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9.

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La mayoría de los asistentes querían olvidar por unas horas lo que podrían depararles los próximos días o meses. Y, sin embargo, todo lo que se decían les recordaba inevitablemente, para su desgracia, esos futuros días en una ciudad provinciana amenazada por la guerra. Su alivio dependía de la música. Les sonaba conocida e intemporal. En cuanto volvía a sonar después de una pausa, se tranquilizaban, y no bien se tranquilizaban, tenían la impresión de que estaban bailando en el mismo mundo en el que habían bailado desde su primer baile.

Y, sin embargo, para el solitario que la escuchaba desde uno de los desiertos malecones, todo oídos y recuerdos, puede que la música sonara diferente. No era ni intemporal ni totalmente conocida.

La orquesta, vestida con uniformes azul y rojo, pertenecía al regimiento austriaco que había servido en el frente oriental y que recientemente había sido transferido a Trieste en anticipación de la guerra. Los músicos creían que el tiempo de los valses había acabado. No los tocaban para llenar el tiempo presente, sino para recordar con amargura el pasado. Toda la música de baile vienesa era nostálgica. Pero no era una nostalgia de un pasado impreciso que siempre podía ser evocado y revivido. Era sencillamente un amargo pesar por esos siete irrevocables meses en los que habían visto tanto que lo único que querían era olvidar. Sin darse cuenta, sin pensarlo realmente, los tocaban exagerados, como haciendo una parodia.

G. entró con Nusa al final de una pieza. Se pararon uno al lado del otro, observando a las parejas que dejaban la pista. Ella tenía la misma altura que él. Y no se parecía a ninguna de las mujeres presentes. Era evidente con sólo mirarla.

Tomando a Nusa del brazo, G. la condujo hacia Von Hartmann y su esposa. Se hizo un profundo silencio en aquella parte del salón, y muchos de los asistentes volvieron ostentosamente la espalda cuando pasó la pareja. Contrariamente a toda etiqueta, G. presentó al matrimonio Hartmann a Nusa. Luego, alzando estentóreamente la voz, agradeció al banquero austriaco que los hubiera invitado al baile, y cuando volvió a empezar la música, se alejó arrastrando a su compañera. Von Hartmann los vio bailar. Su rostro era una máscara totalmente inexpresiva. Cuando por fin dijo algo, su tono de voz era tranquilo y uniforme. Lo único que indicó su rabia fue la elección del adjetivo; buscó una expresión que saliera de las mismas profundidades que la mujer que G. había tenido la desfachatez de llevar al baile. ¡Venir con una fregona!, dijo. Su mujer sonrió. Sabía quién era G., y su insolencia la llenaba de entusiasmo.

El vestido de Nusa era como un lirio antes de abrirse, cuando su color está todavía replegado en sí mismo. Pero un lirio dado la vuelta, con los pétalos tocando el suelo. Sin embargo, no era su vestido lo que la diferenciaba de las otras mujeres. Sencillamente las obligaba a compararse con ellas mismas. Si hubiera ido con sus ropas normales, pensarían que cualquier comparación sería ridícula. Minutos después de su llegada, todo el mundo comentaba el escándalo.

Un italiano ha traído a una eslovena al baile. Una chica eslava de pueblo, extravagantemente vestida con perlas y muselina y seda india. Baila como un oso borracho, aferrada a su pareja y aporreando el suelo.

Un joven oficial de uniforme vino a informar gravemente a un caballero de pelo cano que quería desafiar al intruso que había cometido la temeridad de insultar a la Cruz Roja de Su Majestad Imperial. El vienés de pelo cano era un general que había combatido en Solferino. Si hablara alemán, hijo, estaría justificado. Pero me han dicho que sólo entiende italiano. Y en ese caso tengo que prohibírselo.

Un vals es un círculo en el que suben y bajan cintas de sentimientos. La música las desenlaza... y vuelve a enlazarlas.

