God of War

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Capítulo 20

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Capítulo 20

Una bocanada de aire caliente golpeó a Kratos al salir al sol del desierto. Fue alzando la cara lentamente, disfrutando de la luz, deleitándose tras su paso por el oscuro laberinto. Inspiró profundamente y sintió que el aire le quemaba en los pulmones. Las heridas de su costado estaban prácticamente curadas. Dejó sueltos los brazos y sintió que sus músculos volvían a recuperar las fuerzas. Su cuerpo había purgado el veneno que lo amenazaba. La ceguera era un recuerdo que no le importaba rememorar, pese a ser uno de los pocos recuerdos que no lo atormentaba.

No tenía tiempo que perder. Al odio que sentía por el dios de la Guerra se sumaba ahora el recuerdo de lo que Ares estaba haciendo en Atenas. Atenea le había advertido que no había tiempo que perder, y no iba a lograr nada allí parado como un lagarto al sol.

Corrió por un sendero empedrado hasta la base del altar donde un sarcófago de grandes dimensiones relucía bajo el sol. Al aproximarse al borde del féretro, Kratos entornó los ojos para que el reflejo no lo deslumbrase, luego se aupó para poder ver bien la tapa. Un ataúd tan lujoso debía de pertenecer a alguien muy importante. Recorrió el borde con los dedos y usó toda su prodigiosa fuerza para levantar la cubierta bajo la que se ocultaba un cadáver reseco.

—¿Esto es todo? —Alzó la vista al cielo con los brazos abiertos—. ¿Esto es todo lo que me habéis enviado? —Kratos se arrodilló, agarró la cabeza del esqueleto y tiró de ella con fuerza. La calavera cedió fácilmente y dejó tras de sí una nube de polvo procedente de lo que había sido la médula espinal. Echó el brazo hacia atrás y lanzó la calavera hacia el cielo como si, para mostrar su desdén, pudiese atentar contra el mismo Olimpo con aquella reliquia.

La calavera salió disparada hacia arriba para volver después, realizando el mismo recorrido, hasta las manos abiertas de Kratos. La volvió a lanzar otra vez, en esta ocasión aún más lejos. Tras rebotar varias veces en el suelo, describió una trayectoria circular y volvió de nuevo a sus manos. Kratos la arrojó una vez más. Después, la furia incontrolada dio paso al sentido común: si tan difícil era librarse de la calavera, quizá fuese mejor conservarla.

Se agachó junto al ataúd mientras reconocía con los dedos los glifos grabados en los bordes dorados. Poco a poco comenzó a comprender aquellas palabras. Kratos dio un respingo y se quedó mirando la calavera que sostenía en la palma de la mano.

—¿El hijo del Arquitecto? ¿Tu padre introdujo tu miserable cadáver en este delicado ataúd? ¿Para qué…? —El chirriante sonido de las piedras girando sobre sí mismas hizo que se diese la vuelta mientras en la base del altar se abría una cavidad.

Kratos echó atrás la cabeza, lanzó un grito desafiante y luego saltó al interior. Apartó la maleza que cubría el borde del agujero y cayó durante un momento que le pareció eterno. Pero no llegó directamente hasta el Hades, sino que sólo fue a caer al fondo del agujero. En cuclillas, miró a su alrededor y vio un posible pasillo por el que seguir. Levantó la calavera y se quedó mirando las cuencas huecas de los ojos.

—¿Habías visto esto antes? ¿Te traicionó tu padre como Ares hizo conmigo? —Tal como esperaba Kratos, la calavera no respondió. Echó a correr por el deteriorado pasillo, atento ante cualquier posible ataque enemigo. Cuando llegó al final, una enorme puerta grabada con una calavera se interpuso en su camino. Kratos empujó la puerta, intentando forzarla.

Como ésta no cedió, metió los dedos por debajo del borde e intento levantarla, hasta que sintió que su espalda se iba a partir en dos. Jadeante, Kratos comprendió que iba a hacerle falta algo más aparte de su fuerza. Pero ¿cómo podría superar aquel obstáculo?

