Futu.re

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XIII. Felicidad

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¿Y si le ofrezco ahora mi yo verdadero? Yan. Yan Nachtigall Dos T. Huérfano. Inmortal. ¿Seguiría jugando conmigo después de eso?

—Pero queda incluso bonito —se ríe ella—. Un pobre científico que se dedica a chorradas anticuadas. Eres un romántico. ¿Cuántos años tienes?

—Trescientos —digo—. Cuando empecé a dedicarme a mi profesión todavía no era tan anticuada. En aquel entonces la gerontología era la ciencia más solicitada.

—¡Qué monstruo! ¡Menuda fuerza de voluntad! —me alaba ella—. Y te conservas bastante bien para tu edad. ¿Por qué te pones rojo?

—¿Y tú cuántos años tienes, Liz?

Hace un gesto de indiferencia fingida.

—¡Qué más da! Lo importante es la edad que aparento, ¿no? Pues, supongamos que tengo cincuenta. No me echarías tantos, ¿a que no?

Los ojos le empiezan a brillar, las mejillas se le ponen rojas.

—¿Y te acuerdas todavía de tu madre?

—¿Cómo?

—Dices que tienes cincuenta años y un padre. Eso quiere decir que la elección la hizo tu madre, ¿no? Porque hace cincuenta años la Ley de la Elección ya estaba en vigor. Entonces, si tu padre decidió cuidar de ti, tu madre fue vacunada y murió hará unos cuarenta años, ¿verdad? Tú tenías diez. Por eso pregunto: ¿te acuerdas de ella?

—¿Y tú de la tuya?

—Yo, Patrick Dubois Veinticinco E, recuerdo perfectamente cómo es mi madre. Sigue viva todavía, tiene un pisito muy lindo cerca de Hamburgo con vistas a una fábrica de pescado, y la voy a ver los fines de semana. Aparenta los mismos años que tú. Sólo hay un problema: por culpa de la maldita fábrica, su casa siempre apesta a pescado. Ese olor es capaz de tumbar a cualquiera, pero mi madre ni lo nota. Y yo me siento como en casa en cualquier sitio que huele a pescado.

—¿Ves qué bien? —me alaba Annelie—. ¡Ya te empieza a funcionar la imaginación!

Se pasa el dorso de la mano por la frente, apartándose el cabello, luego se pone las manos sobre el vientre. Coge aire y contiene la respiración, los ojos se le ponen vidriosos.

—¿Estás bien? —pregunto.

—Café… Sándwiches… Platos calientes… —se oye en el pasillo.

—¡Estoy genial! —dice sonriendo—. Sólo me molesta un poco la tripa. Será el hambre. —Se asoma al pasillo y suelta un chillido de alegría—: ¡Guay! ¡Viene un robot con manduca!

—Ahora te toca a ti —le recuerdo yo.

—¿No tienes hambre todavía?

—¿Qué me dices de tu madre, Liz?

—¡No te lo puedo decir! —Se encoge de hombros—. Porque ya no soy Liz. Soy Suzanne Strom Trece B. También conocida como Suzy Storm, la temible asaltante de ferrocarriles.

Se pone la careta de Mickey Mouse, pone los dedos en forma de pistola y, descalza, sale corriendo al pasillo.

—¡Alto! ¡Es un atraco! —vocea ella.

Salto detrás de ella; pero es demasiado tarde. Suzy Storm se ha hecho con un paquete de almuerzo caliente, pasándolo de una mano a otra y soplándose los dedos abrasados. El robot, con voz patética, le pide clemencia. Pero Mickey Mouse se ríe con júbilo y picardía.

Al final le pago al robot, a pesar de las protestas de la asaltante. Ella me encomienda vigilar el botín («¡Una parte te corresponde por ley, Patrick!») y se va al baño. Me quedo solo, me escucho y oigo: clic, clic, clic. Dentro llevo un huevo, y algo se mueve debajo de su cáscara.

A tanta velocidad, cientos de torres al otro lado de la pared-ventana se convierten en una sola y las pantallas con publicidad de artículos infinitos, sin los cuales la felicidad humana resulta imposible, se funden en un solo torrente irisado, un río caudaloso de fuegos parpadeantes, un Amazonas de fantasías pixeladas, que resulta ser la felicidad misma. Entro en ese río y, embelesado, echo a nadar. No me doy cuenta de que, en cuanto el tren pare, se quedará seco y volverá a transformarse en inmensas pantallas publicitarias con pastillas, ropa, pisos y vacaciones sobre otros rascacielos.

Nunca hay que pensar en lo que va a pasar cuando el tren pare.

—Señores pasajeros. Por favor, preparen sus billetes y carnets de identidad para el control —se oye una melódica voz femenina en el pasillo.

