God of War

God of War


Capítulo 13

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Capítulo 13

No parecía que la diosa fuese a enviarle ninguna señal de inspiración inminente. Kratos tendría que arreglárselas y diseñar un plan por sí mismo. Como de costumbre.

Observó a través del humeante agujero en el techo del templo para ver si era capaz de divisar a las arpías y a la pitonisa, pero fue en balde.

Salió de allí corriendo y dio una vuelta al templo, intentando pensar pese a la furia que lo embargaba. ¿Cómo iba a rescatar a la mujer santa si ni siquiera podía ver dónde estaba? El Rayo de Zeus mataría también a la mujer junto a las arpías. La Mirada de Medusa podría funcionar, pero para eso tendría que estar situado de modo que pudiera atrapar a la sacerdotisa en su caída. Las probabilidades de que se estrellase contra el suelo agarrada a dos arpías de piedra, o de que ella misma acabase convertida en piedra, hacían que el plan no le resultase demasiado atractivo. Para poder usar la Ira de Poseidón debía tener a los raptores alados prácticamente al alcance de la mano, y si conseguía ponerles las manos encima ya no le haría falta ningún poder mágico para hacer lo que tenía que hacer.

Un arco, pensó, recordando con nostalgia el estupendo arco que le había dado el ateniense antes de morir en la brecha de la muralla.

Un arco y dos flechas. Sólo necesitaría dos flechas para herir a las arpías y abatirlas.

Como iba mirando desesperadamente al cielo, tardó un poco en reparar en un chirriante sonido procedente de uno de los lados del templo. Kratos fue rodeando el edificio hasta que vio una tumba recién excavada. Al ver que del agujero salía un poco de tierra, retrocedió unos pasos. Avanzó con cautela, sin tener muy claro qué era lo que sucedía. Cuando del borde de piedra surgió una mano, Kratos sacó las Espadas del Caos y se preparó para el combate. Balbuceando y gruñendo entre dientes, un viejo cubierto de sucios harapos se asomó desde el borde de la tumba. Miró a Kratos con sus ojos envejecidos y parpadeó varias veces; después lanzó una pala que cayó cerca del montón de tierra, apoyó las manos en el suelo e intentó, sin éxito, auparse para salir.

—¿Vas a ayudar a este pobre viejo o te vas a quedar ahí embobado?

Kratos no podía dejar de mirarlo. ¿Cómo podía un mortal, y más aún uno de semejante edad, haber cavado aquel enorme agujero en un terreno tan pedregoso?

—Venga —lo apremió el viejo—. ¿Qué pasa? ¿Acaso el Fantasma de Esparta me tiene miedo? ¿No ves que tengo más años que el polvo que cubre la barba de un titán?

Kratos soltó las espadas y cogió la mano del viejo. El anciano parecía no pesar nada en absoluto.

—¿Me conoces?

—Claro que te conozco. Tienes las espadas, y tu piel es tan pálida como la luna. Eres tú, no cabe duda. Quizá Atenas aún pueda sobrevivir. —El enterrador se echó a reír—. Pero ten cuidado, no vayas a morir antes de que termine de cavar esta tumba.

—¿Una tumba, en medio de la batalla? ¿Para quién es, viejo?

—Para ti, hijo mío. —El enterrador miró a Kratos de arriba abajo, desde las sandalias hasta la cabeza—. Tengo mucho que cavar, desde luego. Cada cosa se revelará a su debido tiempo. Y cuando parezca que todo está perdido, Kratos, yo estaré ahí para ayudarte.

—La sacerdotisa del oráculo —dijo Kratos—. ¿La has visto? Unas arpías se la han llevado.

—Sí, claro que la he visto. —El enterrador cogió la pala y la hundió en la tierra que había junto a la tumba con una energía sorprendente—. Te podría contar muchas cosas sobre ella, si tuviese ganas —dijo.

Si del viejo estúpido dependiera, la conversación ya habría terminado.

—Todo lo que necesito saber es adónde la llevan.

El viejo enterrador se volvió hacia el Fantasma de Esparta y de su voz desapareció todo indicio de senilidad. Sus ojos ardieron igual que el fuego que arrasaba Atenas.

—¿Dónde crees tú que las arpías la pueden llevar? —le replicó con desdén el viejo—. ¿Acaso no sabes nada de las arpías?

—Sé cómo matarlas.

