G

G


44

Página 46 de 50

44

El tráfico que colapsaba todo el centro de la ciudad nos obligó a abandonar finalmente la berlina en los alrededores del Portal del Ángel y a emprender, a partir de aquel instante, una carrera enloquecida a través de las mismas callejuelas que tantas veces habíamos recorrido Gaudí y yo durante los últimos tres meses. Las festivas multitudes que llenaban todas las vías principales del casco antiguo no se aventuraban, por fortuna, en las sombras malolientes del denso entramado de pasajes y de callejones que discurría entre ellas, de modo que solo en un par de ocasiones nos vimos obligados a detener nuestra carrera para abrirnos paso a codazos entre aglomeraciones espontáneas de barceloneses que gritaban en una esquina vivas al rey, mueras a la República y a la Gloriosa, la revolución de septiembre, y bienvenidas al radiante futuro de la nueva Cataluña que, al parecer, el flamante Borbón todavía no coronado había prometido fomentar desde su trono de Madrid.

Con todo, pasaban ya varios minutos de las diez de la mañana cuando logramos alcanzar por fin el corazón del barrio de la Ribera.

—Esto es absurdo —dije entonces, tratando de recuperar el aliento mientras Gaudí, a mi lado, meditaba la mejor forma de atravesar el abigarrado muro de espaldas que nos separaba de las torres de Santa María del Mar, ya visibles en la inmediata distancia pero todavía inalcanzables—. Es imposible que nadie pretenda atentar contra el rey precisamente aquí.

El rostro sudoroso de mi amigo tenía ahora la expresión más seria, más tensionada, más profundamente reconcentrada que yo le había conocido hasta entonces. Sus labios no se habían despegado durante los diez minutos escasos que había durado nuestro viaje en la berlina familiar; sus ojos no se habían apartado un solo instante del paisaje que transcurría al otro lado de su ventanilla, y mis dos o tres intentos por descubrir qué demonios estaba sucediendo se habían saldado, por su parte, con un silencio espeso que no invitaba a seguir probando suerte.

Esta vez, en cambio, Gaudí sí que respondió a la observación que acababa de hacerle. Y lo hizo de una forma que no me tranquilizó.

—Ojalá yo también lo pensara, querido amigo —dijo, tomándome del brazo e invitándome a seguirlo por un pequeño claro que acababa de abrirse entre la rugiente multitud.

—Esa misa es el acto más seguro de todo el programa —aseguré, más para mí mismo que para los oídos de mi amigo—. La zona estará perfectamente acordonada durante toda la mañana, los invitados al oficio han sido escogidos con sumo cuidado, y tanto el interior como el exterior de la iglesia estarán vigilados en todo momento por nuestros hombres. Si se ha escogido Santa María del Mar como escenario de la misa, en lugar de la catedral, ha sido precisamente por lo fácil que resulta vigilar tanto los accesos al templo como su propio interior.

La cabeza de Gaudí asintió firmemente ante mis palabras.

—Estoy convencido de ello —afirmó—. En una situación como esta, meter al rey en la catedral hubiera sido una imprudencia.

—Y aunque el dispositivo de prevención no funcionara, nadie podría arrojar aquí una bomba, sacar un cuchillo o disparar un pistolón sin verse reducido al instante por la multitud que ha venido a celebrar la llegada del rey. Y usted sabe que los anarquistas son personas cobardes. Esta clase de terroristas políticos solo atentan cuando saben que podrán escapar sin ser detenidos.

—Como aquellos nihilistas rusos que atentaron contra los trenes subterráneos de Londres, quiere decir.

—A aquellos nihilistas los detuvieron después del atentado gracias a una investigación que condujo hasta su guarida. Ellos no lanzaron las bombas en mitad de los pasajeros del tren y se quedaron a esperar a que los lincharan.

—Las bombas que utilizaron eran bombas de tiempo.

—Claro —asentí, antes de entender lo que Gaudí estaba sugiriendo—. Quiere decir…

—Quiero decir que nadie va a arrojar aquí una bomba, ni a sacar un cuchillo, ni a disparar un pistolón —completó Gaudí—. No sé si el asesino de Eduardo Andreu es realmente un anarquista, pero el plan que ahora maneja, querido amigo, es tan pulcro y tan seguro para él mismo como el más cobarde de los anarquistas hubiera podido desear.

Una nueva aglomeración nos obligó a detener nuestro paso y a buscar nuevas rutas hacia la iglesia. Estábamos ya a menos de veinte metros de la plaza que se abría ante la fachada principal, pero alcanzar Santa María comenzaba a antojárseme una misión imposible.

