Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 8 - Todo listo para jugar

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CAPÍTULO 8

Todo listo para jugar

—Buenas tardes, Blacking. Ya está dispuesto. —El tono era despreocupado y autoritario—. He visto un coche fuera. ¿Supongo que no será alguien que quiera jugar un partido?

—No lo sé, señor. Es un antiguo socio que ha venido a que le arreglemos un palo. ¿Quiere que se lo pregunte, señor?

—¿De quién se trata? ¿Cuál es su nombre?

Bond esbozó una agria sonrisa. Aguzó el oído. Quería captar cada inflexión.

—Un tal señor Bond, señor.

Hubo una pausa.

—¿Bond? —El tono no había cambiado. Mostraba un interés educado—. Conocí a un individuo llamado Bond el otro día, ¿cuál es su nombre de pila?

—James, señor.

—Ah, sí. —Esa vez la pausa fue más larga—. ¿Sabe él que he venido? —Bond sentía las antenas de Goldfinger calibrando la situación.

—Está en el taller, señor. Tal vez haya visto llegar su coche.

Bond pensó: «Alfred no ha dicho una mentira en su vida, no va a empezar ahora».

—Podría ser una buena idea. —El tono de Goldfinger fue más afable. Quería algo de Alfred Blacking, alguna información—. ¿Qué tal juega? ¿Qué handicap tiene?

—Solía ser bastante bueno cuando era un muchacho, señor. No le he visto jugar desde entonces.

—Hum.

Bond podía sentir al hombre sopesándolo todo. Se olió que se tragaría el cebo. Metió la mano en su bolsa, sacó su driver y empezó a frotar la empuñadura con un bloque de cera. Más valía que pareciese ocupado. Una tabla del suelo de la tienda crujió. Bond siguió puliendo con laboriosidad de espaldas a la puerta abierta.

—Creo que nos hemos visto antes. —La voz que le llegó de la puerta era baja, neutra.

Bond miró rápidamente por encima del hombro.

—Caramba, me ha dado un buen susto. Hombre —hizo que lo reconocía—, si es Gold, Goldman… esto, Goldfinger. —Esperaba que la comedia no fuese excesiva. Y añadió con un deje de antipatía, o desconfianza—: ¿De dónde sale?

—Ya le dije que jugaba aquí, ¿se acuerda? —Goldfinger lo miraba con perspicacia. Entonces los ojos se abrieron por completo. La mirada de rayos X cruzó hasta la parte posterior del cráneo de Bond.

—No.

—¿Es que la señorita Masterton no le dio mi mensaje?

—No, ¿de qué se trataba?

—Le dije que yo vendría por aquí y que me gustaría jugar un partido de golf con usted.

—Ah, bien —el tono de Bond fue fríamente cortés—, podemos hacerlo cualquier día.

—Iba a jugar con Blacking. En lugar de eso, lo haré con usted. —Goldfinger constataba un hecho.

No había duda de que había mordido el anzuelo. Bond tenía que manejarlo con habilidad para no perderlo.

—¿Por qué no en otro momento? He venido a encargar un palo. De todas formas estoy fuera de juego. Además, es probable que no haya caddie. —Bond estaba siendo todo lo grosero que podía permitirse, aparentando que lo último que quería hacer era jugar con Goldfinger.

—Yo también hace tiempo que no juego. —«Maldito embustero», pensó Bond—. Encargar un palo no le llevará ni un momento. —Goldfinger volvió a la tienda—. Blacking, ¿tiene un caddie para el señor Bond?

—Sí, señor.

—Entonces, todo arreglado.

Bond introdujo con gesto aparentemente cansado su drive otra vez en la bolsa.

—Bien, de acuerdo. —Pensó una última forma de desanimar a Goldfinger—: Pero le advierto que me gusta jugar con dinero de por medio. No me divierte estar dando golpes a la bola sólo para pasar el rato. —Bond se sintió complacido con el personaje que se estaba fabricando.

¿Se produjo un centelleo de triunfo, rápidamente disimulado, en los pálidos ojos de Goldfinger?

—Me parece bien —dijo con indiferencia—. Lo que usted quiera. Quitando el handicap, claro. Creo que me dijo que tenía nueve.

—Sí.

—¿Dónde, si me permite preguntarlo? —dijo Goldfinger cuidadosamente.

—Huntercombe. —Bond también tenía nueve en Sunningdale, pero Huntercombe era un campo más fácil. Nueve en Huntercombe no asustaría a Goldfinger.

—Y yo también tengo nueve. Aquí. Está puesto en el tablón. Así que partimos igualados, ¿de acuerdo?

Bond se encogió de hombros.

—Me parece que usted es demasiado bueno para mí.

