Futu.re

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XXIV. El tiempo

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Luego sale una breve noticia: «La viróloga Beatrice Fukuyama, detenida por diseñar y fabricar de forma ilegal modificadores de la vejez, ha sido secuestrada por unos desconocidos. Ocurrió en la torre del Instituto Europeo de Gerontología, donde ha trabajado últimamente en el marco de colaboración con las autoridades… Se sospecha que en el secuestro pudieron participar los combatientes del Partido de la Vida, que se está volviendo cada vez más…». Uno de los policías comenta: «No podemos seguir mimando a esos terroristas, es obvio que cuando un científico de tamañas dimensiones cae en sus garras, sus objetivos son…».

«La han liberado», suena en mi cabeza. Los nuestros la obligaron a participar en no sé qué proyecto, para sacarle el último provecho antes de que la vieja la espiche, pero los hombres de Rocamora la sacaron de allí. Me alegro por Beatrice: tal vez le dará tiempo a ver el cielo, la ciudad, quizá la saquen del continente… Es una pena que yo no tenga ningún valor, una pena que no lo tenga para nadie, y por eso la voy a palmar en esta maldita perrera.

Nunca antes he tenido un ataque tan fuerte como éste; tienen que venir los vigilantes, ponerme una camisa de fuerza, hincharme de calmantes… y en lugar de un procesador chispeante y humeante me incrustan en la cabeza un enorme chip antediluviano, que no me cabe en el cráneo y sobresale, por el que andorrean los electrones como caracoles en un laberinto; me hacen un trasplante de lengua, y ésta no piensa obedecerme, tan sólo ocupa espacio en mi boca.

«¿Dónde estarás ahora, Annelie? ¿Dónde estás, Annelie? ¿Dónde?».

Clavo la mirada en mi almohada, pensando que es su vientre redondeado; es curioso, ¿se habrá dejado el pelo largo, se habrá hecho ese corte que tanto le gustaba a Rocamora?

«¿Por qué me castigas? ¿Qué te he hecho? Yo quería que vivieras, Annelie, que viviéramos juntos… Estaba dispuesto a quedarme en Barcelona, me hiciste quererla, y sé que el sentimiento sólo me duró un par de días, pero es que estuvimos juntos poco más de una semana.

»Te metiste en mi cuerpo, Annelie; con tus propias manos me contraías y dilatabas el corazón, me apretabas las arterias, bombeándome la sangre hacia donde querías, inundándome la cabeza y luego vaciándomela para alimentar los vasos de otras partes del cuerpo; me paralizabas los pulmones con tan sólo tocarme y me devolvías la respiración a tu antojo; me incrustaste en las pupilas diapositivas con tu imagen, y ya no podía ver a nadie, a nadie ni nada más que a ti. Eras mi sistema nervioso central, Annelie, y pensaba que sin ti no podía respirar, ni sentir, ni vivir. ¿Cómo se llama ese estado?

»Estuve a tu lado menos de quince días, Annelie. Durante esa semana y pico me olvidé de mí mismo.

»Me enseñaste la libertad.

»Yo no conseguí escapar del internado, Annelie, e incluso después de la liberación estoy obligado a regresar allí todas las noches para dormir. Tú tuviste que vender tu cuerpo para salvar el alma; porque crees en ella. Yo te admiraba y te tenía envidia, porque lo único de lo que puedo estar orgulloso es de haber conservado intacto mi cuerpo, pero mi alma es un artículo caducado que nadie compraría jamás.

»Yo me he quedado en la jaula. He sacado las piernas entre los barrotes y así ando, arrastrándola a todas partes, y me he acostumbrado a vivir sin ver las rejas, que siempre tengo delante de los ojos. Y sólo cuando quise arrimarme a ti, choqué contra los barrotes.

»Y sólo entonces quise salir.

»Pero no entiendo.

»¿Por qué me sedujiste, por qué me prometiste la libertad, y por qué luego me quitaste todo lo que tenía? ¿Por qué, con cada segundo que pasa, debo perder siete segundos de mi vida para que te conserves igual de joven, igual de viva? No es justo, Annelie. Me pusiste una trampa. La libertad que me ofrecías era un señuelo, un espejismo. Estoy aquí tirado, envuelto en varias capas de telaraña, mientras tú, gota a gota, me vas succionando los jugos, mi fuerza vital.

»Suéltame».

Estoy tirado en la cama boca arriba con la cabeza colgando por el borde, viendo las noticias invertidas. El invertido Ted Méndez ha ganado las elecciones en la invertida Panamérica. Los demócratas, que tanto defendían el modelo europeo —«inmortalidad para todos»—, tras las andanzas de Méndez por Barcelona y la heroica batalla que libró en la Liga de las Naciones, han sido humillantemente derrotados; millones de personas invertidas convocan manifestaciones invertidas, exigiendo que la Panamérica invertida no se convierta en la Europa invertida. Tengo pereza para cambiar de enfoque y darle mi sincera enhorabuena al chaval. Veo la inauguración invertida del presidente invertido. Méndez hace con los dedos el signo de la victoria invertida. Un final feliz. Echo las tripas.

