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6.
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Cuando pensó «sigue queriendo hablar conmigo, aun bajo la amenaza de que le peguen un tiro», su visión de él se modificó. La modificación fue también retrospectiva. Ahora se ilumina lo que había notado pero no recordado. Cientos de detalles se unen para formar a ese hombre completo ante ella. Todo lo que le había visto hacer la atraía hacia él. Sus propias impresiones se precipitaron hacia su persona, se pegaron a él, como magnetizadas, y recubriéndola se convirtieron en sus características. Su cabeza se dirigía hacia ella. Vio dentro de ella. Era una cabeza más grande de lo normal. Parecía embestir al hablar. Grandes rizos le caían sobre la nuca. La parte superior de sus orejas estaba tapada por otras espesuras. Las manos, con las que gesticulaba continuamente, eran más pequeñas de lo normal. Y tenían las venas muy pronunciadas. Cuando abría la boca, los dientes partidos la hacían parecer más grande de lo que era. Miraba fijamente. Sus pies, al igual que sus manos, eran pequeños. Caminaba con paso ligero y delicado, pese a que era cargado de hombros y echaba la cabeza por delante.
Le pareció que cada una de estas características era un aspecto elocuente de su naturaleza, como una madre adivina las características de su hijo antes de que éste empiece a hablar o pueda sostenerse solo.
Creo que me mataría y luego se suicidaría, dice Camille riéndose.
¿Dónde vive? Sería una suerte que fuera en París.
No lo sé. Dice que es medio inglés medio italiano.
Eso explica mucho, observa Mathilde.
Por favor, prométemelo, dice Camille.
¿Te ha contado cómo se partió los dientes?
Mathilde, escúchame, esto podría ser una cuestión de vida o muerte.
Tiene una expresión que sólo he visto en otro hombre.
¿Quién?, pregunta Camille.
Era un amigo de mi marido, una armenio que se enamoró de mí.
La desesperación inunda de lágrimas los ojos de Camille. Mathilde baja la voz y le susurra: Camille, puedes fiarte de mí. Pero eres muy ingenua con estas situaciones. El peligro es Maurice, y ahí puedes contar conmigo.
Camille reclina la cabeza en la polvorienta tapicería de cuero y reposa su mano enguantada en el brazo de Mathilde.
¡Qué calor hace hoy!, dice Mathilde. Hay días en los que sencillamente no son posibles las grandes pasiones. ¡El tiempo es el mejor amigo de la mujer!
Vamos a llegar demasiado pronto. No quiero tener que esperar por él. Mathilde, dile que vaya más despacio.
Camille se toca la frente y al hacerlo repara en su mano. Le parece extremadamente pequeña y fina, al igual que las muñecas y los antebrazos. Quiere aparecer tan fresca y tan intrincada como el encaje blanco (recuerda un cuadro que vio una vez de una niña columpiándose en un jardín de Montpellier cuyas enaguas estaban rematadas con encaje blanco). Así quiere aparecer, en este remoto paisaje verde y espeso, durante los pocos minutos que le quedan antes de regresar a París, donde hay más ropas que árboles y las calles parecen habitaciones.
El carruaje se para junto a la iglesia. El mismo Fiat en el que hicieron la excursión a Santa Maria Maggiore está aparcado a la sombra de un plátano. No se ve a nadie. Ordenan al cochero que espere. Él asiente con la cabeza, se baja y se tumba en la hierba al lado de la carretera. Uno de los faros de bronce del Fiat refulge al sol. Camille baja la cabeza y, apuntando con ella al suelo, abre la sombrilla; Mathilde apunta al cielo al abrir la suya. Rodean la iglesia juntas.
Está sentado en un banco de piedra del lateral norte. Besa a Camille en la mano y luego toma a Mathilde por el brazo, y diciéndole «usted es su mejor amiga, ella le hace confidencias, de modo que no tengo que explicarle lo que nos ha sucedido», la conduce hacia un camino bordeado de sepulturas. Camille hace ademán de seguirlos. Él se vuelve. No, dice, espere, por favor. Siéntese en donde yo estaba.
No se oye un ruido. Las puertas de la iglesia están cerradas con llave. No hay nadie en la carretera. Es difícil creer que se encuentran sólo en las afueras de la ciudad. A Camille, ese silencio le parece anormal. Piensa que en las mañanas corrientes tiene que haber vehículos circulando por la carretera, niños jugando en las inmediaciones, algún cura rezando en la iglesia, campesinos trabajando en los campos. En el silencio oye los latidos de su corazón y la voz de él, pero no puede distinguir sus palabras.
Él le está diciendo a Mathilde que lo más seguro es que ellos dos vuelvan a encontrarse y que siempre estará en deuda con ella si lo ayuda a realizar su plan. Ama a Camille: nunca ha estado solo con ella; ya no puede escribirle; todo lo que le pide es que tome el carruaje y los espere junto al Colegio Rosmini —el cochero lo conocerá— donde él y Camille irán a reunirse con ella en el automóvil media hora después. Ése es el tiempo que necesita para explicar sus sentimientos a la mujer de la que está desesperadamente enamorado. Habla con cierta frivolidad, como si no necesitara convencer a Mathilde o como si supiera que es inútil intentarlo.
Mientras suplica a Mathilde estas cosas, no pierde de vista a Camille y se las ingenia para hablarle a Mathilde al oído, para hacerla reír una o dos veces, para no soltarle el brazo y para dar a su connivencia la impresión de intimidad.
