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1.

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En un último gesto de ternura, ella le ciñe la cabeza entre sus manos.

Quédate tranquilo, le dice, piensa en el niño.

Umberto recuerda una mañana que visitó a un amigo que se dedicaba al negocio de las flores y poseía varios grandes invernaderos en la carretera de Pisa. El cristal de los invernaderos está pintado por fuera con una capa muy fina de temple verde (el color turquesa del mar), para mitigar la fuerza de la luz del sol sobre las flores. Al estar pintado por fuera, cualquiera que pase puede dibujar con el dedo sobre el cristal, pues el temple seco salta al más mínimo roce. Umberto observa los dibujos cuando se acerca a los invernaderos desde la carretera. Primero representan corazones atravesados con flechas e iniciales; luego toscas figuras desnudas de pie; más allá, una mujer abierta de piernas y con la raja al descubierto. Finalmente, pintado más grande y con rasgos más gruesos que los anteriores, un coño con unos pelillos por arriba y por abajo una polla con los cojones colgando. Él nunca dibujaría algo así; sería inconcebible en él. Pero se da cuenta de que ellos dos se han convertido en tema de esta clase de dibujos.

Antes, cada parte del cuerpo de ella —al igual que su relación amorosa— le había parecido un secreto, algo exclusivo de ellos. Ahora el secreto se ha divulgado: hay una tercera persona implicada, su hijo.

Donna mia! Donna mia!, dice alzando la voz, con la cabeza hundida entre sus cabellos.

No he dormido bien. Lo que me dijiste, la noticia —¿se le puede llamar así, igual que lo que leemos en los periódicos?—, hizo palpitar mi corazón durante toda la noche. Laura, quiero hacer un cambio en mi vida, quiero hacer espacio en ella para ti y para nuestro hijo.

¿Por qué estás tan seguro de que será un varón?

Siento que tengo un hijo.

Yo no tengo ninguna premonición con respecto a si es un niño o una niña, pero también es verdad que para mí no tiene ninguna importancia cuál sea su sexo. Cualquiera de los dos me hará feliz. No me gustaría tener una niña poco agraciada, no por mí, sino por ella. Es más fácil para un chico. Da igual que sea guapo o feo.

Estoy orgulloso de ti. Estoy orgulloso de mi hijo. No quiero ocultar nada.

¡No podrías aunque lo intentaras!

Quiero daros todo lo que necesitéis.

No estamos pidiendo nada.

Quiero decirte algo, Laura. Algo que tal vez no hayas comprendido. Siempre, durante toda mi vida, he sido lo bastante rico para hacer lo que quisiera. Cuando era más joven, mis deseos eran más modestos. Pero ahora soy ambicioso. Ambicioso por ti y por nuestro hijo.

¿Por qué hablas de dinero? El dinero no tiene nada que ver con esto, absolutamente nada. Nunca pienso en el dinero.

Hablaba de los sentimientos que embargan mi corazón y de mis proyectos. Quería que supieras lo orgulloso que estoy.

¿Cuáles son tus proyectos?

Tú, los dos, tenéis que venir a vivir a Italia, donde pueda veros.

¿A Livorno, quieres decir?

Livorno es una ciudad desgraciada y loca.

¡Y allí vive tu mujer! Por eso dices que es una ciudad loca.

Ella no es de Livorno.

Pero vive allí. Esperando.

¿Esperando?

Esperando a que vuelvas.

Passeretta mia, sabes que estoy casado. Hace tres años que lo sabes.

Por eso nos está vedado ir a Livorno. Por eso tenemos que ser tu amante y tu hijo ilegítimo. ¿Sabes cómo se le llama? Bastardo. Es tu hijo bastardo. Pero es mi hijo. Y por eso no podemos ir a Livorno.

No te excites.

¿Por qué no me has dejado nunca ir a Livorno? Porque tenías miedo de que nos reconocieran.