Un segundo más tarde ya tengo el táser en la mano. Es un gesto acostumbrado. Mi cuerpo piensa por mí, sabe cómo actuar. Pero usar un táser contra los controladores… Además, tiene que haber Policía aquí, siempre patrullan los trenes de larga distancia… ¿Dónde estará Annelie? Ahora, lo más importante es que no nos separen. Me vuelvo hacia el asiento donde estaba ella.

—¡Aviso importante: los polizones tendrán que abandonar el tren y recibirán un severo castigo! —anuncia la misma voz muy de cerca.

Rápidamente, como si me fueran a disparar, me asomo al pasillo. Annelie está allí, justo al otro lado de la ventana, arrimada a la pared, escondiéndose de mí. No hay nadie más.

—¿Te lo has creído? —dice sonriendo.

—¡Claro que no!

Luego nos zampamos ese almuerzo caliente: mariscos con algas y repollo marinado. Callados, simplemente sentados uno enfrente del otro, mirando por la ventana. Resulta que yo también tenía hambre. Ella me lo contagia todo.

El paisaje no cambia. En el primer plano, las torres envueltas en negro neón; en el segundo, un temblor entrecortado de otras torres; en el tercer plano, esporádico y alejado, siluetas de más torres. Toda Europa es igual, edificada y hormigonada; pero estoy empezando a olvidar que la meta de nuestro periplo seguramente va a ser igual que el punto de partida. Se me olvida adónde y para qué vamos. Ojalá fuera una vuelta al mundo con circuito cerrado. Ojalá este viaje durara eternamente.

Antes de llegar a Roma el exprés hace su única parada, en Milán. Al acercarse a Milano Centrale el tren desacelera; Annelie se incrusta en la pared, yo casi me caigo encima de ella.

—Me atrae hacia ti una fuerza desconocida —bromeo.

—Lo he notado —responde—. Si hubieras estudiado mejor, sabrías cómo se llama.

—Yo, por cierto…

—¡Los controladores!

—¿Qué?

—¡Los controladores! ¡Allí, en el andén! ¡Hay una división entera, joder!

—Basta, ya no me vas a…

Y de pronto los veo. No una división, claro, pero una brigada sí. Llevan un uniforme poco llamativo y unos gorritos. Se han alineado a lo largo del andén, ocupando sus puestos marcados. Cada uno se sitúa justo enfrente de una puerta, todas las salidas acabarán bloqueadas.

—Te lo decía…

—¡Tranqui! —Annelie se pone la careta de Mickey Mouse—. ¿Somos de la Resistencia o no? ¡El régimen sanguinario no nos detendrá!

Se calza, me coge de la mano y corremos hacia la salida. Pero las puertas se abren antes de que nos dé tiempo a llegar, y un gordinflas atezado y con bigote de cepillo nos corta el paso.

—¡Sus billetes!

—¡Billetes! —se oye de la otra punta.

—Estamos rodeados —me susurra Annelie—. ¡No nos cogerán vivos! No nos cogerán, ¿verdad?

Podría llevar a uno de ellos al compartimento vacío, reducirlo y dejarlo ahí tras la ventana oscura. Eso nos permitiría ganar tiempo y, hasta que los demás se dieran cuenta de lo ocurrido, bajar del tren.

Y para eso necesito que Annelie me ayude, pero ella otra vez está jugando a uno de sus juegos: va abriendo puertas una tras otra, hace reverencias ante los pasajeros y continúa, mirando de vez en cuando al controlador que se acerca. Para el barrigón bigotudo sus maniobras tampoco han pasado desapercibidas, pero no puede dejar ni un solo compartimento sin revisar.

—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —bisbiseo, pero Annelie no me hace ni caso.

De repente ella desaparece. Empiezo a asaltar compartimentos ajenos y la encuentro en el quinto o en el sexto. No entiendo nada: Mickey Mouse está sentado junto a la ventana, y Annelie, alegre y acalorada, se ha acomodado en el pasillo.

—¡Saluda a Patrick, Enrique! —Ella sacude por el hombro al enmascarado.

Mickey levanta la mano y me saluda obedientemente. Annelie le lanza un beso y con el índice de la mano derecha se golpea la muñeca izquierda, donde toda la gente normal suele llevar el comunicador: «Llámame».

—Ahora tranquilo… —Me coge del brazo con garbo y me saca al pasillo, y enseguida nos metemos en el compartimento de al lado, afortunadamente vacío.

—¿Quién es? ¿A quién le has dejado la careta?

—Chissst… —Se pone el dedo en los labios—. Tu Mickey se ha sacrificado por nosotros. ¡Te buscarás otra cosa mejor para tus juegos de rol!

«Estimados viajeros. El exprés de Roma partirá dentro de un minuto. Próxima parada: Roma», anuncia un barítono agradable.

—¡Si no bajamos ahora, nos acorralarán!

Agarro bruscamente el táser y salgo al pasillo… pero Annelie tira de mí hacia atrás.

—¡Aguanta un poco! ¡Te faltaría sacar una pipa!

