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8.

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A medida que escuchaba, el joven que había sido arrestado en la frontera iba fundiéndose en la mente de Marika con Garibaldi y con el G. encarcelado que ella ayudaría a huir. Decidió enseguida que el joven tenía que ser puesto en libertad. Es más, decidió que ella misma se encargaría de pedírselo al gobernador. Marika era pronta en decidir porque le traían sin cuidado las justificaciones. Si la aguja de su deseo indicaba el norte magnético, sólo tenía que ponerse a ello; no comprendía cómo podía haber quien quisiera ajustar la brújula y hacer otras lecturas. Y, sin embargo, era una mujer reflexiva. La diferencia entre ella y la mayoría era que sus reflexiones sólo se referían al pasado y tomaban la forma de historias y leyendas. En algunas, ella tenía un papel; en otras no aparecía en absoluto, pero no por ello le interesaban menos. Para Marika, una leyenda, o una historia, era lo que quedaba cuando las necesidades que la habían determinado empezaban a menguar; luego la historia seguía allí, como una barca que una marea excepcionalmente alta hubiera dejado varada lejos de la orilla, o como una sortija que ya no te pones, pero que guardas en el joyero. A veces, lo que quedaba era una ausencia, como en el caso de una amiga suya que perdió un brazo montando a caballo. Se alejaba al galope de su amante, a quien acababa de sorprender en el bosque haciendo el amor a otra mujer. Antes de que le amputaran el brazo, cuando el anillo todavía estaba en uso, cuando la barca todavía navegaba, la vida estaba predestinada, tan predestinada que toda reflexión era inútil.

¡Cómo te amo, Marika! ¡Tienes una sonrisa más completa que cualquier conclusión definitiva! Cuando te desnudas, eres pura voluntad. Nos volveremos incorpóreos, tú y yo. Todos los demás son charlatanes o hedonistas. ¡Marika! ¿Cuándo le iba a llegar el momento de decir estas cosas?

No bien terminó G. su alegato, Marika exclamó: Lo único que se puede hacer es ponerlo en libertad.

Su esposo asintió con un movimiento de cabeza. Al contrario de la convención, solía hacer un gesto de afirmación cuando estaba a punto de negar algo. Como ve, su elocuencia le ha llegado al corazón, pero no creo que en la situación actual pueda interceder por su amigo. Es imposible y peligroso. Supongamos que es tan inocente como usted dice. Puede que no sea peligroso por sí mismo. Pero, ¿qué efecto tendría en la ciudad mostrarse indulgente en tales momentos? Muchos más se animarían a intentar cruzar la frontera. Se duplicarían los números. ¿Y adónde nos conduciría? Nuestros soldados de la frontera tienen órdenes de disparar contra todo aquel que no se detenga o no responda a su contraseña. Si relajamos la ley haciendo una excepción con el caso de su amigo, tendremos que responsabilizarnos de la muerte de muchos otros jóvenes. Y el asunto no terminaría ahí. Estos incidentes fronterizos podrían tener repercusiones políticas y diplomáticas desastrosas. Probablemente, una guerra. Mi mujer no entiende de política. En política, las cosas nunca son lo que parecen. Ahí mismo tiene usted el caso de este joven italiano: lo arrestaron por cruzar la frontera ilegalmente para ir a ver a su padre moribundo, y ahora está abocado a que le caiga lo que parece ser una dura sentencia, y, sin embargo, mostrar una clemencia indebida en este caso excepcional podría originar una guerra en la que morirían decenas de miles de padres e hijos.

Sonó el teléfono en una habitación alejada. El banquero se levantó y, acercándose hasta su mujer, puso una mano sobre la de ella, que reposaba en el brazo del sillón.

Por eso no se le puede poner en libertad como tú querrías, explicó.

Ella no pareció turbarse. Ni opinaba ni escuchaba las opiniones de nadie. Era como un animal o una persona que tras correr por un camino, al dar una curva descubre que termina a orillas de un río caudaloso y de turbulenta corriente; la cólera o la impaciencia serían inútiles. Tenía una expresión tranquila, concentrada. Miraba a un lado y al otro del río, decidiendo hacia dónde correr. Sabía que vivía bajo control y que era demasiado tarde para vivir de otra manera. No es que pensara sobre ello, sino que lo sentía como se siente, sin verlos, el tamaño de una llanura o la proximidad del mar. Sin Wolfgang, sería una gitana, y ella despreciaba a los gitanos. Además, creía que las crónicas del mundo, las historias que pasaban a la posteridad, estaban bajo la custodia de los hombres como su marido.