Dio dos pasos atrás para ver mejor el dibujo de la puerta. Después de estudiarlo durante varios minutos, dejó que aflorase la rabia que bullía constantemente en su interior. Con dos rápidos movimientos sacó las Espadas del Caos y se lanzó hacia adelante para golpear la pesada puerta con las espadas. Los sucesivos golpes no surtieron ningún efecto, aparte de llenar el ambiente del agrio olor del metal al rojo tras una decena de impactos. Kratos gruñó, volvió a intentarlo con más ahínco y finalmente desistió; pese a que la rabia seguía presente, la racionalidad volvía a abrirse paso.

—La calavera —dijo—. La puerta tiene un grabado en forma de calavera. —Levantó la calavera del hijo del Arquitecto y la colocó de manera que encajase con el contorno de la puerta. Al acercarse se dio cuenta de que la pequeña hendidura que había en el centro del dibujo encajaba exactamente con la calavera que tenía en la mano. La empujó hacia dentro. Durante unos segundos no notó nada; luego sintió que la calavera se introducía en el grabado de la puerta hasta encajar perfectamente en él.

Kratos se agachó y volvió a dar rienda suelta a su ira. Esta vez la puerta se levantó lentamente, centímetro a centímetro. Cuando pudo levantarla hasta la altura del pecho, se agachó, dio una voltereta en el suelo y se incorporó, ya del otro lado. Mientras la puerta volvía pesadamente a su sitio, Kratos gritó con furia incontenida. Mantener alejadas sus visiones siniestras había sido fácil mientras se enfrentaba y vencía a los esbirros del Hades que había encontrado en el templo, pero ahora la pesadilla se cernía sobre él como un sudario.

Esforzándose por mantener alejados los recuerdos, corrió atropelladamente por el pasillo como si así pudiera dejarlos atrás, avanzando sin preocuparle adónde iría a parar con tal de que no lo dominasen las pesadillas. Bloqueándole el paso había el cadáver despatarrado de un guerrero vestido con una armadura de estilo ateniense cuya mano sin vida aferraba todavía una espada. Las únicas señales de la batalla que había librado eran las negras manchas malolientes de la sangre de muertos vivientes que cubrían su cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Kratos pasó por encima del cadáver y un poco más adelante encontró huesos esparcidos que se elevaban hacia un portal en forma de arco.

Al otro lado de la entrada contempló una escena más propia de una visión infernal: una enorme cámara iluminada por varios cadáveres ardiendo. El olor que desprendía aquel humo oscuro era aún más asqueroso que el de la sangre del muerto. En el centro de la habitación, iluminada con los tonos vivos y rojizos de las llamas, se alzaba una enorme pirámide hecha de calaveras.

Un millar de calaveras.

Sabía el número exacto porque él mismo había construido pirámides así en el pasado, cuando servía al mismo dios que ahora era su enemigo. Había levantado pirámides como aquélla con las cabezas de los integrantes de las hordas bárbaras después de que Ares respondiese a la plegaria de Kratos.

A pesar de sus esfuerzos, le resultó imposible contener las visiones. Los recuerdos inundaron su mente como inunda el océano un dique que se resquebraja. La sala, el templo, la búsqueda de la caja de Pandora… todo lo había alejado de su cabeza, y las visiones que lo dominaban eran de años atrás, de los buenos tiempos, cuando era el capitán más joven de Esparta y dirigía a sus tropas, cada vez más numerosas, de victoria en victoria…

El campo de batalla estaba en silencio, el silencio de la muerte. Sólo se oían los cuervos y los buitres a lo lejos, anunciando con sus graznidos que sus tripas estaban colmadas con la carne de los soldados caídos en la batalla. No se oía nada más, ni siquiera el lamento de algún herido que continuase con vida.

No se oía a ningún superviviente porque él había dado la orden de que no quedase ninguno. Había ordenado que los matasen a todos.

Sin cuartel. Sin prisioneros. Sin piedad.