—¡Ya lo sabía! —se oye en el compartimento vecino—. ¿Usted pensaba que se iba a esconder de nosotros? ¡Quítese enseguida la máscara!

—¡No pienso hacerlo! Vale, no tengo billete, pero ¿qué tiene que ver la máscara?

—¡Quítese inmediatamente esa porquería o llamo a la Policía! ¡Es ilegal!

—¡Ni hablar! Me puedo disfrazar de lo que sea, es mi derecho constitucional. ¡Yo voy a llamar a la Policía!

—¡Corre! —Annelie me tira del brazo y pasamos volando frente al compartimento donde el escuchimizado hombre-ratón lucha contra el controlador obeso, y nos da tiempo a saltar al andén un segundo antes de que el tren parta a Roma.

—¿Quién es? —interrogo yo cuando ya estamos mezclados con la multitud—. ¿Cómo has conseguido reclutarlo?

—Es aquel chavalillo que me ayudó a subir al tren. —Ella se ríe—. Es tan tierno, un auténtico caballero.

—¡Pero cómo se te…! ¿Y le has dicho tu ID?

—Ajá.

—¡Si se puede chivar a la Policía! —digo mientras pienso en otra cosa: ¿por qué demonios va descubriendo su identificador a diestro y siniestro?

—Sabía que te ibas a poner celoso, por eso le he dado el ID de Suzanne Strom —contesta Annelie, dándome una palmadita en el hombro.

Estoy a punto de negarlo: ¿qué celos ni qué demonios?, pero en realidad me da gusto oírlo, ese gusto tonto y suave que me hace olvidar todas mis objeciones.

—¡Oh! Pero ¿estás aprendiendo a sonreír o qué?

—Sé sonreír —pronuncio comedidamente—. Se me da bien.

—¿Te has visto en el espejo?

—Aprendí a hacerlo delante del espejo.

—¡Hala! ¡Sabes bromear y todo!

—¡Que te den!

Me saca el dedo corazón, yo la imito.

—No te portas como uno de trescientos años. Te habrás echado algún año de más para hacerte el serio —se ríe ella.

En Florencia nos toca esperar el tren y nos metemos en la cafetería de la estación, donde no hay nada más que café y helado. Annelie, escondida tras una revista, se está zampando un

gelato mientras yo busco en los expendedores unas gafas grandes y oscuras: hay que protegerla de las cámaras de vigilancia. Afortunadamente, en los viajes regionales se pueden comprar billetes anónimos.

En el intercambiador de Florencia tenemos que hacer otro trasbordo y esperar de nuevo; habrá algún problema en el circuito. Por fin llega el convoy, pero es minúsculo y vetusto. En sus laterales cromados pone «Reserva», los asientos acolchados están forrados de felpa roja, los asideros metálicos están descascarillados, las ventanillas son redondas y opacas, la mitad de los focos no se encienden. Este pequeño tren lo debieron de sacar del pasado y nos lo han brindado, porque los nuevos convoyes superrápidos, fabricados de compuesto transparente, no van a donde Annelie y yo pretendemos ir.

—¡Un tranvía! —dice Annelie convencida, aunque está claro que no es ningún tranvía.

Y ese tren destartalado y chirriante se arrastra por la ruta ajena, irradiando almas ajenas, mientras Annelie duerme sobre mi hombro sin enterarse de nada, pero a mí incluso me gustan esas emanaciones, me dan calor. E involuntariamente empiezo a creer que nuestro «tranvía» conseguirá atravesar la empalizada de torres que rozan el cielo, encontrará la salida de la gigápolis, ese camino rural hacia el horizonte, y en el horizonte no veré más que cerros verdeantes, las cajitas anaranjadas de las bodegas y las capillas, nada más que el cielo tintado en gradiente, desde azul oscuro hasta amarillo cálido. Tal vez nos lleve directamente hasta la casita de cubos, nos deje bajar y se marche entre bufidos.

Un poco más y me quedo dormido, arrullado por la respiración pausada de Annelie, pero el comunicador me avisa de que estamos llegando y miro por una escotilla redonda. Quiero asegurarme de que el tren de reserva me ha traído a la otra dimensión, donde todo sigue intacto desde que abandoné la casa de mis padres.

Pero justo en el lugar donde, según nuestros cálculos, tendría que estar la casa con las cortinas agitadas por el viento, el prado de terciopelo con mecedoras-capullo, lugar del que tendría que partir hacia la neblina nocturna una hilera de cerros salpicados de capillas, ha posado su culo de hierro una torre enorme, la más fea de todas las que he visto jamás. Es tan grande que acabó sepultando todo lo que pudo y más, y no me queda ni una mínima esperanza de encontrar algún vestigio de mis recuerdos, de mis sueños, aunque me ponga a escarbar en el suelo a su alrededor, desempolvando las excavaciones con una pequeña brocha de arqueólogo.

«Torre La Bellezza —balbuce el maquinista por megafonía—. Fin de trayecto».

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