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Madrid. Sede del Centro Nacional de Inteligencia. Sección Integrismo Religioso.

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El coche aceleró todo lo que dio de sí. Unos metros más allá estaba su presa. Abandonaba el recinto del aeropuerto atravesando un débil barrera y se incorporaba a una vía de servicio paralela a la carretera de Barcelona. Parecía que ningún coche patrulla se había dado cuenta porque ahora estaban solos. El coche de Mouton se incorporó a la carretera de mala manera y atravesando una mediana.

—Rafa. No pensarás disparar, ¿verdad?

—No estoy tan loco. La carretera está a tope.

En efecto, la autopista estaba, en sentido a Madrid repleta de automóviles. Patricia los esquivaba no sin causar frenazos o pequeños «toques», porque los coches comenzaban a abandonar el centro de la calzada como si estuviese pasando una ambulancia o una estampida. Entonces volvieron a tener a Mouton en la línea de tiro. Intentó mezclarse entre los coches, pero le restaba velocidad, por lo que tomó la siguiente salida. Encontraron el coche empotrado contra un árbol junto a los muros de la quinta del Capricho. El coche estaba vacío.

—¡Otra vez no! ¡Tienen que estar en el parque! —Perteguer miró en derredor suyo. No había ni un alma, ni tan siquiera coches aparcados a lo largo de la vía—. No han tenido tiempo de ir a esa obra —señaló una construcción vecina—. ¡Solo pueden haber entrado aquí!

—¡Míralos!

A través de la verja, Patricia había visto cómo dos figuras corrían paseo arriba. Saltó la verja pistola en mano, seguida de Perteguer, y ambos corrieron en pos de los fugitivos. Los numerosos árboles que filtraban la luz de la luna proyectaban su sombra en los muros del invernadero, que acababan de dejar atrás. Unos metros más adelante vieron cómo dos figuras saltaban una valla a que flanqueaba el camino. Cuando llegaron se dieron cuenta de que cortaba un sendero que accedía al laberinto gigante. No era una metáfora. Era un gigantesco laberinto cuyas paredes eran arbustos de casi tres metros de altura. La longitud de cada uno de los lados del cuadrado que formaba su planta, venía a ser alrededor de unos cien metros.

—¿Vamos a entrar ahí? ¿Estás segura de que han entrado ahí?

Patricia afirmó con la cabeza y se parapetó tras el tronco de un árbol. Perteguer insistió.

—No es tan tonto de esconderse en un laberinto, porque este es laberinto del Capricho, por si no lo sabes…

—No creo que sepa que es un laberinto. Pero al otro lado está la carretera. Si los coches patrulla no vienen pronto se esfumarán.

Se escucharon unas sirenas en la lejanía. Perteguer saltó la valla y se juntó con Patricia.

—Suerte.

—Suerte.

Entraron en el laberinto y se separaron. Caminaron en silencio, tratando de no pisar los montones de hojas secas que cubrían los laterales del camino. Perteguer topó dos veces con un muro en su camino. Patricia, sin embargo, tenía la impresión de estar girando continuamente en torno a un mismo punto, por lo que finalmente se detuvo a escuchar en silencio. Escuchó un ruido a unos pocos metros de su izquierda.

Perteguer doblaba cada esquina apuntando a la oscuridad, y casi sin darse cuenta, se encontró a sí mismo en el centro del laberinto, una pequeña plazoleta con dos bancos de piedra y un árbol encorvado.

—Genial. Si lo llego a buscar adrede jamás lo hubiera encontrado.

Escuchó un ruido de hojas secas a su espalda, a través de la pared vegetal. En la esquina que cerraba el cuadrilátero, había un agujero a través del cual pudo ver fugazmente el rostro escudriñante de Mouton. Marchaba sendero arriba, en unos segundos estaría a la altura de la siguiente esquina, la cual también tenía una abertura entre las dos paredes. Perteguer esperó unos instantes y en cuanto le vio aparecer se arrojó sobre él. Cayeron al suelo y forcejearon; los dos perdieron su pistola y se enzarzaron a puñetazos, pero finalmente Perteguer pudo reducirle y esposarle.

