Guerra y paz
LIBRO TERCERO » Segunda parte » XXXIX
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XXXIX
Varias decenas de miles de hombres, vestidos con los más diversos uniformes, yacían muertos en las más distintas posturas sobre los campos y prados pertenecientes a los señores Davídov y a campesinos de la Corona; en aquellos campos y prados los mujiks de Borodinó, Gorki, Shevardinó y Semiónovskoie habían recogido durante largos siglos sus cosechas y apacentado los rebaños. En torno a las ambulancias, en el espacio de una hectárea, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. Una gran multitud de heridos y no heridos de diversas unidades marchaban, por una parte, hacia Mozhaisk, y otros, igual de numerosos, retrocedían hacia Valúievo. El miedo se reflejaba en todos los rostros. Otros, agotados y hambrientos, conducidos por sus jefes, iban hacia adelante. Y otros, por último, permanecían en sus puestos y continuaban disparando.
Sobre todos aquellos campos, antes tan bellos y alegres con las brillantes bayonetas y el humo de las hogueras bajo el sol de la mañana, se esparcía ahora la niebla y se sentía la humedad y el olor acre y extraño a salitre y a sangre. Se habían acumulado las nubes y una fina llovizna comenzaba a caer sobre los muertos y heridos y sobre aquellos hombres asustados, agotados y vacilantes, que comenzaban a dudar. Aquella tenue lluvia parecía decir: «¡Basta! ¡Basta! ¡Hombres, cesad!… ¡Reflexionad!… ¡Qué estáis haciendo!».
Los hombres de uno y otro bando, hambrientos y cansados, comenzaban a dudar si era todavía necesario exterminarse unos a otros; en todas las caras se notaba la vacilación, y cada uno se hacía la misma pregunta: «¿Por qué? ¿Para qué tengo que matar y ser muerto? Matad vosotros si queréis, haced lo que os plazca. Yo no quiero más». Hacia el atardecer esa idea había madurado por igual en todas las mentes. Aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que hacían, abandonarlo todo y huir adonde fuera.
Pero aunque al final de la batalla todos sintieran ya el horror de lo hecho, aunque les habría gustado poner fin a todo, una fuerza incomprensible y misteriosa seguía rigiendo sus actos; los artilleros, cubiertos de sudor, de polvo y de sangre, reducidos a la tercera parte, rotos y deshechos por el cansancio, seguían acercando las cargas, apuntando y encendiendo las mechas; y los proyectiles, con la misma rapidez y crueldad, volaban de una a otra parte, destrozando los cuerpos humanos. Y así seguía cumpliéndose aquella obra terrible, no debida a la voluntad de los hombres sino a la voluntad de aquel que rige a los hombres y a los mundos.
Quien hubiese visto la desorganizada retaguardia rusa habría dicho que los franceses no tenían que hacer más que un esfuerzo mínimo y el ejército ruso habría desaparecido. Quien hubiese visto la retaguardia de los franceses habría afirmado que los rusos no necesitaban más que un pequeño esfuerzo para acabar con ellos. Pero ni rusos ni franceses hicieron ese esfuerzo, y las llamas de la batalla se iban extinguiendo lentamente.
Los rusos no hicieron ese esfuerzo porque no habían sido ellos los que habían iniciado el ataque. Al principio del combate se hallaban en el camino de Moscú para impedir el paso al enemigo; y cuando terminó el encuentro continuaban como al principio.
Pero aunque el objetivo de los rusos hubiera sido arrojar de sus posiciones a los franceses, no habrían podido hacer aquel último esfuerzo, porque todas sus tropas estaban destrozadas; no había una sola unidad que no hubiese sufrido grandes pérdidas en la batalla; sin haber retrocedido un paso, los rusos habían perdido la mitad de sus efectivos.
Los franceses, con el recuerdo de quince años de victorias, seguros de que Napoleón era invencible, con la conciencia de haber conquistado una parte del campo y no haber perdido más que un cuarto de sus fuerzas y de que los veinte mil hombres de la Guardia permanecían intactos, habrían podido hacer fácilmente tal esfuerzo. Los franceses, que atacaron al ejército ruso para desalojarlo de sus posiciones, debían haber hecho aquel esfuerzo, porque mientras los rusos obstaculizaran como al principio el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no se habría realizado y todos sus empeños y pérdidas habrían sido inútiles. Pero los franceses tampoco hicieron ese esfuerzo. Algunos historiadores aseguran que Napoleón no tenía más que hacer entrar en acción a su vieja Guardia para que la batalla fuese ganada. Hablar de lo que habría ocurrido si Napoleón lo hubiera hecho es lo mismo que hablar sobre lo que ocurriría si el otoño se convirtiera en primavera. Eso no podía suceder. Napoleón no utilizó su Guardia porque no podía hacerlo y no por falta de ganas. Todos los generales y oficiales y hasta los soldados del ejército francés sabían que no era posible hacerlo porque no lo permitía la desfalleciente moral del ejército.
No era Napoleón el único que experimentaba ese sentimiento, semejante a un sueño, del brazo levantado que cae inerte; todos los generales, todos los soldados del ejército francés, participantes o no en la batalla, con la experiencia de combates precedentes (en los que con un esfuerzo diez veces menor el enemigo había huido), tenían la misma sensación de horror ante ese enemigo que, después de haber perdido la mitad de sus efectivos, seguía tan amenazador al final de la batalla como al principio. La fuerza moral del ejército francés, que era el atacante, estaba agotada. Los rusos no alcanzaron en Borodinó una de esas victorias que se miden con pedazos de tela atados a unos palos, a los que llaman banderas, o por el espacio que ocupaban y ocupan las tropas; consiguieron una victoria moral, la que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de la debilidad propia. La invasión francesa, como una bestia feroz que recibe en plena carrera una herida mortal, sentía su fracaso. Pero no podía detenerse, lo mismo que el ejército ruso, dos veces más débil, no podía dejar de ceder. Tras el golpe recibido, el ejército francés podía aún arrastrarse hasta Moscú. Pero allí, sin nuevos esfuerzos por parte de las armas rusas, debía perecer desangrándose por la mortal herida recibida en Borodinó. Resultado directo de la batalla de Borodinó fue la inmotivada huida de Napoleón de Moscú, la retirada por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la caída de la Francia napoleónica, sobre la cual, por primera vez en Borodinó, se había alzado la mano de un adversario que la superaba por sus cualidades morales.