Siempre he hecho todo lo posible por complacerte. No quería que nada importunara los días que pasábamos juntos. Y sigo sintiéndolo. Sigo queriéndolo. Pero ahora compartimos algo más que los días que pasamos juntos. Todavía no doy crédito a lo que nos ha sucedido, a ti y a mí, a mí, Umberto, y a ti, Laura. Todo ha cambiado.

¿Qué dirá tu mujer cuando sepa que has instalado a tu amante y a tu hijo bastardo en la ciudad?

No dirá nada.

¿Tienes intención de decírselo?

No.

¿Y crees que no se va a enterar?

Se enterará, naturalmente; pero no dirá nada.

¡Y dices que estás orgulloso de nosotros! No eres un padre. Eres un hombre con una debilidad por una putita americana.

Te ruego que no grites y que no digas esas palabras. ¿Qué te ha cambiado,

passeretta mia?

Esto me ha cambiado. (Se golpea el vientre.)

Sí, lo ha cambiado todo. Quiero que te traslades a vivir a Pisa. He visto allí una villa, una hermosa villa con un jardín inglés espléndido y habitaciones espaciosas, de techos altos y decorados al fresco. Perteneció a un

Conte. Quiero comprarla para ti, Laura.

Y tendríamos que esperar allí a que tú vinieras a visitarnos. ¿Cuántas veces por semana? ¿Los martes y los viernes?

También podrías vivir en Florencia, o en Fiesole, a orillas del Arno, que es un rincón del paraíso.

¿Y qué piensas hacer cuando nos hayas instalado? ¿Cómo puedes ser tan estúpido? ¿No te das cuenta de que estaríamos presos en una cárcel?

¡Una cárcel! Serías libre de ir a donde quisieras.

¿A quién veríamos? ¿Con quién hablaríamos?

Me encargaría de que aprendierais italiano, tú y mi hijo.

¡Por eso quieres que se llame Giovanni!

Quiero que hable varias lenguas. Así podrá viajar. Yo no he viajado suficiente en mi vida.

Umberto, no me puedo creer que estés hablando en serio. Sabes mejor que yo qué clase de país es Italia. Nadie querría tratarse con nosotros. Nos rechazarían. Una mujer soltera con un hijo ilegítimo.

Tú estás casada, querida mía.

No contigo.

Algún día estaré en situación de poder casarme contigo.

¿Estás diciendo que vas a divorciarte?

En mi país divorciarse es casi imposible.

Entonces no puedes casarte conmigo.

Mi esposa es una mujer enferma.

Ya veo. Tendremos que esperar en nuestra cárcel hasta que muera. Y entonces nos concederás la gracia de hacernos respetables. ¿Cómo te atreves a proponerme semejante cosa?

Te amo.

¡Amor! ¿Qué es eso? Es una palabra que utilizas para conseguir lo que quieres. Como todos los hombres.

Es una palabra que tú también has utilizado, Laura.

Sí, estaba enamorada de ti cuando fuimos a Venecia hace tres años. Eras diferente de todos los hombres que había conocido. Podrías haber hecho de mí lo que hubieras querido. Pero no hiciste nada. Una mujer no es como el dinero, que lo metes en el banco y te produce intereses sin que tú hagas nada. Una mujer es una persona. ¿Cómo quieres que viva diez meses al año aguardando impaciente a que puedas hacer una escapada para venir a verme? Eso no es vida.

Pretendo cambiar todo eso. Vivirás en Pisa o en Florencia y estaremos juntos con frecuencia y sin interrupción. El niño me verá más de lo que muchos niños ven a sus padres. Y lo haré mi heredero. Vamos a intentar construir una vida para los tres.

¡Para los cuatro!

¿Cuatro?

Te olvidas de que estás casado.

Ya te lo he explicado.

Dices que estás orgulloso. Pues yo estoy avergonzada. Haces que me avergüence por los tres. ¿Cómo iba a mirar a mi hijo a la cara mientras estuviera esperando, día tras día, año tras año, la noticia de la muerte de ella?

