Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO TERCERO » Segunda parte » XXXII

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XXXII

Pierre, horrorizado, sin darse cuenta de la realidad, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la batería, como el único refugio que podía salvarlo de todos los horrores que lo rodeaban.

Cuando entró en la trinchera se dio cuenta de que allí no sonaban disparos, pero que unos hombres hacían algo. No tuvo tiempo de comprender quiénes eran. Vio al coronel que, de bruces sobre el parapeto, parecía mirar allá abajo. Un soldado, que recordaba de antes, intentaba deshacerse de otros hombres que lo rodeaban sujetándolo por el brazo y gritaba: «¡Hermanos!». Vio también otras cosas extrañas.

Pero no le dio tiempo de comprender que el coronel estaba muerto, que quien gritaba «¡hermanos!» era un prisionero y que ante sus ojos habían matado a otro soldado de un bayonetazo en la espalda. En cuanto entró en el recinto de la batería, un hombre delgado, de rostro amarillo, sudoroso, con uniforme azul y con la espada en la mano se adelantó hacia él gritando algo. Con un instintivo movimiento de defensa, procurando evitar el choque, pues ambos corrían sin verse, Pierre agarró a ese hombre (un oficial francés) por el cuello y el hombro. El oficial dejó caer la espada y sujetó a Pierre por el cuello.

Durante varios segundos se contemplaron con ojos asustados y confusos, sin saber qué habían hecho ni qué debían hacer. «¿Soy yo el prisionero o es él?», pensaba cada uno de ellos. Pero el oficial francés debió de creer que el prisionero era él, porque la mano fuerte de Pierre, impulsada por el involuntario miedo, lo apretaba cada vez más. El francés quiso decir algo cuando un proyectil silbó de manera espantosa a baja altura, por encima de los dos, y Pierre tuvo la sensación de que se había llevado la cabeza del contrario por la rapidez con que éste la inclinó.

También Pierre se agachó y soltó al oficial francés. Sin pensar más en quién era el prisionero, el francés corrió atrás, a la batería; Pierre fue cuesta abajo, tropezando a cada paso con muertos y heridos que, según le parecía, lo agarraban por las piernas. Aún no había llegado al llano cuando se dio cuenta de que venía a su encuentro una compacta masa de soldados rusos; subían rápidamente hacia la batería, caían, tropezaban y lanzaban gritos jubilosos. (Se trataba del famoso ataque cuya gloria se atribuyó Ermólov, asegurando que sólo su valor y la suerte fueron los causantes de un acto tan heroico. En ese ataque, se decía, esparcía sobre el túmulo las cruces de San Jorge que llevaba en el bolsillo).

Los franceses que se habían apoderado de la batería huyeron. Los rusos, entre clamorosos «¡hurras!», rechazaron al enemigo tan lejos de la batería que fue difícil contenerlos.

Retiraron de la batería a los prisioneros, entre los cuales había un general francés herido al que rodearon los oficiales. Una muchedumbre de soldados heridos (unos conocidos de Pierre y otros no), rusos y franceses, con las caras desencajadas por el dolor, andaban, se arrastraban o eran llevados en camillas fuera de la batería. Pierre subió al túmulo, donde estuvo más de una hora sin poder encontrar a ninguno de los miembros de aquella familia que poco antes lo había adoptado. Eran muchos los muertos desconocidos, pero pudo identificar a unos cuantos; el joven oficial seguía sentado y encogido como antes, al borde del parapeto, en medio de un charco de sangre. El soldado de la cara colorada se movía aún, pero no lo retiraban.

Pierre corrió hacia abajo.

«Ahora cesará todo; se horrorizarán de lo que han hecho», pensaba mientras seguía, sin objeto determinado, tras las filas de camillas que se alejaban del campo de batalla.

El sol, velado por la humareda, estaba todavía alto; a la izquierda, sobre todo en dirección a Semiónovskoie, algo ocurría entre el humo. El trueno continuo de las descargas de fusilería y los cañonazos, en vez de disminuir, aumentaba desesperadamente, como un hombre que grita agotando sus últimas fuerzas.

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