Guerra y paz
LIBRO CUARTO » Primera parte » XIV
Página 291 de 396
XIV
La princesa María había sabido por Nikolái que su hermano estaba con los Rostov en Yaroslavl y, a pesar de los consejos de su tía, se dispuso a partir con su sobrino inmediatamente. No preguntó ni le interesaba saber si aquel viaje era difícil o fácil, imposible o posible. Su deber era no sólo estar al lado de su hermano, tal vez a punto de morir, sino hacer todo lo posible por llevarle a su hijo. Y preparó la partida de Vorónezh. Se explicaba la falta de noticias de su hermano diciéndose que debía de encontrarse demasiado débil para escribir, o que quizá le pareciera excesivamente largo y peligroso el viaje para ella y su hijo.
La princesa lo tuvo dispuesto en pocos días; hacía el viaje en la enorme carroza del príncipe, que la había llevado a Vorónezh, y la acompañaba un pequeño coche y varios carros. Mademoiselle Bourienne, Nikóleñka y su preceptor, la vieja niñera, tres doncellas, Tijón, un joven lacayo y otro más, que la acompañaba por deseo de su tía.
Era imposible seguir la ruta ordinaria hacia Moscú, y el desvío obligado por Lipetsk, Riazán, Vladímir y Shuia era demasiado largo y difícil, por no existir en aquel trayecto caballos de posta; y cerca de Riazán (donde según decían habían aparecido los franceses) el camino podía ser peligroso.
Durante viaje tan difícil, mademoiselle Bourienne, Dessalles y los criados de la princesa quedaron asombrados de su energía e incesante actividad. Se acostaba la última y se levantaba la primera, y ningún obstáculo era bastante para detenerla. Gracias a esa actividad y energía, que animaba a sus compañeros de viaje, al finalizar la segunda semana ya estaban a la vista de Yaroslavl.
Los últimos días de su estancia en Vorónezh habían sido los mejores y los más felices de su vida. Ya no la atormentaba ni inquietaba el amor por Nikolái Rostov. Aquel amor llenaba toda su existencia, se hacía parte inseparable de ella misma y no pugnaba ya con sus sentimientos. La princesa María se había convencido, sin decírselo nunca claramente a sí misma, de que amaba de veras y era correspondida. Se había convencido de ello en su última entrevista con Nikolái, cuando él fue a verla para decirle que el príncipe Andréi se hallaba con los Rostov. Nikolái no había aludido al hecho de que (en caso de curación del príncipe) las relaciones de otro tiempo entre él y su hermana Natasha podían reanudarse; pero la princesa había adivinado en su rostro que lo sabía y lo pensaba. Y a pesar de todo, su actitud hacia ella, siempre tierna, atenta y amorosa, no había cambiado; hasta se habría dicho que lo alegraba el parentesco con la princesa María, pues le permitía expresar más libremente su amistad y amor. Así pensaba a veces la princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada y se consideraba feliz y tranquila en ese sentido.
Pero esa felicidad de una parte de su espíritu, lejos de impedirle sentir un intenso dolor por su hermano, le permitió, gracias a su tranquilidad anímica, entregarse por completo a su pesar. Tan viva era su inquietud en los primeros días de su marcha de Vorónezh que cuantos la acompañaban se persuadieron (al ver su rostro de angustia y desesperación) de que caería enferma antes de llegar. Pero fueron, precisamente, las dificultades y preocupaciones del viaje, que procuraba solventar febrilmente, las que alejaron por un tiempo su dolor y le dieron fuerzas.
Como ocurre siempre en los viajes, la princesa María no pensaba más que en lo atinente al camino, olvidando por ello su objetivo. Pero al acercarse a Yaroslavl, al pensar que todo cuanto esperaba lo vería aquella misma noche y no al cabo de varios días, su inquietud llegó al máximo.