—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunté a voz en grito—. ¿Cómo puede saber cuál es el plan que ese asesino maneja?

Gaudí buscó durante unos instantes un resquicio por el que colarse entre los centenares de cuerpos que nos rodeaban, y luego me miró con unos ojos fríos y brillantes como pedazos de hielo azul.

—Lo sé —dijo— porque soy yo quien se lo ha diseñado.

Y entonces, por fin, creí entenderlo.

Fiona Begg.

Antoni Gaudí.

La atracción, o la fascinación, o el puro hechizo irresistible que la inglesa había ejercido sobre mi amigo durante aquellas nueve últimas semanas, y que mi forzada ausencia me había impedido tratar de moderar desde la experiencia de mi propia relación con Fiona.

—Quiere decir…

—Quiero decir, amigo Camarasa, que si algo irreparable sucede aquí esta mañana, mi conciencia habrá de cargar con la culpa durante todos los años que me queden por vivir.

Negué con la cabeza incrédulo.

—Pero usted no ha podido…

—Yo he compartido mi descubrimiento con dos únicas personas —me interrumpió Gaudí de nuevo—. Una de ellas es usted. La otra es Fiona. Mi orgullo quiso impresionarlos a ambos, y ahora mi orgullo puede estar a punto de costarles la vida a cientos de inocentes.

Ahora sí lo comprendí.

—Su descubrimiento.

—Fiona se mostró profundamente interesada en la maqueta y en los planos que le mostré. Me hizo toda clase de preguntas sobre el alzado del templo, sobre la mecánica de fuerzas que lo sostenía, sobre las bases teóricas de mi descubrimiento y sobre las evidencias físicas que lo sustentaban. Yo me sentí muy halagado por su interés. —Mi amigo sonrió tristemente—. ¿Qué le parece?

En mitad de todos aquellos cuerpos extraños que nos comprimían y nos zarandeaban y nos aplastaban el uno contra el otro, logré posar mi mano derecha sobre el antebrazo izquierdo de Gaudí y ejercer sobre él una breve presión consoladora.

—Me parece que no tiene usted nada de lo que avergonzarse.

Mi amigo agradeció mi torpe gesto con un gruñido inarticulado.

—Y a mí me parece que no ha entendido usted bien la situación en la que nos encontramos.

Traté de recuperar en mi memoria la imagen de aquella extraña reproducción invertida de Santa María del Mar que Gaudí había tenido dispuesta durante varios meses en la habitación principal de su buhardilla. Su sistema de pesos y de poleas, sus pequeñas bolsas de tierra colgantes, su aparataje de hojalata y de metal: la ilustración física de la asombrosa teoría que mi amigo había concebido sobre los principios de construcción del templo, y a cuyos detalles, para mi vergüenza, yo apenas había prestado una amable atención distraída durante mis visitas al hogar de los Gaudí. En cualquier caso, me bastó con recordar la idea de aquellas cinco o seis columnas que según él sostenían la estructura secreta de Santa María del Mar: el peso entero de aquella gigantesca mole de piedra y de cristal, sus muchos miles de toneladas descansando, por la pura magia combinada de la física y del ingenio humano, sobre cinco o seis pilares que ahora mi amigo, al parecer, había señalado sin saberlo con una cruz de tiza y un signo de «derribar por aquí».

—Los anarquistas no quieren meterle una bala en la cabeza al rey —resumí, con mi mano aún cerrada sobre su antebrazo y con la voz temblorosa de incredulidad—. Quieren tirarle una iglesia encima. Y para hacerlo pretenden seguir las indicaciones que usted les ha proporcionado a través de Fiona.

Gaudí no se molestó en asentir.

—Cuando ahora les explique la situación a sus colegas, trate de utilizar otras palabras —fue todo lo que dijo. Y acto seguido liberó su brazo bruscamente de mi mano, endureció todavía un poco más el gesto y comenzó a abrirse paso a codazos y a empujones hacia la plaza de Santa María del Mar.

Serían ya cerca de las diez y cuarto cuando yo mismo conseguí acceder hasta el primer cordón de seguridad que rodeaba el templo. No tardé en divisar a varios miembros del Grupo de Apoyo Operativo rondando la entrada principal en compañía de una decena larga de muchachos que serían, supuse, parte de ese retén de agentes infiltrados que nos habían ido surtiendo de información sobre lo que se cocía en los ambientes antimonárquicos de la ciudad. Me presenté debidamente ante el miembro de mayor edad del grupo, el señor Agustí Riera, un alto industrial del sector de la minería con el que había tenido ocasión de compartir varias reuniones durante las últimas semanas, y tras responder a sus amables preguntas sobre el estado de salud de mi madre —a su decir, la noticia de su indisposición había consternado profundamente a todo el mundo, incluyendo al propio monarca— logré traspasar por fin en su compañía el muro de uniformes militares que protegían la plaza.