—Quedas detenido, Dante Alighieri. Por tres asesinatos múltiples y dos tentativas. ¿Te gusta? Fue una idea muy buena lo de fingir un atentado contra ti. Y lo de comprar esos billetes de avión a nombre de Fuster. Supongo que sacaste la firma de la póliza que te firmó hace años, ¿verdad?

—¡No puedes demostrar nada! ¡No tienes nada!

—¡Tengo tu firma en la denuncia y con eso me vale para compararlo con las cartas de Beatriz! ¡Y un explosivo que nunca explotó y que seguro tiene tus huellas! ¿Sigo? ¿Cómo descubriste que los leñadores fabricaban dinero? ¿Fue cuando fuiste a inspeccionar tú mismo las alarmas de incendios hace seis meses?

—Eres muy listo; tú y Patricia habéis cerrado el círculo, aunque un poco tarde. Creo que todos cometemos fallos.

Entonces se dio cuenta de que había caído en una trampa. En el mismo instante en que vio que el arma que había perdido Mouton era un simple palo, escuchó la detonación a su espalda que le hizo desplomarse en el suelo. La bala había entrado varios centímetros por debajo de su hombro izquierdo. Los ojos se le iban cerrando.

El disparo atrajo a Patricia, que desarmó, redujo y esposó a Paloma en apenas décimas de segundo. Mouton aún se reía. Sus carcajadas atrajeron a los guardias, que ya habían llegado al parque siguiendo el rastro de los coches. Patricia colocó a Perteguer de lado y presionó con su mano la herida para taponarla. Él sentía un dolor agudo e intenso. Tenía la camisa empapada en sangre. La arena sobre la que yacía se había vuelto roja.

—¡Rafa! ¡Rafa!

Patricia estaba allí, inclinada sobre él. Le limpiaba la tierra de la cara con el puño del jersey. Contenía las lágrimas y fingía una sonrisa a los ojos de Perteguer.

—La ambulancia está en camino. Resiste.

Perteguer se sentía cada vez más cansado. Luchaba contra sus párpados, que cada vez se hacían más pesados. La vista se le nublaba. Ahora tan solo podía distinguir a duras penas el rostro borroso de Patricia, pero su voz se escuchaba lejana. El brazo izquierdo caía inerte sobre el suelo. Movió la boca. Quería decir algo pero le faltaba el aire como para emitir algún sonido.

—Rafa… resiste, por el amor de Dios…

Una ambulancia había llegado hasta las puertas del laberinto. La Guardia Civil se llevaba ahora a Paloma y Mouton, que no dejaba de reírse histéricamente. Si la vida de aquel hombre hubiera estado en ese momento en manos de cualquiera de los presentes no hubiera vuelto a ver la luz del sol. Pero Mouton seguía vivo; Perteguer mientras dejaba escapar el último aliento en el centro del laberinto.

—… Soy un idiota… —empleó sus últimas fuerzas en hacer que unas débiles palabras se deslizaran por sus labios—… un idiota…

Patricia permitió que dos lágrimas se deslizasen por su rostro para caer sobre la arena. Sonrió. Él también sonreía; se le cerraron los ojos; cuando la camilla llegó junto a él, su corazón había dejado de latir.

* * *

Paloma confesó todo y Mouton, solo, se derrumbó al día siguiente. Todo había resultado milimétricamente tal y cómo Patricia lo había deducido. Todo había comenzado una mañana de febrero del año 2002.

Mouton había acudido a la inspección rutinaria, como otras tantas veces, de las alarmas antiincendios de una compañía maderera que VidaPlus tenía asegurada prácticamente a todo riesgo. Junto a una enorme sierra cortadora de troncos encontró un billete de 100 euros impreso solo por una cara. La otra estaba inmaculadamente en blanco. Con un vistazo a su alrededor se cercioró de lo que realmente se «cortaba» allí: prensas, colorantes químicos, rollos de papel timbrado casi recién sacados del tronco.