El tono con el que habla intriga a Mathilde. No la obliga a decidir si lo que dice es verdad o no. Si lo que dijera fuera demasiado creíble, estaría obligada, como amiga de Camille, a encontrarlo increíble. Si lo que dijera fuera obviamente falso, estaría obligada a decírselo a él. Pero tal como suena, no llega a plantearse la cuestión de si es verdad lo que dice, porque en su forma de hablar él está suponiendo que ella ya sabe la verdad. Pero no la sabe. Y el hecho de que no la sabe despierta en ella una gran curiosidad. Si ella no puede descubrir la verdad directamente, entonces la tendrá que descubrir Camille y contársela. La verdad, piensa, no debe de ser tan terrible, porque si lo fuera, él no habría supuesto tan fácil y naturalmente que ella ya la sabía. Enseguida se fía de él porque no le da ninguna razón por la que hacerlo. Es de Maurice de quien Mathilde no se fía. Y a fin de convencerse de que no está siendo imprudente en nombre de su amiga, se imagina que podrá pedirle a Harry, quien está en una posición que le permite ejercer cierta presión profesional sobre Maurice, que lo persuada para que sea más razonable. Dice que llevará el carruaje hasta el colegio si Camille está de acuerdo.
Camille los ve pasear de arriba abajo detrás de las sepulturas, que, viejas y erosionadas, tienen la forma de una galleta a medio comer. La anomalía de la situación enfada e impacienta a Camille. Se pregunta por qué, después de todos los riesgos que ha corrido, tiene que quedarse ella ahí sentada mientras Mathilde bromea con él. Decide que tiene que hablarle a solas.
Unos minutos después, el cochero se levanta frotándose las rodillas. Mathilde se sube al carruaje y le dice adiós a Camille con la mano. ¡No tardes!, le grita, ¡no puedo hacer milagros! Cuando el carruaje, que tiene torcido el eje trasero, se aleja por la desierta carretera, Camille piensa: Mathilde piensa que en París me convertiré en la amante de este hombre con el que acabo de permitir que me dejen sola.
Hay una mirada que puede asomar en los ojos de una mujer (y en los de un hombre, pero muy raramente) que no encierra ni orgullo ni disculpa, que no pide nada, que no promete aventura alguna. Esta expresión de los ojos puede ser interceptada por otro, pero no se dirige, en el sentido más común de la palabra, a otro: no tiene en cuenta al receptor. No es una mirada que pueda aparecer en los ojos de un niño porque los niños no tienen conciencia de sí mismos; tampoco en los de la mayoría de los hombres porque son demasiado cautelosos; ni tampoco en los de los animales porque no son conscientes del paso del tiempo. Los poetas románticos veían en esa mirada un camino que los llevaba directamente al alma de una mujer. Pero eso significaba tratarla como si fuera transparente, cuando de hecho no hay nada menos transparente en el mundo. Es una mirada que se declara a sí misma como es; no se parece a ninguna otra. De poderse comparar con algo, es comparable con el color de una flor. Es como un girasol que resultara ser azul. En compañía de otros, esta mirada se apaga pronto porque no anima ni a la conversación ni al intercambio. Constituye una ausencia social.
Su deseo, su único objetivo, era estar a solas con una mujer. Nada más que eso. Pero tenían que estar deliberadamente solos, no solos por casualidad. No bastaba con quedarse solos en una habitación porque fueran los últimos en irse. Tenía que ser por propia elección. Tenían que haberse encontrado con el fin de estar solos. Lo que seguía entonces era una consecuencia de estar solos, no la realización de un plan trazado de antemano.
En la compañía de otras personas las mujeres siempre le parecían más o menos desenfocadas. No porque no fuera capaz de concentrarse en ellas, sino porque no paraban de cambiar con respecto a sí mismas conforme tenían que adaptarse a las expectativas o las coacciones de quienes las rodeaban.
Estaba a solas con Camille, retornando al lateral norte de la iglesia, que estaba en la sombra. La agarró por el brazo. Sintió en los dedos que éste estaba más cálido por dentro que por fuera. Lo inundó una sensación de extraordinaria inevitabilidad. Esta sensación no lo sorprendió. Sabía que llegaría, pero no podía invocarla a su voluntad. Sintió la imposibilidad absoluta de que Camille fuera en modo alguno, en el rasgo más insignificante, distinta de lo que era; sintió que todo lo que la había precedido en el tiempo y todo lo que estaba separado de ella en el espacio la enfocaban; el lugar que siempre había estado reservado para ella en el mundo era ni más ni menos su cuerpo exacto, su naturaleza exacta: los ojos en tierno contraste con la boca, los pechos pequeños, las manos finas como rastrillos, las uñas comidas, su forma de caminar con las piernas extrañamente rígidas, el extraño calor de su cabello, su voz ronca, sus versos favoritos de Mallarmé, la regularidad de su pequeñez, la palidez de... Con esta concentración de significado, que él experimentaba como una sensación de inevitabilidad, empezó a aparecer el deseo sexual.
Quería decirle, dijo ella...
Tiene también voz de cigarra, la interrumpió él, no sólo de grulla. ¿Sabe lo que cuentan de las cigarras? Dicen que son el alma de los poetas que no pueden estar callados porque no pudieron escribir en vida los poemas que querían escribir.
Quería decirle, repitió ella, que quiero mucho a mi marido. Es el centro de mi vida y soy la madre de sus hijos. Creo que estaba equivocado al amenazarlo a usted, y quiero que sepa que yo no le di ningún motivo, ninguno, para que creyera que tenía que amenazarlo. Descubrió la imprudente nota que usted me escribió...
¿Imprudente? Nos hemos reunido, estamos solos, estamos hablando, y eso es todo lo que le pedía. ¿Por qué era imprudente?
Era imprudente emplear las palabras que usted empleaba, era imprudente escribir una nota.
¿Cuáles eran las palabras imprudentes?
Camille fijó la vista en un ciprés impenetrable. El silencio seguía siendo anormal. No las recuerdo, dijo en un susurro ronco. Y al decirlo recordó un verso de Mallarmé:
... vous mentez, ô fleur nue
De mes lèvres.
Le decía que era mi más deseada, la llamaba grulla mía.
Eso era imprudente.
Pero usted lo es.
La mayor parte de las inscripciones de las sepulturas eran ilegibles. Las letras formadas con trazos curvos (como la U o la G) parecían haberse borrado antes que las compuestas con trazos rectos (N o T).
Entonces debe usted irse. Por favor, váyase.