Sus hombres habían acorralado al débil ejército enemigo, y cuando su comandante había tratado de rendirse, Kratos en persona había asesinado a sus emisarios. A los soldados cuyas heridas no les permitían abandonar el campo de batalla, las prostitutas del regimiento les habían cortado el cuello para conseguir su parte del botín y se habían llevado una oreja como trofeo. Kratos pagaba a sus prostitutas en función de cuántos enemigos hubiesen matado.

El suelo estaba empapado de sangre; avanzar entre las pilas de cadáveres se parecía mucho a caminar pesadamente por el barro que se forma después de una lluvia torrencial. Sólo que en lugar de barro había sangre. Cientos de barriles de sangre. Sangre derramada por diez mil heridas, diez mil cortes, diez mil gargantas degolladas.

Se mareó un momento… y lo siguiente que recordó fue que iba montado a caballo, blandiendo una espada por la que chorreaba la sangre.

—¡A la carga! —La orden salió de su garganta y puso a su ejército en marcha. Kratos iba echado sobre su caballo y blandía la espada al cabalgar. Un soldado tras otro caían muertos a su paso. Los cadáveres se amontonaban. No paraba de reír mientras los espartanos se dirigían hacia…

… la derrota.

Kratos estaba tumbado boca arriba con la vista puesta en un cielo del color de una herida infectada. Sobre el campo de batalla se formaban pesadas nubes, y los bárbaros asesinaban todo lo que encontraban a su paso. A su alrededor, Kratos oía cómo sus mejores soldados caían muertos a manos de los bárbaros. Intentó incorporarse, pero no pudo. Tenía un brazo clavado al suelo por una lanza bárbara. La cogió con fuerza y se la arrancó del brazo.

Por encima de él se alzaba el rey bárbaro, que con una de sus musculosas manos sostenía una enorme maza de guerra impregnada de sangre espartana. Su sonrisa tenía el color rojo de la sangre que había succionado de los cuellos espartanos. Dio un paso adelante y levantó la imparable maza que iba a acabar con la vida del mejor de los generales que tenía Esparta…

En medio de su pesadilla, Kratos no pudo evitar gritar las mismas palabras que había gritado aquel funesto día, diez años atrás:

—¡Ares! ¡Dios de la Guerra! —Las palabras resonaban al mismo tiempo en su memoria y en sus oídos—. ¡Destruye a mis enemigos y mi vida será tuya!

El rey bárbaro levantó su maza, pero dudó un momento al ver que un resplandor iluminaba aquella carnicería. El rey miro primero por encima del hombro…, después hacia arriba… y luego gritó aterrorizado.

Unas manos olímpicas rasgaron las nubes y de esa hendidura en el cielo descendió un hombre más grande que una montaña y con llamas en lugar de pelo en la cabeza y en la barba. Con el primer gesto de la mano divina, los ojos de los soldados que estaban cerca del rey bárbaro estallaron como forúnculos restañados y la sangre oscura comenzó a brotar de bocas y orejas mientras los cuerpos sin vida se amontonaban en el suelo. Luego, a los ojos de los hombres más alejados les sucedió lo mismo, y después a los que estaban detrás de éstos, hasta que, tal y como Kratos había pedido, todos los enemigos de Esparta yacían muertos. Todos excepto uno.

Kratos gritó mientras las Espadas del Caos se enrollaban alrededor de sus antebrazos y las cadenas atravesaban la carne hasta fundirse con el hueso. Alzó las espadas forjadas en el nivel más inferior del Hades y se quedó mirando las centelleantes cuchillas. Sin dudar un momento, echó a correr, volteando las Espadas del Caos por delante de él. Cuando el cuello del rey bárbaro encajó en medio de la «V» que formaban las espadas, Kratos tiró hacia atrás con fuerza. Un grito de victoria se le escapó de los labios cuando la cabeza del rey bárbaro se separó de sus hombros y cayó rodando por el campo de batalla.