Ahora siéntate,

passeretta mia, y déjame decirte algo. Soy mayor que tú. Tengo los pies más en el suelo. Podemos considerarnos afortunados en comparación con la mayoría. No sabes cómo son sus vidas. La vida nunca es como queremos que sea. No sirve de nada pedirlo todo. Al final te quedas con nada. Nuestra vida no será perfecta: eso se queda para los que creen que hay un buen Dios después de muertos. Pero será mejor, y yo la haré mejor, de lo que tú crees posible. Los dos nos hemos equivocado. Yo soy mayor que tú, y mi equivocación fue más grave. Pero tú tampoco puedes empezar una nueva vida como si fueras una inocente

fidanzata de diecisiete. Eres mi última oportunidad de ser feliz. Lo sé. No volveré a tener otra oportunidad. Apareciste como un ángel para liberarme. Los ángeles sólo se aparecen una vez. No escatimaré en nada para hacerte feliz.

¿Te vendrías a vivir aquí?

Puedo intentarlo. Pero, ¿cómo? Está demasiado lejos.

¿Demasiado lejos de tu casa?

De mis negocios.

¿Tus negocios están antes que nosotros?

Mis negocios son para mi hijo. Él los heredará. No será pobre.

¿Vas a desheredar a tu mujer?

Ya te he dicho lo que sucederá.

No tienes vergüenza.

No soy un sinvergüenza. Veo las cosas como son. Os quiero a ti y a mi hijo. Sin vosotros mi vida está acabada. Toda mi vida depende de esta oportunidad. Te quiero como nadie te querrá nunca. Ni siquiera un hombre más joven. No te sería tan fiel como yo. Sé lo que vales, créeme. Ven a Pisa. Dame la oportunidad de mostrarte...

... Donde estará mi cárcel.

Seré un padre para nuestro hijo. ¡Si supieras qué sentimientos paternales me invaden! ¡Sí! ¡Qué padre tan paciente, dedicado y orgulloso de mi hijo puedo llegar a ser! En él te veré a ti. Tendrá tu impaciencia y tu carácter soñador.

¿Y qué tendrá de ti?

Ya te he contado cómo me llaman en Livorno a mis espaldas;

La Bestia me llaman. Porque soy astuto y tengo los pies en el suelo. Tal vez, será tan realista como yo.

¡Realista tú!

Sí, ya lo verás. Ahora tenemos una oportunidad. No habrá más.

¿Qué quieres decir?

De que tú seas la madre de tu hijo. De que yo sea el padre. De ser felices los tres.

Intento educar a mi hijo como a mí me dé la gana, no como tú quieras. Yo misma me encargaré de enseñarle. Si es varón, empezará la vida con la ventaja de que nunca le han mentido. Si es mujer, será afectuosa, sincera y realista. Un hijo mío no podría contentarse con tus medias tintas. Y para asegurarme de ello, le dedicaré los próximos diez años de mi vida.

Me niegas todo derecho sobre mi hijo.

No tienes ninguno.

¡Laura!

Es demasiado tarde.

Las sábanas de la cama deshecha, las alfombras, los muebles, la barandilla de hierro del balcón, el lago del color del acero y la lavanda, los Alpes —todo lo que alcanza su vista— son indiferentes al rápido latir de sus corazones.

El protagonista fue concebido cuatro años después de la muerte de Garibaldi.

Garibaldi fue un héroe.

Garibaldi derrotó a los enemigos de su país. Alentó a la nación para que fuera ella misma: para que anticipara su propia identidad.