—Lo dudo. Sin embargo —Goldfinger improvisaba—, le diré lo que haremos. Aquella pizca de dinero que me sacó en Miami, ¿recuerda? Su cifra era de diez mil dólares. Me gusta arriesgarme. Me irá bien tener que esforzarme. Jugaremos esa cantidad a doble o nada.

—Es demasiado —dijo Bond con indiferencia. A continuación, como si hubiese pensado mejor que podía ganar, añadió, con las dosis adecuadas de astucia y renuencia—: Desde luego se puede decir que era «dinero caído del cielo». No lo echaré a faltar si se va otra vez. Oh, bien, de acuerdo. Lo que llega con facilidad con facilidad se va. Partimos igualados. Van diez mil dólares.

Goldfinger se giró y dijo con una súbita dulzura en su voz uniforme:

—Entonces, todo arreglado, señor Blacking. Muchas gracias. De todos modos, cárgueme su tarifa en mi cuenta. Siento mucho que nos perdamos nuestro partido. Dígame a cuánto ascienden los honorarios de los caddies.

Alfred Blacking entró en el taller y recogió los palos de Bond.

—Recuerde lo que le dije, señor. —Cerró y volvió a abrir un ojo—. Me refiero a ese golpe bajo que usted tiene. Hay que fijarse. Siempre.

Bond le sonrió. Alfred tenía las orejas largas. Quizás no había oído la cantidad, pero sabía que de alguna manera iba a ser un partido crucial.

—Gracias, Alfred, no lo olvidaré. Cuatro Penfold, con corazones. Y una docena de tees[14]. No tardaré ni un minuto.

Bond cruzó la tienda y fue hasta su coche. El hombre del sombrero hongo estaba sacando brillo a las partes metálicas del Rolls con un paño. A Bond le dio la impresión de que se detenía y sacaba su bolsa de mano e iba a la casa club. El hombre tenía un chato y cuadrado rostro amarillo. ¿Uno de los coreanos?

Bond pagó sus derechos de campo a Hampton, el administrador, y fue al vestuario. Seguía igual, con idéntico olor pegajoso de zapatos y calcetines viejos y del sudor del verano pasado. ¿Por qué constituía una tradición de los clubes de golf más famosos que sus normas de higiene fueran las de un colegio privado Victoriano? Bond se cambió de calcetines y se puso los viejos zapatos claveteados. Se quitó la chaqueta de su amarillento traje de mezclilla blanco y negro y se enfundó una chaqueta forrada negra descolorida. ¿Cigarrillos? ¿Encendedor? Estaba listo.

Bond caminaba con paso lento, preparando su mente para el partido. Había provocado adrede a aquel hombre a un desafío elevado y duro para aumentar el respeto que Goldfinger sentía por él, y para confirmar la opinión del mismo sobre Bond: que era el tipo de aventurero implacable y duro que podría serle muy útil a él. ¡Bond había pensado tal vez en cien dólares! Seguramente no se habría jugado un partido individual con tales apuestas en la historia, excepto en las finales de los campeonatos norteamericanos, o en las grandes subastas modalidad Calcuta[15], en que los apostadores son, más que los jugadores, los que se juegan el dinero. La cuenta personal de Goldfinger debía de haber sufrido una desagradable mella, lo cual no le habría gustado. Seguro que estaba suspirando por recobrar una parte del dinero. Cuando Bond había hablado de jugar fuerte, Goldfinger había visto su oportunidad. De acuerdo. Pero una cosa era cierta: por un centenar de razones, Bond no podía permitirse el lujo de perder.

Volvió a la tienda y recogió las bolas y los tees que Alfred Blacking le dio.

—Hawker tiene los palos, señor.

Bond cruzó paseando los quinientos metros del bien cortado césped que conducía al primer hoyo. Goldfinger estaba ensayando su golpe en el green[16] de prácticas. Su caddie se hallaba a su lado, pasándole bolas rodando. Goldfinger empleaba el putter[17] según la nueva moda, entre las piernas, con un putter de mazo. Bond se sintió animado. No creía en aquel sistema. Sabía que a él no le hacía ningún bien practicar. Su viejo palo Calamity Jane tenía sus días buenos y sus días malos. No había nada que hacer al respecto. También sabía que el green de prácticas del St. Marks no tenía parecido alguno, ni en velocidad, ni en textura, con los greens del recorrido.

Bond alcanzó la renqueante y despreocupada figura de su caddie, que deambulaba por allí efectuando un golpe sobre una bola imaginaria con el palo de Bond.

—Buenas tardes, Hawker.

