Guerra y paz
LIBRO TERCERO » Segunda parte » III
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III
Cuando Mijaíl Ivánovich volvió con la carta al despacho del príncipe, éste, con lentes, protegidos los ojos por una visera y entre unas velas, estaba sentado ante el escritorio abierto. Con la mano muy separada sostenía algunos papeles, que iba leyendo con gesto solemne. Eran las acotaciones (como él las llamaba) que debían ser entregadas al Zar después de su muerte.
Cuando Mijaíl Ivánovich entró, los ojos del anciano estaban llenos de lágrimas provocadas por el recuerdo de los tiempos en que había escrito lo que ahora leía. Tomó de manos de Mijaíl Ivánovich la carta, se la metió en un bolsillo, ordenó los papeles y llamó a Alpátich, que estaba esperando desde hacía tiempo.
En una cuartilla había apuntado todo lo que debía hacer en Smolensk; caminando de un lado a otro del despacho, dio sus órdenes a Alpátich, que se había detenido junto a la puerta.
—Lo primero, trae papel de cartas, ¿entiendes? Ocho manos. Ahí tienes el modelo, con canto dorado… Que sea igual que éste. Trae barniz y lacre, según la nota de Mijaíl Ivánovich.
Dio unos pasos por la estancia y miró las notas.
—Después entregarás personalmente una carta al gobernador sobre el alistamiento.
También se necesitaban pestillos para las puertas del nuevo pabellón, de acuerdo con un modelo que él mismo había imaginado. Encargó igualmente un cestito de mimbre para guardar su testamento.
Los encargos y órdenes a Alpátich duraron más de dos horas, pero el príncipe seguía reteniéndolo. Por último se sentó pensativo y cerró los ojos soñoliento. Alpátich hizo un leve ruido.
—Bueno, vete, vete. Si necesito algo te lo mandaré decir.
Alpátich salió. El príncipe se acercó de nuevo al escritorio, miró dentro, tocó sus papeles, cerró de nuevo y se sentó ante la mesa para escribir la carta al gobernador.
Ya era tarde cuando se levantó, después de sellar la carta. Quería dormir, pero sabía que le sería imposible hacerlo porque los más sombríos pensamientos lo asaltaban en el lecho. Llamó a Tijón y recorrió con él varias habitaciones para decirle dónde debía poner la cama aquella noche. Caminaba midiendo cada ángulo. Todos le parecían malos, y el peor de todos era su habitual diván del despacho, que le causaba temor, debido tal vez a los penosos pensamientos que allí había tenido. Ninguno le gustaba; el mejor era un rincón en la sala de los divanes, detrás del piano. Allí no había dormido nunca.
Ayudado por el mayordomo, Tijón llevó allí la cama del príncipe y se dispuso a prepararla.
—Así no, así no —gritó el príncipe.
Y él mismo separó el lecho un palmo más allá del ángulo; después lo acercó de nuevo.
«Bueno, ya está todo en orden y podré descansar», pensó el anciano, y dejó que Tijón lo desnudase.
Se desnudó el príncipe, frunciendo el ceño por el esfuerzo que debía hacer para quitarse el caftán y los pantalones; después se dejó caer pesadamente en el lecho y pareció reflexionar un instante, mirando despectivamente sus piernas resecas y amarillentas. No pensaba en nada, sino que vacilaba ante el esfuerzo que suponía mover esas piernas para volverse en la cama. «¡Oh, qué fatiga! ¡Oh, ojalá terminen pronto esos quehaceres y ustedes me dejen en paz!». Y apretando los labios hizo aquel esfuerzo, repetido ya veinte mil veces. Apenas lo hizo, la cama comenzó a moverse bajo él de modo uniforme hacia delante y hacia atrás. Sucedía lo mismo casi todas las noches. Abrió los ojos, que se le habían cerrado.
—¡No me dejarán en paz, malditos! —rezongó enfadado no se sabe contra quién.
«Sí, sí; hay todavía algo muy importante, que he guardado para ahora, en la cama… ¿Los pestillos? No, eso ya lo he dicho. Se trata de algo que ha ocurrido en el salón… La princesa María dijo alguna estupidez. Y el idiota de Dessalles habló de algo. En el bolsillo… no me acuerdo bien», reflexionó; y preguntó seguidamente:
—Tijón, ¿de qué hemos hablado durante la comida?
—Del príncipe Mijaíl…
—¡Calla, calla! —el príncipe golpeó con la mano en la mesa—. Ya sé: la carta del príncipe Andréi. La princesa María la leyó y Dessalles dijo algo sobre Vítebsk. La leeré ahora.
Mandó que sacaran la carta del bolsillo y que le acercaran al lecho la mesita con la limonada y las velas; se puso los lentes y comenzó a leer. Sólo entonces, en el silencio de la noche, al releer la carta a la débil claridad de las velas bajo la pantalla verde, comprendió por primera vez su importancia.
«Los franceses están en Vítebsk, en cuatro jornadas pueden presentarse en Smolensk; tal vez hayan llegado ya».
—¡Tijón! —el criado se levantó de un salto—. No, déjalo, déjalo —gritó.
Puso la carta debajo del candelabro y cerró los ojos. Recordó el Danubio, un mediodía claro, cañaverales, el campamento ruso, y cómo él, un joven general, sonrosado, sin una arruga, animoso y alegre, entraba en la tienda decorada de Potiomkin. Otra vez se sintió sacudido por el vivo sentimiento de envidia hacia el favorito. Recordó todas las palabras de aquel primer encuentro con Potiomkin. Vio ante sí a una mujer de estatura regular, gruesa, de rostro orondo y amarillento: la Zarina, nuestra madre; recordaba su sonrisa, sus palabras, cuando lo recibió cariñosamente por primera vez. Y recordó también aquel rostro en el catafalco; y la colisión con Zúbov, junto al féretro de la Zarina, por el derecho a besar su mano.
«¡Ah, volver de prisa, de prisa al tiempo aquel y que el de ahora termine de inmediato para que ellos me dejen en paz!».