Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO TERCERO » Tercera parte » XXXIV

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XXXIV

Cuando Pierre, después de dar un rodeo por patios y callejones, volvió con la niña al jardín de Gruzinski, en la esquina de la calle Povárskaia, no reconoció al principio el lugar del que había salido para buscar a la pequeña; ahora estaba lleno de gente y de enseres salvados de las llamas. Además de las familias rusas y sus bienes que habían escapado del incendio, se veían algunos soldados franceses vestidos con diversos uniformes. Pierre no les prestó atención. Se daba prisa en localizar a la familia del funcionario para entregarles a la niña y volver a salvar a otro todavía. Le parecía que debía hacer mucho más, y lo antes posible. Enardecido por el fuego y la carrera, Pierre experimentaba más que nunca aquella sensación de juventud, animación y energía que lo había invadido cuando corrió en busca de la niña. Ahora la niña se había calmado; sentada en brazos de Pierre se agarraba con sus manitas a su caftán y miraba en derredor como un animalito salvaje. De tanto en tanto Pierre le echaba una ojeada y le sonreía levemente. Creía descubrir algo conmovedor y cándido en ese pequeño rostro asustado y enfermizo.

El funcionario y su familia ya no estaban en el sitio de antes. Pierre avanzó con presteza entre la gente, sin dejar de mirar a todos cuantos encontraba. Se fijó en una familia georgiana o armenia, compuesta por un hombre muy viejo, guapo, de tipo oriental, que vestía pelliza y botas nuevas, una vieja del mismo aspecto y una mujer joven. Esa mujer, muy joven, pareció a Pierre el tipo perfecto de belleza oriental, con sus arqueadas cejas negras, el hermoso rostro ovalado, de cutis delicadísimo, sin ninguna expresión.

En medio de aquella muchedumbre y de los montones de enseres, esa joven, con su abrigo forrado de raso y el pañuelo de color lila con que cubría la cabeza, hacía pensar en una frágil planta de invernadero arrojada a la nieve. Estaba sentada sobre unos bultos, detrás de la vieja, y sus grandes ojos negros, inmóviles, velados por largas pestañas, miraban al suelo. Indudablemente, conocía su propia belleza, y eso era la causa de sus temores. Su rostro impresionó a Pierre, que, a pesar de la prisa, al pasar a lo largo de la valla se volvió varias veces para mirarla. Y como no encontraba a los que iba buscando, se detuvo y miró en derredor.

La figura de Pierre con la niña en brazos se destacaba aún más que antes; a su alrededor se juntaron algunos rusos, hombres y mujeres.

—¿Buscas a alguien, amigo? ¿Es usted un señor? Dinos, ¿de quién es esa niña? —le preguntaban.

Pierre contestó que la niña pertenecía a una mujer de abrigo negro que antes estaba con su familia en aquel sitio. Preguntó si sabían adonde habían ido.

—Deben de ser los Anférov —dijo un viejo diácono, volviéndose a una mujer picada de viruelas—. ¡Dios mío, ten piedad de nosotros! —siguió, con voz de bajo y el mismo tono que empleaba en sus rezos.

—No, no son los Anférov —dijo la mujer—. Los Anférov se fueron esta mañana. Debe de ser la hija de María Nikoláievna o de Ivanova.

—Él dice que es una mujer del pueblo, y María Nikoláievna es una señora —objetó un criado.

—Debéis conocerla: es delgada y tiene los dientes largos —dijo Pierre.

—Sí, sí, es María Nikoláievna. Se fueron al jardín cuando llegaron estos lobos —dijo la mujer, señalando a los franceses.

—¡Dios mío, ten piedad de nosotros! —repitió el diácono.

—Vaya allí; están en el jardín. Es ella. No hacía más que llorar. Por ahí puede pasar —dijo la mujer picada de viruela.

Pero Pierre no escuchaba. Desde hacía unos momentos no separaba los ojos de algo que estaba ocurriendo a unos pasos de él. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se les habían acercado. Uno de ellos, un hombrecillo de movimientos vivaces, vestía capote azul, ceñido con una cuerda. Iba tocado con un gorro de dormir y sus pies estaban descalzos. El otro, que llamó especialmente la atención de Pierre, era un hombre delgado y rubio, alto y algo encorvado, de movimientos tardos y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana, pantalones azules y botas altas muy estropeadas. El francés más pequeño, descalzo y de capote azul, se aproximó a los armenios diciendo algo; cogió al viejo por las piernas y rápidamente comenzó a quitarle las botas. El otro se había detenido frente a la bella armenia y, silencioso, con las manos en los bolsillos, no dejaba de mirarla.