—Eso no es nada, muchacho. Lo primero que hay que saber de las arpías es que les gusta comer allí donde asesinan. Y lo segundo… ¡es que les gusta posarse en lugares bien altos!

El viejo enterrador soltó una risotada mientras Kratos lo miraba fijamente, cada vez más enfadado. Luego, el viejo se quedó en silencio, se dio media vuelta y levantó la vista en dirección al destrozado tejado del templo. Kratos oyó el chillido de una arpía y el grito de dolor de una mujer…

Sacó las espadas y echó a correr hacia el interior del templo. Una de sus sandalias resbaló en un charco de sangre y lo obligó a deslizarse patinando con una rodilla sobre la sangre que cubría el frío mármol. Bien alejadas del suelo, a tan sólo uno o dos niveles de la parte más elevada del templo, las arpías parecían enzarzadas en una discusión: una de ellas pretendía llevarse a la pitonisa a algún lugar donde poder tener una cena tranquila, sin correr el riesgo de que la interrumpiesen las Espadas del Caos, mientras que la otra parecía partidaria de dejarse de formalidades y de comerse allí mismo a la mujer.

La pitonisa se debatía con todas sus fuerzas, golpeando a los monstruos con los puños e intentando soltarse de las garras que tenía clavadas en los hombros. Mientras forcejeaba con las arpías, la sangre le chorreaba por los pechos y costados y le goteaba de los dedos de los pies. Su resistencia empezaba a flaquear.

Kratos soltó las espadas y dejó que regresaran a las vainas que llevaba a la espalda. A esa distancia, la única arma que podía utilizar era el rayo, pero su impacto carbonizaría a los tres inmediatamente… a menos que fallase. Y eso resultaba poco probable. Por otro lado, podría valer la pena arriesgarse a intentar fallar… pero de una forma provechosa.

Una vez más echó la mano atrás y sostuvo un rayo sólido en la palma; lanzó el proyectil uno o dos palmos por encima de las arpías, lo suficientemente cerca como para hacer que se sobresaltasen. El rayo impactó en el palco de un nivel superior e hizo que cayesen enormes trozos de mármol blanco sobre las arpías, que decidieron que aquella comida se estaba volviendo más peligrosa de lo que habían imaginado. Dejaron para otro momento sus diferencias, soltaron a la pitonisa y batieron sus alas tan fuerte como pudieron en dirección a un lugar seguro. Kratos calculó rápidamente el tiempo que tardaría en caer la mujer, y vio que le daba tiempo a un último disparo, que convirtió a las arpías en dos trozos humeantes de carne.

Kratos corrió hacia al lugar donde había calculado que la pitonisa chocaría contra el suelo. Pero no se produjo ninguna caída.

—¡Ayúdame! —La mujer estaba agarrada a una cuerda que colgaba de un cabrestante fijado al tejado del templo. El fuego griego de Ares, o tal vez el rayo que Kratos había lanzado, lo habían dejado medio suelto. La pitonisa pendía a más de cien codos de altura sobre el patio del templo. Y lo que era peor, el cabo se balanceaba de forma errática y amenazaba con enviarla al otro lado de la colina, más allá del escarpado precipicio. Kratos era consciente de que si caía de ese lado su fuerza no serviría de nada.

Revisó el patio del templo en busca de cualquier cosa que pudiese ayudarlo a aproximarse a ella. Vio una desvencijada estructura de madera que podría permitirle subir de una grada a otra.

—¡Kratos, sálvame! ¡Tienes que darte prisa! —gritó ella desde lo alto. Había que rescatarla de inmediato.

Hizo girar las Espadas del Caos y las cogió como si fuesen puñales, luego saltó sobre la estatua de bronce, tan alto como podían propulsarlo sus poderosos músculos. La maleabilidad del mármol, que lo había convertido en el material perfecto para construir estatuas, le serviría ahora a Kratos para poder usarlo como escalera.

Golpe tras golpe, las Espadas del Caos chocaban contra el mármol, clavándose lo suficiente como para que Kratos pudiese auparse en dirección a la sacerdotisa. Cada vez que desclavaba las espadas de la estatua, los huecos que éstas dejaban en el mármol se convertían en perfectos apoyos para sus pies. De esta manera, fue escalando la enorme estatua y alcanzó en cuestión de segundos la bandeja de la diosa.

—¡Kratos, no aguanto más!