El calor de la mañana hacía que todo lo que estaba fuera del alcance o de la vista pareciera muy lejano.
No se equivocaba su marido al amenazarme, dijo él, no le faltan razones para estar celoso.
¡No tiene ninguna! Soy su mujer y lo quiero. Y no soy responsable de lo que usted sienta. Se equivoca, eso es todo... se equivoca conmigo. Usted no es vil. Creo en la nobleza de sus sentimientos. Y eso es lo que quería decirle, no animé a mi marido para que me protegiera de usted, porque no necesito ninguna protección. Hace dos días que lo conozco. ¿De verdad cree usted que se puede ganar el afecto de una mujer en tan corto espacio de tiempo? En dos semanas o en dos meses, tal vez. Pero, ¡en dos días! Se equivoca. Me da la impresión de que usted cree que la vida es como ese tiovivo del que hablaba. Y no lo es. Ya estamos corriendo un riesgo absurdo simplemente por hablar aquí. No ganamos nada con ello. Por favor, lléveme a reunirme con mi amiga en el carruaje. Mi marido y yo partimos hacia París esta tarde.
Camille hablaba con dificultad. Ya no le resultaba fácil decir esas cosas. Pero las decía sinceramente. Consideraba que renunciar era la única manera digna de poner fin a la situación actual y de reparar la injusticia y la indignidad de las amenazas de su marido. Aquello a lo que renunciaba todavía no tenía mucha importancia. Pero creía en el destino. No había habido nada en su vida que la llevara a creer que era enteramente dueña de su suerte. No pensaba que el futuro careciera de misterio, que fuera del todo predecible conforme a la decisión tomada hoy. Quería poder mirar atrás, a este momento de renuncia verdadera porque consideraba que era necesaria. Sin embargo, no se sentía obligada a responder por las consecuencias, esperadas o inesperadas, que pudieran derivarse de este momento. Podrían escaparse a su control y lo reconocía con modestia, con esperanza y con recelo.
¡Entonces la encontraré en París!, dijo él
Lo matará.
No si usted no me traiciona.
¡Traición!
Cometió una tontería guardando la nota. En París tiene que ser más cauta.
En París me negaré a verlo.
Si no tuviéramos nada en contra, dijo él, nunca descubriríamos lo que somos capaces de hacer.
Usted no sabe, no puede saber, de lo que soy capaz. Nadie lo sabrá nunca. Por favor, lléveme de vuelta.
Creo que he soñado con usted toda mi vida sin saber que usted existía. Incluso puedo adivinar lo que va a decir ahora. Va a decir: se equivoca.
¡Se equivoca!, repitió ella, incapaz de contenerse y de contener la risa.
Y era usted, Camomille.
Junto al coche le explicó lo que tenía que hacer con los pedales mientras él arrancaba el motor con la manivela. Le gustó hacer lo que le había indicado, pues le ofrecía la oportunidad de mostrarle de lo que era capaz, que su renuncia no era una forma de disimular la incapacidad.
En el extremo del capó veía su cabeza enérgica y sus hombros embistiendo a un lado y otro conforme hacia girar la manivela. Tenía los brazos delgados. La frente le brillaba con el sudor. Tras varias vueltas sin resultado, el motor arrancó. Todo el vehículo empezó a temblar, y sus manos enguantadas apoyadas en el volante temblaban al unísono con el motor. Él gritó algo que ella no oyó. Tenía la impresión de que si se bajaba del automóvil sería como saltar de la trepidación del vehículo a la inmovilidad del polvo de la carretera y las paredes de la iglesia. Saltó. Él le dio la mano para ayudarla a subir por el otro lado, en el asiento para el pasajero. Cuando se había sentado, él le subió el brazo, que quedó colgando sobre la puerta, y entonces lo besó entre el guante y la manga del vestido. Ella miró su cabeza gacha. Vio como su otra mano se posaba sobre el cabello del hombre.
Volveremos por la carretera pequeña que atraviesa el valle del Viezzo, dijo él, son sólo tres o cuatro kilómetros más.
Si tu veux nous nous aimerons avec tes lèvres sans le dire
Mallarmé
La moralidad no tiene misterios. Por eso no hay hechos morales, sino sólo juicios morales. Los juicios morales requieren hechos continuos y predecibles. La moralidad no puede acomodar un hecho nuevo y profundamente sorprendente. Puede ser ignorado o suprimido; pero una vez que se reconoce su existencia, se vuelve impenetrable a todo juicio moral porque es inexplicable.
Sabe que el hombre que la lleva en el coche es indiferente al caos que está creando en el orden de su vida. Por eso, en razón de esta indiferencia, quiere verlo como a un enemigo. Es indiferente a la forma en que ella lo ha defendido de su esposo. Es indiferente al esfuerzo que ha tenido que hacer para renunciar a él. Es indiferente a la felicidad con la que la han colmado. Todas las razones que se le ocurren para llamarlo enemigo le parecen buenas, y se da cuenta de que con cada una de ellas se vuelve más crítica y más consciente de su propia vida.
El automóvil descapotable produce su propia brisa, fresca. A Camille le parece que hay una correspondencia entre el aire fresco que sopla contra su cara y su cuello y sus brazos y el color plateado del envés de las hojas que parecen moverse sin cesar en las ramas de los árboles que dejan a su paso. Entre los árboles hay verdes lomas cubiertas de hierba. El paisaje tiene todos los detalles para ser el escenario de una conspiración: la de estar juntos, a solas.
Ella compara su indiferencia con el amor que le profesan su marido, sus hijos, su propia familia. Los oye llamarla por su nombre. No hay distinción entre el nombre que dicen y lo que esperan de ella. Camille no es Camille, sino la vida de Camille.
Camomille, dice él. Un compañero de clase solía hacer la misma broma en la escuela. Sólo una sílaba más.
¿Qué es lo que ama en mí?, pregunta ella.
Sus sueños, sus codos, la duda en las cuatro esquinas de su certeza, el extraño calor de su cabello, todo lo que desea pero teme, la pequeñez de...