Garibaldi era lo que deseaba ser todo italiano. Es en este sentido en el que se puede decir que representaba el genio de la nación. No había italiano en Italia —ni siquiera entre las tropas monárquicas leales a los borbones del Reino de Nápoles— que no deseara ser Garibaldi. Algunos esperaban que llegarían a ser él luchando contra él; otros, traicionándolo, como La Farina en Sicilia. En Turín, Cavour se convirtió en él utilizándolo. Lo que se interponía entre un hombre y su transformación en Garibaldi no era su propia identidad, sino la desgraciada situación de Italia: una desgracia que cada cual interpretaba o sufría según sus propias teorías o su posición. Para el campesino, era la imposibilidad de dejar la tierra; para el constitucionalista, era la ineficacia de la conspiración.

Cuando los hombres veían por fin a Garibaldi, se quedaban asombrados de ellos mismos: hasta ese momento no habían sabido quiénes eran. Era como si lo encontraran dentro de sí mismos.

Iba pobremente equipado, casi harapiento; no tenía más que un sable y una pistola. «¿Qué le llevó», le pregunté, «a dejar la comodidad y el lujo por esta vida de perro, en un campamento sin intendencia, soldada o aprovisionamiento?». «Hace bien en preguntar», respondió. «Pues le diré que no hace quince días estaba desesperado y pensé en dejarlo todo. Estaba sentado en un cerro, un sitio parecido a éste. Pasó por allí Garibaldi. Se detuvo, no sé por qué. Nunca había hablado con él. Estoy seguro de que no me conocía, pero se detuvo. Quizá parecía muy desanimado y, en realidad, lo estaba. Bueno, me puso una mano en el hombro y con esa voz suya, que más parecía un espíritu hablando dentro de mí por lo grave y lo extraña y lo suave que suena, sólo dijo: “¡Ánimo, ánimo! Vamos a luchar por nuestro país”. ¿Cree que hubiera podido volverle la espalda después de esto? Al día siguiente fue la batalla de Volturno».

El siete de septiembre de 1860 Garibaldi entró en Nápoles.

Venù è Galubardo!

Venù è lu piu bel!

La guarnición de los borbones, formada por varios miles de hombres, ocupó los cuatro castillos que dominan la ciudad. El rey había huido. Los cañones de los castillos apuntaban sobre la ciudad. Corría el rumor de que iba a llegar Garibaldi, no a caballo con sus tropas y sus camisas rojas, sino solo y en tren. Bajo el blanco resplandor del sol y bajo las bocas de los cañones, las calles estaban desiertas. Nadie sabía si creer el rumor. Asustados, todos se escondieron. A la una y media de la tarde Garibaldi llegó a la estación. Medio millón de personas salieron a la calle, a los muelles, corriendo, gritando, empujándose, retrepándose —indiferentes a los cañones y sus consecuencias— para recibirlo, para conmemorar el momento que estaban viviendo.

Garibaldi no era un genio militar de primer orden. Políticamente, lo engañaban con facilidad. Y, sin embargo, inspiró a todo un pueblo. No arrastraba a las personas porque tuviera autoridad o en virtud del derecho divino, sino porque representaba las aspiraciones sencillas y puras de la juventud de cada cual y porque los convencía de que esas aspiraciones podrían hacerse realidad en la lucha nacional por la unidad y la independencia. Lo que veían de sagrado en él era la propia inocencia de la nación.

Poseía las características perfectas para desempeñar ese papel. Fortaleza física y valor. Virilidad. El largo cabello cayéndole sobre los hombros, cuidadosamente peinado después de la batalla. La sencillez de sus gustos y apetitos. «Cuando todos los patriotas han tenido un plato de sopa», decía, «y cuando los asuntos de la nación marchan bien, ¿qué más se puede querer?». La isla a la que se retiraba cuando no tenía que cumplir una tarea y en la que vivía como un campesino, al cuidado de sus ovejas. Su patriotismo, que confundía sus principios teóricos. (Siendo republicano, reconocía la autoridad de Victor Emmanuel.) Su amor propio. Su sentido del humor. El ser más elocuente con los gestos que con las palabras. «Creo que de no haber sido Garibaldi, habría sido el mejor actor trágico del mundo». (Como no hablaba mucho, lo apoyaba gente con opiniones diferentes u opuestas creyendo que él los apoyaba.) Su desconocimiento de las fuerzas que movían el mundo de entonces. Su impaciencia.

