Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Quinta parte » VI
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VI
A fines de enero, el conde Iliá Andréievich llegó a Moscú con Natasha y Sonia. La condesa, siempre enferma, no había podido hacer el viaje, cuya demora era imposible: se esperaba al príncipe Andréi en Moscú, de un momento a otro; además había que preparar el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú y aprovechar la estancia del viejo príncipe en la capital para presentarle a su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú estaba fría; además venían por poco tiempo y no iba la condesa con ellos; por todas estas razones, Iliá Andréievich decidió quedarse en casa de María Dmítrievna Ajrosímova, que desde hacía tiempo había ofrecido su hospitalidad al conde.
Los cuatro coches de los Rostov entraron en el patio de María Dmítrievna, en la calle Stáraia Koniúshennaia. María Dmítrievna vivía sola: tenía una hija casada y los hijos estaban en el ejército.
Seguía como antes, se mantenía siempre erguida, hablaba con la misma franqueza, en voz muy alta, y decía a todos cuanto pensaba; todo su ser parecía reprochar a los demás sus debilidades y pasiones, cuya posibilidad no toleraba. Muy temprano, en ropa de andar por casa, se dedicaba a los quehaceres domésticos: los días de fiesta iba después a misa, y de la misa a las cárceles, donde tenía asuntos de los cuales no hablaba con nadie; los demás días, ya arreglada, recibía en su casa a personas de diversa condición, que a toda hora reclamaban su ayuda; luego comía, y tras la comida —una comida nutritiva y sabrosa, a la que acudían siempre tres o cuatro invitados—, jugaba su partida de boston; al atardecer, se hacía leer los periódicos y libros recientes, y mientras tanto hacía punto. Apenas si salía de su casa, y en estos casos era sólo para visitar a las personas más importantes de la ciudad.
Aún no se había retirado cuando llegaron los Rostov y en el zaguán chirrió la puerta para dar paso a los señores y sus criados, que venían ateridos de frío. María Dmítrievna, con los lentes en la punta de la nariz y la cabeza echada hacia atrás, estaba en la puerta de la sala, mirando con aire severo y grave a los recién llegados. Cabía pensar que estaba enfadada con ellos y dispuesta a echarlos si al mismo tiempo no diera solícitas órdenes para instalar a los viajeros y sus equipajes.
—¿Son las del conde? Tráelas aquí —dijo señalando varias maletas y sin saludar a nadie. —Las de las señoritas aquí, a la izquierda. ¿Qué hacéis perdiendo el tiempo?— gritó a las sirvientas. —Calentad el samovar. Has engordado, estás más guapa— dijo, tirando del capuchón de Natasha, sonrosada por el frío, para acercarla. —¡Fu, estás helada! Quítate el abrigo— gritó al conde, que se acercaba a besarle la mano. —¿Has pasado frío, verdad? Traed ron para el té. Sóniushka, bonjour— dijo a Sonia, matizando con el saludo francés su manera un tanto desdeñosa y tierna de tratarla.
Cuando todos, después de quitarse los abrigos y de arreglarse, salieron a tomar el té, María Dmítrievna los abrazó.
—Me alegro profundamente de veros y de que estéis en mi casa —dijo, y lanzó una mirada significativa a Natasha. —¡Ya era hora! El viejo está aquí y esperan al hijo de un día a otro. Es preciso, preciso, que lo conozcáis. Bueno, ya hablaremos de eso— y miró a Sonia como dando a entender que no quería hablar «de eso» delante de ella. —Ahora, escucha— esta vez, se dirigía al conde: —¿Qué piensas hacer mañana? ¿A quién llamarás? ¿A Shinshin?— y dobló un dedo. —A la llorona de Anna Mijáilovna, dos. Está aquí con su hijo. ¡Borís se casa! También hay que llamar a Bezújov… digo; está aquí con su mujer, él escapa de ella y ella sale corriendo detrás de él; el miércoles comió conmigo. Y en cuanto a éstas— se volvió a las señoritas, —mañana las llevaré a la Virgen de Iverisk y después iremos a Aubert-Chalmet. Porque lo haréis todo nuevo, ¿verdad? No os fijéis en cómo visto yo; ahora las mangas se llevan así. Hace poco vino a casa la princesa Irina Vasílievna, la joven. Se diría que llevaba un tonel en cada brazo. La moda cambia cada día. Bueno, ¿y qué tal marchan tus asuntos?— preguntó severamente al conde.
—Se me ha juntado todo —respondió el conde—. Comprar los trapos y tengo, además, un comprador para la hacienda y la casa. Si me lo permite, aprovecharé un día para ir a Márinskoie y le dejaré aquí a mis niñas.
—¡Muy bien, muy bien! Conmigo estarán tan seguras como en el Consejo de Tutela. Las llevaré donde sea preciso, las regañaré y las mimaré —dijo María Dmítrievna, acariciando las mejillas de su favorita y ahijada, Natasha.
A la mañana siguiente María Dmítrievna llevó a las jóvenes a la Virgen de Iverisk y a Mme Aubert-Chalmet, que tenía tanto miedo a María Dmítrievna que le vendía siempre los vestidos a pérdida, con tal de librarse de ella lo antes posible. María Dmítrievna encargó casi todo el ajuar. De vuelta a casa, echó a todos de la sala, excepto a Natasha, e hizo que su predilecta se sentara a su lado.
—Bueno, ahora hablemos. Te felicito por el novio. ¡Has conquistado a un hombre de valía! Me siento feliz por ti; a él lo conozco desde que era así —y puso la mano a unos setenta centímetros del suelo. Natasha, ruborizada, sonreía feliz—. Lo quiero y quiero a toda su familia. Ahora, escúchame: ya sabes que el viejo príncipe Nikolái no desea que su hijo se case; es un hombre autoritario. Sin duda, el príncipe Andréi ya no es un niño y puede prescindir de su consentimiento. Pero entrar en esa familia contra la voluntad del padre no está bien. Es menester que todo suceda en paz y en amor. Tú eres inteligente y procederás como es debido: con dulzura e inteligencia; así, todo resultará bien.
Natasha guardaba silencio —por timidez, pensaba María Dmítrievna—; en realidad le disgustaba que se entrometieran en su amor al príncipe Andréi, que le parecía algo especial, diferente de las otras cosas humanas, difícil de comprender para los demás. Amaba y conocía al príncipe Andréi. Él también la amaba y uno de aquellos días iba a llegar para casarse con ella. Eso era todo lo que necesitaba y nada más.
—Sabes, lo conozco desde hace tiempo, y quiero a Máshenka, tu futura cuñada. Las cuñadas son liosas, pero ésta no haría daño ni a una mosca. Me ha dicho que te quiere conocer… mañana irás a su casa con tu padre. Sé cariñosa. Eres más joven que la princesa María… Cuando tu prometido llegue, habrás conocido a su hermana y a su padre, y te querrán ya de veras. Estás de acuerdo, ¿verdad? ¿No es eso lo mejor?
—Sí, es lo mejor —respondió Natasha con desgana.