Guerra y paz
LIBRO CUARTO » Primera parte » VIII
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VIII
Sonia había escrito desde el monasterio de Troitsa aquella carta que significó para Nikolái la realización de su plegaria.
He aquí lo que había provocado esa carta:
La condesa estaba cada vez más obsesionada con la idea de que su hijo se casara con una joven rica y sabía que Sonia era el principal obstáculo. La vida de Sonia en casa de los Rostov se hacía cada vez más penosa, especialmente desde que Nikolái escribiera la carta en la cual describía su encuentro con la princesa María en Boguchárovo. La condesa no dejaba pasar una ocasión de zaherirla con alusiones ofensivas y crueles.
Pero unos días antes de salir de Moscú, inquieta y conmovida por cuanto estaba sucediendo, llamó a Sonia y, en vez de abrumarla con reproches y exigencias, le rogó llorando que se sacrificara y rompiera su compromiso con Nikolái: eso saldaría la deuda contraída con quienes habían hecho tanto por ella.
—No me quedaré tranquila hasta que me lo hayas prometido.
Sonia rompió en sollozos histéricos; manifestó que estaba dispuesta a hacer cuanto se le pidiera, pero no prometió nada; en el fondo de su alma no estaba decidida: debía sacrificarse por la felicidad de la familia que la había protegido y educado; ya era una costumbre suya sacrificarse por los demás. Su posición en la casa permitía poner de manifiesto sus méritos por la vía del sacrificio; para ella era un hábito y le gustaba hacerlo. Hasta entonces sabía que todos sus actos de abnegación la realzaban ante los demás y la hacían cada vez más digna de Nikolái, a quien amaba más que a nadie en esta vida. Mas ahora su sacrificio consistía en renunciar a lo que significaba para ella la recompensa de todas sus abnegaciones y el sentido mismo de su existencia. Por vez primera guardó rencor a las personas que la habían recogido para hacerla sufrir más. Envidió a Natasha, que nunca había sentido nada semejante ni había necesitado sacrificarse, que exigía sacrificios de los demás y a la que, sin embargo, todos amaban. Sintió también que su amor por Nikolái, tan puro y sereno hasta entonces, empezaba a trocarse en una pasión violenta, al margen de las leyes, de la virtud y de la religión. Influida por esos sentimientos, Sonia, acostumbrada al disimulo a causa de su dependencia, respondió a la condesa con palabras vagas, evitó en adelante hablar con ella y decidió esperar a Nikolái; no para devolverle su palabra, sino, por el contrario, para unirse a él para siempre.
Aquellos pensamientos sombríos y penosos fueron relegados por las preocupaciones y el terror de los últimos días que los Rostov pasaron en Moscú. La alegró hallar un alivio en una actividad. Pero cuando supo de la presencia del príncipe Andréi en la casa, a pesar de la sincera compasión que sentía por él y por Natasha, se adueñó de ella un sentimiento de supersticiosa alegría: vio en ese incidente la voluntad de Dios, que no deseaba su separación de Nikolái. No ignoraba que Natasha seguía amando al príncipe Andréi, que nunca había dejado de amarlo y que, unidos de nuevo por aquellas terribles circunstancias, volverían a quererse como antes. Así, Nikolái no podría casarse con la princesa María, debido al parentesco que la boda de Natasha y el príncipe Andréi establecía entre ellos. Pese al horror de todo cuanto había sucedido durante los últimos días de estancia en Moscú y las primeras jornadas del viaje, la sensación de que la Providencia intervenía en sus asuntos personales alegraba a Sonia.
Los Rostov hicieron el primer descanso en el monasterio de Troitsa. En la hospedería del monasterio les reservaron tres amplias habitaciones, una de las cuales quedó destinada al príncipe Andréi, que se encontraba muy mejorado aquel día. Natasha estaba con él. En el cuarto vecino se hallaban los condes conversando respetuosamente con el abad, quien había acudido a saludar a sus viejos amigos y protectores. Sonia estaba con ellos, pero la atormentaba la curiosidad de conocer la conversación entre Natasha y Andréi. Oía sus voces a través de la puerta que se abrió de pronto y Natasha, muy emocionada y sin fijarse en el religioso que se había levantado para saludarla recogiéndose la amplia manga de su hábito, se acercó a Sonia y la tomó por el brazo.
—¿Qué te ocurre, Natasha? Ven aquí —dijo la condesa.
Natasha se acercó a recibir la bendición del abad, que le aconsejó implorar ayuda a Dios y a los santos.
