Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Cuarta parte » VII
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VII
Al atardecer, cuando Ilaguin se despidió de Nikolái, el joven conde se hallaba tan distante de su casa que aceptó la invitación que le hacía el tío de dejar la jauría y todo el equipo de la caza en su aldea de Mijáilovna.
—Y si vinierais a mi casa, las cosas claras, siempre adelante, tanto mejor —dijo el tío—. El tiempo está húmedo; podríais descansar y llevarían a la condesita en coche.
Aceptaron la propuesta del tío; enviaron un cazador a Otrádnoie en busca del coche y Nikolái, Natasha y Petia se dirigieron a la casa de Mijaíl Nikanórovich.
En el porche de la entrada principal esperaban al amo cinco criados, unos grandes y otros chicos. Decenas de mujeres, jóvenes y viejas, se asomaron por la entrada de servicio a ver a los cazadores que llegaban. La presencia de Natasha, una señorita a caballo, despertó la curiosidad de los criados hasta tal punto que muchos, sin turbación alguna, se aproximaron para verla de cerca y, en su presencia, expresaban sus opiniones como si se refirieran a un fenómeno extraño o a un objeto expuesto que no pudiera comprender los comentarios que suscitaba.
—Fíjate, Arinka, va sentada de lado. Y le cuelga la falda… ¡Hasta lleva un cuerno!
—¡Por todos los santos! ¡Y un puñal…!
—¡Debe ser tártara!
—¿Cómo no te caes? —preguntó la más atrevida, volviéndose a Natasha.
El tío echó pie a tierra en el porche de su casita de madera, rodeada de jardín; miró a la gente y dio órdenes imperiosas de que se fueran quienes estaban de más y se preparara lo necesario para recibir dignamente a sus huéspedes y al acompañamiento.
Todos se dispersaron. El tío ayudó a Natasha a descabalgar y subir los movedizos escalones de madera. La casa, sin revestimiento alguno, con los troncos al aire, no tenía aspecto de estar muy limpia. No podía decirse que los habitantes de aquella casita pusieran gran celo en quitar las manchas, pero tampoco daba sensación de abandono. Un olor a manzanas frescas llenaba todo el zaguán, donde había colgadas pieles de lobo y de zorro.
Pasado el vestíbulo, el tío condujo a los jóvenes a un saloncito con mesa plegable y sillas de caoba, después a la sala con mesa redonda de abedul y un diván, luego a su despacho, con un diván raído, una alfombra muy vieja y retratos de Suvórov, de los padres del amo de la casa y de él mismo con uniforme. El despacho olía intensamente a tabaco y a perros.
El tío rogó a los jóvenes que se acomodaran como si estuviesen en su propia casa y se retiró unos instantes. Rugai, con el lomo sucio de barro, entró en la estancia, se acomodó en el diván y comenzó a limpiarse con la lengua y los dientes. Del despacho de Mijaíl Nikanórovich salía un pasillo donde se veía un biombo con los visillos rotos. Detrás del biombo se oían apagadas risas y susurros femeninos. Natasha, Petia y Nikolái se desvistieron y se instalaron en el canapé. Petia, apoyando la cabeza en el brazo, se durmió al momento. Natasha y Nikolái guardaban silencio. Sus rostros ardían, sentían mucha hambre y estaban muy alegres. Se miraron el uno al otro (pasada la cacería y en casa, Nikolái no creía necesario manifestar la superioridad masculina con respecto a su hermana); Natasha le guiñó el ojo y, no pudiendo contenerse más, los dos estallaron en una carcajada sonora, aun sin haber hallado pretexto para semejante risa.
Poco después, el tío volvía con un amplio chaquetón, calzón azul y botas de media caña. Natasha recordó que aquella vestimenta del tío, de la que se había sorprendido y mofado en Otrádnoie, nada tenía que envidiar a la levita o al frac. También Mijaíl Nikanórovich estaba contento, y lejos de sentirse ofendido por la injustificada risa de los hermanos —no podía ocurrírsele pensar que se burlaran de su vida—, él mismo se unió a esa hilaridad inmotivada.
