Futu.re

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XIV. El paraíso

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—Estás sangrando, Annelie. Tienes sangre ahí.

—¿Qué?

—Tienes que ir al médico. Levántate. ¡Hay que ir al médico! ¿Qué te hicieron? ¿Qué te hicieron esos bastardos?

—Espera… Abrázame por lo menos. Por favor. Sólo abrázame… Y vamos… Vamos a donde me digas.

Alguien ya se nos está acercando a paso ligero de persona enojada, que claramente está dispuesta a imponer orden. ¡Que le jodan! Le debo demasiado a esta chiquilla.

Me tumbo al suelo al lado de Annelie y, con mucho cuidado, como si estuviera hecha de papel, la abrazo. Se aprieta contra mí con todo el cuerpo, está tiritando, se agita con tanta fuerza como si se estuviera muriendo, parece una agonía. La sujeto, la estrujo: pecho con pecho, vientre con vientre, cadera con cadera.

Al final se echa a llorar.

Junto con los gritos expulsa al demonio feliz, las lágrimas matan la semilla ajena, inesperada. Y no queda nada.

—Gracias —me dice en susurros—. Muchas gracias.

—¡Es indignante! —grita alguien junto a nosotros—. ¡Esto es propiedad privada! ¡Abandonen el territorio del parque inmediatamente!

Medio alelados, avergonzados, nos vestimos como podemos, nos cogemos de la mano y subimos por la colina hacia las puertas del paraíso. Los excursionistas excitados nos animan enseñándonos el dedo pulgar, nos despiden con bromitas.

Antes de abandonar el edén, le echo el último vistazo.

Veo la casita de juguete; recuerdo a la chica tirada en el césped, sus ojos, sus pezones, sus rodillas… Ella acaba de ahuyentar de la Toscana los espíritus de mis padres imaginarios y de mi amigo del alma.

Desde hoy es ella quien reina aquí. Annelie.

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