Un sirviente llegó hasta la puerta y anunció que la llamada telefónica era de Viena. Von Hartmann se disculpó y salió de la habitación.

Me gustaría bailar, dijo Marika, poniéndose en pie y deslizándose en un lento vaivén giratorio por el entarimado de taracea hacia donde G. estaba sentado. ¿Quién es usted realmente?, le preguntó. Usted no es quien dice que es usted. (Hablaba un italiano incorrecto y torpe.) ¿Quién es usted realmente?

Don Juan.

He conocido otros hombres que creían que eran Don Juan; ninguno lo era.

Es un nombre muy usurpado.

¿Por qué se lo adjudica entonces?

¿Lo he hecho?

Tiene razón. Fui yo la que preguntó, y lo creo.

Se alejó y continuó en un tono más suave: ¿Cuándo haremos ese viaje a Verona que me propuso?

La amo.

La luz de las velas, extrañamente uniforme, ponía de relieve la tirantez de su piel y lo pronunciados que tenía los huesos del cráneo.

Si estuviéramos en mi país cabalgaríamos hasta el bosque, ahora, nos iríamos mientras él está fuera de la habitación.

Míreme.

Le cubre la nariz y la boca con la mano. Siente que la nariz de la mujer es una suave amígdala dentro de su mano tibia. Ella se ríe con los ojos. Luego, con la mano ligeramente humedecida por el aliento de la mujer, le recorre delicadamente el marcado pómulo, hasta llegar a la oreja, roja y con profundos repliegues.

No soy la misma, susurra ella.

Von Hartmann se detuvo al llegar a la puerta, contempló a las dos figuras junto a la chimenea y entró en la habitación con gesto pensativo. Ni Marika ni G. se preguntaron cuánto tiempo llevaría observándolos.

Según parece, anunció, Roma ha decidido declarar la guerra. Es sólo una cuestión de tiempo. Le puso a G. una mano en el hombro. Así que después de todo tendrá que escoger entre nosotros y el

Internat.

Tengo tiempo, dijo G. Uno no tiene que ser político para sentir que se aproxima una guerra, como se presiente un alud de nieve. Yo aquí todavía no lo he sentido.

Si va a haber guerra, dijo Marika, hemos de hacer nuestro viaje a Verona antes de que sea demasiado tarde. Vayamos mañana.

A veces me asombras como un niño, dijo Von Hartmann a su mujer. Verona sólo es un nombre para ti. ¿Por qué quieres ir a Verona?

Me apetece viajar.

Allí no hay caballos. Hay un teatro.

Odio esta ciudad. Empezó a caminar hacia el lado opuesto de la habitación, donde estaba instalado el templo de mosaicos blancos y las paredes estaban cubiertas de libros hasta el techo. Nadie se interesa por nada, salvo los seguros. Si vamos a entrar en guerra antes de que acabe la semana, deberíamos ir cuanto antes.

Sería inconcebible que nos fuéramos en un momento así. Su esposo se sentó, dirigió a G. una sonrisa y continuó: Parece que la guerra es inevitable, pero por lo menos tardará dos semanas en declararse.

¿Eso es lo que te han dicho por teléfono?, gritó Marika, pues ya estaba en el extremo opuesto de la habitación, a unos veinte metros de ellos.

No, eso es lo que deduzco de lo que me han dicho.

Se subió a una escalera de mano de la biblioteca que estaba apoyada en los estantes de la librería, y alcanzando el último peldaño, tocando casi el techo con la cabeza, su cara en la oscuridad y la luz iluminándole los pliegues del vestido que, visto desde ese ángulo, parecía que no tenía cintura, sino que era todo falda hasta los hombros, dijo: ¡Apostemos! Estoy dispuesta a apostar mil coronas a que en una semana estaremos en guerra.

Imposible, dijo Von Hartmann.

Muy bien, volvió a gritar ella, mil coronas. No, hay una apuesta mejor. Si gano, quedará en libertad el joven italiano. Yo misma iré a pedírselo al gobernador. Si pierdo, si el domingo que viene no estamos todavía en guerra, te pagaré mil coronas.

¡Lo único que puedo pensar es que ese joven italiano debe de ser tu amante!, dijo Von Hartmann.

Se volvió, como para mirar los libros del último estante, y dijo amargamente en alemán: En el fondo eres un

ordinär, como todos los alemanes.

Von Hartmann contestó en un italiano suave. No te enfades, respeto tus sentimientos. Puesto que estaba saliendo del país, no creo que hubiera vuelto. Puesto que se estaba yendo, tu interés por él es generoso y desinteresado.