No hay nada en mí que me cause temor y usted no sabe nada de mí.
¿Nada? Sé todo lo que he escrito sobre usted.
¿Quien habla?
No le importa lo que me suceda, insiste ella.
¿Por qué me pregunta, entonces?
Porque siento curiosidad por verme a través de sus ojos. Me pregunto qué es lo que le ha hecho equivocarse.
Nada me ha equivocado. Toda mi vida me ha llevado hasta usted.
Está usted tan loco como él.
¿Quién?
Maurice y usted están los dos locos.
Pero no usted y yo.
Lo matará en París.
Él para el automóvil después de un puente, en un lugar en el que parece que hay un camino que conduce hasta el arroyo.
Dentro de ocho días estaré en París, dice él.
Camille salta desde el estribo del automóvil a la quietud de la hierba y la tierra. Se posa en sus rígidas piernas y, volviéndose hacia él, lo mira con enfado. Luego da unas zancadas hasta llegar a unas acacias silvestres. Parece haberse olvidado de todo lo que aprendió sobre el porte femenino, de esa forma de moverse que tenía interiorizada como mujer. Se mueve como un niño torpón o como un adulto abatido por la pena.
Y si... y si dijera..., grita con su voz ronca al tiempo que agita los brazos convulsamente, ¡y si esto fuera París dentro de una semana! ¡Si lo hago!
Se echa a correr, tambaleándose un poco, entre los árboles.
Corre tras ella. Al oírlo, se vuelve en redondo y corre hacia él. Hay cerca un emparrado de madera abandonado por el que trepa una gruesa vid casi en estado silvestre.
Quédese donde está, le grita, y desaparece tras el emparrado y los árboles.
Al verse sola, se detiene. Empieza a desnudarse sin prisas, parándose de vez en cuando a mirar alrededor. Sobre los árboles, sobre las colinas circundantes cubiertas de bosque, que parecen puños poblados de pelo verde, ve improbables cumbres nevadas. Baja la vista para desabrocharse el corsé.
No soy yo quien se entrega a ti. No es mi yo. Ni tampoco, de ser yo tú —y créeme que ahora mismo me resulta tan fácil de imaginar como volver arriba y abajo la palma de la mano—, sería tu yo. Si quieres enumerar todas las partes de mi cuerpo, seré como cualquier otra, pues nadie ha encontrado quien pueda juzgarlas; nadie ha encontrado un pezón que juzgue al pecho, una ceja que mida la luz de los ojos, una oreja que decida la nota de la forma, la única forma, en la que podría caminar hacia ti entre los árboles. Fragmentada en todas mis partes, soy una mujer que se desnuda en un claro del bosque, junto a un arroyo, cual si lo hiciera en una habitación, escondida y expectante; la misma mujer que hace unos minutos renunciaba a ti, la misma que volverá a París y a sus hijos esta noche y que no puede imaginarse a sí misma diferente de la fiel esposa de su marido; la misma que nunca ha sido lo que soy ahora. Pero no soy la suma de mis partes. Mírame en mi totalidad, al igual que te exige a ti que te veas esa vida que tanto aprecias. Tengo tantos pelillos en la nuca como maneras puedes tener tú de acariciarme. No soy yo quien se entrega a ti; lo que te ofrezco es nuestro encuentro. Tú me ofreces la oportunidad de ofrecértelo. Y yo te lo ofrezco. Te lo ofrezco.
Le grita: te estoy esperando.
La incoherencia de su tono de voz no lo sorprende. (Parece que lo estuviera llamando un poco impaciente desde la puerta del tocador.) Las palabras empleadas en tales momentos sólo pueden ser incoherentes.
Está sentada en la hierba. El cabello suelto sobre los hombros. Tiene la blusa desabrochada. La falda y la chaqueta lila están dobladas sobre la hierba junto con otras prendas.
Como Camille ha escogido un escenario que le recuerda ciertas pinturas renacentistas de faunos y ninfas, tendemos a imaginar que tiene el cuerpo de las diosas pintadas por Ticiano. Lo que no es en absoluto el caso. Tiene los brazos delgados, el cuello tenso y anguloso; tan escasa es la carne que cubre el interior de sus muslos que éstos apenas llegarían a tocarse si estuviera levantada, con los pies juntos.
Ella lo aguarda como él esperaba. Pero no se sorprende. Esta combinación de sorpresa y de expectativas cumplidas exactamente es exclusiva de los momentos de pasión sexual y constituye uno de los factores que los apartan del paso normal del tiempo. Puede que en algún momento antes de nacer, en un nivel todavía desconocido para nosotros, hayamos percibido así toda nuestra vida. Antes de tocarla sabe lo que le revelará el hacerlo. Cuando la toque comprobará lo sola que está. Desnudándose se despojaba de los intereses de aquellos que constituyen el interés de su vida. Junto con sus ropas se desprendía de los hombres que él odia. Su cuerpo desnudo es la prueba de su soledad. Y esta soledad —sólo esta soledad— es la que él reconoce y desea. La ha sacado del dormitorio conyugal, el piso abarrotado de muebles, la calle en la que las ventanas tienen unas cortinas que de tan inmóviles podrían estar esculpidas en la piedra, las páginas de Mallarmé leídas y releídas, las ropas que encarga a su modisto y que paga su esposo, los espejos falsamente imparciales con marido y mujer, alejándola más y más lejos del lugar al que pertenece, hasta que está sola con ella misma. Ahora pueden partir, desde esta soledad de ella y desde la de él. Andiamo.
Mientras él la mira fijamente, con una intensidad que nunca había imaginado, ella se ve como una dríada, hasta tal punto alerta que es más animal que humana, rápida, sensible, veloz, cameladora, descarada. Los ve, a él y a la dríada, como una pareja, y la visión la llena de ternura. La dríada le desabrocha la camisa. Imagina a la dríada ofreciéndosele a cuatro patas, mirando al suelo, y él montándola como si fuera una cabra. Se arrastra a cuatro patas hasta quedar frente a su cara y entonces lo besa en los ojos desde arriba.