El lacayo enviado a Yaroslavl para averiguar dónde paraban los Rostov y cómo seguía el príncipe Andréi salió al encuentro del coche a la entrada de la ciudad. Se asustó al ver la tremenda palidez de la princesa María, asomada a la ventanilla del coche.
—Me he informado de todo, Excelencia —dijo—. Los Rostov viven en la plaza, en casa del mercader Brónnikov. No está lejos, es en la misma orilla del Volga.
La princesa miró al lacayo con expresión interrogante y temerosa, sin entender por qué no le contestaba a lo principal: el estado de su hermano. Mademoiselle Bourienne se encargó de preguntarlo por la princesa:
—¿Cómo está el príncipe?
—Su Excelencia está en la misma casa que los condes dijo el criado.
«Eso quiere decir que está vivo», pensó la princesa María; y preguntó en voz baja:
—¿Cómo está?
—Está en la misma situación, según me han contado los criados.
La princesa no quiso preguntar qué significaba «está en la misma situación». Se limitó a mirar a su sobrino, aquel niño de siete años que, sentado ante ella, se divertía, mirando la ciudad; después inclinó la cabeza y no la levantó hasta que la pesada carroza, tambaleante y rechinando, se detuvo con estrépito. Se oyó el chirrido de los estribos al bajar.
Se abrieron las portezuelas. A la izquierda se veía el gran río; a la derecha, en el porche, había algunos criados y una joven de piel rosada y larga trenza negra, que sonreía de manera forzada y poco agradable, en opinión de la princesa María. Era Sonia. La princesa subió rápidamente las escaleras y la muchacha de la sonrisa forzada dijo: «Por aquí, por aquí». En el vestíbulo, una mujer de edad, de rasgos orientales, salió emocionada y precipitadamente a su encuentro. Era la condesa. Abrazó a la princesa María y la besó repetidas veces.
—Mon enfant! —dijo—. Je vous aime et vous connais depuis longtemps.[583]
A pesar de su emoción, la princesa María comprendió quién era aquella señora y que debía decirle algo. Pronunció unas frases de cortesía en francés —del mismo estilo que las de la condesa— y preguntó por su hermano.
—El doctor dice que no hay peligro —aseguró la condesa, pero al mismo tiempo levantó los ojos y dejó escapar un suspiro en contradicción con sus palabras.
—¿Dónde está? ¿Puedo verlo? ¿Puedo?
—Enseguida, princesa, enseguida, querida… —y se fijó en Nikóleñka, que entraba con su preceptor—. ¿Es el hijo de él? ¡Qué niño tan encantador! Cabremos todos, la casa es amplia.
La condesa la condujo a la sala. Sonia hablaba con mademoiselle Bourienne; la condesa acariciaba al niño; el viejo conde entró para saludar a la princesa. Había cambiado mucho desde que la princesa lo viera la última vez. Entonces era un viejo vivaz, alegre y seguro de sí mismo; ahora parecía un anciano asustado, que inspiraba lástima. Hablaba con la princesa y no cesaba de mirar alrededor, como preguntando a todos si era aquello lo que debía hacer. Desde el desastre de Moscú y su propia ruina, separado de las condiciones normales de existencia, había perdido la noción de su propio valer y se sentía desplazado de la vida.
A pesar de su único deseo de ver lo antes posible al príncipe Andréi y de la contrariedad que sentía de que la entretuvieran y alabaran a su sobrino de modo tan afectado, la princesa María se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo y creyó conveniente someterse a esas nuevas condiciones de vida. Sabía que todo era necesario y, aunque la molestara, no se sentía enfadada con nadie.
El conde presentó a Sonia a la princesa María.
—Ésta es mi sobrina. ¿No la conoce, verdad?
La princesa miró a Sonia y, procurando ahogar el sentimiento de hostilidad que despertaba en ella, la besó. Empezaba a serle penoso que el estado de ánimo de cuantos la rodeaban fuera tan distinto del suyo.