La sombra de Ares descendió sobre su nuevo protegido…

Kratos se tambaleó y comprobó que estaba en el templo de Pandora, empuñando la espada de Artemisa una vez más.

Se secó el sudor de la frente, con manos temblorosas.

Agradecía que hubieran cesado las visiones. ¿Quién sabe qué otro recuerdo podría haberle venido a la mente? Aquélla era una pregunta que no se atrevía a contestar.

—Atenea, prometiste que borrarías los recuerdos y que esas visiones cesarían —murmuró en voz muy baja—. No puedes fallarme.

Los fuegos seguían ardiendo y el olor a carne quemada lo hizo detenerse de nuevo. Aquello volvía a recordarle sus años de servicio al dios de la Guerra, aunque afortunadamente el recuerdo no le provocó ninguna nueva evocación. Kratos se hizo a un lado y se quedó en cuclillas, con la enorme espada de aura azul preparada.

Muy cerca de él, alguien comía sonoramente y resoplaba, generando todo tipo de gruñidos y chasquidos, como los que emitiría un glotón en un festín. Kratos caminó sin hacer ruido alrededor del montículo de cabezas cortadas y se asomó para poder entrever quién se estaba dando semejante atracón.

Un cíclope agachado masticaba algo que sólo podía ser una cadera humana. Los dientes partidos y amarillentos machacaban los huesos y permitían al cíclope succionar sonoramente el tuétano. Una vez hubo terminado, arrojó con indiferencia el hueso destrozado y agarró otra pierna aún cubierta de carne. Mientras arrancaba la segunda pierna del cadáver, algún instinto animal advirtió a la criatura de la presencia de Kratos. Levantó la cabeza y parpadeó con su gran ojo. De los podridos dientes de su flácida mandíbula pendían restos de carne humana.

Kratos desenvainó la espada de Artemisa y se aproximó a él. Aquel cíclope no era más que una bestia, no era como sus antiguos hermanos, que habían sido grandes artesanos y constructores. Éste parecía demasiado estúpido para saber lo que era una pirámide, y más aún para construir una. El monstruo no podía estar solo.

—¿Dónde están tus compañeros de este truculento festín?

Por única respuesta, el cíclope se puso en pie de un salto y cogió una barra de hierro más grande que Kratos. La barra silbó en el aire y fue a impactar contra la espada del espartano, justo encima de la empuñadura.

Kratos giró la espada para que el arma del cíclope chocase contra el filo. Un pedazo de hierro de un palmo de longitud quedó separado de la barra y cayó rodando al suelo.

El monstruo se quedó mirándolo con su único ojo desorbitado y echó a correr. Para Kratos, un enemigo que huía no era más que un enemigo al que aún no había matado. Fue tras él blandiendo la espada de Artemisa sobre su cabeza para que impactase en la parte trasera del hombro derecho de la bestia con un corte limpio que no halló resistencia. El enorme brazo carnoso y la retorcida mano de la criatura cayeron al suelo.

Kratos le ahorró al cíclope el trauma de caer en la cuenta de la gravedad de su herida. Su siguiente movimiento hizo que la reluciente espada azul se clavase en el lugar donde el cuello se junta con el hombro. La mágica espada se abrió paso entre músculos y huesos. Cuando el filo seccionó la espina dorsal de la bestia, sus piernas no pudieron seguir sosteniéndolo y la criatura cayó sonoramente de bruces contra el suelo.

Al llegar al umbral que conducía a otra sala el doble de grande de la que había albergado el festín del cíclope, un aire abrasador estuvo a punto de chamuscarle la barba: un gran pozo de fuego similar al de la puerta del templo ocupaba buena parte de la habitación. Suspendida en el aire por medio de una gruesa cadena pendía una jaula, y dentro de la jaula yacía un cuerpo. La cadena se iba haciendo cada vez más y más larga, lo que acercaba la jaula al pozo abrasador.