—¡Bravo, condesita! ¡No he visto nunca una muchacha igual! —dijo, dando a Nikolái una pipa de larga boquilla y tomando otra corta para sí, que sujetó con tres dedos, como tenía por costumbre—. ¡Todo el día a caballo como un hombre, y como si nada!
Al poco rato volvió a abrirse la puerta; a juzgar por el ruido debía de ser una criada descalza. En efecto, apareció una mujer de unos cuarenta años, gruesa, guapa, de mejillas sonrosadas, doble papada y labios bien marcados de color rojo; llevaba en las manos una bandeja grande bien surtida. Con dignidad afable y acogedora, irradiando simpatía en cada mirada y movimiento, miró a los huéspedes y los saludó con respeto y una sonrisa cariñosa. A pesar de su obesidad poco común, que la obligaba a caminar erguida, adelantando el vientre y el pecho, y con la cabeza hacia atrás, esa mujer (el ama de llaves del tío) se movía con extraordinaria soltura. Se acercó a la mesa, colocó la bandeja y, hábilmente, con sus manos regordetas y blancas, fue ordenando las botellas, aperitivos y dulces. Hecho esto, se apartó y con la sonrisa en los labios se detuvo en la puerta. «Aquí me tienen. ¿Comprendes ahora a tu tío?», parecía decir a Nikolái. ¿Cómo no comprenderlo? No sólo el joven, sino también Natasha comprendía al tío, y el significado de su ceño y de la sonrisa feliz y satisfecha que se dibujó apenas en sus labios al entrar Anisia Fiódorovna. En la bandeja había setas marinadas, galletas de centeno a base de leche cuajada, miel al natural y miel espumosa hervida, manzanas, nueces frescas tostadas, vodka y licores de fabricación casera. Más tarde, Anisia Fiódorovna trajo mermeladas hechas con azúcar y miel, jamón y un pollo recién asado.
Todo había sido escogido y preparado por ella misma; todo tenía el perfume y el sabor de Anisia Fiódorovna. Todo recordaba su frescura, su limpieza y su grata sonrisa.
—Coma, señorita condesa —decía a Natasha, ofreciéndole ya un plato, ya otro.
Natasha comía de todo; le parecía no haber visto ni comido nunca un dulce tan oloroso, unas galletas, una miel con nueces y un pollo tan exquisitos.
Anisia Fiódorovna se retiró; Rostov y su tío, durante la cena, comenzaron a discutir, entre sorbo y sorbo de licor de guindas, sobre la jornada de caza, y las que le seguirían, sobre Rugai y los perros de Ilaguin. Natasha, con los ojos brillantes, los escuchaba sentada en el canapé. Había tratado varias veces de despertar a Petia, con el fin de que comiera algo, pero el muchacho no hizo más que pronunciar palabras incomprensibles, sin abrir siquiera los ojos. Natasha sentía tanta alegría, se encontraba tan bien en aquel ambiente nuevo para ella que temía tan sólo que el coche de Otrádnoie llegase demasiado pronto. Después de cierto silencio, muy frecuente en quienes reciben a alguien por primera vez, y, como respondiendo a los pensamientos de sus huéspedes, el tío dijo:
—Así voy terminando mi vida… Cuando muera, las cosas claras y siempre adelante, no quedará nada. ¿Para qué pecar?
Al decir esto, su rostro era muy expresivo y hasta hermoso. Nikolái recordó las cosas admirables que había oído decir de aquel hombre a sus padres y vecinos. En toda la comarca, su reputación era la de un hombre estrafalario pero noble y muy desprendido; solían recurrir a él como juez en asuntos familiares, y como albacea testamentario le confiaban secretos. Lo habían elegido juez y para otros cargos, pero él se negaba obstinadamente a aceptar un empleo público. Pasaba el otoño y la primavera en sus campos, montando en su caballo; en invierno solía quedarse en casa y en verano permanecía largas horas tumbado en su abandonado jardín.
