Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO TERCERO » Tercera parte » XXI

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XXI

Las tropas rusas pasaron por Moscú entre las dos de la mañana y las dos de la tarde, llevándose con ellas a los últimos habitantes y heridos que salían de la capital.

Durante el paso de las fuerzas fue grande la confusión, sobre todo en los puentes de Kameny, Moskvoretski y Yauza.

Cuando las tropas se dividieron en dos columnas para bordear el Kremlin, fueron detenidas junto al Kameny y el Moskvoretski, y un gran número de soldados, aprovechándose de la parada y la confusión, se volvieron atrás y, a escondidas, en silencio, se deslizaron entre la iglesia de San Basilio y la puerta Borovitski, hacia la plaza Roja, donde confiaban, por intuición, hallar el modo de apoderarse fácilmente de lo ajeno.

Una multitud semejante a la que solía llenar el Gostiny Dvor los días de saldo ocupaba por completo aquel recinto. Pero no se oían las voces almibaradas y amables de los vendedores, no había buhoneros, ni abigarradas muchedumbres de compradoras femeninas. Tan sólo había uniformes y capotes militares de soldados sin armas, que entraban con cargas y salían sin ellas. Mercaderes y dependientes (en escaso número) erraban perdidos entre los soldados, cerraban sus tiendas o transportaban con ayuda de algunos mozos sus mercancías. En la cercana plaza de Gostiny Dvor, el tambor llamaba a filas; pero aquella llamada imperiosa no atraía a los saqueadores, sino que, por el contrario, los impulsaba a alejarse de ella. Entre la soldadesca, en tiendas y callejuelas, había hombres con caftanes grises y la cabeza rapada. En la esquina de Ilinka conversaban dos oficiales; el uno llevaba una banda sobre el uniforme y montaba un delgado caballo gris; el otro iba a pie y vestía capote. Un tercer oficial se acercó a ellos.

—El general ha ordenado que echemos pronto a todos esos sea como sea. ¡Es algo que no tiene nombre! La mitad han huido.

—¿Adónde vas?… ¿Adónde vais?… —gritó el mismo oficial a tres soldados de infantería que, sin fusiles, con los faldones del capote levantados, se dirigían hacia las tiendas—. ¡Alto, canallas!

—Pruebe a reunirlos —dijo otro oficial—. Es imposible. ¡Hay que darse prisa para que no se vayan los últimos!

—¿Cómo podemos ir? Se ha formado un tapón en el puente y no hay quien pueda avanzar. Habría que acordonar aquello, para que los últimos no escapen.

—¡Vayan allá! ¡Échenlos! —gritó el oficial superior.

El oficial de la banda echó pie a tierra, llamó al tambor y se fue con él bajo las arcadas; algunos soldados salieron corriendo todos juntos. Un mercader con granos rojos en las mejillas cerca de la nariz, con una expresión tranquila y calculadora en su rostro bien nutrido, se acercó presuroso y gallardo al oficial, agitando los brazos.

—¡Señoría! —dijo—. ¡Tenga la bondad de protegernos! No escatimaremos el género, con mucho gusto le daremos a usted, si quiere… Para un hombre honorable no nos importan aunque sean dos cortes de paño, los daremos de todo corazón… porque comprendemos que… Lo que pasa es un pillaje… ¡Por favor! Si, al menos, pusieran guardia o nos permitieran cerrar.

Otros mercaderes rodearon al oficial.

—No vale la pena hablar —dijo otro, delgado y de rostro serio—. ¡Cuando a uno le cortan la cabeza no llora por sus cabellos! ¡Que se lleven lo que quieran! —agitó la mano con energía y se apartó un poco del oficial.

—Tú, Iván Sidórich, puedes hablar —respondió colérico el primer mercader—. Tenga la bondad, Excelencia…

—¿De qué sirven las palabras? —gritó el mercader delgado—. Aquí, en mis tres tiendas, tengo género por valor de cien mil rublos… ¿Puedo, acaso, conservarlo ahora que se fue el ejército? ¡Nada puede hacerse contra la voluntad de Dios!

—Venga, Señoría —insistió el primer mercader haciendo reverencias.

El oficial estaba perplejo y la indecisión se reflejaba en su rostro.

—¡Y a mí qué me importa! —gritó de pronto, y con pasos rápidos se dirigió a las arcadas.

Desde una tienda abierta llegaba el ruido de golpes e insultos, y cuando el oficial se acercó un hombre con chaquetón gris de sayal y la cabeza rasurada salió violentamente despedido de ella. El hombre, encogiéndose, se escabulló entre los mercaderes y el oficial se encaró con los soldados que había dentro, pero en aquel momento se oyeron en el puente Moskvoretski terribles gritos de una muchedumbre inmensa y el oficial corrió a la plaza.

—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? —preguntaba.

Pero su compañero galopaba ya en dirección a los gritos, por delante de la iglesia de San Basilio. El oficial montó a caballo y lo siguió. Cuando llegó al puente vio dos cañones en posición, soldados de infantería caminando por el puente, algunos carros volcados, rostros asustados y sonrientes caras de soldados. Junto a los cañones había un carro tirado por dos caballos; detrás del carro, junto a las ruedas, cuatro galgos con sus collares. El carro llevaba una verdadera montaña de objetos, y, en lo más alto, junto a una silla de niño con las patas hacia arriba, estaba sentada una mujer que lanzaba gritos desesperados y agudos. Algunos compañeros explicaron al oficial que los gritos de la muchedumbre y de la mujer obedecían a que el general Ermólov, que se había encontrado con aquella multitud, al saber que los soldados se metían por las tiendas y los paisanos estorbaban el paso, había ordenado emplazar varios cañones, haciendo ver que se disponían a disparar sobre el puente.

El gentío, entre empujones, carros volcados y gritos, se hizo atrás hasta descongestionar el paso por el puente y las tropas pudieron proseguir su marcha.

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