En la mayoría de las circunstancias, la alta sociedad de Trieste se habría apresurado a infligir tales desaires que cualquiera que se encontrara en la situación de Nusa no habría podido mantener la calma. El corazón le latía con más fuerza que de costumbre y sentía los dedos agarrotados bajo los guantes. Pero ello era el resultado de la excitación que le producía la anticipación del éxito de su plan, más que de la timidez o la turbación. En el baile gozaba de unas ventajas peculiares. Ella y G. podían pasar entre los asistentes sin que nadie les dirigiera la palabra. Calaban de grupo en grupo como pájaros entre el ganado. Además, estaba la música. Era más fuerte que la gente. Bailaron. Y la música no le resultaba extraña. Era cierto que no sabía bailar la mazurca, pero bailaba el vals y la polca, y bailando con G. se sentía segura. No se fiaría de él hasta que no le hubiera pagado. Pero dado que la situación en la que se encontraba no podía ser más inverosímil y expuesta, buscaba cosas que la tranquilizaran. Él era una de ellas, al igual que la música. No se paró demasiado a pensar en por qué la habría llevado allí, pues sabía muy bien por qué había ido ella. Estaba allí para conseguir un pasaporte. Había observado a G. cautelosamente durante los diez últimos días y confiaba en que, fueran cuales fueran sus motivaciones, no la iba a dejar desprotegida. También estaban los vestidos, las joyas, las flores, las cintas. La gente estaba vestida para lucirse lo mejor posible, y esto, pensaba ella, limitaba lo que podían hacer. Lo que ella llevaba puesto era también una protección. Las miradas hostiles que le echaban cambiaban sutilmente cuando llegaban al turbante o a la cola del vestido; por un instante, la hostilidad se paraba en seco a medio camino. Antes de que volviera a recuperarse, ella podía volverse de espaldas.

En una ocasión fueron los primeros en salir a la pista. Como G. había supuesto, ninguna otra pareja quiso unirse a ellos. Bailaron solos. Pero en un momento determinado, la idea de perderse un baile en el que había puesto tantas esperanzas concretas le pareció excesiva a una de las jóvenes asistentes. ¿Por qué iba a quedarse allí plantada mientras su pareja miraba con ojos desorbitados a aquella estúpida eslava? Alzó la mano y la puso con toda decisión en el hombro del hombre con el que esperaba casarse. Obedientemente, él la tomó por la cintura. Otras parejas les siguieron.

Un vals es un círculo en el que suben y bajan cintas de sentimientos. La música las desenlaza y vuelve a enlazarlas.

A G. no se le había escapado nada de lo que estaba ocurriendo en el salón de baile. La repulsión que había sentido primero frente a Von Hartmann se había extendido ya al resto de los asistentes al baile, hombres y mujeres. Quería expresarla insultándolos y desafiándolos. Pero los conocía lo suficiente para saber que insultarlos o amenazarlos abiertamente, gritarles o dispararles, sólo habría valido para divertirlos y afianzarlos. Todos eran propensos al dramatismo. Su desafío había de ser persistente, sinuoso y acumulativo. Habiendo resuelto diez días atrás tomar este camino, y habiéndolo emprendido, estaba totalmente concentrado, como un aviador en pleno vuelo, en la próxima acción. Ya no recordaba los motivos, ni podía pensar más allá del final de la noche. Cada momento era un momento de tensión y triunfo. Cuando le dirigía la palabra a Nusa, su tono era suave y formal, como si hablara con su propio desafío.

Von Hartmann salió de la sala de baile. Era demasiado tarde, pensó, para ordenarle a su mujer que rechazara a G., pues le desobedecería no bien hubiera él salido. Es más, Marika era demasiado primitiva, no tenía la inteligencia necesaria para discernir el premeditado insulto que entrañaba el comportamiento de G. El insulto equivalía a declarar públicamente: después de la fregona le tocará a su mujer.

Una mazurca es al mismo tiempo una carrera y la música que celebra la victoria de la pareja ganadora. Mientras continúe la música, todas las parejas son las ganadoras.

Bailando con un joven oficial, Marika imagina cómo bailará con G. en cuanto su marido se haya marchado. Iba a enseñarles lo que es el desdén a todos esos mezquinos funcionarios y judíos y oficinistas de esta ciudad dejada de la mano de Dios. ¡Se iban a enterar!, por más que movieran la cabeza mostrando su reprobación al ver a la esposa del banquero bailando con el italiano que entró con una eslava del brazo.

Wolfgang ha llevado al jefe de Policía hasta una de las ventanas de la escalinata y le vuelve a contar todo el asunto de Marco. Debería arrestarlo e interrogarlo inmediatamente, añade, refiriéndose a G.

