Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Tercera parte » XXV
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XXV
La salud y el carácter del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski se habían debilitado mucho aquel año, después de la partida de su hijo para el extranjero. Más irritable que antes, descargaba todos los estallidos de su inmotivada cólera sobre la princesa María. Parecía buscar afanosamente todo aquello que le produjera dolor para mortificarla con la mayor crueldad posible. Dos pasiones tenía la princesa y, por tanto, dos alegrías: la religión y su sobrino Nikólushka. Y ambas constituían el tema favorito de los ataques y las ironías del príncipe. Hablárase de lo que se hablara, siempre llevaba la conversación hacia el tema de las supersticiones de las viejas solteronas o de los excesivos y perjudiciales mimos a los niños. «Quieres hacer de él una solterona como tú, pero en vano: el príncipe Andréi necesita un hijo, y no una solterona», decía. Otras veces, se volvía a mademoiselle Bourienne y le preguntaba, en presencia de la princesa María, qué pensaba de los popes y los iconos rusos. Después bromeaba sobre ambas cosas…
Ofendía de continuo y dolorosamente a la princesa, que, por su parte, no necesitaba hacer el menor esfuerzo para perdonarlo. ¿Podía considerar a su padre culpable e injusto por su modo de tratarla? Su padre la quería y ella no dudaba de su cariño. Además, ¿qué era la justicia? La princesa no pensaba jamás en esa soberbia palabra: «justicia». Todas las complicadas leyes humanas se reducían para ella a una simplísima y clara: la ley del amor y del sacrificio, promulgada por Aquel que, siendo Dios, sufrió por amor a la humanidad. ¿Qué le importaba a ella la justicia o la injusticia de los hombres? Ella debía sufrir y amar, y eso era lo que hacía.
Durante el invierno, el príncipe Andréi estuvo en Lisie-Gori. Se mostró alegre, amable y cariñoso con la princesa María, que no recordaba haberlo visto así hacía tiempo. Presintió que algo le había ocurrido, pero nada le dijo de su amor. Antes de partir, el príncipe Andréi tuvo una larga conversación con su padre, y la princesa María comprendió que habían quedado descontentos el uno del otro.
Poco después de la marcha del príncipe Andréi, la princesa escribió desde Lisie-Gori a San Petersburgo, a su amiga Julie Karáguina —de luto en aquel entonces por uno de sus hermanos, muerto en Turquía—, a la cual, como hacen todas las muchachas, quería casar con el príncipe Andréi:
Las penas parecen ser nuestra suerte común, querida y dulce amiga Julie.
La pérdida que ha sufrido es tan terrible que sólo puedo explicármela como un particular favor de Dios, que, porque las ama, quiere poner a prueba a su excelente madre y a usted. ¡Ah, querida amiga! La religión y sólo la religión puede no digo consolarnos, sino librarnos de la desesperación. Sólo la religión puede explicar lo que, sin su ayuda, el ser humano no podría comprender: por qué, para qué, seres buenos y nobles, que saben hallar la felicidad en la vida y que no sólo no hacen daño a nadie, sino que son necesarios para el bien de los demás, son llamados por Dios, mientras quedan aquí abajo tantas personas malvadas, inútiles, nocivas, o bien otras que son una carga para sí y para los demás. La primera muerte que vi, y no olvidaré jamás, fue la de mi querida cuñada, y me produjo la misma impresión. Así como usted pregunta al destino por qué había de morir su excelente hermano, así he preguntado yo por qué debía desaparecer Lisa, un ángel que a nadie había hecho daño y tan sólo albergaba buenos pensamientos. Y bien, querida amiga. Cinco años han pasado desde entonces, y ahora, con mi insignificante inteligencia, comienzo a comprender claramente para qué debía morir y por qué esa muerte no era más que la expresión de la infinita bondad del Creador, cuyos actos, casi siempre incomprensibles para nosotros, son una manifestación de su inmenso amor hacia sus criaturas. Pienso con frecuencia si no era ella demasiado angelical e inocente para