Gloria
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Sobre ella, sobre aquella portada, que tras quitarle el papel de seda había resultado un poquito burda, demasiado llamativa, Martin volvió a colocar el velo de niebla, y a través de este los colores recobraron su misterioso encanto.
Luego, en el gran crucero transatlántico, donde todo era limpio, pulido y espacioso, donde había una tienda de artículos de tocador, una galería de pintura y una peluquería, y donde los pasajeros bailaban el two-step y el foxtrot por la noche en la cubierta, Martin pensó con arrobada nostalgia en la cariñosa mujer de ojos claros y pecho tiernamente hundido, y en el modo en que su cuerpo frágil crujía en los brazos, haciendo que, suavemente, ella dijera: «Ay, me vas a quebrar».
Mientras tanto, las costas del África seguían acercándose, la franja púrpura de Sicilia pasó por el horizonte norte, después el barco se deslizó entre Córcega y Cerdeña, y todas esas tórridas regiones que existían en los alrededores, en algún lugar cercano, pero que pasaban sin ser vistas, cautivaron a Martin con su incorpórea presencia. Durante el viaje nocturno desde Marsella a Suiza, creyó reconocer sus queridas luces entre las montañas y, aunque no se trataba ya de un train de luxe sino de un expreso común, oscuro y tiznado de polvo de carbón y que saltaba todo el tiempo, la magia fue tan poderosa como siempre: aquellas luces, aquellos lamentos en la noche. Desde Lausanne fueron en auto hasta el chalet situado en las montañas, cien metros más arriba, y Martin, que viajaba junto al conductor, de tanto en tanto se volvía para mirar sonriendo a su madre y a su tío, ambos con anteojos de conducir y ambos con las manos caídas sobre la falda, entrelazadas del mismo modo. Enrique Edelweiss se había quedado soltero, usaba un frondoso bigote, y ciertas inflexiones de su voz y la manera de jugar con un escarbadientes o una lima para uñas hacían que Martin recordara a su padre. Al dar la bienvenida a Sofía en la estación de Lausanne, el tío Enrique no había podido contener el llanto, pero más tarde, en el restaurante, logró calmarse y, en un francés un tanto pomposo, comenzó a hablar de Rusia y de los viajes que había hecho allí en otras épocas.
—Qué fortuna —dijo a Sofía—, qué gran fortuna que tus padres no hayan vivido para ver esa terrible revolución. Recuerdo perfectamente a la vieja princesa, con su cabello blanco. Cuánto quería al pobre Sergio.
Y ante el recuerdo de su primo, de los ojos de Enrique volvieron a brotar lágrimas azul celeste.
—Sí, mi madre lo quería mucho, es verdad —asintió Sofía—, aunque en esa época quería a todos y a todo. Pero dime, ¿cómo encuentras a Martin?
Dijo esto último rápidamente, como tratando de apartar a Enrique de ciertos temas melancólicos que, en su boca de suaves bigotes, cobraban un aire de sentimentalismo insoportable.
—Sí, sí, se parece mucho a Sergio —exclamó Enrique—. La misma frente, los mismos…
—¿Pero no ha crecido mucho? —le interrumpió inmediatamente Sofía—. Y ya ha estado enamorado, sabes, apasionadamente…
El tío Enrique continuó hablando de política.
—Esa revolución —preguntó retóricamente—, ¿cuánto puede durar? Sí, nadie lo sabe. La pobre y hermosa Rusia perece lentamente. Tal vez la mano firme de un dictador pusiera fin a los excesos. Pero de muchas cosas hermosas, vuestras tierras, vuestra mansión en el campo, quemada por la turba ruin, de todas esas cosas puedes despedirte para siempre.
—¿Cuánto cuesta aquí un par de esquís? —preguntó Martin.
—No lo sé —respondió el tío Enrique con un suspiro—. Nunca he incurrido en ese deporte inglés. Dicho sea de paso, hablas en francés con acento inglés. No es bueno eso. Tendremos que solucionarlo.