Camomille.
Inundada de ternura, a Camille le resulta imposible distanciarse de nada; la idea de la dríada queda momentáneamente borrada. Poco a poco esos momentos se van haciendo más largos hasta que la dríada desaparece, para no volver, en el olor de la hierba aplastada y en el silencio circundante, y Camille se concentra en el acto de seguir con la lengua esa costura que recorre el pene del hombre en cuyo muslo reclina la cabeza.
Está allí, bajo ella, sobre ella, junto a ella. No le puede exigir nada; nada le ha exigido. Está allí como el tupido emparrado. Está allí como una pared contra la que ella se golpeará repetidamente la cabeza. Está allí, fuera de ella, como el resto del mundo exterior que no ha reivindicado una segunda residencia en su conciencia. Ella no se ha dicho a sí misma que lo ama. Él la ha convencido de una única cosa. A diferencia de los demás hombres que ha conocido, éste la ha convencido de que su deseo de ella —de ella sola— es absoluto, de que es la existencia de ella la que ha dado vida al deseo. Antes, se había percatado de que los hombres querían elegirla para satisfacer unos deseos que ya estaban arraigados en ellos; a ella y no a otra, porque entre las mujeres disponibles, era ella la que más se aproximaba a lo que necesitaban. Pero este hombre no parece necesitar nada. La ha convencido de que el pene que se bandea sobre su cara tiene ese tamaño, ese color y ese calor únicamente por lo que ha reconocido en ella. Piensa que cuando entre en ella, cuando ese quinto miembro suyo coronado en forma de ciclamen —inflamado de sangre, palpitante, sedoso— llegue tan cerca del centro de ella como le permita su pelvis, este hombre habrá regresado al origen de su deseo: ese centro.
El sabor del prepucio y de la primera lágrima de semen transparente que ha asomado en la corona de ciclamen, suavizando aún más su superficie, es el de ella misma hecha carne en otro.
Que no se acabe nunca, susurra despacio y tranquila. Amor mío, amor mío.
Fornicaban en la hierba. Ambos sentían como si ya no estuvieran acostados, sino erguidos, caminando, mientras lo hacían; hacia el final, se echaron a correr entre las altas hojas de hierba húmeda. Él imaginaba además que alguien venía corriendo a su encuentro.
Están todas ahí. ¿Qué hago para abrir esas palabras y sacarles su significado original y, sin embargo, potencial? Están todas a su tiempo y al mismo tiempo. Me resulta de una indiferencia suprema el que la dulce garganta sea mía o tuya. Que la palabra suprema alcance aquí y ahora su supremacía. Carece de importancia de quién es cuál. Todas las partes son una. Están todas unidas. Todas, pese a todas sus diferencias, están juntas. Él se une a ellas. Ya no necesita nada. El deseo es ahí su propia satisfacción, o tal vez no se puede decir que exista ni deseo ni satisfacción, pues no se contradicen: ahí toda experiencia se convierte en la experiencia de la libertad; la libertad que excluye todo lo demás.
Él y Camille yacían uno al lado del otro, solos, desaliñados, en el desnivel junto al emparrado. Un campesino los descubrió al pasar desde la otra orilla del arroyo, aunque estaban muy quietos. Vio un brazo blanco, como el de una estatua, y un pie embutido en un calcetín. Le entró curiosidad y se agachó para ver si sucedía algo más.
¿A quién paseábamos?
Era yo una rodilla que quería el muslo de la otra pierna.
Los sonidos de mis palabras más tiernas estaban en tu ano.
Tus talones eran mis pulgares.
Las palmas de tus manos, mis nalgas.
Me escondí en una comisura de tu boca. Me buscaste con la lengua. No encontraste nada.
Con tu garganta hinchada, mis pies en la boca del estómago, cavando tus piernas, mi cabeza remolcando tu cuerpo, yo era tu pene.
Eras la luz que cayendo en los pétalos oscuros de tu vagina se volvía rosa.
El navío de sangre subió en la presa de tus flores.
Normalmente, un suceso de estas características —un hombre que hiere a otro de un balazo— acaecido en Domodossola habría aparecido sólo en la prensa local, pero como la villa estaba llena de periodistas de toda Europa, aguardando la muerte o la recuperación de Chávez, muchos periódicos dieron cuenta del incidente. Conforme a una vieja tradición, cuando se trataba de incidentes que afectaban a miembros respetables de la burguesía, los periódicos suizos omitían discretamente el nombre completo de los implicados.
«La pequeña villa de Domodossola fue ayer el escenario de un dramático crime passionnel. Monsieur H., un empresario de la industria automovilística francesa, se encontraba en la ciudad en relación con la reciente travesía de los Alpes realizada triunfalmente por el aviador Geo Chávez. Sobre las 3.30 de la tarde y en la abarrotada Piazza Mercato, Monsieur H. efectuó tres disparos con una pistola automática contra Monsieur G., un joven inglés, de quien se dice que es asimismo un entusiasta de la aviación. Monsieur G. acababa de salir de una frutería y caminaba por uno de los soportales de la pintoresca plaza. No se teme por la vida de la víctima, quien recibió heridas en el hombro y fue inmediatamente trasladado al mismo hospital en el que está siendo asistido el héroe de la aviación.
Después del incidente Monsieur H. no ofreció resistencia a la policía y declaró que su único error había sido disparar desde demasiado lejos. Afirmó que ya había advertido al joven inglés de que le dispararía si no desistía de molestar y perseguir a su mujer, Madame H. “Es una cuestión básica de honor”, dijo, “y estoy seguro de que cuando se esclarezcan los hechos, no habrá persona decente que pueda recriminar mi conducta”. El joven inglés declinó hacer declaraciones, aunque habla italiano correctamente».
En la fachada del antiguo hospital de Domodossola —posteriormente se construyó al lado uno nuevo y más grande— hay una placa con una inscripción en la que se rinde homenaje al heroísmo de Chávez y se indica el número de la habitación en la que falleció el 27 de septiembre de 1910.
