Futu.re

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IX. La huida

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—Suéltalo —pide el Treinta y ocho.

—¡Sí, sí, por supuesto! —responde el Quinientos tres con sorna—. Ahora mismo. Dirás también que, cuando te estabas chivando, no sabías que nos lo íbamos a cargar.

—Yo… Yo no…

—Ya está. Venga, deja de mirar al suelo. ¿Tienes cojones o no?

Toda su decena estalla en una carcajada.

—Yo no… No… —Y el Treinta y ocho rompe en sollozos.

Siento asco hasta yo.

—¡Fuera de aquí, cagueta! —ordena el Quinientos tres—. Mañana te juzgaremos a ti.

Y el Treinta y ocho se larga obedientemente entre ufes y ayes.

De repente me entra la risa y me quedo tranquilo. Soy idiota, un idiota perdido. ¡En quién he confiado! ¿Qué esperaba? ¿Adónde iba?

Dejo de contorsionarme, me importa un bledo que se me vea el colgajo e incluso me hace gracia que me hayan enganchado a una camilla de hospital a modo de crucifijo.

No puedo contener la risa, y el Quinientos tres me la nota.

—¿Por qué carajo te ríes? ¿Crees que son bromitas? —Él también sonríe.

Tengo la mandíbula y los labios crispados. No me obedece la cara.

—Vale —dice el Quinientos tres—. Ríete si eres tan alegre. ¡Escuchadme, ratas! La verdad es que me importa una mierda lo que opinéis todos vosotros. Decido yo. Estás acabado, Setecientos diecisiete, ¡kaput! ¿Y sabes qué? No hace falta que me devuelvas la oreja. Me quedaré con las dos tuyas. Empieza, Ciento cuarenta y cuatro.

Aquel esbirro suyo que daba vueltas amedrentando al público le rinde un saludo militar y se sube a la camilla a la que estoy atado. Se coloca detrás de mí y en un instante pasa la camisa enrollada entre los barrotes del cabecero. Estoy distraído por las palabras del Quinientos tres sobre mis orejas y tardo en entender cómo exactamente me van a ajusticiar. Intento apretar la barbilla contra el pecho para que no pueda ponerme el trapo en el cuello, pero el Ciento cuarenta y cuatro me coge del pelo, me sube de un tirón la cabeza y me envuelve la garganta con la camisa. La camilla de hospital se convierte en un garrote. El Ciento cuarenta y cuatro junta las puntas de su instrumento, ata un nudo y empieza a dar vueltas, cortándome el aire y la sangre. Me agito, me sacudo, la cama está saltando, y otros tres esclavos del Quinientos tres vienen hacia mí corriendo para frenar mi convulsivo galope.

Nadie dice ni una palabra. La estoy espichando en silencio. Tengo la sensación de estar ahogándome, como si un pulpo descomunal me estuviera estrangulando con sus tentáculos.

El mundo baila alrededor de mí, baila y se apaga. Sin querer, tropiezo con los ojos del Quinientos tres. No lo quería mirar, pero él busca ávidamente mi mirada. De repente me quedo helado, al ver que el Quinientos tres, sonriente, se está pajeando.

—Vamos —articula sólo con los labios.

En esto, a la entrada de la sala se oye un ruido.

Alguien chilla.

—A veeeeeeeer… —suena una voz baja—. ¿Qué pasa aquí? ¿Rebelión en la guardería?

El tentáculo del pulpo que me apretaba el cuello se afloja de improviso. Suena otro alarido y se cae una camilla.

—¡¿Qué haces?! ¡¿Qué hacéis?! —grita a alguien el Quinientos tres.

Hago un esfuerzo para salir de mi coma, de milagro libero una mano, me despego el tentáculo del cuello, la cuerda se suelta, me desplomo, me arrastro no sé adónde… Respiro, respiro, respiro.

Con el rabillo del ojo veo cómo en medio de la sala dos bestias enormes les están dando una paliza a los chacales del Quinientos tres; uno de los atacantes tiene el pelo largo y seboso, el otro está rapado y lleva barba. Mientras voy huyendo a gatas, sin saber adónde, me doy cuenta de que esos dos son los terroríficos patrones del Treinta y ocho; habrá sido él quien los ha llamado.

—¡Alto! —se oye por detrás; es el Quinientos tres.

—¡No! —le respondo en un susurro.

Si paro, estoy muerto. Y, sin meta ni rumbo, sigo gateando hacia la vida.

—¡Seguridad! ¡Seguridad! —retumba una voz encima de mi cabeza—. ¡Tenemos un motín!

Es una voz de adulto.

Choco contra los pies de alguien. Levanto la cabeza… como puedo. Y veo el uniforme azul del doctor. Aquí está ese cabrón. Ahora sí que me ha oído, ¿no?

El médico saca algo de la pechera. No puede ser… Lleva una pistola.

—¡Al suelo, boca abajo! —grita.

Pero no me apunta a mí, sino al Quinientos tres, que se ha quedado paralizado a unos dos pasos de distancia. «Ahora o nunca», pienso yo. Creo que he cogido aire suficiente. Ahora o nunca.

Me enderezo, me meto debajo de su brazo y golpeo de abajo arriba. Se oye un disparo suave, el proyectil se hunde en el techo, abriendo en él un agujero carbonizado. ¡Es una pistola de verdad!