—Ha olvidado muchísimo —intercedió Sofía por su hijo—. En los últimos años mademoiselle Planche dejó de darle clases.
—Muerta —dijo gravemente el tío Enrique—. Otra muerta más.
—No, no —sonrió Sofía—. ¿Qué te ha hecho pensar eso? Se casó con un finlandés y vive tranquilamente en Vyborg.
—En cualquier caso, todo esto es muy triste —insistió el tío Enrique—. Yo deseaba tanto que Sergio y tú vinierais aquí algún día. Pero uno nunca obtiene lo que más anhela, y solo Dios sabe lo que puede sobrevenir. Si ya habéis saciado vuestro apetito y estáis seguros de no querer nada más, podemos partir.
El camino tenía muchas curvas y brillaba con la luz del sol. A la derecha se elevaba una pared de piedra con arbustos espinosos en las grietas, mientras que a la izquierda había un precipicio y un valle por donde el agua corría formando medias lunas de espuma entre las rocas. Luego venían oscuras coníferas agrupadas en estrechas hileras, ya a un lado, ya al otro. Las montañas descollaban por todas partes cambiando imperceptiblemente de posición. Unas verdosas con rastros de nieve; otras, más grises, parecían mirar por encima de sus hombros, y mucho más allá había gigantes de una blancura opaca y violácea, pero estas nunca se movían y sobre ellas el cielo parecía descolorido en comparación con el azul brillante de los retazos que quedaban entre las puntas de los abetos negros bajo los cuales pasaba el auto. De repente, con una sensación nueva aún para él, Martin recordó el denso cerco de abetos que bordeaba su parque en Rusia, visto a través de un rombo azul, en el cristal de la veranda. Y cuando al estirar sus piernas ligeramente temblorosas y, sintiendo un zumbido transparente en la cabeza, salió del coche, lo impresionaron vivamente el aroma fresco y áspero de la tierra y la nieve derretida, y la rústica belleza de la casa de su tío. Estaba ubicada a medio kilómetro de la aldea más cercana y el balcón más alto ofrecía una de esas vistas maravillosas que llegan incluso a asustar por su etérea perfección. El mismo cielo invernal y azul de Rusia entraba por la ventana del pequeño y pulcro retrete, con su olor a madera y resina. Por todas partes, en el jardín con su arriate negro y raso y sus flores de manzano blancas, en el bosque de abetos que comenzaba inmediatamente detrás del huerto y en el camino de tierra que llevaba a la aldea, había un silencio frío, feliz, un silencio que sabía algo. Martin se sintió un poco mareado, tal vez por el silencio, tal vez por los aromas, o tal vez por la reciente y placentera quietud que siguió a las tres horas de viaje en coche.
Martin vivió en el chalet hasta los últimos días del otoño. Se suponía que aquel mismo invierno ingresaría en la universidad de Ginebra. Sin embargo, después de un intenso intercambio de correspondencia con amigos suyos en Inglaterra, Sofía lo mandó a Cambridge. El tío Enrique no se resignó inmediatamente: le disgustaban los ingleses, a quienes consideraba un pueblo frío y pérfido. Por otro lado, el pensar en los gastos que acarreaba la famosa universidad, no solo no lo entristecía sino que, por el contrario, lo entusiasmaba. Con todo lo que le gustaba economizar en pequeñeces, sujetando una moneda de un penique en la mano izquierda, firmó con gusto cuantiosos cheques con la derecha, especialmente cuando la cantidad era honorable. A veces, con cierto patetismo, simulaba una exagerada tozudez, golpeando la mesa con la palma de su mano, resoplándose el bigote y gritando: «¡Si lo hago, lo hago porque me da placer!». Suspirando, Sofía jugueteaba con el brazalete de su reloj pulsera de Ginebra, mientras Enrique, con lágrimas en los ojos, extraía de su bolsillo un voluminoso pañuelo, se sonaba ruidosamente una vez, después otra y luego se alisaba el bigote hacia la derecha y hacia la izquierda.
