Gloria

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Después de Constantinopla el cielo aclaró, aunque como dijo Patkin, el mar permaneció «ochen (muy) picado». Sofía se arriesgó a salir a cubierta, pero al poco tiempo retornó al salón, diciendo que no había nada más odioso en el mundo que aquel servil hundirse y resurgir de las vísceras de uno, a compás con el hundirse y resurgir de la proa del barco. El marido de la muchacha gemía preguntando a Dios cuándo terminaría todo aquello y apresuradamente, con manos temblorosas, se apoderaba de la jofaina. Martin, a quien su madre, reclinada en el asiento, tomaba de la mano, sintió que, a menos que se fuera de una vez, él también vomitaría. En ese momento entró la joven, echándose la bufanda hacia atrás con un movimiento rápido y haciendo una compasiva pregunta al marido. El marido, sin hablar ni abrir los ojos, hizo un gesto muy ruso con la mano, como si se cortara la garganta a la altura de la nuez (queriendo decir: «Esto me está matando»), y entonces ella repitió la misma pregunta a Sofía, que respondió con una martirizada sonrisa.

—Usted tampoco parece muy feliz —dijo la muchacha, mirando seriamente a Martin.

Luego vaciló, volvió a echarse el extremo de la bufanda sobre el hombro y salió. Martin fue tras ella. El viento fresco y la vista del mar azul intenso y coronado de nieve lo hicieron sentirse mejor. Ella se sentó sobre unas sogas amarillas y comenzó a escribir en una pequeña libreta de tafilete. El día anterior uno de los pasajeros, hablando de ella, había dicho: «No está mal esa hembra», y Martin se había dado vuelta indignado, pero no había podido identificar al bellaco entre el desesperado grupo de hombres con los cuellos de sus abrigos levantados. Ahora, al mirar los rojos labios de la joven, por los que ella se pasaba la lengua a medida que su lápiz garabateaba la página, Martin se sentía turbado, no sabía de qué hablar y en sus propios labios sentía un gusto salado. La muchacha seguía escribiendo y no parecía reparar en él. Sin embargo, la cara redonda y agradable de Martin, sus diecisiete años, una cierta firmeza en su figura y sus movimientos, a menudo frecuente en los rusos pero por alguna causa conocida como «algo británico», en fin, toda la apariencia de Martin en su abrigo azul con cinturón ajustado había causado cierta impresión en la joven.

Ella tenía veinticinco años, se llamaba Alia y escribía poemas: tres cosas, se diría, que no podían sino hacer fascinante a una mujer. Sus poetas favoritos eran dos mediocres de moda: Paul Géraldy y Víctor Gofman. Y sus propios poemas, tan sonoros, tan sabrosos, estaban escritos en forma coloquial («tú», en lugar de «vos») y abundaban en brillantes rubíes, rojos como la sangre. Recientemente uno de ellos había disfrutado de gran éxito en la sociedad de San Petersburgo. Comenzaba así:

Sobre una seda púrpura, bajo una capa imperial,

tus caricias de vampiro se apoderaron de mí;

mañana juntos moriremos, abrasados por un fuego carmesí,

y nuestros cuerpos en la arena hallarán su paz mortal.

De una a otra las damas lo habían copiado para sí, lo habían aprendido de memoria y lo recitaban, y un cadete naval le había puesto música. Casada a los dieciocho años, la joven había permanecido fiel a su esposo durante dos años, pero el mundo que la rodeaba estaba saturado del rubídeo humo del pecado; persistentes caballeros de rostros prolijamente afeitados fijaban la hora de sus suicidios para el jueves a la siete de la tarde, la medianoche de Navidad, o las tres de la madrugada bajo las ventanas de su casa; las citas se superponían y se hacía difícil cumplirlas todas. Un gran duque había languidecido por su culpa; Rasputín la había asediado durante un mes con sus llamadas telefónicas. Pero ella solía decir que la vida no era más que el humo leve con perfume ámbar de un cigarrillo Régie.