Todas las crónicas de sus últimas horas sugieren que Chávez estaba obsesionado por el vuelo. No entendía qué era lo que lo separaba todavía de la vida que seguía a su alrededor: la vida en la que él deseaba volver a entrar con todo el ardor y la determinación de su juventud. Su hazaña, en la medida en la que podía separarla del desastre que le había acontecido, no hacía sino aumentar la ironía burlona con la que le atraía esta vida.
«Voy a ir ahora. Bajemos a Brig enseguida». Vive Chávez! Recordaba haber escrito esto en su propia pierna. ¿Qué había hecho mal? Para entonces su mente confusa ya no acertaba a distinguir si el error, la transgresión, había sido de orden técnico o moral. Intentaba recordar lo que había gritado al entrar en la garganta del Gondo. No podía. Y se temía que no iba a poder hasta que no saliera del Gondo. Todavía estaba allí.
No hay ninguna placa que indique la habitación, a tan sólo tres ventanas, a la que G. fue conducido al salir del quirófano, donde le extrajeron la bala. Una enfermera de mediana edad, con aspecto de napolitana, le lavaba la cara y el cuello.
Por primera vez desde el incidente, se encontraba relativamente tranquilo. Desde la cama veía el jardín del hospital. Las hojas estáticas de un sauce aparecían claramente definidas a la luz horizontal del atardecer. Pensaba en lo breves que son los momentos dramáticos; en lo pronto que vuelve a establecerse el orden. Esto le recordó el jardín de su padre en Livorno y el estanque con la perca. Y recordó con qué alborozo había descubierto en aquel jardín que lo que importa es no estar muerto. Suspiró profundamente.
Lo siento. ¿Le he hecho daño?
No, no. Estaba pensando algo. Hizo una pausa. Luego en un tono más suave dijo: Bueno, dígame la verdad, veo que es usted una mujer con experiencia, basta con mirarla, y no demasiado remilgada, pues bien, ¿diría usted que soy el demonio?
¡Chitón! No piense en esas cosas.
No me ha contestado.
Echó un vistazo rápido a la cara de aquel joven, maliciosa, con sus oscuros ojos fijos en ella, pensó en la historia del marido ultrajado que había intentado matarlo y dijo: No, a mí no me parece un demonio.
(Luego, cuando contó lo sucedido, fingió que había contestado así porque el deber de una enfermera es tranquilizar al paciente.)
Eso es lo que me llamó. Pero, imagínese, ¡intentar matar al demonio! ¿Sabe cuál es la única forma de librarse del demonio? Darle lo que pide. ¿Lo haría usted?
Al secarle la cara con la toalla, la enfermera intentó hacerlo callar tapándole la boca.
Pero contésteme, ¿le daría lo que le pidiera?, insistió. Es la única forma... aunque lo que le pida sea su alma.
No está bien blasfemar ni siquiera de broma. No debe hablar así.
¡Bah!, exclamó él.
(La enfermera confesaría luego que se había quedado tan sorprendida que se le escapó una carcajada.)
El rostro de su novia, que ha venido desde París y está sentada junto a la cama, era la extensión que separaba a Chávez del Gondo. Si estiraba el brazo para tocarla, tenía la impresión de que ese brazo, el suyo, era la manga del Gondo, de la que sólo podían salir las yemas de los dedos, que acariciaban los labios de la muchacha, pero no el resto de su cuerpo.
Su agonía mental era el resultado de la inexplicable revocación de una verdad axiomática en la que había creído toda su vida. Frente a su valor y a su supervivencia sin lesiones graves, Dios, la naturaleza y el mundo de los hombres deberían mostrarse de acuerdo. ¿Por qué no lo estaban? Había demostrado su derecho a triunfar y se había visto obligado a renunciar a él. El viento que tan equivocadamente había subestimado, las montañas, el traicionero aire helado, la tierra que había entrado en su boca y ahora en su sangre, su propio cuerpo se negaban a otorgarle el éxito que le pertenecía. ¿Por qué?
Durante la noche susurró sin cesar: Je suis catholique, je suis catholique.
G. se despertó y se encontró oyendo palabra por palabra lo que Camille le había dicho en el automóvil de vuelta a Domodossola.
Te escribiré. ¿Adónde puedo escribirte?
No, no escribas. En cuanto llegue a París te lo haré saber.
Te asombrarás de lo que soy capaz. Te voy a sorprender. Seré astuta. Seré tan astuta como un avocat. Me disfrazaré. ¿Me imaginas de panadera? Iré a verte disfrazada de panadera. O de vieja. (Suelta una risita.) Te espantarás... y entonces me quitaré el disfraz y verás a tu grulla. Si Maurice quiere matarme, puede hacerlo. No tengo miedo. Pero es a ti a quien intentará matar. Eres tú el que debes ponerte un disfraz. ¿Cuál te iría bien? Podrías disfrazarte de español. ¡De cura español! Tiene que ser algo que no vaya nada contigo, para que yo apenas pueda creer que eres tú... pero ahora sabría que eres tú cualquiera que fuera tu disfraz, te reconocería en cualquier parte, y Maurice lo sabría por el brillo de mis ojos al verte. Suponte que supieras que luego vas a morir y que yo lo supiera también. Ahora ya no intentaría detenerte. Ahora no lo haría. Antes lo habría hecho. Habría intentado salvar tu vida. Te habría rechazado. Puede que tuviera miedo. Ahora lo sé. Te recibiría con los brazos abiertos. Eso es lo que querrías. Y entonces, bajo la amenaza de muerte, me desearías más de lo que has deseado a cualquier otra mujer. Y luego moriría contigo... contenta.
Al día siguiente, las últimas palabras de Chávez, cuyo significado es imposible interpretar, fueron: Non, non je ne meurs pas... meurs pas.
Weymann entró en la habitación; su expresión era muy apenada. Saludó a G. fríamente y luego se acercó a la ventana y se quedó de pie, mirando como si abajo, en el jardín, estuviera sucediendo algo interesante.