—No te va a hacer falta —respondió éste, mientras tomaba carrerilla para saltar desde el extremo de la bandeja.

Se estiró todo cuanto pudo y voló por el aire hasta alcanzar la cuerda. Golpeó a la pitonisa con el hombro, como en un placaje de pancracio en una lucha callejera. Con el golpe, la mujer soltó la gruesa cuerda y los dos cayeron libremente…

Mientras sujetaba con un brazo la delgada cintura de la pitonisa, con la mano que le quedaba libre se cogió de otra cuerda. Sus dedos se cerraron en torno al grueso cabo y por un momento creyó que estaban a salvo. Entonces la cuerda comenzó a deslizarse por la polea a la que estaba sujeta.

Kratos lanzó un gruñido, se volvió y tiró fuertemente de la cuerda, tanto que ésta se salió de la polea. La cuerda se enredó en un gancho e hizo que la caída se detuviera y que Kratos y la mujer se columpiasen como un péndulo. Kratos fue soltándose poco a poco hasta llegar al suelo del templo, donde depositó a la pitonisa, que lo miró fijamente.

—¡Kratos! Tal como había dicho Atenea. Pero llegas tarde, quizá demasiado tarde para salvar Atenas.

Se acercó a él hasta que sus caras quedaron a escasos codos. Levantó las manos, le cogió la cabeza y presionó cálidamente con las palmas sobre cada una de las sienes. Kratos intentó apartarse, pero sorprendentemente las manos de la pitonisa lo sujetaban con fuerza, y él sentía que la suya se desvanecía.

—¿Es que acaso has venido a salvar Atenas…?

—¡No, yo…! —gritó Kratos, mientras trataba de liberarse. Cerró los ojos e intentó retroceder. Ya era demasiado tarde. El poder de la pitonisa inundaba su mente sin que él pudiese ofrecer resistencia.

Notó las agujas en su cerebro, pinchándole cada vez más fuerte y causándole una molestia que acabó desembocando en un terrible dolor. Era como si le fuese a estallar la cabeza en cualquier momento; y cuando por fin abrió los ojos, vio que estaba en otro lugar.

Iba montado a caballo, blandiendo una espada sobre su cabeza y exhortando a sus tropas a que se lanzasen contra los bárbaros en medio del sangriento campo de batalla.

—¡Seguidme, hombres de Esparta! ¡Aunque seamos sólo cincuenta lucharemos como si fuéramos mil! ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos! ¡Sin cuartel! ¡No hagáis prisioneros! ¡No tengáis piedad! —Por la nariz le salía el aliento, ardiente como el fuego, y el corazón le martilleaba el pecho como si se tratase de la fragua de Hefesto. El olor a sangre y a muerte lo llenaban de energía. En este día arrebataría mil vidas, él y nadie más que él. Él era quien dirigía el ataque…

… al mando de un millar de espartanos dispuestos a combatir bajo sus órdenes. Ahora era un héroe, una leyenda. Los espartanos pugnaban por el honor de servir bajo el mando del legendario Kratos. A medida que iban sumando victorias, los efectivos no paraban de crecer. Siempre llevaba dos espadas durante el combate. Cuando la primera perdía el filo a base de cercenar huesos y carne enemiga, la desechaba y cogía la otra, que le servía con la siguiente decena o centenar de adversarios hasta que también perdía el filo. Después recogía las armas enemigas abandonadas tras la muerte o la huida de sus portadores para que la carnicería no sólo no parase, sino que ni siquiera bajase de ritmo. Sus valientes soldados lo miraban en busca de orientación, la clase de orientación que un comandante legendario podía ofrecer. Él les enseñaba la lección que él mismo había aprendido.

Les enseñaba a matar.

—¡Sin cuartel! ¡No hagáis prisioneros! ¡No tengáis piedad!

El combate se convertía en un escenario en el que Kratos llevaba a cabo su representación. Mataba por el dios de la Guerra, mataba por la gloria de Esparta, mataba por el simple placer de ver cómo los hombres caían bajo su espada. Todo el mundo lo temía, tanto los aliados como los enemigos…

… todos excepto una persona.

Su tranquila y paciente esposa, que parecía ser la única mortal con la valentía suficiente como para no doblegarse a su furia.

—¿Cuándo tendrás suficiente, Kratos? ¿Cuándo terminará todo esto?

—Cuando la gloria de Esparta sea conocida en todo el mundo.

Ella hizo un gesto como si ahuyentase a un insecto perseverante.