—Toma, toma la niña —dijo Pierre, con acento autoritario, tendiendo la pequeña a la mujer—. Llévasela a su madre. ¡Dásela! —gritó casi, dejando en el suelo a la criatura, que empezó a chillar.

Y miró de nuevo a la familia armenia. Al viejo ya le habían quitado las botas. El francés pequeño las sacudía ahora una contra otra. El viejo, sollozando, decía algo. Pero Pierre no hizo caso de eso más que de paso, toda su atención se concentró en el otro francés, que, en aquel instante, balanceándose lentamente, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, se las echaba al cuello.

La bella armenia siguió inmóvil, en la misma postura, con los ojos bordeados de largas pestañas fijos en el suelo; parecía no ver ni sentir lo que el soldado le hacía.

Mientras Pierre cubría los pocos pasos que lo separaban de los soldados, el francés arrancó el collar de la armenia y la mujer, llevándose las manos al cuello, gritaba con voz estridente.

—Laissez cette femme![535] —rugió Pierre con voz rabiosa, agarrando al soldado encorvado y alto por los hombros y tirándolo a un lado.

El soldado cayó, se levantó y salió corriendo; pero su compañero, dejando las botas, sacó el machete y arremetió amenazador contra Pierre.

—Voyons, pas de bêtises! —gritó.[536]

Pierre estaba en uno de esos accesos suyos de cólera cuando se olvidaba de todo y sus fuerzas se decuplicaban. Se arrojó sobre el francés descalzo y, antes de que éste tuviera tiempo de manejar el machete, lo derribó y empezó a aporrearlo con los puños.

La muchedumbre que se había arremolinado a su alrededor lanzaba gritos de aprobación, pero en aquel momento una patrulla montada de ulanos desembocó en la calle. Los ulanos se acercaron al trote hacia Pierre y el francés y los rodearon. Pierre no supo lo que había ocurrido después. Recordaba que había golpeado a alguien, que le pegaron a él y que después se había visto con las manos atadas y rodeado por un grupo de soldados franceses que lo registraban.

—Il a un poignard, lieutenant[537] —fueron las primeras palabras que entendió.

—Ah! une arme —dijo el oficial; y añadió volviéndose al soldado descalzo—: C’est bon, vous direz tout cela au conseil de guerre —y seguidamente, preguntó a Pierre—: Parlez-vous français, vous?[538]

Pierre miró en derredor con los ojos inyectados en sangre y no respondió. Su rostro debía de tener una expresión terrible, porque el oficial susurró algo y otros cuatro ulanos se separaron de la patrulla y rodearon a Pierre.

—Parlez-vous français? —repitió el oficial, sin aproximarse—. Faites venir l’interprete.

Un hombrecillo salió de las filas vestido de paisano a la rusa. Por su traje y su acento Pierre comprendió que sería un francés, dependiente de algún comercio de Moscú.

—Il n’a pas l’air d’un homme du peuple[539] —dijo el intérprete mirando atentamente a Pierre.

—Oh, oh! Ça m’a l’air d’un de ces incendiaries —dijo el oficial—. Demandez-lui ce qu’il est.[540]

—¿Quién ser tú? —preguntó el intérprete—. Tú debes responder a la autoridad.

—Je ne vous dirai pas qui je suis. Je suis votre prisonnier. Emmenez-moi[541] —dijo de pronto en francés Pierre.

—Ah! ah! Marchons! —contestó el oficial, frunciendo el ceño.

La muchedumbre había rodeado a los ulanos. Muy cerca de Pierre estaba la mujer picada de viruelas con la niña. Cuando la patrulla se puso en marcha, avanzó unos pasos.

—¿Adónde te llevan, querido? ¿Y la niña? ¿Dónde dejo a la niña si no es de ellos? —dijo.

—Qu’est-ce qu’elle veut, cette femme? —preguntó el oficial.

Pierre estaba como borracho. Su excitación se acentuó más aún al ver la criatura que había salvado.

—Ce qu’elle dit? Elle m’apporte ma fille que je viens de sauver des flammes. Adieu![542] —dijo, y, sin saber cómo se le había ocurrido aquella mentira, echó a andar con paso firme y solemne entre los franceses.

La patrulla era una de las mandadas por orden de Durosnel a las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios, quienes, en opinión del mando francés, eran los autores del fuego. La patrulla recorrió varias calles más y detuvo a otros cinco rusos sospechosos: un tendero, dos seminaristas, un mujik y un criado, y a varios merodeadores. Pero entre los sospechosos, el más peligroso parecía Pierre. Cuando llegaron al caserón de la puerta de Zúbovski, donde estaba la prisión militar, lo encerraron incomunicado bajo severa vigilancia.

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