Goya

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Segunda parte » 15

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EN EL SIGLO XVI, hubo dos grandes representantes del hombre español; uno, el caballero, el Grande; el otro, el pícaro, el de abajo, el granuja, que vegetaba en constante y subterránea lucha contra todos con la astucia, el engaño y la presencia de espíritu. El pueblo y sus poetas y literatos honraban y ensalzaban al héroe y al caballero, pero no glorificaban ni amaban menos al pícaro y a la pícara, el caos astuto, nunca desalentado, siempre divertido y activo de las clases bajas. Para el pueblo, el pícaro era una expresión tan genuina de España como el Grande; se completaban mutuamente, y el gran escritor supo mantener vivos a los pícaros Guzmán y Lazarillo, los tunantes y los pillastres, con su miseria, su materialismo jugoso e insensible a toda moral, con su fecunda y alegre manera de razonar, muy a ras de tierra, tan vivos como los representantes de la caballería: el Cid y don Quijote.

En el siglo XVIII, el pícaro y la pícara se habían transformado en majos y majas. El modo de ser y obrar de éstos, el majismo, pertenecían a la España de esta época como la realeza absoluta y la Inquisición. Había majos en todas las grandes ciudades. Pero el asiento capital del majismo seguía siendo Madrid, una parte determinada de Madrid: la majería. Los majos eran herreros, forjadores, tejedores, pequeños posaderos, carniceros, o vivían del contrabando, del comercio ambulante, del juego. Las majas podían tener una tienda de vinos o remendaban trajes y ropa blanca o vendían en la calle fruta, flores, alimentos de todas clases; no faltaban con sus baratijas en ninguna peregrinación, en ninguna feria. No tenían a menos sacarle dinero a hombres ricos.

Los adeptos del majismo conservaban tercamente el traje español heredado. El majo llevaba calzón apretado, zapatos con hebillas, corta casaca, ancha faja y enorme sombrero gacho; nunca le faltaba la capa, la navaja, un gran cigarro. La maja usaba zapatos bajos, justillo entallado y bordado, el mantón cruzado sobre el pecho; en las fiestas ostentaba mantilla de encaje y peinetón. Muy a menudo llevaba en la liga de la media izquierda un pequeño puñal.

Las autoridades no veían con buenos ojos la capa y el enorme sombrero de los majos que les cubría la cara. Los majos estaban apegados a la capa —porque podían ocultar debajo las manchas y la suciedad de su oficio y, a veces, otras cosas también que no querían enseñar— y al sombrero gacho que sombreaba cómodamente una cara que trataba de no ser reconocida. «Mis madrileños», decía Carlos III quejándose, «se deslizan por las calles, cubierta la cara como conjurados, no como pacíficos súbditos de un monarca civilizado». Finalmente, su primer ministro, el estadista Esquilache, que había traído consigo de Nápoles, prohibió la capa y ese sombrero. Pero los majos se sublevaron y el ministro extranjero fué echado del país. Un sucesor más inteligente ordenó que el verdugo empleara el indeseable sombrero al ejercer su ministerio; esto influyó para que muchos renunciaran a usarlo.

Majos y majas, así como tenían su traje, disponían del mismo modo de sus propias costumbres, de su filosofía y su idioma. El hombre respetaba la antigua tradición española y defendía fanáticamente la monarquía absoluta y el sacerdocio, pero odiaba leyes y ordenanzas nuevas y no las observaba. Consideraba un privilegio de su clase el contrabando y era punto de honor para él fumar solamente tabaco de alijo. Tenía su dignidad, sabía callar; al hablar, empleaba palabras ricas en imágenes, palabras altisonantes, y su vocabulario, su pintoresca ufanía, eran una fuente de la literatura famosa en el exterior. El majo era orgulloso. Nadie podía hacerle a un lado o mirarlo apenas de soslayo. Vivía en perfecta y eterna guerra con los varoncitos de la clase media, los petimetres. Era una dicha de majos y majas averiar el fino traje de un burguesito y deshacer el cuidadoso peinado de una niña rica. La policía evitaba a los majos. Otros también los evitaban, porque eran arrufianados, decían palabras gruesas y recurrían a menudo a los puños y al cuchillo. El majo era el mejor de la monarquía y la Iglesia en la lucha contra los iluminados y racionalistas, contra lo francés, contra la revolución y lo que tuviese que ver con ella. Le gustaban los magníficos palacios del rey, los pintorescos cortejos de los Grandes, las suntuosas procesiones de la Iglesia; amaba los toros, las banderas, los caballos y las espadas, y su exagerado orgullo nacional desconfiaba de los intelectuales y odiaba a los liberales y a los afrancesados que querían eliminar todo aquello. En vano prometían escritores y estadistas liberales mejores casas, más pan y más carne. El majo renunciaba a todo eso, si le dejaban los grandes juegos, las grandes fiestas.

Porque los majos y las majas eran el pintoresco y fanático público de esas grandes fiestas. Se apiñaban en las plateas de los teatros, formaban los grupos de fuerzas de chorizos y polacos; se alborotaron cuando se prohibieron los autos sacramentales. Los majos eran partidarios entusiastas de los autos de fe y de las corridas de toros: se indignaban si un torero, un toro o un hereje no sabían morir. Cuidaban de la valentía.

En cosas de amor, el majo era ardiente, magnánimo y generoso. Daba a sus amigas curiosos regalos, las golpeaba por naderías, y exigía la devolución de los regalos, cuando las dejaban. La maja no tenía escrúpulos en desvalijar hasta el último real a un petimetre enamorado; la maja casada se permitía fácilmente un cortejante rico o aun dos. Los españoles alababan en las majas las cualidades que más apreciaban en la mujer: inaccesiblemente orgullosas en la calle, angelicales en la iglesia, diabólicas en la casa. Hasta los extranjeros reconocían unánimes que ninguna mujer sobre la tierra podía prometer y dar tanto como una verdadera maja. El embajador de Luis XVI, Jean-François de Bourgoing, encontró muchas palabras en su famoso libro sobre España para condenar la desvergüenza y el desenfreno de la maja, pero muchas más para ensalzar el goce que proporcionaba.

El majo se sentía el mejor representante del españolismo y en eso en nada cedía a los Grandes. Y así pensaba de él todo el país. Cualquier español verdadero debía tener su poco de majismo; majos y majas eran los personajes más queridos de los sainetes y las tonadillas, el calificativo preferido de literatos y artistas.

Y las damas y los señores de la Corte, desdeñando la prohibición que les vedaba el traje de los majos y las majas, se ponían con placer la pintoresca vestimenta, y en su lenguaje insertaban las gruesas palabras gratas al majismo. Muchos Grandes, muchos ricos burgueses jugaban alborozados a los majos, a las majas; y entre ellos había muchos que lo eran.

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