poder soportar todos los deberes de una madre. Ella fue irreprochable como esposa joven, pero, tal vez, no lo habría sido como madre. Ahora, no sólo nos ha dejado, y especialmente al príncipe Andréi, el más puro pesar y el recuerdo, sino que ocupará allí un lugar que yo no me atrevo a esperar para mí. Mas, sin hablar de Lisa, esta muerte prematura y terrible ha tenido la más benéfica influencia sobre mí y sobre mi hermano, a pesar de toda su tristeza. Entonces, en el momento de la dolorosa pérdida, estos pensamientos no podían acudir a mi mente: los habría desechado con horror, pero ahora los veo claros e indiscutibles. Le escribo todo esto, querida amiga, para convencerla de una verdad evangélica que yo he convertido en norma de vida: ni un solo cabello caerá de nuestra cabeza sin Su voluntad. Y Su voluntad no se guía más que por un amor infinito a todos nosotros. Por eso, cuanto nos ocurre es por nuestro bien. Me pregunta si pasaremos el invierno en Moscú. A pesar del gran deseo que tengo de verla, no creo ni quiero que sea así. Le extrañará que la causa sea Buonaparte. La explicación es la salud de mi padre, cada vez más débil. No puede sufrir una sola contradicción, se irrita a cada momento. Esa irritación, como sabe, va dirigida principalmente hacia la situación política. No soporta la idea de que Buonaparte trate de igual a igual a todos los soberanos de Europa, y especialmente al nuestro, ¡al nieto de la gran Catalina! Ya sabe que soy indiferente por completo a los asuntos políticos, pero por lo que dice mi padre y sus conversaciones con Mijaíl Ivanovich sé lo que ocurre en el mundo y, sobre todo, los honores que se tributan a Buonaparte; creo que de todo el mundo, sólo en Lisie-Gori no se lo reconoce como un gran hombre, y menos aún como emperador de los franceses. Mi padre no puede soportarlo; con sus ideas sobre la política y previendo los choques que tendría por su costumbre de expresar las opiniones propias sin miramiento alguno, habla de mala gana de un viaje a Moscú. Todo cuanto ganaría con un tratamiento médico lo perdería con sus discusiones sobre Buonaparte, que son inevitables. De todas maneras, la cosa se decidirá pronto. Nuestra vida familiar es la de siempre, aunque no contamos con la presencia de mi hermano Andréi. Como le escribí, había cambiado mucho últimamente. Después de su desgracia, tan sólo ahora, este año, lo vi moralmente curado. Volvió a ser el mismo que yo conocí de niño: bueno y cariñoso, con un corazón de oro que no tiene igual. Ha comprendido, al parecer, que la vida no ha terminado para él. Pero junto a ese cambio interior se ha debilitado mucho físicamente: está más delgado que antes, más nervioso, y temo por él. Me alegra que emprenda este viaje al extranjero, prescrito por los médicos hace tiempo. Espero que eso lo restablezca. Me dice usted en su carta que en San Petersburgo se habla de él como de uno de los jóvenes más activos, cultos e inteligentes. Perdóneme mi vanidad de hermana, pero yo nunca había dudado de eso. Es imposible contar todo el bien que aquí hizo, tanto a sus mujiks como a la nobleza. Creo que en San Petersburgo recibió la recompensa que merecía. Me asombra cómo llegan los rumores de San Petersburgo a Moscú, y especialmente esas cosas tan falsas que me cuenta en su carta sobre el supuesto matrimonio de mi hermano con la pequeña Rostov. Dudo que mi hermano vuelva a casarse, y menos con esa joven. Le diré por qué: sé bien, aunque habla muy poco de su difunta mujer, que el dolor de aquella pérdida está muy arraigado en su corazón y no se decidirá a sustituirla y dar una madrastra a nuestro pequeño ángel. En segundo lugar, a juzgar por lo que yo sé, esa joven no pertenece a la categoría de mujeres que gustan a mi hermano; no creo que el príncipe Andréi la escoja por esposa, y le confesaré francamente que no lo deseo. Pero me extiendo demasiado; estoy terminando ya la segunda hoja. Adiós, mi querida amiga; que Dios la tenga en su santa y poderosa custodia. Mi querida amiga, mademoiselle Bourienne, le manda un beso.
Mary.