Cuando irrumpió el verano, las ovejas marcadas con una cruz fueron llevadas en rebaños hacia las zonas más altas de la montaña. Un tintineo metálico y constante, de dirección y origen desconocidos, se hacía gradualmente más audible. Al flotar más cerca aún el tintineo envolvía a quien lo escuchaba, provocándole una extraña sensación de cascabeleo en la boca. Después, en medio de una nube de polvo, llegaba, ondulante, una masa compacta, rizada y gris, de ovejas, rozándose unas con otras, y el hueco repiqueteo de los cencerros, que era un deleite para todos los sentidos, crecía, y brotaba tan misteriosamente, que hasta el polvo mismo parecía repicar, a medida que se levantaba como una ola por encima de los inquietos lomos de las ovejas. De vez en cuando, alguna de ellas se separaba del resto trotando, y entonces un perro peludo la conducía de vuelta al rebaño. Detrás, pisando suavemente, caminaba el pastor. Después el campanilleo cambiaría de timbre, y nuevamente volvería a hacerse más hueco, más delicado, pero durante un largo rato permanecería en el aire junto con el polvo. «Qué bonito, qué bonito», se diría Martin en un susurro, escuchando el tintineo hasta el fin, y continuaría su paseo favorito, que comenzaba con un camino agreste y senderos en el bosque. La arboleda de abetos terminaba abruptamente dando lugar a fértiles prados y el sendero de piedras descendía entre setos de espinos. Ocasionalmente una vaca de hocico rosado y húmedo se detenía frente a Martin, sacudía bruscamente la cola, y balanceando la cabeza continuaba su marcha. Detrás de la vaca venía una ágil viejecita con bastón, que miraba a Martin con malevolencia. Más abajo, rodeado de álamos y arces, había un gran hotel, blanco, cuyo propietario era un pariente lejano de Enrique Edelweiss.
En el curso de ese verano, Martin se volvió más robusto, sus hombros se ensancharon y su voz adquirió un tono profundo y parejo. Al mismo tiempo pasaba por un estado de confusión interna, y en él despertaban sentimientos que no llegaba a comprender del todo, evocados por cosas tales como la frialdad campestre de los cuartos, tan agudamente perceptible tras el calor del exterior; un moscardón que golpeaba contra el cielo raso zumbando lastimeramente; las zarpas de los abetos contra el azul del cielo; o el pequeño y firme tronco de árbol que había encontrado en el límite del bosque. El inminente viaje a Inglaterra lo excitaba y lo alegraba. El recuerdo de Alia Chernosvitov había alcanzado su perfección final. Martin se diría a sí mismo que no había apreciado suficientemente los felices días de Grecia. La sed que ella había apagado, solo para intensificarla, lo atormentaba de tal modo que de noche no podía conciliar el sueño durante largo tiempo, imaginando, entre numerosas aventuras, que todas las muchachas lo esperaban al alba en las ciudades, y, ocasionalmente, repetía en voz alta algún nombre femenino —Isabella, Nina, Margarita—, un nombre todavía frío y desocupado, una casa vacía cuya dueña demoraba en habitar. Y trataba de adivinar cuál de estos nombres cobraría vida repentinamente, volviéndose tan vívido y familiar que nunca más podría pronunciarlo tan misteriosamente como ahora.