En un primer momento se imaginó a sí mismo chantajeando a esos falsificadores, amenazándoles con quemar su aserradero en caso de no rendirse a sus peticiones. Pero pensándolo en frío llegó a una conclusión: Si ese aserradero se convirtiera en cenizas, su compañía correría con los gastos. ¿Y si las amenazas fueran directamente contra la aseguradora?

Pasaron los días y Mouton examinó decenas de ascensores, gasolineras, edificios, obras, grúas, atracciones de ferias… y descubrió el enorme potencial que representaba amenazar la seguridad de todos aquellos a quien su compañía aseguraba. No odiaba a VidaPlus, que le había dado todo como profesional; pero amenazar a su propia compañía le daba un margen de movimientos increíble: podía supervisar y manipular directamente las investigaciones, forzar a la directiva a plegarse a las exigencias del terrorista en calidad de consejero, y sobre todo, que la propia empresa silenciase ante la opinión pública sus atrocidades. Pero sin embargo necesitaba un móvil que justificase sus atentados, y lo encontró una noche en la cama. Vivía desde hace algún tiempo con una atractiva profesora universitaria, de reconocido prestigio en círculos literarios, que preparaba una conferencia sobre Dante para el verano de ese mismo año. Era una experta en la materia.

Aquella noche había cogido uno de los libros de su novia. Todavía circulaba por su cabeza la peregrina idea de chantajear a VidaPlus cuando de pronto, el círculo se cerró: Un castigo Divino. Dante describía las atrocidades y penurias con las que los pecadores habían de pagar sus torcidas conductas humanas. Un asesino religioso desviaría cualquier atención. Y comenzó a seleccionar pasajes y a inventar interpretaciones. ¿Pecados contra la naturaleza? La gasolina contamina. ¿Avaricia? Un casino o un banco. Luego se trataba de buscar en la lista de clientes de la aseguradora un objetivo, realizar una inspección, y colocar un explosivo.

El problema era que ninguna póliza cubría ataques con explosivos. El accidente debía ser fortuito o causado por la propia actividad de la empresa. Y entonces empleó días enteros a buscar por Internet y revistas, a intercambiar información con colegas, a llamar a viejos amigos de la facultad con los que estudiaba criminología años atrás.

Encontró dos cosas que le llamaron la atención: Un potente explosivo diseñado para no dejar restos tras de sí (ideado para aplicarlo en superficies metálicas) y un novedoso invento patentado por una joven de Móstoles: un proyector de hologramas-fotográficos.

De tal manera que juntó Dante, los explosivos y las láminas Iris y creó un espectro vengador que atormentaba a las almas descarriadas que VidaPlus tenía aseguradas. Y VidaPlus se empeñó, pese a que su equipo de detectives afirmaba sospechar de atentados, en que eran accidentes cuyas pólizas se obligaba a pagar. Y así ocurrió con los dos primeros. Al tercero la policía comenzó a meter las narices, incluso «colocaron» a una de sus detectives en Interior. El círculo se estrechaba y nadie creía en fantasmas.

Pero Mouton había tomado sus precauciones; su novia, que iba a dar una charla sobre Dante, le habló un día sobre un tal Fuster. El nombre le decía algo y lo comprobó. Acababa de ganar un juicio en última instancia, en relación a la muerte de su hijo y su esposa años atrás; pero Fuster rechazó la indemnización por entenderla tan insuficiente que haberla cogido hubiera supuesto insultar a la memoria de su mujer y su hijo. Y aquello no era todo: Era el mayor experto español sobre la obra de Dante.

Dispuesto a dar el primer paso en su macabra carrera de fondo, pagó a un detective para que siguiera a Fuster en los Estados Unidos, donde residía desde el fallo de la sentencia del Supremo. Supo que ahora tenía novio, y que este le iba a acompañar a España para los cursos de verano de la Complutense en El Escorial. Era el momento. Diseñó un plan para su primera tentado: el casino: Había una estatua enorme y esférica soldada al suelo. Ninguna cámara captaba justo el punto de agarre. Bastaría una pequeña dosis de aquel veneno para estructuras israelí. Alea Jacta Est.