—¿Por qué no acepta algún cargo público, tío?
—Ya lo tuve, pero lo dejé. No va con mi genio ni entiendo nada de eso. Se queda para vosotros, a mí me falta cabeza. La caza es otra cosa —y gritó seguidamente—: ¡Abrid esa puerta! ¿Por qué la habéis cerrado?
La puerta del fondo del pasillo conducía a la sala de caza, nombre que se daba a la habitación de los cazadores. Alguien se dirigió allí con rápidos pasos de pies desnudos y una mano invisible abrió la puerta. De la habitación llegaron claramente las notas de una balalaika, manejada por manos hábiles. Hacía un rato que Natasha estaba con el oído atento; ahora salió al pasillo para oír mejor.
—Es Mitka, mi cochero… le compré una buena balalaika. Me gusta oírla —dijo el tío.
Era costumbre que cuando él volvía de cazar, Mitka tocase en la habitación de los cazadores.
—¡Toca bien, realmente muy bien! —dijo Nikolái con cierta involuntaria negligencia, como si le diera vergüenza confesar que le agradaban mucho aquellos sonidos.
—¿Cómo que muy bien? —le reprochó Natasha, a la que no escapó el tono con que había hablado su hermano—. ¡Es un verdadero encanto! ¡Una delicia!
Así como las setas, la miel y los licores del tío le habían parecido los mejores del mundo, en aquel momento la música que llegaba desde la habitación de los cazadores le pareció el colmo de la delicia.
—¡Otra vez, por favor, otra vez! —exclamó Natasha desde la puerta cuando hubo terminado la canción.
Mitka afinó el instrumento y de nuevo sonó la Bárina con variaciones diversas y bien matizadas. El tío escuchaba con la cabeza inclinada y una imperceptible sonrisa. El motivo de Bárina se repitió muchas veces, la balalaika estaba afinada y una vez más volvía a los mismos acordes, sin que los oyentes se cansaran de escuchar. Anisia Fiódorovna entró de nuevo y apoyó su corpulento cuerpo en el quicio de la puerta.
—¿Lo está escuchando? —preguntó a Natasha con una sonrisa muy semejante a la del tío—. Toca muy bien.
—En ese pasaje no lo hace bien —observó el tío con energía—. Aquí conviene un trémolo, eso es, un trémolo.
—¿Es que sabe usted tocar? —preguntó Natasha.
El tío sonrió sin contestar.
—Mira si las cuerdas de la guitarra están bien, Anísiushka… Hace tiempo que no la cojo. La tengo abandonada.
Anisia Fiódorovna salió de buen grado y con paso ligero a cumplir el encargo de su señor y trajo la guitarra.
El tío, sin mirar a nadie, sopló el polvo del instrumento; tamborileó en la caja de la guitarra con sus dedos huesudos, afinó las cuerdas y se acomodó en la butaca. Con gesto algo teatral, separando mucho el codo izquierdo y guiñando el ojo a Anisia Fiódorovna, lanzó un acorde sonoro, limpio, y después, pausada y tranquilamente, comenzó con ritmo muy lento la conocida canción Por la calle empedrada. El motivo de la canción, su ritmo y sentido resonaron en el alma de Nikolái y Natasha en concordancia con la mesurada alegría que se desprendía de toda la personalidad de Anisia Fiódorovna, quien, encendido el rostro que ocultaba con su pañuelo, salió riendo de la estancia. El tío seguía tocando con el mismo tono enérgico, mirando con ojos inspirados el lugar donde antes estuvo Anisia Fiódorovna. En su rostro, bajo los bigotes grises, había una leve sonrisa, que se acentuaba al aumentar el ritmo de la canción y en los trémolos mejor logrados.