Lo que sucedió a continuación sucedió tan rápido que ninguna de las tres personas presentes en la habitación podría recordar después más de una sola impresión. Las tres impresiones, sin embargo, se confirmaban unas a otras. Marika saltó de la escalera. Ni ella ni ninguno de los dos hombres consideraron la posibilidad de que se hubiera caído. Se tiró, sin duda. Tal vez se proponía caer de pie en un sillón de cuero que estaba justo debajo. En cualquier caso, el sillón se volcó y ella quedó tendida en el suelo. Y, sin embargo, pese a la rapidez con que sucedió todo y la imposibilidad de recordar la secuencia exacta de los acontecimientos posteriores, el momento de la caída les pareció interminable.

Al día siguiente por la mañana, G. tenía que verse con el Doctor Donato y con Raffaele (nunca los ha visto por separado) en el café de la Piazza Ponterosso. Le iban a preguntar qué pasaba con el asunto de Marco. Si les dice que Marco podría ser liberado esa misma semana, sospecharán que es un agente austriaco. Si les dice que no ha conseguido hacer nada por él, le obligarán a irse de Trieste. Les dirá que hay alguna posibilidad de que lo liberen hacia el día veinte. Dirán que es demasiado tarde, para entonces los dos países habrán entrado en guerra. Insistirán en que haga algo antes. Les dirá que no son realistas. Les preguntará que cómo esperan que intervenga un empresario italiano en una cuestión legal austrohúngara. Raffaele, resentido porque le han dicho que no es realista, estará a punto de gritar que ya saben que es un agente austriaco, porque ¿como sabría si no que Marco podría ser liberado hacia el veinte? Pero el Doctor Donato interrumpirá a Raffaele. Sólo le permite desatinar en cuestiones sin importancia. Sugerirá que den un paseo por la orilla del mar. Deambularán por el canal inacabado hasta llegar al Molo. El Doctor Donato hablará todo el tiempo. Hablará de Voltaire. En el lateral del mar de la Piazza Grande, verán un tren de mercancías acercarse lentamente hacia ellos por el muelle. Vamos a ver el tren, dirá el Doctor Donato. Las ruedas de la máquina serán más altas que los tres hombres. Después de la locomotora vendrán los vagones, negros, con unas ruedas que parecen de juguete después de la solemnidad de las de la locomotora. Los tres hombres vislumbrarán el mar entre vagón y vagón, sobre los enganches oxidados. Tras un momento de silencio, el Doctor Donato, lo agarrará por el brazo con las dos manos. Raffaele le echará los brazos al cuello, y entre los dos lo empujarán hasta que su cara esté sólo a unos centímetros de las ennegrecidas tablas de los vagones, que pasan lentamente ante ellos. G. intentará enderezarse. El Doctor Donato le dará un puntapié en los talones, aproximándolos a las vías. En el derecho y en el izquierdo. Tras un momento breve e interminable lo soltarán. Ha estado a punto de tropezarse y caer, dirá Raffaele, hay que ir con cuidado en una ciudad como Trieste, suceden muchos accidentes. Ya sabe, le dirá el abogado, nos queda muy poco tiempo.

Digamos que Marika estaba ascendiendo, no cayendo. Digamos que el suelo y el resto de la habitación también estaban ascendiendo, pero que la velocidad de la ascensión era diferente, ya que el suelo ascendía un poco más deprisa que ella. Eso es lo que pareció. Saltó hacia arriba. No pareció en ningún momento que estuviera cayendo. Más bien, pareció que estaba suspendida en el aire, como una fucsia blanca. El vestido se le subió ligeramente, revelando las medias blancas y las rodillas. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Tal vez el momento fue demasiado breve para registrar sonido alguno. No obstante, el silencio fue una de las cosas que hicieron que el momento pareciera interminable. Allí suspendida, como una fucsia, seguía siendo ella misma. Era la mujer acostada en la cama que Wolfgang se había parado a contemplar aquella mañana. Era la mujer que deseaba G. en todas y cada una de las particularidades de su físico. Su propia sustancialidad, a medio caer, era mucho más trascendental que cualquier idea. Entonces cayó como un fardo en el suelo.

Ninguno de los dos hombres se movió inmediatamente. Hizo un ruido que parecía una risita. Su marido corrió hacia ella más presto de lo que era su intención. La violencia física siempre le perturbaba. Cuando llegó a ella, ya estaba levantándose y limpiándose las rodillas.

¿Qué has hecho?, le preguntó. Si hubiera preguntado: ¿Por qué lo has hecho?, ella podría haberse aprovechado.

No calculé bien la distancia. No me he hecho daño. ¿Aceptas mi apuesta?