Kratos dio un paso adelante y se detuvo al sentir un fino alambre contra la pierna. Con la parte roma de la espada siguió el trazado del alambre. Conducía a un contrafuerte de piedra que sostenía un delgado muro. En lugar de retroceder y liberar la pequeña tensión que había aplicado sobre el alambre, Kratos clavó la espada de Artemisa en el suelo para evitar que el alambre se aflojase.

Una vez tuvo la espada fija en el suelo y con la parte roma sujetando el tenso alambre, Kratos dio un paso atrás. Luego se acercó a examinar el contrafuerte. El alambre, casi invisible, atravesaba un pequeño agujero en la base de la columna. La piedra estaba vacía por el otro lado, donde el alambre se enrollaba alrededor de una vasija de arcilla tapada con un corcho.

Si hubiera avanzado un dedo más, el alambre habría tirado de la vasija, el tapón habría caído y su contenido se habría derramado. Kratos decidió que valía la pena comprobar qué habría ocurrido en caso de haber caído en la trampa. Retrocedió hasta la entrada y tiró del alambre. El corcho saltó y dejó salir un líquido espeso de color negro. Kratos soltó una risotada incrédula. Vaya tontería de trampa. Aunque aquello fuese un mortífero veneno, a cualquiera que hubiese accionado la trampa le habría dado tiempo más que de sobra a pasar.

Pero su risa se desvaneció en el momento en que de la oscura melaza comenzó a salir humo y la piedra que había debajo empezó a disolverse. Un momento después el muro entero se inclinó hasta derrumbarse pesadamente, y toda la superficie de la habitación —donde sólo un hombre ágil podría haber esquivado la caída del muro— se inundó de la negruzca y corrosiva sustancia. Una sustancia así, que destruía la piedra en cuestión de segundos, ¿qué efecto podía tener sobre la simple carne mortal?

Kratos decidió que podía vivir sin dar respuesta a esa pregunta.

El humo o la clase de gas que el líquido desprendía al consumir la piedra empezó a subir en espirales desde la negra superficie burbujeante. Una voluta suelta llegó hasta su mano, y cuando entró en contacto con la piel, ésta se volvió negra, sintió una quemazón y le salieron varias ampollas. Kratos decidió que también podía vivir sin saber qué le pasaría si respiraba aquella sustancia. La parte del suelo en la que estaba empezó a hundirse mientras el líquido negro borboteaba en torno a sus juntas.

A unos diez pies de la puerta había otro contrafuerte con un brasero encendido. Kratos arrojó una de sus Espadas del Caos todo lo que la cadena le permitía y tiró luego de ella para que la cadena se enganchase en el brasero. Luego saltó con todas sus fuerzas y utilizó la cadena para tomar impulso y pasar por encima del líquido negro hasta llegar a una zona segura. Y así habría sido de no ser porque el oportuno brasero resultó ser demasiado oportuno. Cuando cargó todo su peso sobre él, el brasero se desprendió del contrafuerte, cayó sobre una barra clavada en el muro y provocó que otra buena parte del suelo se inundasen con el líquido mortal.

Desesperado, lanzó su otra espada contra la parte más recóndita del techo, donde las piedras formaban un ángulo lo bastante estrecho como para sujetarlo durante un instante. Con fuerza sobrehumana, tiró de la otra espada, arrancó el brasero de la pared y pudo alejarse de la segura muerte viscosa que lo aguardaba bajo sus pies. Entonces se dirigió hacia el enorme pozo de fuego que dominaba el centro de la habitación.

Cuando cumplían los diez años, todos los niños espartanos tenían que pasar un ritual de caminar sobre el fuego para asegurarse de que los futuros guerreros serían capaces de dominar su miedo en lugar de dejarse vencer por él. De forma instintiva, cualquier otro hombre habría vuelto atrás de un salto, pero eso suponía morir carbonizado por el gas que desprendía el líquido viscoso. Kratos tomó impulso y luego se lanzó hacia arriba hasta alcanzar la jaula colgante. El hierro estaba lo suficientemente caliente como para que le saliesen ampollas en los dedos, pero con su impulso logró que la jaula se balancease lo suficiente como para poder alejarse del pozo de fuego.