El funeral es mañana, dijo Weymann.
Oigo todo lo que se dice en el pasillo. Los tabiques son muy finos aquí. Murió ayer a las tres de la tarde.
Toda la ciudad está de luto.
Si Hennequin tuviera mejor puntería, habríamos tenido dos funerales el mismo día.
Ésa es una observación de muy mal gusto.
Habría sido el mío, no el tuyo. ¿Por qué estás tan solemne?
Porque es una ocasión solemne y tus, tus —intentó encontrar la palabra apropiada y miró afuera, a los incidentes invisibles que tenían lugar en el jardín—, tus galanteos son totalmente impropios. Toda la ciudad está de luto. Las fábricas han cerrado.
Será como una ópera de Verdi. A los italianos les gustan las muertes. No la Muerte, sino las muertes. ¿No te habías dado cuenta?
Sienten que es un suceso trágico.
Dijiste que era un idiota.
Eso fue antes de saber que se estaba muriendo.
¿Y qué diferencia hay? Preguntó esto en un tono más suave, y Weymann, aplacado, se apartó de la ventana y se aproximó a la cama.
Se ha ido al cielo, dijo Weymann con la voz del cura al que se parecía a veces, a ese trocito de cielo que el resto de nosotros, los que todavía estamos vivos, llamamos el paraíso de los aviadores perdidos.
Esta noche saldré de aquí y podré ir también a presentarle mis últimos respetos. ¿Se han ido ya los Hennequin?
Debo decirte que todo ese asunto nos ha avergonzado bastante. Escenas como la que provocaste dan mala fama a la comunidad aeronáutica. Hacen que la gente crea que somos todos unos aventureros...
¿Y tú no lo eres?
Sabes exactamente a lo que me refiero.
Dime, ¿han vuelto a París?
Madame Hennequin tuvo un colapso, por si te satisface saberlo.
¿Y Monsieur?
Tuvieron que sujetarlo para que no viniera a buscarte al hospital. La segunda vez no fallaré, dijo.
Debisteis dejarle venir. Me habría gustado volver a verlo.
Weymann se enfadó de pronto. Su cara delgada enrojeció y sus ojos se salían de las órbitas mirando a la figura tendida en la cama: Sí, creo que deberíamos haberle dejado venir. ¿Qué haces? ¿A qué juegas? Déjame decirte algo. Esta ciudad está llena de hombres. Mañana habrá todavía más: hombres llegados de todo el mundo para rendir homenaje a la grandiosa contribución, al histórico valor de Geo. ¿Sabes que hay campesinos que han bajado hoy a la ciudad desde las montañas para dar su último adiós a un hombre que adoraban? Deberías ver sus caras. Tal vez aprenderías un poco de humildad. Verías lo que significa que te den esperanzas para tus hijos tras una vida de fatigas y sacrificios. Entenderías lo que es de verdad una proeza. Y entre esos hombres, esos hombres que llenan la ciudad como peregrinos y le prestan su propia dignidad, hay uno, ¡hay uno que... que no vale más que un renacuajo!
Se fue dando un portazo.
La multitud hacía que la ciudad pareciera una aldea. Figuras de negro se apretujaban contra las paredes de las callejuelas. En el umbral de una casa, las mujeres, con los brazos extendidos, rígidos, formaban una barrera para sujetar a los niños e impedir que salieran corriendo a la calle cuando pasara el cortejo, menoscabando con ello la solemnidad de un momento que había de pasar a la posteridad. De balcones y ventanas colgaban improvisados crespones y banderas tricolores con bandas negras. Lucía el sol. Las calles por las que no pasaba el cortejo estaban desiertas. Todas las tiendas y oficinas habían cerrado. Las campanas tocaban lentamente. La última nota de cada tañido se desvanecía casi por completo antes de que el siguiente llenara de nuevo el silencio. El sonido era de tal suerte que incluso dentro de los soportales, desde donde no se veían ni el cielo ni las montañas, algo te recordaba continuamente la soledad. La piazza olía a caballos y a cuero, pues habían llegado todo tipo de carros y carruajes desde los pueblos de los alrededores, y muchos habían sido dejados allí, sin vigilancia, mientras sus ocupantes, que habían venido para el entierro, seguían a pie el cortejo.
El jefe de estación, que llevaba una gorra con galones dorados y un gabán largo, se miró una vez más en las puertas de cristal de la sala de espera. En este momento, no se trataba de vanidad, sino de vocación; en la misma línea del actor que echa una rápida ojeada al espejo antes de salir a escena. En la sala de espera, los periodistas, venidos de toda Europa, se tropezaban, se empujaban en su intento de establecer comunicación telefónica con sus respectivas capitales.
La banda de la ciudad empezó a tocar una marcha fúnebre en la puerta del hospital. El cortejo se puso en marcha, lentamente al principio. Delante de los cuatro caballos de la carroza, unas chicas tocadas con velos blancos iban salpicando de nardos el polvoriento empedrado. Unos niños, a los que se veía ir y venir apresurados entre la cabeza del cortejo y las calles adyacentes, se encargaban de mantenerlas continuamente provistas con cestas llenas de flores. El alcalde había anunciado que el municipio correría con los gastos del funeral. Mientras estaban paradas, muy derechas, puede que alguna de las chicas sonriera tímidamente a una de sus compañeras; pero cuando se pusieron a arrojar las flores, ligeramente inclinadas, como si intentaran echar una red en medio de una presurosa corriente, tenían una expresión seria y concentrada; una de ellas se mordía el labio inferior.
Pegados a la carroza fúnebre avanzaban la abuela, el hermano y la novia del héroe y amigos de la familia. La novia llevaba la cabeza alta, cual esposa del herético que sigue a la carreta en la que conducen a su marido a la ejecución; desafiaba a las circunstancias, desafiaba a las fuerzas que lo habían matado. El hermano de Geo, un joven banquero, caminaba con la cabeza gacha, mirando la calle sembrada de flores, muchas de ellas todavía intactas. La abuela clavaba el bastón en el suelo al caminar. De tanto en tanto ensartaba una flor.