Un poco de coñac, dijo Von Hartmann.

G. observó que en cuanto dio el primer paso tuvo que disimular que cojeaba.

Su esposa se ha lastimado un pie, permítame que la lleve en brazos. Antes de que Von Hartmann tuviera tiempo de contestar, G., mirándola maliciosamente, la había cogido en brazos. Frau Von Hartmann no hizo ademán de protestar, sino que descansó la mejilla en el pecho del hombre que estaba a punto de ser su amante.

Los tres cruzaron la habitación.

Después de servir el coñac, Von Hartmann empezó a hablar en voz baja pero clara, mirando casi todo el tiempo a su mujer, que estaba tendida en el sofá con las piernas en alto.

No diré que parecen una pareja, pero es verdad que quedan muy bien juntos. Espero que no entiendan mal mis razones para decir esto.

Se recostó en el sillón, sosteniendo la inmensa copa entre las manos, como un cáliz.

¿Recuerdan

Anna Karenina? Nunca he creído que Karenin fuera el hombre de Estado que Tolstói nos quería hacer creer. El contraste entre su vida pública y su vida privada, tan bien llevada la una y tan desastrosa la otra, era bastante innecesario. Karenin carecía de la claridad mental y la coherencia necesarias para ser un político como es debido. Probablemente se casó con la mujer equivocada, pero una vez casado, lo cierto es que no la trató de la forma adecuada. ¿Por qué no se enfrentó a la realidad de la infidelidad antes de que fuera demasiado tarde? Porque se lo tomó demasiado en serio. Si ella le era infiel, a él se le acabaría el mundo. Y por eso retrasaba una y otra vez el momento de reconocer la verdad: ¿te acuerdas, Marika? Anna se la dice en el camino de regreso de las carreras. Alzó el coñac hasta la altura de los ojos. Tenía la vista fija en el horizonte de la copa.

¿Lo recuerdas? Karenin se retiró a pensar sobre el asunto y concluyó que deberían seguir viviendo como antes. Cuando llega, el fin del mundo es más silencioso que un susurro. Nadie debía verlo u oírlo. Pero los dos lo sufrían en silencio día y noche. Karenin hizo una tragedia. La hizo él. No había ninguna necesidad de hacer una tragedia; probablemente nunca la hay. Anna tenía que dejarlo, aunque sabía que eso sería su perdición. Si se quedaba, acabaría tan trastornada como Karenin. Pero yo no soy Karenin, eso es lo que quería que comprendieras.

Dejó la copa en la mesa y se limpió los labios con un pañuelo que llevaba bordadas sus iniciales.

Soy tan realista en mi vida privada como en mi vida pública. No se me escapa que le gustaría seducir a mi esposa y que a ella le gustaría ser su amante. Esto es lo que probablemente habría sucedido en circunstancias normales, sin que yo dijera una palabra. Pero las circunstancias no son normales. El tiempo se nos viene encima a todos. Por eso he sacado el asunto a relucir. Quiero decirles que pueden contar los dos con mi colaboración.

Hizo una pausa, los miró e hizo ademán de asentir con la cabeza.

El 20 de mayo, que, para ser exactos, es cuatro días después del plazo en que vence tu apuesta, una apuesta que, dicho sea de paso, Marika, me niego terminantemente a aceptar... Como decía, el 20 de mayo es la gala de caridad del Stadttheater. Será a beneficio de la Cruz Roja, una causa digna de la ayuda de todos. Tú y yo (señaló a Marika alzando la copa) asistiremos, siempre que el pie se te haya curado para entonces. Y espero que nuestra Cruz Roja se beneficie ahora de la venta de dos invitaciones más. Cuestan doscientas cincuenta coronas cada una. Le ruego que nos acompañe (señaló a G. alzando la copa) y que, para salvar las apariencias, venga con la compañía adecuada. En el baile, tendrá libertad para bailar con mi mujer tantas piezas como ella esté dispuesta a concederle. Al final de la gala, tomaré un tren a Viena. Volveré el sábado. Repito que pueden contar, durante esas veinticuatro horas, con mi discreción. (G. volvió a recordar al Doctor Donato diciéndole: Estoy convencido de que podemos y debemos contar con usted.) En cuanto al

Internat, que tal vez se le esté pasando por la cabeza, no creo que llegue a plantearse siquiera la posibilidad. Si tuviera que apostar sobre la fecha del inicio de las hostilidades —y no tengo intención de hacer ninguna apuesta— ésta no será antes del veinticinco de este mes. Y creo que estoy en lo cierto. Por consiguiente, dispondrá de mucho tiempo para regresar a Livorno antes de que haya ningún riesgo de ese tipo.