Se quedó quieto un instante mientras intentaba recuperar el aliento, allí donde estaba, en medio de la nada, y echó un vistazo hacia atrás. Los mortíferos vapores aún le quemaban en el interior de los pulmones. De pronto, el hombre de dentro de la jaula se puso en pie y, sujetándose a los barrotes, se quedó mirándolo.

—Hay más, ¿sabes? La pared, el aceite… no son más que el principio. —La voz sonaba cascada por la edad y tan áspera que Kratos llegó a pensar que quizá el viejo que le hablaba respirase algo de ese gas de vez en cuando—. Harías bien en retroceder. De no ser porque yo llegué primero, serías tú quien estaría en esta jaula.

Kratos se agarró de los barrotes, se puso en pie y se alzó sobre el frágil anciano.

—Yo no habría acabado aquí atrapado como una rata.

—¿Ah, no? Entonces quizá deberías seguir a toda prisa. Debe de haber más trampas para cazar a los impulsivos. —El hombre tenía el pelo chamuscado y la ropa tan negra como el hollín de los cadáveres carbonizados. Señaló con la cabeza las llamas del pozo—. No tardarás mucho en volver, de todos modos.

—Tú has estudiado esta trampa. Háblame de ella. —Kratos observó que en medio del fuego había unos extraños tubos en espiral que se perdían en las paredes del pozo. Tenían alguna función, pero no sabía cuál, y no saberlo podía suponer la muerte.

—Como hace tanto que estoy aquí, he tenido tiempo para estudiar y pensar. El calor hace hervir el agua, y el Arquitecto usa el vapor para poner en marcha grandes máquinas, como las que construyó Herón de Alejandría.

—¿Una eolípila? ¿Qué es lo que mueve con eso? —preguntó Kratos.

—El mecanismo que controla todo el templo de Pandora.

—He oído hablar de esa máquina de vapor, pero no de ese anticitera del que hablas. Si los fuegos se apagasen, ¿dejaría de funcionar?

—Debe de haber muchos pozos de fuego como éste —dijo aquel despojo humano a medio cocer—. Detener la producción de vapor aquí no influiría para nada en las entrañas del templo.

—¿Y cómo puedo llegar hasta allí?

—Por allí, si tienes la valentía suficiente. —El hombre señaló una gran puerta cerrada con un gran sello de Zeus grabado. Kratos pensó que no le mentía, pero que había algo que no le había contado—. Ahora que te he ayudado, sácame de esta jaula.

Tras pensarlo un instante, Kratos vio claro lo que debía hacer. Empezó a balancear la jaula para que ésta se moviese en círculos cada vez más grandes hasta poder llegar al borde del pozo.

—Alabados sean los dioses. Siempre te estaré agradecido.

—Alégrate de que tu sacrificio vaya a servir al propósito de los dioses —dijo Kratos. Sus pies se posaron en el borde del pozo. De nuevo volvía a pisar tierra firme cerca de una palanca que controlaba la posición de la jaula. Empujó el largo brazo de madera del mecanismo e hizo que la jaula se desplazase otra vez hacia el centro del pozo ardiente.

—No, no puedes hacer eso. Sólo quiero vivir.

—Los dioses precisan un sacrificio —dijo Kratos. Había llegado a la conclusión de que sólo un tributo a los dioses le permitiría entrar en la siguiente parte del templo.

—¡No, por favor! ¡Por favor!

Kratos tiró de la palanca. Allá abajo, el fuego se avivó y emitió nuevas oleadas de calor. El hombre gritó cuando Kratos hizo descender la jaula hacia el fuego abrasador.

—Acepta mi sacrificio, mi señor Zeus —salmodió Kratos—, y protégeme de todo mal.

Haciendo caso omiso a los gritos procedentes del pozo, cruzó la puerta y dejó atrás todo aquel matadero. La caja de Pandora estaba casi a su alcance.

Ya podía saborear la sangre de Ares.

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