¿En qué otra clase de hombre podía encontrar la nación italiana una mejor otra mitad para unirse?

¿Con qué otra clase de hombre —con su total integridad personal— se podía engañar más satisfactoriamente a la mayoría de la nación?

La forma que tenía Garibaldi de inspirar a la nación puso a veces en peligro a las nuevas clases dirigentes. Si Garibaldi era lo que deseaban ser todos los italianos, sus deseos, así alentados, podrían ir más allá de la expulsión de los austrias y los borbones. Garibaldi era una amenaza para el orden, no sólo porque sus métodos eran los de un conspirador, sino también porque inspiraba.

La concentración de las masas en el Nápoles vigilado por los cañones se convirtió en una saturnal que duró tres días.

Los campesinos calabreses creían que Garibaldi podía obrar milagros, como Cristo. En una ocasión en que los camisas rojas estaban desesperados por falta de agua, Garibaldi disparó un cañón contra una roca, y manó agua.

Garibaldi honraba la memoria de Carlo Pisacane, un mártir del Risorgimento cuyos escritos tuvieron una gran influencia en el pensamiento de toda una generación de socialistas revolucionarios italianos.

«La propaganda de las ideas es una quimera. Las ideas son el resultado de los hechos, y no los hechos de las ideas, y el pueblo no será libre cuando deje de ser inculto, sino que dejará de ser inculto cuando sea libre. Lo único que puede hacer un ciudadano por el bien del país es cooperar en la revolución material; por consiguiente, las conspiraciones, las intrigas, los asesinatos, etcétera, constituyen la serie de hechos que hacen avanzar a Italia hacia su meta».

Pero Garibaldi se vio en la práctica limitado por su alianza con las clases dirigentes del momento. Sus gestos las desafiaban; las consecuencias políticas de sus victorias las confirmaban. El genio nacional fue utilizado para crear las precondiciones de un estado burgués.

Después de la muerte de Garibaldi apenas hubo una ciudad o villa italiana que no le dedicara una calle o una plaza. Su nombre era mencionado o escrito miles de veces al día en toda Italia. Pero su nombre era tan irrelevante a lo que ocurría entonces en esas calles y plazas como el cielo azul sobre ellas.

En París, Laura da el pecho al recién nacido. Es como si la leche que mana de ella fuera el azogue de un espejo extraordinario. En este espejo, el niño forma parte de su cuerpo, todas sus partes se han duplicado; pero del mismo modo, en este espejo, ella forma parte del niño, lo completa como él desea. Puede ser el objeto o la imagen a un lado y al otro del espejo. Puede actuar sobre él o dejarse hacer. Mientras tenga el pezón en la boca, los dos vuelven a ser partes de un todo indisoluble, cuya energía los llevará a separarse y diferenciarse en cuanto el niño deje de mamar.

Ella se pregunta: ¿Qué más necesito? El niño crecerá, pero podré volver a habitar en él mirándolo.

Sus nervios y sus sentidos responden sólo mecánicamente a sus propias necesidades; insisten laboriosamente en cruzar el espacio y entrar en la carne del niño para anticipar y satisfacer las suyas. Sus sensaciones, sus sentimientos, están distribuidos como venas en el cuerpo del niño. Cuando lo toca, tiene la sensación de tocarse a sí misma convertida en un ser inocente.

Quiere adorarlo porque le parece que con ella trasciende el mundo tal como es. Quiere dedicarse a él por entero, de modo que esta dedicación suponga el rechazo de toda exigencia por parte de otros. Quiere empezar un mundo diferente con el niño, que su vida recién nacida proponga una nueva forma de vivir.

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