—Buenas tardes, señor. —Hawker dio el palo a Bond y echó al suelo tres bolas usadas. Su rostro perspicaz y burlón de cazador furtivo se partió en una torcida mueca de bienvenida—. ¿Cómo le ha ido, señor? ¿Ha jugado al golf en los últimos veinte años? ¿Todavía es capaz de colocarlas en el techo del cobertizo de salida?

Se refería al día en que Bond, tratando de hacer justamente eso antes de un partido, había colado dos bolas por la ventana.

—Veámoslo. —Bond cogió el palo y lo sopesó, calibrando la distancia. Los golpes a las bolas en el green de prácticas habían cesado.

Bond se dirigió a la bola, se balanceó con rapidez, levantó la cabeza y golpeó la bola, saliendo ésta casi en ángulo recto. Lo intentó de nuevo. Esa vez golpeó el suelo, un palmo de césped voló y la bola recorrió diez metros. Bond se giró hacia Hawker, que tenía un aire aún más burlón.

—De acuerdo, Hawker, ésas era para hacer teatro. Te dedico ésta. —Dio un paso hasta la tercera bola, echó el palo hacia atrás lentamente y dio un latigazo con la cabeza del palo. La bola se elevó treinta metros, se sostuvo con elegancia en el aire y cayó a veinticuatro metros, sobre el techo de paja del cobertizo de salida, de donde rebotó hasta el suelo.

Bond entregó el palo. La mirada de Hawker era pensativa y divertida. No dijo nada. Sacó el driver y se lo entregó a Bond. Caminaron juntos hasta el primer hoyo, charlando de la familia de Hawker.

Goldfinger se les unió, tranquilo e impasible. Bond saludó al caddie de Goldfinger, un hombre servil y locuaz llamado Foulks que a Bond nunca le había gustado. Bond echó un vistazo a los palos de Goldfinger. Eran un flamante juego Ben Hogan nuevo, norteamericano, con elegantes fundas de cuero del St. Marks para las maderas. La bolsa era una de ésas de cuero negro preferidas de los jugadores profesionales estadounidenses. Los palos iban en tubos de cartón individuales para facilitar su extracción. Resultaba un equipo ostentoso, pero era el mejor.

—¿Cara o cruz para la salida?… —Goldfinger lanzó una moneda.

—Cruz.

Salió cara. Goldfinger extrajo su driver y desenvolvió una bola nueva.

—Dunlop 65 —dijo—. Número Uno. Siempre uso las mismas bolas. ¿Cuál es la suya?

—Penfold. Corazones.

Goldfinger miró intensamente a Bond.

—¿Normas de golf estrictas?

—Por supuesto.

—De acuerdo.

Goldfinger caminó hasta el tee y colocó la bola sobre el mismo. Efectuó uno o dos cuidadosos y concentrados swings[18] de práctica. Era un tipo de golpe que Bond conocía bien, el swing ortodoxo, mecánico, repetitivo del que ha estudiado el juego con mucha atención, ha leído todos los libros y se ha gastado cinco mil libras en los mejores profesores profesionales. Sería un swing bueno y fiable que no se derrumbaría con la presión. Bond lo envidió.

Goldfinger se colocó en posición, se agitó con soltura, llevó la cabeza de su palo hacia atrás en un amplio y lento arco y, con los ojos fijos en la bola, separó correctamente las muñecas. Bajó la cabeza del palo mecánicamente, sin esfuerzo, golpeando la bola, para terminar con un final bastante artificial, de manual. La bola fue recta a unos ciento ochenta metros, en medio de la calle[19].

Era un golpe excelente y poco animador. Bond sabía que Goldfinger sería capaz de repetir el mismo swing con distintos palos una y otra vez a lo largo de los dieciocho hoyos.

Bond tomó su lugar, se puso un tee más bien bajo, apuntó a la bola con una enemistad cautelosa y, con un swing bajo de jugador de raqueta en el que había demasiada muñeca para resultar seguro, golpeó la bola, la cual, con aquel buen golpe de salida agresivo, aterrizó más allá de la de Goldfinger y rodó otros cuarenta y cinco metros. Pero había tenido una ligera rosca y terminó en el borde del rough[20] de la izquierda.

Eran dos buenos drives. Mientras Bond daba su palo a Hawker y caminaba tranquilamente en la estela del más impaciente Goldfinger, olió el dulce aroma del comienzo de un partido de golf de implacable violencia, en un hermoso día de mayo con las alondras cantando por encima del más imponente campo de golf a orillas del mar del mundo.