Pero teniéndolo todo previsto supo, con horror, que Fuster iba a retrasar su llegada a España. Todo estaba demasiado planeado como para fallar. Compró dos billetes de avión a su nombre y pagó tres noches de hotel a una pareja de amigos. Pagó todo en efectivo y se cuidó de imitar la firma de su cabeza de turco. La conocía muy bien. Tenía más de diez documentos rubricados por Fuster.

Y la bola corrió. Mató a tres hombres. Los conocía del Club de Campo de su urbanización. Los tres le caían muy mal, y los citó allí. El tres le pareció un buen número, por lo que en su segundo asalto, se aseguró de que los tres empleados estuviesen dentro. Quería comprobar si el silbato de alerta podía escucharse desde el interior de la oficina. En su tercera aparición, citó, como ya habían dicho los familiares a Patricia en las investigaciones preliminares, a tres personas para un puesto ficticio en la banca de Ámsterdam. Sacó sus nombres de la bolsa de trabajo de VidaPlus. Los drogadictos del Retiro resultaron fáciles de convencer. Y a los tres leñadores les había echado el ojo hacía mucho tiempo.

En cuanto a la hora de comisión, decidió que las 6 y 6 eran una hora muy simbólica para una venganza Divina. Como los explosivos se activaban por temporizador no le resultó muy complicado.

¿Y Paloma? Al principio «nutrió» inconscientemente de ideología y textos a Mouton; pero a partir del segundo «accidente» comenzó a hallar coincidencias entre los textos que sacaba a su novio y las muertes de los periódicos. Y solo Dios sabe qué tiene el amor que a todos hace perder la razón que Paloma no dudó en apoyar, consentir y colaborar con su novio. Quizá el dinero cubrió los resquicios morales en su enamorado corazón.

El caso es que cuando tuvo que ayudarle de veras, deslució: Se trataba de adherir un explosivo a una barca. Los cadáveres estaban allí tumbados desde por la tarde. La bomba, la lámina y a casa. Mouton estaba a esas horas en el consejo de administración extraordinario que él mismo había provocado con sus «castigos», por lo que delegó en ella. Y ella no consiguió poner el explosivo. Y olvidó la lámina en casa. Y nada podía ir peor.

Agujereó la barca golpeándola con una piedra, llenó de rocas el bote y lo empujó estanque adentro tras escribir en su casco lo que le dio tiempo. Por eso lo «acotó». Utilizó para ello su lápiz de labios. Luego lo tiró a unos arbustos tras asegurarse de que ninguna huella había quedado en ellos.

Mouton no debió ver las cosas muy claras tras el pequeño fiasco de su aliada. Los sucesos se precipitaba y temía entrar en el selecto club de sospechosos. Supuso que desviaría la atención cuando puso una bomba lapa en su propio coche y fingió un atentado. Perteguer tenía razón. Era muy sospechoso que empleando un detonador a distancia hubiera «dejado» salir vivo a Mouton. Con lo perfeccionista que era Dante.

Y lo cierto es que la casualidad, la inteligencia de una detective, y la perseverancia de muchos policías y guardias acabaron con el plan de un asesino culto, de media edad, blanco, y de clase media-alta, como afirmaba Pedro.

En cuanto a las cartas de Beatriz, se demostró que Mouton, en un alarde de arrogancia temeraria, las había escrito y depositado bajo la puerta de Patricia, con la esperanza de que una amenaza tan cercana y reiterativa, amedrentase a la detective. A fin de cuentas se estaba acercando demasiado. Debió pensar en un primer momento que estas habían surtido efecto; sobretodo cuando ella desapareció de escena unos días.

¿Y Fuster? Fue detenido en Zarzaladoire, Teruel, su pueblo natal junto con su novio el mismo día que Mouton. Estaba pasando una semana romántica alejado de la vida moderna. Fue puesto en libertad horas después.

Y aquí acaba lo que dio de sí el caso de Dante, filón periodístico inagotable, y novela con película en ciernes, que dejó tras de sí doce muertos y un herido.

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