Cuando el abad se fue, Natasha llevó a Sonia a la habitación contigua, donde no había nadie.
—¿Sonia, verdad que vivirá? ¿Verdad que sí? ¡Qué feliz y qué desgraciada soy, Sonia querida! Todo sigue como antes: lo único que quiero es que viva. Él no puede… porque… porque… por… —y Natasha se echó a llorar.
—¡Sí! ¡Gracias a Dios! ¡Lo sabía! ¡Vivirá! —exclamó Sonia.
Emocionada —no menos que Natasha— por su temor y sus propios pensamientos, que a nadie había confiado, consoló y besó a Natasha sin dejar de llorar. «¡Oh, con tal de que viva!», pensó. Después de llorar, enjugarse los ojos y hablar un rato, ambas se acercaron a la puerta de la habitación del príncipe Andréi. Natasha la entreabrió cuidadosamente y asomó la cabeza. Sonia estaba a su lado.
El príncipe descansaba sobre tres almohadas. Había una gran serenidad en aquel pálido rostro; tenía los ojos cerrados y su respiración era regular.
—¡Oh, Natasha! —casi gritó Sonia, sujetando por el brazo a su prima y apartándose de la puerta.
—¿Qué?… ¿Qué sucede? —preguntó Natasha.
—Es aquello… aquello… —dijo Sonia, muy pálida y con labios temblorosos.
Natasha cerró la puerta sin hacer ruido y se retiró con Sonia a la ventana, sin comprender lo que le decía.
—¿Recuerdas en Otrádnoie, por Navidades, aquella vez que por ti miré en el espejo… recuerdas lo que vi?…
Sonia hablaba con expresión solemne y llena de temor.
—Sí, sí —dijo Natasha con los ojos muy abiertos, al recordar vagamente que en aquella ocasión Sonia había visto al príncipe Andréi acostado.
—¿Te acuerdas? Lo vi… y os lo dije a ti y a Duniasha. Estaba echado en una cama —prosiguió, levantando el dedo a cada detalle—. Había cerrado los ojos y estaba cubierto con una colcha rosa, con los brazos cruzados…
A medida que hablaba se convencía cada vez más de que los detalles vistos ahora eran los mismos que había visto entonces. En aquella ocasión, en Otrádnoie, no había visto nada y había contado lo primero que se le ocurrió; pero todo lo inventado aquella vez le parecía ahora tan real como cualquier otro recuerdo. No sólo recordaba haber dicho que él la miró sonriendo y que lo cubría algo rojo, ahora estaba firmemente convencida de que ya entonces había dicho y visto que la manta era de color rosa, precisamente rosa, y que tenía los ojos cerrados.
—Sí, sí, color rosa —asintió Natasha, que ahora creía acordarse también de que había dicho rosa y consideraba aquel hecho como una extraordinaria y misteriosa predicción—. Pero ¿qué puede significar? —preguntó pensativa.
—¡Oh, no lo sé! ¡Es tan extraño todo! —dijo Sonia llevándose las manos a la cabeza.
Al poco tiempo, el príncipe Andréi hizo sonar el timbre y Natasha entró en su habitación. Con emoción y ternura poco frecuentes en ella, Sonia permaneció junto a la ventana reflexionando en lo extraordinario de todo lo ocurrido.
Aquel día encontraron una ocasión de enviar correspondencia al ejército y la condesa escribió una carta a su hijo.
—Sonia, ¿no vas a escribir a Nikóleñka? —dijo al ver a su sobrina que pasaba cerca.
Su voz era apagada y temblorosa y Sonia pudo leer en aquellos ojos fatigados, que la contemplaban a través de los lentes, todo lo que la condesa quería decir con esas palabras. Su mirada expresaba súplica, pudor por tener que recurrir a la petición, temor a una negativa y —en este último caso— enemistad irreconciliable.
Sonia se acercó a la condesa, se puso de rodillas y le besó la mano.
—Sí, maman, le escribiré.
Se sentía conmovida, enternecida e impresionada por cuanto estaba sucediendo aquel día y especialmente por el misterioso cumplimiento de la predicción. Y ahora, cuando sabía que por haberse reanudado las relaciones entre Natasha y el príncipe Andréi, Nikolái no podría casarse con la princesa María, sentía con alegría que tornaba a ella la capacidad de sacrificio que tanto le agradaba y había constituido toda su vida.
Consciente de realizar una acción generosa, interrumpiendo varias veces su escritura porque las lágrimas velaban sus ojos negros y aterciopelados, Sonia escribió aquella conmovedora carta que tanto había sorprendido a Nikolái.