No repetiré aquí la conversación que mantuve entonces con el buen señor Riera. En mi boca, me temo, la idea de que un grupo de supuestos anarquistas no identificados, cuyas actividades no habían sido detectadas por nuestro servicio de seguridad, pretendieran derribar una iglesia muchas veces centenaria por el procedimiento de hacer caer tres o cuatro columnas de apariencia meramente decorativa sonó tan poco convincente, por no decir tan absurda, como en el fondo aún seguía sonando en el interior de mi cerebro; y por supuesto, ninguno de los argumentos que a Gaudí y a mí nos habían llevado a albergar tan asombrosa sospecha —el extraño comportamiento de Fiona durante aquella mañana, la presencia inexplicable de la pitillera en su dibujo, el súbito envenenamiento de mi madre y nuestra propia intoxicación causada por los cigarrillos de la inglesa— era susceptible de ser esgrimido en aquella situación ante un caballero que ya comenzaba a mirarme, al cabo de tres minutos de penosos balbuceos por mi parte, con cara de preguntarse si no habría hecho bien en guardar cama yo también junto a mi madre aquella mañana.

Razones para el escepticismo, en todo caso, no le faltaban al señor Riera. Nuestros hombres habían revisado palmo a palmo el interior del templo aquella misma mañana en busca de explosivos, de armas ocultas o de cualquier otra fuente de amenaza potencial contra la seguridad del rey, y no habían encontrado nada. Ningún extraño había entrado o salido de la iglesia desde entonces, incluyendo a todos aquellos militares que cerraban el paso a la plaza y aun a los mismos agentes de paisano que custodiaban sus diversas puertas de entrada: solo los miembros identificados de nuestro Grupo de Apoyo Operativo habían tenido acceso al interior de Santa María del Mar desde las ocho de la mañana. Si dentro de aquel templo había ahora mismo una bomba, únicamente podría haber llegado hasta allí escondida entre las ropas de los asistentes a la misa solemne que ya se estaba celebrando en su interior. Y los únicos asistentes a esa misa, como yo bien sabía, eran los miembros más selectos de la sociedad civil, política, militar y eclesiástica catalana. Personas que no se dedicaban a poner bombas en el interior de las iglesias. Y menos aún, por supuesto, en iglesias en las que ellos mismos se hallaban asistiendo a la misa solemne en honor de un nuevo rey.

—Permita que le haga una pregunta, caballero —dijo entonces Gaudí, llegando por fin a nuestro lado con la respiración agitada y el rostro deformado ya definitivamente por una mueca de tensa convicción.

Su aspecto no era muy distinto al que tenía cinco minutos atrás, cuando yo lo había perdido de vista entre las multitudes que nos cerraban el paso hasta la plaza de Santa María. Pero a su lado ahora estaba, absurdamente, el pilluelo Ezequiel.

—Es una pregunta importante —dijo el muchacho, mirándonos alternativamente al señor Riera y a mí con cara de estar dispuesto a disfrutar enormemente de cualquier giro posible de los acontecimientos a partir de aquel instante—. Hola, Estudiante.

El señor Riera inspeccionó de arriba abajo al deslustrado Gaudí y al pequeño delincuente harapiento que lo acompañaba y puso cara de no gustarle en absoluto lo que estaba viendo.

—¿Y ustedes quiénes son?

—Mi amigo Gaudí, señor Riera, y su amigo Ezequiel —me apresuré a presentarlos—. Ellos están con nosotros en esto.

—Respóndame solo a esto, señor Riera —dijo Gaudí, con tono amable pero firme—. ¿Ha estado aquí esta mañana la señorita Fiona Begg?

El anciano me miró a mí antes de responderle a mi amigo, como si me pidiera permiso para hacerlo o como si me responsabilizara, más bien, de la incómoda situación en la que lo había enredado.

—Por supuesto —asintió por fin—. La señora Camarasa la ha enviado aquí un poco antes de las nueve para que nos explicara lo que sucedía.

—Y también habrá aprovechado para hacer algunos esbozos en su cuaderno, imagino.

El señor Riera sonrió ligeramente.