—La gloria de Esparta —repitió con toda la sorna de la que era capaz—. ¿Qué significa eso exactamente? ¿De verdad lo sabes o tan sólo repites las excusas que te das a ti mismo para justificar tu sed de sangre? —Atrajo a su hija contra su falda, y el arrebato de rabia dejó paso a una resignada melancolía—. Tú no luchas por Esparta. Todas esas cosas las haces por ti mismo.

Antes de que Kratos pudiera responder, vio que su mujer cambiaba, envejecía y… por los ojos comenzaban a brotarle lágrimas de sangre, lágrimas que se convertían en fuego al resbalar por sus mejillas. Allí donde caían surgía un muro de fuego que se interponía entre Kratos y su mujer, igual que las llamas que sus hombres prendían para doblegar a sus enemigos y oír los lamentos de sus mujeres. El fuego cegador le quemaba la carne.

Pero su mujer… Ella estaba al otro lado… al otro lado de…

La sacerdotisa del oráculo de Atenea apartó las manos de sus sienes y se quedó mirándolo con aspecto exangüe.

—Por todos los dioses. ¿Cómo ha enviado Atenea a alguien como tú?

Kratos la agarró del cuello con su poderosa mano.

—¡Sal de mi cabeza!

Por un momento, la idea de romper su precioso cuello lo sacudió por dentro, como un estandarte que de pronto ondea al viento. En su cabeza aún resonaban los recuerdos de la guerra, las trompetas y los gritos de horror y desesperación. La apartó de sí y la tiró al suelo del templo.

Ella se sentó y apoyó las manos en el suelo sin dejar de mirarlo. Después se puso en pie y se colocó ante el Fantasma de Esparta sin demostrar temor alguno.

—Elige bien a tus enemigos, Kratos.

Se alejó de él en dirección a la pared del templo, donde Kratos divisó el difuso contorno de una puerta. Junto a ella, en el muro, se veía una insignia grabada, y allí se detuvo la pitonisa.

—Tu fuerza bruta no te bastará para destruir a Ares. —Apoyó la mano sobre la insignia e hizo que el muro desapareciese y la puerta se abriese—. Sólo hay un objeto en el mundo que te permitirá derrotar a un dios.

La potente luz que surgía del portal obligó a Kratos a entrecerrar los ojos primero y protegérselos después con su musculoso brazo. Lo azotó una oleada de aire caliente, como si estuviese frente a la puerta abierta de un horno. Lo que había más allá lo dejó estupefacto. Aquella puerta debía conducir a la noche y a los precipicios que rodeaban el templo…

Pero a medida que iba recuperando la vista, observó que tras la puerta brillaba la luz del mediodía y sólo se veía una vasta superficie de arena.

La pitonisa no dio ninguna muestra de sorpresa o extrañeza.

—La caja de Pandora está más allá de las murallas de Atenas, escondida por los dioses en el desierto que hay al este —dijo con serena convicción—. Sólo con su poder serás capaz de derrotar a Ares.

Se hizo a un lado y volvió a posar sus indescifrables ojos sobre él. Kratos no temía a ningún hombre, ni a ningún dios, pero no pudo evitar rehuir la mirada de la sacerdotisa del oráculo de Atenea. Había penetrado en el terreno oculto dentro de su cabeza y había presenciado todo aquello de lo que él se avergonzaba.

—Ten cuidado, Kratos. Muchos han partido en busca de la caja de Pandora. Ninguno ha regresado. —Señaló la puerta—. Atraviesa las puertas que llevan al desierto, Kratos. Allí nace el sendero que conduce a la caja de Pandora. Sólo de esta forma podrás derrotar a Ares y salvar Atenas. No hay otra forma, Kratos, no hay otra forma. —Su voz se fue apagando hasta convertirse en un susurro devorado por el viento del desierto.

Kratos salió corriendo del templo y en unos minutos bordeó las faldas de la montaña sagrada. Ante él se alzaba imponente una desvencijada puerta, vigilada tan sólo por la enorme estatua de un hoplita. La cruzó sin detenerse. Un fuerte viento lo azotó en la cara; sintió como si una infinidad de pequeñas cuchillas se le clavasen. Cuando se volvió para ver Atenas por última vez, la ciudad ya no estaba allí. Mirase adonde mirase, no había más que arena.

Estaba solo, más solo de lo que jamás había estado.

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