El jefe de Policía, un hombre de la misma edad y viejo amigo de Wolfgang, niega rotundamente con la cabeza. No, dice, no, es muy improbable. Un hombre que trabaja en la clandestinidad no se atrae la atención de este modo.

Su astucia es que confía en que sea eso lo que pienses.

Está un poco loco, ya sabes. Pese a su uniforme condecorado como el de un general, al jefe de Policía le gusta pensar que en el fondo es un científico civil. Una forma u otra de monomanía, continúa, una idea que lo reconcome. ¿No te has fijado en sus rasgos faciales? Son típicos. ¿Y en su sonrisa maliciosa? No sonríe por alguien o por algo, sino que sonríe porque por enésima vez ha vuelto a venírsele esa idea a la cabeza.

Si es capaz de bailar la polca, no está loco. Tienes que hablar con él. Debería ser interrogado de inmediato.

¿Esperas que lo detenga a mitad del baile?

Cuando se marche.

No, no, para algo me he pasado la vida estudiando psicología del crimen. Si se volviera violento podría ser un asesino, pero un hombre como él no es un conspirador.

¿Y qué pasaría si la idea que le reconcome fuera la de derrocar el Imperio?

No me asusto tan fácilmente. Basta con mirarlo. Ésa no es su forma de locura.

¡Locura! Jugamos con las palabras. Tengo la impresión de que no dejaremos nada detrás, salvo juegos de palabras. ¿Cómo puedes llamar loco a un hombre como ése? Los locos son incontrolables y tienen que ser encerrados. En realidad, los locos son relativamente inofensivos. Él no es un loco. Puede que sea astuto y malicioso, pero no loco. Llamas locura a lo que te parece indeseable pero sigues permitiendo que continúe. La locura es lo que no te preocupas de controlar. Rechazo esa locura tuya y denuncio lo que tú llamas locura. No es locura traer a semejante mujer aquí, es un insulto premeditado. Sólo siente desprecio por nosotros, y ese desprecio emana de su convicción de que él y sus amigos pueden destruirnos.

El desprecio no es un delito. Y, en cualquier caso, te repito, traer una mujer como ésa a un baile no es un insulto, pues, como bien dices, los insultos son calculados, son racionales; es una forma de locura.

Deberías interrogarlo antes de que sea demasiado tarde.

Querido amigo, hace años que te conozco. No te crees lo que estás diciendo. ¿Has tenido acaso problemas en tus tratos comerciales con él? Te compadezco, hacer negocios con un loco como él debe de ser difícil. El jefe de Policía se echa a reír. ¡Pero no hagamos operetas!

Me tengo que ir ahora. Parto hacia Viena esta noche.

Tal vez estés en lo cierto, tendré en mente lo que me has dicho, pero no me has convencido. Últimamente soy más difícil de convencer, quizá tenga que ver con que me estoy quedando un poco sordo. No te preocupes, en cualquier caso, todo seguirá igual cuando vuelvas.

Un vals es un círculo en el que suben y bajan cintas de sentimientos. La música las desenlaza y vuelve a enlazarlas.

A medida que avanzaba el baile, los italianos tendieron a congregarse en el salón de baile del segundo piso, donde tocaba la orquesta del teatro, que era civil. En ambos salones, el escándalo de la eslava ataviada con perlas seguía siendo el principal tema de conversación. Los italianos estaban indignados porque era un compatriota suyo el que se había rebajado hasta ese extremo. Algunos decían que sólo un hombre de Livorno podía comportarse de semejante modo. Otros, que habían oído que todo su dinero procedía de las frutas confitadas, lo que significaba que era poco más que un simple tendero. Para los austriacos, una vez pasada la primera impresión, el asunto vino a recordarles el tiempo que les llevaría civilizar aquella región; podría ser una tarea sin fin; su cansancio, que era una indicación de todo el tiempo que llevaban empeñados en la labor, formaba parte de su destino cultural; mientras tanto, podrían seguir bailando hasta el amanecer al son de su propia música. En el primer salón ahora sólo se hablaba alemán.