—Como siempre. ¿Han visto ustedes alguna vez a la señorita Fiona sin su lápiz y su cuaderno?

—¿Ha hecho también esbozos del interior del templo?

La sonrisa se borró al instante de la cara del anciano. Su cabeza se volvió nuevamente hacia mí.

—¿Qué insinúa su amigo? —me preguntó.

—Nada inadecuado, no se preocupe —me apresuré a responder, entendiendo finalmente hacia dónde apuntaban las preguntas de Gaudí—. La señorita Fiona querría hacer sin duda algunos esbozos del interior del templo antes de que empezara el oficio, dado que durante la misa solemne no le sería posible acceder a él. ¿Se lo permitieron ustedes?

—Por supuesto que se lo permitimos —respondió el señor Riera, con la papada todavía temblorosa de preventiva indignación—. ¿Hay manera de negarle a esa señorita la entrada a algún lugar? Y en cualquier caso, ella y su padre son parte de nuestro dispositivo de información y propaganda, ¿no?

Lo eran. Desde luego que lo eran. Asentí debidamente al tiempo que Gaudí preguntaba:

—¿La señorita Fiona entró sola en la iglesia para tomar esos esbozos?

El señor Riera no lo dudó un instante.

—La acompañaba uno de esos plumillas que redactan las noticias que ella ilustra.

Gaudí y yo nos miramos al unísono.

—Un joven pálido, de pelo largo y aspecto femenino, sin duda —dijo entonces mi amigo, haciendo que mi estómago se revolviera al instante.

—El mismo. —La boca del señor Riera se torció en una mueca desdeñosa—. En mis tiempos, si un joven se hubiera atrevido a dejarse crecer el pelo de esa manera, las autoridades no habrían dudado en llamarlo al orden con un par de buenos tijeretazos y unos cuantos días en prisión.

Gaudí amagó un intento de sonrisa amable que apenas llegó a curvar las comisuras de sus labios.

—Descríbanos la bolsa que ese joven llevaba al hombro, por favor —le pidió entonces al anciano.

—Una bolsa negra, grande, más o menos de este tamaño. —Las manos del señor Riera encuadraron tres palmos del aire frío de invierno que circulaba ante su pecho almidonado—. ¿Cómo sabe usted que ese joven llevaba una bolsa al hombro?

En lugar de responderle, Gaudí se volvió hacia mí con una expresión inequívoca en el rostro. Había llegado el momento de hacer valer de una vez por todas mi posición y mi apellido ante aquel anciano.

—Señor Riera, tenemos que detener la misa solemne y desalojar inmediatamente la iglesia antes de que sea demasiado tarde —dije, con toda la firmeza que pude convocar a mi garganta.

La cabeza del hombre se agitó con incredulidad.

—¿Disculpe?

—Ya me ha oído. Si no desalojamos ahora mismo esta iglesia y sus alrededores, la muerte de cientos de inocentes pesará para siempre sobre nuestras conciencias.

El rostro sonrosado del señor Riera palideció ligeramente, pero no se desprendió de la expresión de incrédula suficiencia que había mantenido desde el inicio de nuestra conversación.

—¿Sabe usted lo que me está pidiendo?

—No se lo estoy pidiendo, se lo estoy ordenando —repliqué—. En ausencia de mi madre, yo soy el primer responsable de la seguridad real.

—Eso no es cierto. En ausencia de su madre, la seguridad real pasa a depender de un comité integrado por los diez miembros principales del Grupo de Apoyo Operativo. Y la coordinación de ese comité está en manos, en cada momento, del responsable principal de la zona que se encuentra visitando el monarca. El responsable principal de esta zona soy yo. Y en calidad de tal —concluyó el anciano, mirándome con repentina dureza—, estoy en mi perfecto derecho de considerar, señor Camarasa, que esto que usted me propone es una locura.

—Lo que es una locura, señor Riera, es poner en riesgo la vida de cientos de personas, entre ellas la de un rey, por miedo a…

No tuve ocasión de terminar la frase. Las uñas de Gaudí se clavaron fuertemente en mi antebrazo y me obligaron a cederle la palabra.

—No hay tiempo —fue todo lo que dijo.

Y acto seguido, para sobresalto de todos los agentes armados que controlaban la plaza, mi amigo echó a correr como alma que lleva el diablo hacia la puerta principal del templo, esquivó con un ágil quiebro taurino al único muchacho que había apostado en ese instante al pie de la escalinata y, siempre con el pilluelo Ezequiel pegado a sus talones, penetró sin más en el interior de Santa María del Mar.

Ir a la siguiente página

Report Page