Von Hartmann nunca le había sugerido nada así. Pero Marika no se sorprendió. Había empezado una nueva leyenda: estaba casada con un hombre que le proponía públicamente que tuviera un amante. No se le escapó que suponía que la aventura iba a ser breve, porque la guerra la separaría de su amante. Pero su marido era alemán por los cuatro costados y siempre estaba seguro de que las cosas acababan como empezaban. El final no estaba en absoluto claro. Antes de que estallara la guerra, tal vez fuera a Verona con su amante; podría no volver junto a su esposo hasta que no hubiera terminado la guerra. Dentro de una semana podrían estar todos muertos. No le importaría morir junto al hombre que una hora antes le había puesto una mano en la cara. No moriría contenta con su esposo. Sería como morir sentada.

Marika no dudaba que, si era un Don Juan, la abandonaría. Sólo deseaba empezar.

Wolfgang sonreía, mirándolos. Su sonrisa hizo que Marika se sintiera agradecida y triunfante. Le estaba agradecida por su complacencia. Estaba triunfante porque, según ella, nadie podía predecir el final. Puso los pies en el suelo, columpiándolos. Tenía que disimular que se le había hinchado el tobillo. Empezó a bailar lentamente por la habitación, dirigiéndose al sitio donde se había caído. Mirad, ya tengo mejor el pie, gritó entre risas, iremos al baile.

G. se sacó un sobre del bolsillo. Gracias por su invitación, dijo. Iré al baile como usted ha sugerido. Aquí tiene los detalles del caso. Creo que debería reconsiderar el asunto. Ahora que la guerra es cierta, los riesgos de ponerlo en libertad son insignificantes.

Unos minutos después, G. se levantó para irse. ¿Cómo vamos a esperar hasta el jueves?, preguntó Marika, y, con la libertad que le acababa de ser concedida, o, al menos, eso creía ella, le ofreció a G. la mejilla para que la besara en presencia de su marido.

G. le tomó la mano, la alzó formalmente hasta su boca e, inclinando levemente la cabeza, dijo: Hasta que nos veamos en el Stadttheater.

Sólo ahora comprendo un incidente de la infancia de G. y una profecía que me resultaban misteriosas al escribirlas:

Si él lo dice, más te vale mirar, le aconseja al niño. El hombre se dirige hacia la cabeza del primer caballo, se inclina y le asesta un golpe. El niño no ve con qué la golpea. Tal vez con la botella. Hace lo mismo con la segunda cabeza. Ni un milímetro de la carne de los caballos se estremece con los golpes. El hombre se incorpora; no tiene nada en la mano. Pues ya los he matado; has visto que los he matado, ¿no? El niño sabe que tiene que mentir: Sí, te he visto. Claramente complacido, el hombre se acerca a él, y le da una palmadita en la espalda. Su mano apesta a parafina y está manchada de sangre. Entonces lo has visto, dice. Sí, lo he visto, dice el chico, has matado dos caballos. Es consciente de que es él quien ahora se dirige al hombre como si fuera un niño. Los has matado muy bien, se oye decir de nuevo.

Ningún miedo puede igualarse a la repulsión que le inspira el hombre que tiene delante: es una repulsión que casi le provoca náuseas. Un momento más y el olor a queroseno le hará vomitar.

¿Me puedo ir?

No te olvides nunca de lo que me has visto hacer.

Se aleja. El candil se vuelve invisible. Persiste el olor a queroseno, pero ahora en su imaginación. Camina a tientas entre los árboles.

Ha vencido el miedo, el miedo a sí mismo y (pues es diferente) el miedo a lo desconocido: no lo ha vencido con fuerza de voluntad o armándose de valor —¿funcionan alguna vez estos recursos directamente derivados de una moralidad puramente formal?—, sino que lo ha vencido por mediación de otra repulsión más fuerte. No me encuentro capacitado para dar un nombre a esta repulsión: todos los que se me ocurren la simplifican. No tiene nada que ver con caballos muertos o con la visión de la sangre. Es una repulsión que sienten no pocos niños y hombres, pero que no tarda en desaparecer, para no volver a presentarse, si se la ignora sistemáticamente. En su caso, iba a ser siempre más fuerte que sus miedos, pues nunca la ignoró.

Cuando G. descendió la ancha escalinata de la casa de los Von Hartmann y llegó al zaguán abovedado, desde donde se accedía a las dependencias de servicio, le pareció que un olor a queroseno impregnaba aquella pétrea oscuridad. Un hecho que podría explicar, sin duda, un quinqué derramado.

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