Tras la salida de Wolfgang, Marika declinó toda invitación a bailar, segura de que G. la buscaría. Pero no lo hizo. Ella fue pasando de grupo en grupo, conversando con unos y con otros. Hasta donde podían ver sus ojos, G. ya no estaba en el salón. Con su paso vacilante, las antenas invisibles alerta, subió por la gran escalinata. Tampoco se lo veía allí. Entró en el salón de baile lleno de italianos. Una conocida que se había cruzado con ella en la escalera le susurró a su marido: Frau Von Hartmann nunca tiene suficiente, ¿verdad? Tampoco estaba allí. Concluyó que debería estar enviando a la mujer eslava a casa en un carruaje. Bajó las escaleras como si ya estuviera bailando.

Una mazurca es al mismo tiempo una carrera y la música que celebra la victoria de la pareja ganadora. Mientras continúe la música, todas las parejas son las ganadoras.

Paró la música para la cena; ya era más de medianoche. En uno de los grandes vestíbulos había champaña y copas dispuestas en unas largas mesas adornadas con flores. Llegaron los invitados, austriacos e italianos, obligados ahora a volverse a mezclar, animados, riendo, gesticulando exageradamente como si al haber pasado la medianoche todo se hubiera vuelto más sencillo, menos formal. Unos jóvenes, especialmente invitados al baile para este fin, ayudaban a servir el bufé. No eran criados, sino futuros compañeros de baile. Al ofrecer la bandeja a una dama, le preguntaban por su hija. Se abrían sin cesar botellas de champaña. Se hicieron muchos brindis. En torno al centro de una mesa, se había hecho un vacío. En ese vacío, estaban sentados G. y Nusa, uno frente a otro. Marika vio a G. alzar la copa en dirección de la mujer que tenía delante. Bebieron. Subió el volumen de la conversación, y no tardaron en oírse estridentes carcajadas.

Algunos estaban todavía bebiendo cuando la orquesta empezó a tocar de nuevo. Una vez más, el italiano y su compañera de pechos altos cubiertos de muselina y perlas fueron los primeros en pisar la pista. Una vez más, el italiano y su compañera, cuyo cuello no era ni grueso ni fino, sino como otra pierna, fueron los primeros en pisar la pista. Una vez más, el italiano y su compañera de ojos pequeños e indescifrables fueron los primeros en pisar la pista. Una vez más, ninguna otra pareja se unió a ellos. Pero esta vez, eran observados con más insolencia que cólera. Se oyeron risotadas. Alguien gritó: ¡Volved al circo!

Inmediatamente, G. atrajo a Nusa hacia él y le susurró algo al oído para tranquilizarla. Su forma de bailar, con las mejillas pegadas, parecía más extravagante que nunca; sólo los campesinos bailaban así.

Un vals es un círculo en el que suben y bajan cintas de sentimientos. La música las desenlaza y vuelve a enlazarlas.

Marika no se asombró de verlo bailar desnudo. Lo que la asombró fue verle el pene. Nunca había visto a un hombre de pie con el pene erecto. Cambiaba por completo su cuerpo. Éste ya no estaba sólidamente plantado en el suelo. Cabalgaba sobre un palo que, pese al peso del cuerpo, permanecía fijo y equilibrado en el aire, cambiando de orientación sólo cuando se movía la mujer que tenía delante. Cabalgó hacia ella montado en ese palo, con las piernas y los pies colgándole a cada lado. Alzaba los brazos todo lo que podía para mantener el equilibrio. En la cama, visto desde arriba o desde un lado, el pene parece un objeto o un vegetal o un pez. El suyo, durante el vals, era indefinible. Era rojo. Embestía al avanzar. La cabeza de este pene se movía ligeramente de un lado al otro, como la de un caballo al galope. A menudo, el escorzo era tan acusado que desaparecía el cuerpo. Marika solo veía una oscuridad con un ascua incandescente a la entrada. Huele a sulfuro, se dijo, y esto la estaba mareando.

El general, que de joven había combatido en Solferino, consideró indecoroso el comportamiento de todos aquellos mirones riéndose a carcajada limpia: debían de estar borrachos. Puso fin a la situación tomando a su sobrina y conduciéndola él mismo hasta la pista de baile.

Marika iba sentada muy derecha en el carruaje que la conducía a su casa. Tenía la impresión de que las ventanillas estaban tapadas con cortinillas negras. La historia sólo puede tener un final, pensó. A la puerta de su casa todavía se oía la música.