Martin no entendía nada de aquello. La poesía de la joven lo dejaba algo perplejo. Cuando dijo que Constantinopla era cualquier cosa menos color amatista, Alia replicó que carecía totalmente de imaginación poética, y al llegar a Atenas le regaló las Chansons de Bilitis de Pierre Louys, en la edición en rústica, ilustrada con figuras de adolescentes desnudos, de la cual le leería algunos pasajes pronunciando sugestivamente el francés, al caer la tarde, en la Acrópolis; el lugar más indicado, podría decirse. Lo que más atraía a Martin de la forma de hablar de Alia era el modo en que pronunciaba la letra «r», como si en lugar de una sola letra hubiera toda una galería, acompañada, como si aquello fuera poco, por la reflexión de la voz en el agua. Pero en lugar de aquellos coribánticos franceses, aquellas noches blancas de San Petersburgo plenas de guitarras o aquellos libertinos sonetos de cinco estrofas, Martin logró encontrar en esa muchacha con nombre difícil de asimilar algo muy muy diferente. La relación que había comenzado imperceptiblemente a bordo del barco continuó en Grecia, junto al mar, en uno de los blancos hoteles de Falero. Sofía y su hijo fueron a parar a un cuarto muy chico y sucio. Su única ventana daba a un patio polvoriento en el que, al alba, tras varios y agónicos preparativos, luego de batir las alas y hacer otros sonidos, un gallo comenzaba su larga serie de gritos roncos y alegres. Martin dormía en un duro canapé azul; la cama de Sofía era estrecha y poco firme y tenía un colchón lleno de bultos. El único representante del reino de los insectos en la habitación era una pulga solitaria que, en compensación, era muy taimada, voraz y totalmente inatrapable. Alia, que había tenido la fortuna de conseguir un excelente cuarto con dos camas, invitó a Sofía a que fuera a dormir con ella, mandando en cambio a su esposo a dormir con Martin. Después de decir varias veces seguidas «No faltaría más, no faltaría más», Sofía aceptó encantada, y el cambio tuvo lugar ese mismo día. Chernosvitov era grande, zancudo, huraño y llenaba el pequeño cuarto con su presencia. Aparentemente la pulga se envenenó con su sangre, porque no volvió a aparecer. Martin se deprimía ante los implementos de tocador de aquel hombre —un espejo dividido por una grieta, agua de colonia, una brocha de afeitar que siempre olvidaba enjuagar y que quedaba todo el día sobre el alféizar de la ventana, la mesa o una silla—, y la intrusión se hacía especialmente difícil de tolerar a la hora de acostarse, cuando Martin se veía obligado a despejar el canapé de diversas corbatas y camisetas de malla. Mientras se desvestía, Chernosvitov se rascaba negligentemente entre bostezo y bostezo. Después colocaba un gran pie desnudo sobre el travesaño de una silla y, mesándose el cabello, se quedaba estático en aquella incómoda posición, hasta que lentamente se ponía otra vez en movimiento, daba cuerda a su reloj, se metía en la cama, y luego, durante largo tiempo, gruñendo y gimiendo, amasaba el colchón con el cuerpo. Poco después, en la oscuridad, su voz repetía siempre la misma oración:

—Solo te pido algo, muchacho: no envicies el aire.

Cuando ambos se afeitaban por la mañana, invariablemente decía:

—Crema para el acné. A tu edad es indispensable.

Mientras se vestía, escogiendo, cuando era posible, calcetines que le garantizaran cierto decoro por tener los agujeros en el dedo gordo y no sobre el talón, solía exclamar (citando a un bardo popular):

—Ah, sí, a tu edad yo también era un buen corcel.

Y silbaba suavemente por entre los dientes. Todo aquello era muy monótono y aburrido. Martin sonreía cortésmente.

Sin embargo, el hecho de saber que corría cierto riesgo le proporcionaba algún consuelo. Una noche cualquiera, durante un sueño traicionero, podía pronunciar claramente un nombre y, otra noche cualquiera, el exasperado marido podía llegar silenciosamente hasta él con una afilada navaja de afeitar. Chernosvitov, naturalmente, solo se afeitaba con una maquinilla; trataba este pequeño instrumento con el mismo descuido que la brocha, y en el cenicero siempre había una hoja de afeitar oxidada, con flecos de jabón petrificado que alternaban con pelos negros. Su malhumor y sus frases insípidas eran para Martin una prueba de sus celos, reprimidos pero profundamente arraigados. Yendo como iba todo el día a Atenas por cuestiones de negocios, no podía evitar la sospecha de que su mujer pasara el tiempo que se quedaba sola con el muchacho simpático y calmo pero mundano que Martin veía en sí mismo.

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