—¿Dónde está? —preguntó de nuevo, dirigiéndose a todos.
—Está abajo —contestó Sonia, enrojeciendo—. Natasha lo acompaña. Acaban de avisarle. ¿No está usted cansada, princesa?
En los ojos de la princesa asomaron lágrimas de encono. Se volvió para preguntar a la condesa si podía bajar a ver a su hermano, pero en aquel momento se oyeron al otro lado de la puerta unos pasos ligeros, veloces, casi alegres. La princesa se volvió y vio a Natasha que entraba casi corriendo. Era la misma Natasha que tan poco le había gustado en su visita de Moscú.
Pero le bastó una mirada para comprender que ahora compartía plenamente su dolor y, por tanto, era amiga suya. Natasha se lanzó rápidamente hacia ella, la abrazó y estalló en sollozos, reclinando la cabeza en su hombro.
Natasha estaba a la cabecera del príncipe Andréi y al enterarse de la llegada de la princesa salió sin hacer ruido de la habitación y corrió al encuentro de María con aquellos pasos rápidos que a la princesa le parecieron casi alegres.
Al irrumpir en el salón, su rostro emocionado no expresaba más que amor, un amor infinito hacia el príncipe Andréi y su hermana y cuantos tuvieran alguna relación con él; era una expresión de piedad y sufrimiento por los demás y un apasionado deseo de darse por entero en bien de todos. Era evidente que en aquellos momentos no pensaba en sí misma ni en sus relaciones con él.
La sensible princesa María lo intuyó desde que la vio entrar, y apoyándose en su hombro lloró con amarga alegría.
—Vamos, vamos a verlo, María —dijo Natasha, llevándola a otra habitación.
La princesa María alzó el rostro, se enjugó los ojos y miró a Natasha. Sentía que por ella lo sabría todo y todo lo comprendería.
—¿Cómo…? —empezó la princesa, pero se detuvo.
Se dio cuenta de que con palabras no se podía preguntar ni responder. El rostro y los ojos de Natasha deberían decírselo con mayor claridad y profundidad.
Natasha la miró, parecía asustada e indecisa, como si no se atreviera a decir todo lo que sabía. Le parecía comprender que ante aquellos ojos luminosos, que penetraban hasta el fondo de su corazón, no podía decir más que la verdad, toda la verdad que conocía. Los labios de Natasha se estremecieron y varias arrugas deformes aparecieron en torno a su boca. Rompió en sollozos y escondió la cara entre las manos.
La princesa María lo comprendió todo.
Seguía, sin embargo, confiando y preguntó con palabras en las que no creía:
—¿Cómo va la herida? ¿En qué estado se encuentra?
—Usted… usted… lo verá… —fue todo lo que pudo decir Natasha.
Permanecieron un rato en el piso inferior, junto a la habitación del herido, para dejar de llorar y entrar con el rostro sereno.
—¿Qué curso ha seguido la enfermedad? ¿Hace tiempo que empeoró? ¿Cuándo sucedió eso? —preguntó la princesa.
Natasha contó que, al principio, el mal consistía en la fiebre y los dolores, pero en el monasterio de Troitsa todo eso había cesado y el médico sólo temía a la gangrena. También ese peligro pasó. Cuando llegaron a Yaroslavl, la herida había comenzado a supurar (Natasha sabía bien todo lo referente a la supuración) y el médico había explicado que la supuración podía seguir un curso normal. Después había vuelto la fiebre, que el médico, esta vez, consideraba menos peligrosa.
—Pero hace dos días —comenzó Natasha, conteniendo a duras penas los sollozos— ocurrió de repente eso… La causa no la sé, pero ya verá en qué estado se encuentra.
—¿Está débil? ¿Más delgado? —preguntó la princesa.
—No, no es eso… es peor. Ya lo verá. ¡Ah! María, es demasiado bueno, no puede, no puede vivir, porque…