Guerra y paz
LIBRO TERCERO » Segunda parte » XXX
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XXX
Vuelto a Gorki, después de dejar al príncipe Andréi, Pierre mandó a su caballerizo que tuviera dispuestos los caballos y lo despertara a primera hora de la mañana. Acto seguido se durmió detrás de un tabique, en un rincón cedido por Borís.
Cuando Pierre se despertó a la mañana siguiente, la isba estaba sola. Los cristales de las pequeñas ventanas temblequeaban. El caballerizo, junto al lecho, lo sacudía por el hombro tratando de despertarlo.
—¡Excelencia! ¡Excelencia! —gritaba zarandeando a Pierre y sin mirarlo. Parecía haber perdido toda esperanza de conseguirlo.
—¿Qué ocurre? ¿Ya es hora? ¿Ha empezado ya? —preguntó Pierre abriendo los ojos.
—Escuche los cañonazos, todos estos señores se han ido. Hasta el Serenísimo pasó hace tiempo —dijo el caballerizo de Pierre, que había sido soldado.
Pierre se vistió rápidamente y salió deprisa fuera de la isba. El día comenzaba claro, alegre y fresco; se sentía la humedad del rocío. El sol, que acababa de salir detrás de una nube, lanzaba sus rayos, interceptados por las nubes, sobre las techumbres de las casas y el polvo del camino mojado por el rocío nocturno, sobre las paredes de las isbas, las aberturas de las vallas y los caballos de Pierre, junto a la isba. En el patio se oía estruendo de cañones. Un ayudante y un cosaco pasaron al trote.
—¡Ya es hora, conde! ¡Ya es hora! —le gritó el ayudante.
Pierre mandó al caballerizo que llevara el caballo tras él y siguió por la calle hacia el túmulo desde el cual había contemplado la víspera el campo de batalla. En lo alto había un numeroso grupo de militares; los oficiales conversaban en francés; en medio aparecía la cabeza canosa de Kutúzov, con la blanca nuca hundida en los hombros y cubierto con su gorra blanca ribeteada de rojo. Miraba hacia el camino general con el anteojo.
Pierre subió al túmulo y quedó admirado de la belleza que tenía delante. Se trataba del mismo panorama que había contemplado con admiración el día anterior, pero ahora todo estaba cubierto de tropas y humo de los disparos; los rayos oblicuos del reluciente sol, que surgían por detrás y a la izquierda de Pierre, iluminaban en aquel claro aire matinal, matizado de luz dorada y rosácea, sombras largas y oscuras. Los bosques lejanos, que bordeaban aquel panorama, como tallados en alguna piedra preciosa verdiamarilla, se divisaban en el horizonte por la línea sinuosa de sus copas y, entre ellas, pasado Valúievo, se veía la gran carretera de Smolensk cubierta de tropas. Más próximos, se extendían dorados campos entre bosquecillos de árboles jóvenes. Por todas partes se veían tropas: enfrente, a la derecha y a la izquierda. Todo en su conjunto estaba lleno de animación, era majestuoso e inesperado. Pero lo que más sorprendió a Pierre fue la vista del campo de batalla, la aldea de Borodinó y las cañadas a los dos lados del Kolocha.
En Borodinó, sobre las orillas del Kolocha y especialmente a la izquierda, por donde entre tierras fangosas desagua el Voina, la niebla se fundía, se disipaba, y cuando, esplendoroso, salía el sol, teñía y perfilaba mágicamente todo cuanto se veía a través de sus rayos. A la niebla se había unido el humo de los disparos y a través de él penetraban también los rayos de la luz matinal, bien reflejada en el agua, bien en el rocío o en las bayonetas de los soldados que se apelotonaban en las márgenes del río y en el pueblo. A través de la neblina se divisaba la iglesia blanca y, de vez en cuando, los tejados de las isbas, grupos compactos de soldados, las verdes cajas de las municiones y los cañones. Todo se movía o parecía moverse, porque la niebla y el humo se extendían sobre todo aquel espacio. En las depresiones que velaba la niebla cerca de Borodinó, y más arriba, sobre todo hacia la izquierda de la línea de combate, entre bosques, campos y hondonadas, así como en las alturas, brotaban por sí solos incesantes chorros de humo, unas veces aislados y otras amontonados, frecuentes o solitarios, que se inflaban y crecían, se arremolinaban y fundían en todo aquel espacio.
Esas humaredas de los disparos, sus sonidos, aunque parezca increíble, constituían la máxima belleza de todo cuanto se veía.
«¡Paf!», y surgía una humareda redonda, densa, de tonalidades grises, liliáceas, de un blanco lechoso, y al rato se oía el sonido del disparo.
«¡Paf! ¡Paf!», se elevaron dos humaredas, empujándose y confundiéndose; el «¡Bum! ¡Bum!» llegado a continuación confirmaba lo que habían visto los ojos.
Pierre se volvió para ver el primer humo, que había dejado de mirar cuando era una pequeña pelota compacta; ahora ocupaban su lugar globos de humo que se iban extendiendo a un lado y paf… (con parada), paf, paf, nacían otros tres, otros cuatro, siempre con iguales intervalos, bum… bum, bum, bum, bum, les respondían con esos bellos sonidos, firmes y seguros. Parecía, a veces, que esos humos corrían; otras, que estaban quietos y corrían delante de ellos los bosques, los campos, las brillantes bayonetas. A la izquierda, entre campos y matorrales, se levantaban sin cesar esas grandes columnas de humo, con sus ecos solemnes; más cerca, en las partes bajas y entre los bosques, se encendían nubecillas de humo producidas por las descargas de fusil, que no tenían tiempo de formar un globo y redondearse, seguidas de ecos más débiles: «tra… tra… tra». Era el traqueteo de los fusiles, más frecuente, pero su sonido era más irregular, más pobre, que el estampido de los cañones, Pierre sintió deseos de hallarse en el lugar de las humaredas, entre las bayonetas relucientes, el movimiento y el ruido de las descargas. Miró a Kutúzov y su séquito para comprobar sus impresiones con las de otros. Lo mismo que él, todos contemplaban el campo de batalla y le pareció que también sentían lo mismo. En todos los rostros se reflejaba la chaleur latente[430] que Pierre había observado ayer y comprendido totalmente después de su conversación con el príncipe Andréi.
—Ve, querido, ve. Que Cristo te acompañe —dijo Kutúzov, sin apartar los ojos del campo de batalla, a uno de los generales que estaban a su lado.
Recibida la orden, el general pasó por delante de Pierre para descender del túmulo.
—¡Al vado! —dijo el general fría y severamente, contestando a uno de los oficiales del Estado Mayor que le preguntaba adonde iba.
«Yo también, yo también», pensó Pierre, y siguió al general, quien montó en el caballo que le ofrecía un cosaco. Pierre se acercó a su caballerizo, que sujetaba los caballos: preguntó cuál era el más manso y montó. Se agarró a las crines y apretó los talones de los pies vueltos hacia el vientre del animal: se dio cuenta de que los lentes le resbalaban, pero no se atrevía a apartar las manos de las crines ni a soltar las bridas; así galopó detrás del general, entre las sonrisas de los oficiales de Estado Mayor que lo miraban desde el altozano.