Devuelvo mis convicciones, mis confusiones románticas, vomito los restos de mi confianza en Schreyer, en la Falange, en el Partido, en el pillo de Méndez. ¿Cómo cojones puede ser que de una contienda encarnizada todos salgan victoriosos? Rocamora se hace mundialmente conocido y recupera a Annelie, Bering purga Barcelona, Schreyer recibe del Estado dinero para financiar la Falange, Méndez gana las jodidas elecciones, la popularidad del Partido, según los escrutinios, no para de crecer.

Sólo yo he perdido. También los cincuenta millones de barceloneses. Aquellas chiquillas a las que matamos mientras dormían.

Después no ocurre nada. Todos los días veo las mismas tres imágenes: estoy tumbado en el catre mirando el techo, recojo la pitanza del dispensador, trago pastillas. Luego, la repetición: miro el techo, recojo la pitanza, trago pastillas, miro el techo, recojo la pitanza, trago pastillas, miro el techo, recojo la pitanza, trago pastillas, la película va pasando cada vez más rápido, más rápido, más rápido, los días se juntan en uno: miro el techo, miro el techo, miro el techo, me crece el pelo, se enreda, penetra en la almohada como si fueran mis raíces, me atan al catre, las noticias no paran ni un minuto, pero no las oigo ni las veo, estoy sumido en un eterno delirio; busco a Annelie en la plaza barcelonesa de las quinientas torres, miro a las caras de la gente, una por una, volteo a los durmientes en la plaza de Catalunya atrincherada, busco a Annelie entre miles de pasajeros agolpados en intercambiadores desconocidos, la busco en las lujosas islas-azoteas, donde gentuza como yo tiene la entrada vedada, la busco, tropiezo, pierdo fuerzas… y, no sé cómo, empiezo a ver cómo crece en su barriga un ser extraño de cabeza enorme y ojos cosidos, y con esos ojos me siente y entiende que le deseo la muerte, y hace que Annelie se vaya, la aleja de mí más y más —puede ser que ella misma desee que la encuentre, pero la criatura la posee, la domina, la dirige— y Annelie, que hace un instante estaba a un paso de mí, desaparece de nuevo, y la tengo que perseguir, correr tras ella, buscarla en tierras ajenas, donde no hay sol ni agua, donde sólo hay desierto yermo y frío, de cuya tierra no brota ni una brizna, pero, no sé por qué, sigo excavando ahí, ¿dónde estás?, sal ya, y rebusco entre los cadáveres incorruptos, entre los fallecidos ayer y hace quinientos años, ni siquiera se les han apagado los ojos —los tienen abiertos, brillantes, atentos—, ¿y por qué tenéis esas llagas?, ¿qué pasó?; es por los piojos, piojos y sarna, pensábamos que se nos iba a pasar después de muertos, pensábamos que se nos iba a quitar el dolor de los balazos y el hambre, pero no se nos pasa, ¿entiendes?; ¿y no habréis visto por aquí a una chica guapa con un monstruo en la barriga?; no, no la hemos visto, pero tú no te vayas, no la busques, quédate con nosotros, hermano, estás aquí por algo, ya no les perteneces, eres nuestro, también llevas la muerte dentro, y ella que huya, que se esconda, pero tú cálmate, tranquilo, ven con nosotros, te haremos hueco, ráscanos mientras tanto las espaldas, nosotros no llegamos, los piojos muertos nos pican, no tengas miedo a nada, túmbate y prepárate, no sentirás ninguna diferencia, es siempre igual, esto es congelación permanente, aquí la gente no cambia, seguirás queriéndola, el amor es como el picor, como el hambre; no, no quiero estar con vosotros, estoy vivo, caliente, tengo que irme, tengo asuntos que resolver, tengo prisa; tonterías, no tienes nada que resolver, ¿acaso no entiendes que todo tu trajín, todas tus pesquisas no tienen sentido, que ya estás muerto, que los muertos son los auténticos inmortales, no como vosotros, que de inmortales sólo tenéis el nombre, que nos buscabas a nosotros, a nosotros y no a tu chica?; pero ¿cuándo pensáis que me he muerto?; pues cuando te besó la muerte; no me acuerdo de eso, vaya sandeces, me voy; no, no te vas, no son sandeces, te habrás olvidado de aquel día cuando todo comenzó, cuando fuiste a satisfacer tu lascivia a los putos baños y te mandaron un hombre muerto, y éste te pidió que lo besaras —en la boca, con lengua—, y no se lo pudiste negar, y lo besaste, y él te besó a ti, fue entonces cuando la muerte te penetró, fue entonces cuando se instaló dentro de ti, así que ahora, digas lo que digas, tienes que palmarla, no te escaquees, y date prisa, porque aquí también tenemos superpoblación, como vosotros, hoy tenemos un hueco, pero mañana los vuestros nos desahuciarán, llenarán esto de torres, entonces no tendrás dónde caerte muerto, te van a llenar de paja y te meterán en un museo etnográfico, ¿qué te parece?; no, no, no, no; pues como quieras, puedes dar otra vuelta, pasear un poco más, si eres tan testarudo, pero de todos modos volverás con nosotros, y piensa antes de marchar: ¿no se te habrá olvidado nada?, sabemos que querías preguntarnos algo, no sobre tu chica panzuda, sino sobre otra, que se le parece mucho; ¿de quién me estáis hablando?; ¡pues de tu madre!; ah, es verdad, decidme, ¿no habréis visto ahí abajo a mi mamá?

¡Tilín!

¡Desayuno!

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