Detrás de la familia iban los representantes del cuerpo diplomático, los senadores, los pilotos compañeros de Chávez, el alcalde, los periodistas, los representantes de las empresas aeronáuticas y los ricos locales. A una discreta distancia, marchaba una procesión dispersa de miles de personas, la mayoría de las cuales habían visto aparecer a Chávez triunfante a este lado de la montaña, cuando se disponía a aterrizar en el campo que Duray había marcado con una cruz de tela blanca. A la vista de una victoria que parecía tan fácil, frente a la rápida transformación de lo imposible en posible, todos se habían regocijado. Habían leído, u oído leer, en los periódicos frases como: La gran utopía de ayer se ha hecho realidad. Y algunos se habían preguntado: ¿Por qué no hemos de alcanzar lo que deseamos? Quienes tenían la costumbre de contestar a este tipo de preguntas especulativas daban las respuestas habituales. Hay que derrocar a los ricos. La propiedad privada debe ser abolida. Otros sostenían que era necesaria la reunificación italiana, que Trieste debería pertenecerles, que deberían tener más colonias; sólo entonces los italianos verían cumplido su destino. A quienes preguntaban, todas las respuestas les parecían teóricas. Pero la pregunta seguía en pie.
Ahora la inesperada muerte de Chávez había venido a zanjar la cuestión. Era como siempre les habían dicho. Las grandes hazañas nunca son fáciles. Las osadías se pagan. Los verdaderos héroes están muertos. Cuando lo que se desea es inmoderado, te expones a la muerte. La elección está entre aceptar la vida como es o tener una muerte heroica.
Los discursos empezaron a la entrada del Duomo. La multitud escuchaba reconociendo y aceptando lo que se decía. Enfrentados a la consabida elección, los jóvenes escogían en su imaginación una muerte heroica. Sus mayores repasaban sus vidas, con la misma serenidad y ternura con la que podrían mirar a sus hijos, intentando encontrar en ellas una prueba de que cierto tipo de astucia y cierto tipo de humildad son los mejores medios para sacarle lo mejor a la vida. Esa vida que, cuando todo está dicho y hecho, es mejor que estar muerto, aunque el ingenuo valor del héroe fallecido les emocione profundamente, porque ellos también fueron ingenuos, y saben que las lecciones que les hicieron perder la ingenuidad no eran ideales, no eran lo que ellos habían deseado en tiempos. Los jóvenes celebraban el heroísmo de la muerte temprana; sus mayores recordaban el precio de la supervivencia.
El embajador peruano: Me enorgullezco de ser tu compatriota, Chávez, y estoy aquí para depositar sobre tu féretro el homenaje de tu pueblo. Dejemos a tus seres queridos la triste tarea de llorarte: las naciones fuertes no deben llorar ni lamentarse; sólo pueden exaltar y glorificar a los hijos que como tú mismo, Chávez, han sacrificado sus vidas por la brillante luz de un ideal...
Se produjo una conmoción en las primeras filas de la multitud que rodeaba en apretado semicírculo la carroza fúnebre y las escaleras del Duomo. Una docena de hombres se abrieron paso a empujones y subieron la escalinata. Iban vestidos de guías alpinos, y cada pareja transportaba un objeto parecido a unas parihuelas. Sobre éstas se amontonaban grandes ramos de flores silvestres: edelweiss, árnicas, nomeolvides y rododendros rojos. Los pusieron a ambos lados de la puerta de la iglesia. Al bajar, uno de ellos gritó: ¡Te veremos en el aire por encima de los cuatro mil metros! Luego se dio varios cachetes en la mejilla.
El embajador peruano: Desde tu más tierna infancia supiste dominar tus fuerzas, y tu muerte es una gloriosa lección para todos nosotros. Eras fuerte, eras grande; volaste con tu frágil máquina sobre las nieves perpetuas, entre las cumbres sublimes, una prueba de la audacia y del genio del hombre.
El alcalde anunció que dedicarían una calle en su honor.
Dentro del Duomo iba a tener lugar una breve ceremonia religiosa para la familia de Chávez y los visitantes extranjeros más notables. Permanecieron de pie, mirando al frente, en la media luz de la iglesia, en la que resaltaban, sin brillo, los objetos dorados. Sentían el frescor que desprendían las piedras. Es aquí, y no en las calles sembradas de flores, en donde el devoto intenta renunciar a la ciega voluntad de vivir.
El canónigo: Chávez, el joven intrépido y audaz que tuvo la fabulosa visión de los Alpes vencidos y huyendo de su mirada; el orgulloso y valiente joven que vimos elevarse en el aire sobre nosotros, cruzar nuestros valles más raudo que el águila; Chávez, que nos hizo temblar, entusiasmados, ante su inminente triunfo; Chávez, ya no está entre nosotros.
Entre las personas congregadas en la catedral, además de Monsieur Schuwey y Mathilde Le Diraison, se encontraba G. Sus pensamientos volaban hacia los Hennequin y París. Camille lo esperaba para convertirse en su amante. Dudaba que Monsieur Hennequin volviera a dispararle; no había podido evitar que su mujer lo engañara y había fracasado en su intento de vengarse: después de la primera vez, poco importaba ya el número de las veces siguientes. Si tenía en cuenta la determinación de Camille en el asunto, admitiría el derecho de su mujer a tener un amante, siempre que esto no le acarreara graves inconvenientes y siempre que ella se diera cuenta de que su tolerancia estaba condicionada a que estuviera dispuesta a reprimir sus gustos más extravagantes y a no hacerle nunca preguntas sobre sus propios asuntos. Camille, en un pronto de gratitud, descubriría que amaba a ambos, esposo y amante, de forma diferente. Se sometería a los ocasionales requerimientos conyugales de Monsieur Hennequin con la reserva mental de que sólo pertenecía realmente a su amante. Se entregaría a su esposo por el bien de su amante.