Guerra y paz

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LIBRO CUARTO » Segunda parte » III

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III

El ejército ruso estaba dirigido por Kutúzov y su Estado Mayor y, desde San Petersburgo, por el emperador Alejandro. Antes de que llegara la noticia del abandono de Moscú se había preparado en San Petersburgo un detallado plan de toda la campaña, que fue enviado a Kutúzov para que lo pusiera en práctica. A pesar de que el proyecto descansaba en la idea de que Moscú seguía en manos rusas, el Estado Mayor lo aprobó y puso en ejecución. El Serenísimo se limitó a sugerir que las actuaciones subversivas a gran distancia son siempre difíciles de ejecutar. Para vencer las dificultades existentes fueron enviadas nuevas órdenes y nuevas personas encargadas de vigilar la actuación del general en jefe y de informar al respecto.

Además, todo había cambiado en los mandos del ejército. Hubo necesidad de sustituir a Bagration, muerto en combate, y a Barclay, que se había retirado ofendido. Con la mayor seriedad se deliberaba si sería mejor poner a A en el puesto de B; a B sustituyendo a D, o, al contrario, a D en lugar de A, etcétera, como si de todo ello pudiera resultar otra cosa que no fuera la satisfacción de A y de B.

Eran mayores que nunca las intrigas en los diversos partidos, por la hostilidad que Kutúzov mostraba hacia Bennigsen, su jefe de Estado Mayor, y la presencia de personas de confianza enviadas por el Emperador y las repetidas sustituciones. A minaba el terreno a B; éste el de C, etcétera, en todos los cambios y combinaciones posibles. La causa principal, pero no única, de esas intrigas y actuaciones de zapa era la campaña militar, que todos ellos se imaginaban dirigir. Pero la campaña seguía adelante independientemente de ellos, tal como debía desarrollarse, es decir, sin coincidir nunca con lo que discurrían los hombres, sino como una consecuencia de la actuación de las masas. Todas aquellas combinaciones se entrecruzaban y confundían, siendo en opinión de las altas esferas una imagen exacta de lo que debía hacerse.

Príncipe Mijaíl Ilariónovich —escribió el 2 de octubre el Emperador en una carta que llegó a su destino después de la batalla de Tarútino—: Desde el 2 de septiembre Moscú está en poder del enemigo. Sus últimos partes son del día 20; desde esa fecha no sólo no se ha hecho nada contra el enemigo para liberar nuestra vieja capital sino que, según sus últimos informes, usted ha seguido retrocediendo: Sérpujov ocupado por un destacamento enemigo, y Tula, con su fábrica tan famosa y tan necesaria para el ejército, se encuentra en peligro. Según me comunica el general Wintzingerode, un cuerpo de ejército enemigo de diez mil hombres avanza por el camino de San Petersburgo; otro cuerpo, también numeroso, marcha hacia Dmítrovo. Un tercero avanza hacia Vladímir, y un cuarto, de bastante importancia, se encuentra entre Ruza y Mozhaisk. En cuanto a Napoleón, el día 25 estaba en Moscú. De acuerdo con todos esos informes, cuando el enemigo ha dividido sus fuerzas y Napoleón, con su Guardia, se encuentra todavía en Moscú, ¿es posible que las fuerzas francesas que están frente a usted sean tan numerosas que no le permitan emprender la ofensiva? Al contrario, es probable que el enemigo lo persiga con destacamentos o todo lo más con un cuerpo bastante inferior al ejército que usted tiene a sus órdenes. Parece que, aprovechando semejantes circunstancias, podría usted atacar y aniquilar al enemigo más débil que usted o, por lo menos, obligarlo a retroceder y conservar en nuestras manos una importante parte de las provincias que él ocupa, alejando así el peligro de Tula y otras ciudades del interior. Usted será responsable si el enemigo logra enviar fuerzas importantes a San Petersburgo para amenazar esta capital, donde no han quedado muchas tropas teniendo en cuenta que con el ejército que se le ha confiado tiene usted todos los medios para evitar esa nueva desgracia, si procede con decisión y diligencia. Recuerde que ante la patria ofendida aún debe responder usted de la pérdida de Moscú. Ya sabe por experiencia hasta qué punto estoy siempre dispuesto a recompensarlo, y le aseguro que ese deseo no disminuirá; pero yo y Rusia tenemos el derecho de esperar de usted el celo, la firmeza y los éxitos que promete su inteligencia, su talento militar y el valor de las tropas que dirige.

Antes de que llegara esa carta, que probaba que en San Petersburgo había repercutido ya el cambio producido en ambos ejércitos, Kutúzov ya no pudo contener a sus tropas de la ofensiva y la batalla se produjo.

El 2 de octubre un cosaco llamado Shapoválov, que iba en servicio de reconocimiento, mató una liebre e hirió a otra; en seguimiento del animal herido, se adentró en el bosque y tropezó con el ala izquierda del ejército de Murat, que había acampado allí sin precaución alguna. Shapoválov contó alegremente a sus compañeros que había estado a punto de caer en manos de los franceses. El abanderado de los cosacos oyó su relato e informó a su comandante.

Llamaron a Shapoválov y lo interrogaron. Los oficiales cosacos querían aprovechar la ocasión para capturar algunos caballos; pero uno de ellos, que tenía conocidos en el alto mando, contó el hecho a un general de Estado Mayor, donde últimamente la situación era muy tirante. Días antes Ermólov había rogado a Bennigsen que influyera en el Serenísimo para pasar a la ofensiva.

—Si no lo conociera a usted pensaría que no desea lo que me pide —contestó Bennigsen—. Basta que yo le aconseje algo, para que el Serenísimo haga lo contrario.

La noticia traída por los cosacos y confirmada por las patrullas de reconocimiento demostró que los acontecimientos habían madurado definitivamente. La cuerda tensa había saltado, vibraron los relojes y sonaron los carillones. A pesar de su aparente poder, de su inteligencia, su experiencia y conocimiento de los hombres, Kutúzov, tomando en consideración el informe de Bennigsen —que estaba facultado para dirigirse personalmente al Emperador—, el unánime deseo de los generales, que según se suponía era también del Soberano, así como los informes de los cosacos, ya no pudo contener el movimiento inevitable: ordenó que se hiciera lo que él consideraba inútil y perjudicial, bendiciendo el hecho consumado.

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