Gloria
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Mientras caminaba con paso elástico a través del monte de abetos de la ladera, cuya negrura rompía en algunos lugares el esplendor de un delgado abedul, presintió embelesado una espesura similar, penetrada por el sol, en una lejana planicie del norte, con telarañas tendidas al sol, y con húmedas cañas obturadas de hierba de sauce, y, más allá, los luminosos espacios abiertos, los vacíos campos otoñales y la iglesia chata y blanca sobre una loma, vigilando por así decirlo las isbas que parecían a punto de empezar a rodar; y, rodeando la loma, estaría la reluciente curva de un río, rebosando enredados reflejos. Llegó casi a sorprenderse cuando entrevió la ladera alpina por entre las coníferas.
Aquello le recordó que antes de partir debía saldar una cuenta con su conciencia. Sin prisa, decidido, ascendió la ladera y llegó a las agrietadas rocas grises. Trepó la rocosa escarpa y se encontró en la misma pequeña plataforma desde donde la cornisa empezaba a rodear el empinado risco. Sin vacilar, obedeciendo una orden interior que no podía ser desoída, comenzó a desplazarse de lado por el angosto anaquel. Cuando este se estrechó hasta terminar, Martin miró hacia abajo por encima del hombro y vio, bajo sus propios talones, el soleado precipicio y en su fondo el hotel de porcelana.
—Ahí tienes —dijo Martin a la diminuta mancha blanca—. ¡Chúpate esa!
Y, luchando contra el vértigo, empezó a moverse hacia el lugar de donde había venido. Con todo, volvió a detenerse y, comprobando su control de sí mismo, intentó extraer la pitillera del bolsillo del pantalón y fumar. Llegó un momento en el que estuvo meramente apoyado con el pecho contra el risco, sin sujetarse, y sintió que tras él el abismo hacía grandes esfuerzos por tirar de sus pantorrillas y sus hombros. No encendió el cigarrillo, porque se le cayó la caja de cerillas. El total silencio de la caída fue aterrador, y, cuando Martin prosiguió su avance por la cornisa, en él perduraba la sensación de que la caja de cerillas seguía hundiéndose en el espacio. Al llegar sano y salvo a la plataforma, gruñó de alegría, y del mismo modo decidido, con un firme sentido del deber cumplido, descendió por el pedregal y la bermejuela, encontró el sendero correcto y bajó hacia el Majestic… para ver qué decía. En un banco junto a la cancha de tenis del jardín estaba sentada la señora Gruzinov, al lado de un hombre de pantalones blancos. Martin esperó que ella no reparara en él. Estaba poco dispuesto a dilapidar tan pronto el tesoro traído desde la cima de la montaña.
—¡Hola, Martin! —gritó la mujer.
Martin sonrió y fue hacia ella.
—Yurochka, este es el hijo del doctor Edelweiss —dijo la señora Gruzinov a su acompañante.
Este último se incorporó a medias y, sin quitarse el sombrero de paja, llevó hacia atrás el codo, tomó un impulso considerable y, disparando su palma hacia adelante, estrechó la mano de Martin.
—Gruzinov —dijo quedamente, como comunicando un secreto.
—¿Ha venido por mucho tiempo, Martin? —preguntó la señora Gruzinov con una sonrisa, y se apresuró a bajar su velloso labio superior sobre los dientes siempre teñidos de rosa.
—En términos generales, sí. Debo hacer un rápido viaje de negocios a Berlín y luego regresaré aquí.
—¿Martin Sergeevich? —inquirió Gruzinov, y, después de que Martin respondiera en forma afirmativa, dejó caer la mirada y repitió una vez más para sí el patronímico de Martin.
—Bueno, por cierto que ha… —comentó la señora Gruzinov, y sus hermosas manos delinearon la forma de un jarrón en el aire.
—Desde luego —respondió Martin—. He estado trabajando en una granja al sur de Francia. La vida es tan apacible allí que uno no puede evitar aumentar de peso.
Gruzinov se apretó las comisuras de la boca con el índice y el pulgar, gesto que confería un algo de la expresión de las pastoras a su rostro de aspecto firme, rasgos definidos y cutis tan cremoso que invitaba a hacer melcocha con sus mejillas.
—¡Ya lo tengo! —dijo—. El hombre se llama Kruglov. Está casado con una mujer turca.
—Venga, siéntese —intervino la señora Gruzinov, y con dos movimientos de su cuerpo delicado y generosamente perfumado hizo un lugar para Martin.
—Da la casualidad de que tiene un pequeño
zamindario en el sur de Francia —explicó Gruzinov— y creo que se gana la vida abasteciendo la ciudad de jazmines. ¿Ha estado también en la región perfumera?
Martin le dijo el nombre de la población más cercana.
—Esa es —afirmó Gruzinov—. No está lejos de donde él reside. O mejor dicho, es probable que no lo esté. ¿Usted asiste a la universidad en Berlín?
—No, he terminado en Cambridge.
—Muy interesante —dijo seriamente Gruzinov—. Aún hay algunos acueductos romanos allí —continuó dirigiéndose a su esposa—. Imagínate, querida, aquellos romanos, tan lejos de la patria, estableciéndose en una tierra desconocida, y haciéndolo, mira tú, realmente bien, confortablemente, al estilo patricio.
Martin no había dado con ningún acueducto en Cambridge. No obstante, creyó necesario asentir. En presencia de gente notable, de gente con un pasado extraordinario, sentía siempre un agradable entusiasmo, y ahora trataba de averiguar cómo extraer el máximo de esta nueva relación. Sin embargo, resultó que Yuri Gruzinov no era de esas personas a quien es fácil poner en esos estados de ánimo en que los hombres salen gateando de su propio yo, como si salieran de una madriguera, y toman baños de sol en cueros. Yuri Gruzinov se negaba a gatear. Era totalmente benévolo, pero a la vez impenetrable. Estaba dispuesto a conversar sobre cualquier tema —fenómenos naturales o asuntos humanos—, pero en su charla siempre había algo que forzaba al interlocutor a dudar si no le estaría tomando atrozmente el pelo aquel caballero apuesto, macizo y apeteciblemente suave, cuyos ojos vidriosos parecían estar en cierto modo ausentes de la conversación. Antes, cuando oía hablar a la gente de la pasión de Gruzinov por el peligro, de sus cruces ilegales de la frontera más peligrosa del mundo y de las misteriosas rebeliones que se decía instigaba en Zoorlandia, Martin lo suponía un hombre de aspecto poderoso, aquilino. Pero ahora, viéndolo separar de un golpecito las dos partes del estuche y calarse un sencillo par de gafas para leer, del tipo de las que usan las abuelas y que podrían haber encajado en la nariz de un anciano carpintero con una vara de medir plegada en el bolsillo de la blusa, Martin comprendió que Gruzinov no podía haber tenido otra apariencia. Su simplicidad rayana en cierta debilidad de conducta, lo anticuado de sus ropas (aquella americana de franela a rayas por ejemplo), sus enigmáticas bromas, su minuciosidad: todo aquello conformaba un capullo que Martin no conseguía rasgar. No obstante, le pareció que el hecho de haberlo encontrado casi en las vísperas de intentar una incursión secreta era un presagio de su éxito. Y había sido doblemente afortunado: pues si hubiera regresado a Suiza tan solo un mes más tarde, Gruzinov no hubiera estado allí: ya hubiera estado en Besarabia.