En el camino de vuelta al Stadttheater, iba sentada muy derecha en el interior del carruaje, pero esta vez podía ver por las ventanillas. El puerto estaba muy tranquilo. Algunos carruajes abandonaban el teatro.

Durante los siguientes treinta años, la historia se contó muchas veces. Después de la ocupación de Trieste por los partisanos yugoslavos en 1945, cuando la ciudad estuvo por primera vez, brevemente, en manos de los patriotas eslavos, la historia dejó de interesar y empezó a sonar un tanto vergonzosa. Pero las versiones variaban todas en un punto. Todas coincidían en que la esposa húngara de un banquero austriaco, una mujer pelirroja, se sacó una fusta de la capa y empezó a azotar a una mujer eslovena, cuya aparición ya había causado gran consternación en el baile, haciéndola salir a latigazos del edificio; donde discrepan las versiones es en si intentó o no azotar al hombre que acompañaba a la eslovena.

Aunque buena amazona, Marika no controlaba con precisión absoluta la fusta, y como G. estaba al lado de Nusa, puede que también le golpeara. Pero no le quedaron marcas, mientras que Nusa tenía tres marcas rojas, una en el cuello y dos en la espalda y los hombros.

Cuando Nusa bajaba corriendo las escaleras hacia la entrada perseguida por Marika, G. agarró a esta última y se apoderó de la fusta. Las dos figuras lucharon, y Marika cayó al suelo. Varios hombres se abalanzaron sobre G. Blandiendo la fusta ante ellos, se soltó y corrió escaleras abajo para reunirse con Nusa, que ya había alcanzado la calle.

Agarrándose la falda y la cola del vestido por encima de las rodillas, corría veloz. Había perdido o tirado el turbante. G. le dio alcance. Se oían gritos y voces tras ellos. Unos cuantos de los jóvenes los perseguían en sus trajes de etiqueta.

G. dio la mano a Nusa por si se tropezaba y corrieron juntos, saliendo de la placita y alejándose del mar, hacia la Bolsa. Nusa sabía hacia donde quería ir: las oscuras callejuelas al final del canal. Mientras corrían de la mano, jadeantes, sin decirse una palabra porque les faltaba el aliento, G. recordó a la chica romana de Milán que lo había sacado de debajo de las patas del caballo encabritado y había corrido con él hasta los Giardini Pubblici. Y tú me comprarás, dice ella en italiano, unas medias blancas y un sombrero con tul alrededor. Pero no era un recuerdo realmente. Las dos mujeres formaban un continuo; todavía estaba corriendo la misma carrera, y en el transcurso de ésta, la chica romana se había convertido en la mujer cuyas ropas él había comprado y que ahora corría sofocada a su lado.

Salieron de la gran plaza por la primera calle, en el lado opuesto de la Bolsa. Nusa empezaba a desfallecer. Le sudaba la mano que él le llevaba cogida. Tenía la cara encarnada y contorsionada por el esfuerzo y el dolor. Vieron venir hacia ellos una patrulla de policía austriaca. Sus perseguidores, que corrían menos, habían girado en la Bolsa. Empujó a Nusa dentro de un portal e intentó ocultarla, pero ya los habían visto.

Los separaron al llegar a la comisaría. Cuando se quedó solo, G. recordó la cara de Nusa justo antes de que se la llevaran. Y de nuevo, volvió a encontrar imposible diferenciarla claramente de la de la chica romana en el patio de Milán, cuando le había salpicado la cara y le había dicho que bebiera. Sus facciones eran totalmente distintas. Era en su expresión en donde residía esa misteriosa continuidad. Para romper esa continuidad, a fin de hacer espacio para toda su vida adulta, entre la primera y la segunda cara, tenía que olvidarse de sus frentes manchadas, sus bocas y sus ojos intensos y callados, y recordar sólo el significado que tenía para él esa expresión. Lo que importaba la primera vez era lo que confirmaba esa expresión y que hasta ese momento había sido inarticulado: lo que importaba entonces era no estar muerto. Ahora, la segunda vez, lo que importaba era lo que confirmaba su expresión y que hasta ahora había sido inarticulado: ¿por qué no estar muerto?

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