—¡Es maravilloso! ¡Maravilloso, tío! ¡Otra vez, otra vez! —gritó Natasha cuando Mijaíl Nikanórovich hubo terminado. Saltó de su asiento, abrazó a su tío y lo besó—. ¡Nikóleñka! ¡Nikóleñka! —dijo a su hermano, como preguntándole: ¿pero qué es esto?
También Nikolái estaba entusiasmado con el modo de tocar del tío. Éste volvió a repetir la canción. De nuevo apareció en la puerta el riente rostro de Anisia Fiódorovna, y detrás de ella otros… «Cuando va por agua fresca, grita la muchacha: ¡espera!», tocaba el tío; después hizo una variación habilísima, interrumpió un acorde y movió los hombros.
—Sigue, querido, sigue, tío —dijo Natasha con voz suplicante, como si estuviera en juego toda su vida.
El tío se levantó. Parecía haber en él dos hombres: uno serio y otro alegre; el hombre serio sonrió gravemente mirando al alegre y el alegre hizo un gesto ingenuo, ceremonioso, como si fuera a iniciar una danza.
—A ver, sobrina —dijo, invitando a Natasha con la mano que había arrancado el último acorde.
Natasha se quitó el chal que llevaba encima, dio unos pasos adelantando al tío y, con las manos en la cintura, movió rítmicamente los hombros y se detuvo frente a él.
¿Dónde, cómo y cuándo esa condesita educada por una institutriz francesa emigrada había absorbido del aire ruso que respiraba ese espíritu, esos gestos que el pas de châle tenía que haber desplazado hacía mucho tiempo? Pero el espíritu y los gestos eran auténticamente rusos, inimitables, que no se estudian, eran lo que el tío esperaba de ella. Cuando Natasha se detuvo, sonriendo triunfante, con orgullosa y pícara alegría, desapareció el primer sentimiento que se había apoderado de Nikolái y de todos los presentes, el miedo a que no saliera airosa. Ahora la admiraban entusiasmados.
Hizo lo debido y con tanta exactitud, tan al completo que Anisia Fiódorovna, quien enseguida le había tendido el pañuelo necesario para aquella danza, reía hasta llorar al ver cómo la joven condesa, delicada, graciosa, tan ajena a ella, educada entre sedas y terciopelos, supo entender cuanto había en Anisia, en el padre de Anisia, en su tío, en su madre y en todo ruso.
—¡Bravo, condesita! ¡Bravo! —gritó Mijaíl Nikanórovich cuando hubo terminado la danza—. ¡Vaya con la sobrina! ¡Vaya, vaya! Ahora sólo falta elegir un buen mozo para marido.
—Ya está elegido —dijo sonriendo Nikolái.
—¿De veras? —exclamó el tío, mirándola interrogativo. Natasha, con sonrisa feliz, hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—¡Y qué marido! —dijo.
Pero enseguida surgió en ella otra corriente de ideas y sentimientos. ¿Qué significaba la sonrisa de Nikolái al decir «ya está elegido»? ¿Estaba contento o no? «Parece pensar que mi Bolkonski no aprobaría, no comprendería nuestra alegría. Pero no, lo comprendería todo. ¿Dónde estará ahora? —pensó Natasha, y su rostro, por un momento, quedó serio—. No pienses en eso, no debes pensar en eso», se dijo; y volviendo a sonreír se sentó de nuevo junto a su tío y le rogó que tocara alguna otra cosa.