El doctor se queda aturdido. Le clavo los dientes en la mano, le arranco el arma y, resbalando, corro desnudo hacia la salida, hacia la ventana. El Quinientos tres se lanza detrás de mí, el doctor le sigue los pasos.

¡El despacho está abierto!

Atravieso como un rayo la primera habitación: los simpáticos hologramas de tripas humanas brillan sobre sus caballetes, la cama está hecha, todo parece impecable, como en un quirófano.

El Quinientos tres y el doctor se detienen en el vano de la puerta dándose codazos. Gano unos segundos. Es más que suficiente para llegar a la habitación donde está la ventana. La puerta. Me estampo contra ella a toda velocidad. ¡Está cerrada! ¡¡¡Cerrada!!!

Quedándome donde estoy, doy la vuelta como una peonza y encañono al doctor y al Quinientos tres, que ya vienen hacia mí.

—¡Ábrela! —grito como un descosido.

—¿Para qué? ¿Qué necesitas? ¡Ahí no hay nada! —El doctor me enseña las palmas abiertas de las manos y da un paso en mi dirección—. Cálmate, no te vamos a castigar…

Detrás de su espalda, encima de la mesa de trabajo, veo una pantalla encendida en la que se proyecta la imagen de la sala de ejecución. Al lado humea una tacita de café: este hijo de puta no estaba durmiendo, sino solazándose con mi tortura desde el anfiteatro VIP.

—¡¡¡Abre, cabrón!!! —La pistola tiembla en mi mano—. O te…

—Vale, vale… —Se vuelve un segundo hacia la entrada—. De acuerdo. Permíteme pasar…

—¡Tú! ¡Diez pasos hacia atrás! —Apunto la pistola al Quinientos tres, que está buscando el momento para atacar.

Al final obedece, pero lo hace sin prisa, con mucha parsimonia.

El médico, con un gesto nervioso, pone la mano sobre el escáner y dice: «Abrir». La puerta obedece.

—Ya lo tienes —dice con un gesto pacificador—. ¿Y qué estás buscando?

—¡Fuera! —contesto—. ¡Fuera de aquí, pervertido!

El médico se retira con la misma expresión servicial en la cara cansada. Y la veo… La veo. Me daba tanto miedo que se esfumara, mi espejismo. Temía que la ventana fuese un sueño, que, al despertar, no me fuera posible introducirlo de contrabando en la realidad. Pero está en su sitio.

Ahí está también la ciudad. La ciudad que durante todos estos años me ha estado esperando con impaciencia. Al otro lado del cristal, igual que en el internado, es de noche. Es una noche blanca: ahuyentando la oscuridad, cargada de luces de rascacielos, brilla el mar celeste, el mar de humos y vahos, la respiración de la gigápolis. Parpadeando, fluyen túneles de alta velocidad, cien mil millones de personas viven felices en sus torres, sin sospechar siquiera que en una de ellas, idéntica a las demás, hay un campo de concentración infantil clandestino.

Me dirijo hacia ella.

Aquí está el tirador. Solo tengo que girarlo y la ventana se abrirá de par en par; allí estaré libre y podré hacer lo que quiera, aunque tenga que tirarme al vacío.

Pero en la habitación aparece el Quinientos tres y sólo me queda medio segundo para concluir el plan.

Puedo meterle un balazo entre las fauces entreabiertas por la sorna y acabar nuestra relación para siempre. No hay nada más fácil en este instante que dispararle en la boca.

Pero desvío la mano con la pistola y disparo… contra el cristal.

Es lo que más necesito ahora. Romper la cáscara del huevo desde dentro, asomarme, llenar los pulmones de aire puro, auténtico, en vez de este maldito sucedáneo insípido que usan para inflarnos, y estar aunque sea un ratito sin el techo sobre la cabeza.

—¡Gallina! —me dice el Quinientos tres.

No sé con qué carga su pistola el doctor, pero el disparo forma en el cristal una enorme quemadura. Y destruye la ciudad.

Desaparecen las torres-atlantes, desaparece el tejido de túneles colgantes, se apaga el cielo luminiscente. Sólo quedan unos cables echando chispas, tripas electrónicas humeantes, el negror.

Era una pantalla.

El primer simulador panorámico tridimensional de mi vida.

Pasa una sombra fulminante, la pistola se me cae de la mano, y yo tras ella me derrumbo.

—¡Gallina! —grita con voz ronca el Quinientos tres—. Flojo…

—¡Seguridad! —lo interrumpen unas voces metálicas desconocidas—. ¡Todos al suelo!

—¡No os lo dejo! —ruge el Quinientos tres—. ¡Es mío! ¡Mío!

—¡Suéltalo! —grita el médico—. ¡Que el jefe se encargue de él! ¡Esto se ha salido de madre!

Y el Quinientos tres retrocede, respirando con tanta dificultad que parece que tiene un agujero en cada pulmón.

Me ponen un saco negro en la cabeza. Luego —una vez en la oscuridad— oigo una risa anónima:

—¿Tú qué creías, que estáis en una ciudad? ¿Pensabas que a bastardos como vosotros los iban a tener junto a la gente normal? ¡Esto es un desierto y el recinto cuenta con tres perímetros de seguridad! ¡Nadie se ha escapado de aquí jamás! ¡Ni se escapará! Cretino, tenías sólo una salida: estudiar y pasar el examen. Pero ahora…

—¿Adónde lo llevamos? —pregunta una voz de hierro.

—A la cripta —me condena el anónimo al parar de reír.

Me llevan hacia la nada.

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