la mano en el hombro de su nueva pareja y sonrió al príncipe Andréi.
«Me gustaría descansar y quedarme con usted, estoy cansada; pero ya lo ve: me eligen y esto me alegra y hace dichosa. Amo a todos y usted y yo comprendemos todo esto». Eso y otras muchas cosas decía su sonrisa. Cuando el caballero la dejó, Natasha cruzó la sala en busca de dos damas para la figura.
«Si se acerca primero a su prima y después a la otra, será mi mujer», se dijo inesperadamente el príncipe Andréi, sin dejar de mirarla. Natasha se acercó a su prima.
«Qué tonterías se me ocurren a veces —pensó el príncipe Andréi—. Pero lo cierto es que esta joven tan graciosa y peculiar se habrá casado antes de un mes. No se encuentran todos los días muchachas como ella en este ambiente», se dijo cuando Natasha, arreglándose la rosa del corpiño, se sentó de nuevo a su lado.
A punto de terminar el cotillón, el viejo conde, con su frac azul, se acercó a los bailarines. Invitó al príncipe Andréi a visitarlos y preguntó a su hija si se había divertido. Natasha no contestó nada; se limitó a sonreír con una sonrisa que parecía un reproche: «¿Cómo puedes preguntarme eso?».
—¡Jamás me había divertido tanto! —dijo después.
Y el príncipe Andréi observó que sus delicados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a su padre y bajaban enseguida. Natasha era feliz como nunca lo había sido. Se hallaba en ese estado de dicha suprema cuando las personas se hacen totalmente buenas y no creen en la posibilidad del mal, de la desventura o del dolor.
En aquel baile, Pierre, por primera vez, se sintió humillado por la posición que ocupaba su mujer en las altas esferas. Estaba taciturno y abstraído. Una profunda arruga le cruzaba la frente y, de pie junto a una ventana, miraba a través de sus lentes sin reparar en nadie.
Natasha pasó a su lado, cuando se dirigía a la cena.
Llamó su atención el rostro sombrío y dolorido de Pierre. Se detuvo delante de él; le habría gustado ayudarlo, darle algo de su alegría desbordante.
—¡Qué divertido es esto!, ¿verdad, conde? —dijo.
Pierre sonrió distraído; era evidente que no comprendía.
—Sí, sí, estoy muy contento —respondió.
«¿Cómo puede haber alguien descontento? —pensó Natasha—. Sobre todo un hombre tan bueno como Bezújov». A sus ojos, todos cuantos estaban presentes en el baile eran buenos, agradables, encantadores; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie y, por tanto, todos debían ser felices.