El tío tocó otra canción; después, un vals y, por último, inició su canción favorita, que hablaba de cazadores:
La nieve, por la noche,
caía sin cesar…
Mijaíl Nikanórovich cantaba como canta el pueblo, con la convicción absoluta e ingenua de que todo el sentido de las canciones está en la letra y que la melodía venía por sí misma: que no existe sin la letra, y servía tan sólo para marcar la cadencia. Por ello, el motivo musical inconsciente —como suele ser el motivo musical del pájaro— resultaba tan bello cantado por el tío. Natasha estaba entusiasmada con las canciones de su tío. Decidió que dejaría el arpa y estudiaría la guitarra únicamente. Pidió al tío la guitarra y encontró sin tardanza los acordes de una canción. Cerca de las diez llegaron tres hombres a caballo, enviados con dos carruajes desde Otrádnoie en busca de los jóvenes. El enviado explicó que los condes, desconocedores de dónde se hallaban sus hijos, estaban muy preocupados. Llevaron a Petia dormido y lo colocaron en uno de los coches. Natasha y Nikolái se acomodaron en otro. El tío abrigó a Natasha y se despidió de ella con un nuevo sentimiento de ternura. Los acompañó a pie hasta el puente, que debían rodear para cruzar el río por el vado, y ordenó que los cazadores fueran con linternas por delante.
—¡Hasta la vista, querida sobrina! —gritó en la oscuridad.
Su voz no era la que Natasha conocía de otras veces, sino la que había cantado la canción de la nieve.
En la aldea que cruzaban brillaban luces rojizas y el aire olía alegremente a humo.
—¡Qué encantador es el tío! —dijo Natasha cuando salieron al camino.
—Sí —contestó Nikolái—. ¿Tienes frío? —preguntó.
—No. Me encuentro muy bien, estoy perfectamente —respondió Natasha algo perpleja.
Callaron durante largo tiempo. La noche era húmeda y oscura. No se veían los caballos; sólo podía oírse su chapoteo en el fango invisible.
¿Qué estaba ocurriendo en aquel espíritu infantil y sensible, que tan vivamente percibía y asimilaba las impresiones más diversas de la vida? ¿Cómo se acomodaban en su alma todas esas impresiones? Comoquiera que fuese, Natasha se sentía muy feliz. Se acercaban ya a la casa cuando entonó La nieve, por la noche, melodía que había buscado durante todo el camino y logró captar por fin.
—¿Lo conseguiste? —dijo Nikolái.
—¿En qué estabas pensando ahora, Nikolái? —preguntó Natasha.
Les gustaba hacerse esa pregunta el uno al otro.
—¿Yo? —dijo Nikolái procurando recordar—. Mira: primero pensaba que Rugai, el perro rojo, se parece al tío, y que si fuera un hombre tendría consigo al tío no por buen corredor, sino por su buen carácter. ¡Qué fácil es vivir con él! ¿Y tú?
—¿Yo? Espera, espera… Sí, primero pensaba que creemos ir a casa, pero que sólo Dios sabe adonde vamos en medio de esta oscuridad; y que, de pronto, llegamos y no vemos Otrádnoie, sino un país mágico… Luego pensaba que… Pero no, nada más.
—Lo sé, sin duda has pensado en él —dijo Nikolái sonriendo, de lo que Natasha se dio cuenta por el sonido de su voz.
—No —respondió la muchacha, aunque realmente pensaba en el príncipe Andréi y en lo mucho que le habría agradado el tío—. Además, durante todo el camino me vengo diciendo: ¡Qué bien estuvo Anísiushka! —dijo Natasha.
Y Nikolái volvió a oír su risa feliz, sonora, espontánea.
—¿Sabes? —dijo de pronto Natasha—. Creo que nunca seré tan feliz ni estaré tan tranquila como ahora.
—¡Qué tontería! Son estupideces, chiquilladas —exclamó Nikolái; y pensó: «¡Mi Natasha es un encanto! Nunca tendré una amiga como ella. ¿Por qué se casa? ¡Pasearíamos siempre juntos!».
«¡Qué encanto es Nikolái!», pensó Natasha.
—¡Ah! ¡Todavía hay luz en la sala! —dijo, señalando las ventanas que brillaban en la oscuridad de la noche, húmeda y aterciopelada.