Por las mañanas solía venir Marie, la sobrina del ama de llaves, para ayudar en las tareas domésticas. Tenía diecisiete años, era muy callada y apuesta, con mejillas color rosa oscuro y unas coletas de cabello rubio fuertemente atadas alrededor de la cabeza. A veces, cuando Martin salía al jardín, ella abría de golpe alguna de las ventanas de arriba, sacudía su trapo de limpieza y se quedaba inmóvil mirando fijamente, quizás, hacia las resplandecientes nubes, hacia el deslizarse de sus sombras ovales por las laderas de las montañas. Después se pasaba el dorso de la mano por la sien y volvía a entrar. Martin subía a los dormitorios, deducía por la corriente de aire el lugar donde continuaba la limpieza y encontraba a Marie meditando arrodillada en medio del brillo de las tablas húmedas del piso. La veía desde atrás, con sus medias negras de lana y su vestido a lunares. Ella nunca miró a Martin, salvo una vez —¡y fue todo un acontecimiento!—, cuando, pasando con un balde vacío en la mano, sonrió insegura, tiernamente: no a él, sin embargo, sino a los pollitos. Martin se juró iniciar alguna conversación con ella y abrazarla furtivamente. No obstante, cierta vez que ella acababa de salir de una habitación, Sofía olfateó el aire, hizo un gesto despectivo y abrió apresuradamente todas las ventanas. Martin sintió desencanto y aversión hacia Marie y solo muy gradualmente, con el correr de sus apariciones sucesivas —enmarcada en una ventana o entrevista a través del follaje cercano al pozo de agua—, volvió a sucumbir a su encanto. Solo que ahora temía acercársele. De este modo, algo feliz y lánguido lo atraía desde lejos, pero no estaba destinado a él. Una vez, después de haber trepado a gran altura por una ladera, se sentó en cuclillas sobre una gran roca de borde curvo. Abajo, por el sinuoso sendero, pasó un rebaño con un campanilleo melodioso y melancólico, y, detrás, un pastor alegre, harapiento, y una joven sonriente que tejía una media mientras caminaba. Pasaron sin mirar a Martin, como si fuera incorpóreo, pero él los observó durante largo rato. Sin detener su paso, el hombre puso el brazo alrededor de los hombros de su compañera, y por la nuca de esta podía saberse que seguía y seguía tejiendo a medida que se internaban en otro valle. Y en la cancha de tenis del hotel aparecían chicas con blusas blancas y brazos desnudos, gritando y ahuyentando los tábanos con sus raquetas, pero qué torpes e inútiles parecían apenas empezaban a jugar, especialmente porque Martin mismo era un excelente jugador y derrotaba sin piedad a cualquiera de las jóvenes argentinas del hotel: a temprana edad había asimilado la armonía esencial para el aprovechamiento de todas las propiedades de la esfera, la coordinación de todos los elementos que intervienen en el golpe que se aplica a la pelota blanca, de modo que el impulso iniciado con un balanceo arqueado continúe después del vibrante sonido de las cuerdas tensas, pasando a través de todos los músculos del brazo, hasta el hombro, como cerrando un prolijo círculo, a partir del cual, con igual fluidez, nace el impulso siguiente. Un caluroso día de agosto, Bob Kitson, un profesional de Niza, apareció en la cancha e invitó a Martin a jugar con él. Martin sintió ese temor estúpido y familiar que es la venganza de las imaginaciones muy activas. No obstante, comenzó bien, voleando la pelota hacia la red o golpeándola con fuerza desde la línea de base hasta el rincón más lejano. Alrededor de la cancha había atentos espectadores y esto le agradaba. Su cara estaba encendida; sentía una sed enloquecedora. Con solo servir una vez más, golpeando violentamente la pelota hacia abajo y transformando la inclinación de su cuerpo en un veloz embate hacia la red, Martin estuvo a punto de ganar el set. Pero el profesional, un muchacho de gafas, delgado y cerebral, cuyo juego había parecido un lento paseo hasta ese momento, despertó súbitamente y con cinco sorprendentes disparos igualó el marcador. Martin comenzó a sentirse cansado y preocupado. El sol le daba en los ojos. La camisa se le salía del pantalón. Si su oponente aprovechaba aquello, sería el fin. Kitson, desde una incómoda posición en una esquina, envió la pelota con un voleo alto y tendido, y Martin, retrocediendo como en una danza de negros, se preparó para darle un revés. Mientras bajaba la raqueta, tuvo una fugaz visión de derrota y de malicioso regocijo por parte de sus compañeras de juego habituales. Por desgracia, la pelota cayó sin fuerzas en la red.
—Mala suerte —dijo airosamente Kitson.
Martin le contestó con una sonrisa, controlando heroicamente su decepción.