El recorrido del primer hoyo del Royal St. Marks tiene una longitud de cuatrocientos once metros, cuatrocientos once metros de calle ondulada, con un bunker central para atrapar segundos golpes fallidos y una cadena de búnkers protegiendo tres cuartas partes del green para atrapar los bien dados. Se puede pasar por el cuarto desguarnecido, pero la calle se inclina allí hacia la derecha y es muy probable que se acabe con un desagradable primer chip del día desde el rough. Goldfinger estaba bien situado para esta oportunidad. Bond le observó coger lo que probablemente era un −3, efectuar sus dos swings de práctica y dirigirse a la bola.

Mucha gente impensable juega al golf (personas ciegas, mancas, o incluso sin piernas), y a menudo viste ropas pintorescas en ese juego. A los otros jugadores no les parecen raras, porque en el golf no hay normas de aspecto o indumentaria. Ése es uno de sus pequeños placeres. Pero Goldfinger había hecho un intento de tener un aspecto elegante y aquella era la única forma de vestir incongruente en un campo de golf. Todo estaba conjuntado en una llamarada de tweed de color herrumbre, desde la «gorra de golf» abotonada, centrada sobre la gran cabellera roja llameante, hasta los relucientes zapatos casi anaranjados. Los pantalones de golf estaban demasiado bien cortados, y los mismos pantalones habían sido planchados con raya. Las medias eran de una mezcla color brezo a juego y llevaban portaligas verdes. Como si Goldfinger hubiese ido a su sastre y le hubiera dicho: «Vístame para jugar al golf; ya sabe, como visten en Escocia».

Los errores sociales no causaban gran efecto en Bond, y en realidad, raramente se percataba de ellos. Con Goldfinger no le ocurría lo mismo. Todo en aquel hombre le había dado dentera desde el primer momento en que lo vio. La enérgica agresividad de sus ropas era una parte más del malévolo magnetismo animal que había afectado a Bond desde el principio.

Goldfinger ejecutó su mecánico e impecable swing. La bola voló franca, pero no superó la pendiente por poco y se curvó a la derecha para terminar a la longitud del palo de la bandera de distancia al green, en el rough corto. Un cinco fácil. Un buen chip lo transformaría en un cuatro, pero tenía que ser muy bueno.

Bond caminó hasta su bola. Descansaba completamente despejada, justo fuera de la calle. Bond cogió su madera-4. Intentaría una rata totalmente aérea, un golpe alto que rebasase los búnkers transversales y le dejase con la oportunidad de dos putts para un cuatro. Bond recordó el proverbio de los jugadores profesionales: «Nunca es demasiado pronto para empezar a ganar». Se lo tomó con calma, decidido a no darse prisa para ejecutar el largo, pero cómodo, lanzamiento.

En el mismo momento en que Bond conectó el golpe, supo que no lo lograría. En el golf, la diferencia entre un buen golpe y uno malo es la misma que entre una mujer hermosa y simplemente una mujer, una cuestión de milímetros. En este caso, la cara del palo había golpeado justo ese milímetro demasiado bajo en la bola. El arco del vuelo fue alto y flojo, sin recorrido. ¿Por qué demonios no había cogido una madera-2 o un hierro-2 con aquella situación de la bola? Esta dio en el borde del bunker más lejano y rebotó hacia atrás. Ahora tendría que emplear el blaster y luchar por igualar el hoyo.

Bond nunca se preocupaba demasiado tiempo de sus golpes malos o estúpidos. Se olvidaba de ellos y pensaba en el siguiente. Llegó al búnker, cogió su blaster y calculó la distancia a la bandera. Dieciocho metros. La bola descansaba bastante hacia atrás. ¿Debía decidirse por una postura abierta y un swing de fuera a dentro o abrirse paso y levantar un montón de arena? Por motivos de seguridad, se abriría camino. Bond bajó al búnker. Cabeza baja y seguir bien hasta el final. El golpe más fácil del golf. Tratar de darle completamente. A medio camino del swing desde atrás, la intención hizo ir más deprisa las manos que la cabeza del palo. La subida quedó muerta y la bola rodó hacia atrás. «¡Sal de aquí, maldito idiota, y emboca un putt largo!». Esa vez Bond cogió demasiada arena. Sacó la bola, pero apenas hasta el principio del green. Goldfinger se inclinó para efectuar su chip y mantuvo la cabeza baja hasta que la bola estaba a medio camino del hoyo. Se detuvo a siete centímetros de la bandera. Sin esperar a que Bond le concediese el putt, Goldfinger le dio la espalda y se encaminó al segundo tee. Bond recogió su bola y tomó el driver que Hawker le tendía.

—¿Qué handicap dice que tiene, señor?

—Nueve. Es un partido a la par. Pero necesito hacerlo mejor. Tenía que haber cogido la madera−2 para el segundo golpe.

—Aún es muy pronto, señor —dijo Hawker con tono alentador.

Bond sabía que no. Siempre era demasiado pronto para empezar a perder.

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