Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Quinta parte » IV
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IV
La princesa María, sentada en la sala, escuchaba los relatos y la conversación de los viejos sin entenderlos. Se preguntaba si los invitados se habían dado cuenta de la hostilidad de su padre hacia ella. Ni siquiera reparó en la especial atención y cortesía que durante la comida le demostraba el joven Drubetskói, que acudía por tercera vez a la casa.
Pierre, el último de todos, con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios, se acercó a la princesa cuando su padre hubo salido y ellos quedaron solos en la estancia.
—¿Puedo quedarme un poco más? —dijo Pierre, dejando caer su cuerpo en una silla junto a la princesa.
—¡Oh, sí! —contestó ella. Y sus ojos parecían preguntar: «¿No ha observado nada?».
Pierre tenía el buen humor que sigue a una buena comida. Miraba hacia delante y sonreía pacíficamente.
—¿Conoce hace tiempo a ese joven? —preguntó.
—¿A quién?
—A Drubetskói.
—No, desde hace poco.
—¿Le gusta?
—Sí, es un joven simpático… Pero ¿por qué me lo pregunta? —dijo la princesa María, sin dejar de pensar en la conversación de la mañana con su padre.
—Porque he observado algo. Habitualmente, los jóvenes vienen de San Petersburgo a Moscú para casarse con una novia rica.
—¿Eso ha observado? —preguntó la princesa María.
—Sí —prosiguió Pierre con una sonrisa—. Y este joven se las arregla para aparecer donde hay un partido rico. Leo en él como en un libro abierto, se lo aseguro. Ahora está dudando por dónde comenzar el ataque: por usted o por la señorita Julie Karáguina. Il est très assidu auprès d’elle.[313]
—¿Va a su casa?
—Sí, con gran frecuencia. ¿No conoce las nuevas maneras de hacer la corte? —preguntó Pierre con una sonrisa alegre, dispuesto, al parecer, a bromear bonachona e irónicamente, costumbre que tantas veces se reprochaba en su diario.
—No —dijo la princesa María.
—Pues bien; ahora, para gustar a las señoritas de Moscú, il faut être mélancolique. Et il est très mélancolique auprès de mademoiselle Karaguine.[314]
—Vraiment? —y la princesa María contempló el bondadoso rostro de Pierre, sin dejar de pensar en su pena. «Me sentiría mejor si me decidiera a confiar a alguien lo que me pasa; y desearía decírselo todo precisamente a Pierre. Es tan bueno y noble. Me sentiría aliviada y podría aconsejarme».
—¿Se casaría con él? —preguntó Pierre.
—¡Oh, Dios mío! Hay momentos, conde, en que me casaría con cualquiera —dijo de pronto la princesa sin ser consciente de sus palabras, con voz llena de lágrimas—. ¡Qué penoso es, a veces, querer a una persona próxima y saber que… —continuó con voz temblorosa— sólo puedes causarle pena y sabes que no es posible cambiar nada! Sólo veo una solución: marcharme. Pero ¿adónde?
—¿Qué le pasa? ¿Qué le sucede, princesa?
Pero la princesa rompió en sollozos, sin poder seguir.
—No sé qué tengo hoy. No haga caso. Olvide lo que dije.
Todo el excelente humor de Pierre desapareció. Interrogó preocupado a la princesa, le suplicó que le contara todo y que le confiara su pena. Pero ella insistió en que olvidara lo que había oído, que no recordaba sus propias palabras, que no tenía penas, salvo lo que ya sabía Pierre: el matrimonio del príncipe Andréi, que amenazaba con provocar una ruptura entre padre e hijo.
—¿Sabe algo de los Rostov? —preguntó para cambiar de conversación—. Me han dicho que pronto llegarán a Moscú. También esperamos a Andréi de un momento a otro. Me gustaría que se encontraran aquí.
—¿Y qué piensa él ahora sobre eso? —preguntó Pierre, refiriéndose al viejo príncipe.
La princesa María movió la cabeza.
—Pero ¿qué se puede hacer? Hasta el fin del año no quedan más que meses y no es posible. Sólo quisiera ahorrar a mi hermano los primeros momentos. Ojalá ellos vinieran antes: espero entenderme con ella… Los conoce bien, ¿verdad? Con sinceridad, con el corazón en la mano, dígame su parecer, dígame la verdad. ¿Cómo es esa joven? ¿Qué opina usted de ella? Pero dígame toda la verdad, ya comprende cuánto arriesga Andréi al casarse contra la voluntad de su padre, y yo desearía saber…
Un vago instinto advirtió a Pierre que en ese repetido deseo de saber toda la verdad se expresaba la antipatía de la princesa hacia su futura cuñada y que ella deseaba que Pierre no aprobase la elección del príncipe. Pero Pierre dijo lo que pensaba o, mejor aún, lo que sentía.
—No sé cómo responder a su pregunta —y se ruborizó sin saber por qué—. En realidad, no sé cómo es esa joven y no podría juzgarla. Es adorable, pero ¿por qué? No lo sé. Eso es cuanto puedo decirle.
La princesa María suspiró. La expresión de su rostro parecía decir: «Sí, es lo que esperaba y lo que temía».
—¿Es inteligente? —preguntó.
Pierre reflexionó un instante.
—Creo que no —dijo—, pero tal vez sí lo sea… o no se digna ser inteligente… Pero no, es adorable y nada más.
De nuevo hizo la princesa un gesto de aprobación.
—¡Tengo tantos deseos de quererla! Dígaselo, si la ve antes que yo.
—He oído decir que llegan uno de estos días —dijo Pierre.
La princesa María expuso a Pierre su propósito de trabar amistad con su futura cuñada en cuanto los Rostov llegasen a Moscú y de procurar que el viejo príncipe se acostumbrara a ella.