Fortuna

Fortuna


V

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V

En Tascala, los soldados se cuidaban de no ser escuchados. Pero, una vez que vieron pasar frente a ellos a su capitán general, se desataron las habladas.

—Es muy dado a las mujeres. Su sino es el andar pecaminoso. Lo trae escrito en la entrepierna.

—Le da lo mismo, trátese de indias o de cristianas —aseguró otro.

Uno más, socarrón, a media voz, apuntaba:

—Hay que andarse con cuidado, sobre todo los maridos. Es celoso de su casa y atrevido en las ajenas.

Así estaban las murmuraciones, debido a cierta noticia que se había esparcido con curiosidad, con su buena dosis de maravilla y asombro, entre la soldadesca. Fortuna, la mujer del difunto Gonzalo Herrero, había aparecido con vida. La habían encontrado unas mujeres, muy cerca de un tupido bosque al que llamaban “de las alimañas”, y la habían traído a tierra de aliados. Estaba malherida y, según se decía, al borde de la muerte.

Quienes la vieron arribar, transportada a las espaldas de un tascala, la encontraron pálida de agonía, manchada de sangre y más un guiñapo que la mujer guapa que les traía el recuerdo y el deseo aposentado en sus ansias de hombre. No faltaron exclamaciones de sorpresa. No se contaba entre los supervivientes de la desventurada salida de la urbe de pesadilla, así que se le consideró fallecida a golpes de macana, cosida a estocadas de la filosa piedra negra con que los indios hacían sus cuchillos o expuesto su corazón en el sanguinario altar de los sacrificios.

Bernal fue de los primeros en enterarse y corrió a contárselo a López, el carpintero.

—¡Está viva! —le confió, presa de una alegre ansiedad.

El carpintero no entendió nada. Estaba en el bosque, dedicado a la tarea de escoger maderas. Tenía un importante encargo, formulado por el mismísimo capitán general. Señalaba los árboles elegidos con una cruz hecha con tiza, y de inmediato un equipo de tascalas y españoles se dedicaban a tumbarlos a punta de hachazos o de improvisadas sierras. Estaba molesto. Hubiera querido contar con robles y encinos, maderas nobles y fuertes para cumplir con el enorme y laborioso encargo, pero sólo pinos y más pinos encontró en las inmediaciones.

—¿Quién está viva? —preguntó, un poco desinteresado, un poco ocupado en sus cavilaciones, entre el ruido de ramas crujientes, los mandobles rítmicos de las hachas y el sisear del serrucho en la base del tronco.

—¡La viuda bella! —le contestó Bernal. Así había comenzado a llamarla desde la muerte de su marido, expuesta la sangre de su entraña por las flechas de quienes ahora eran sus aliados.

López no necesitó de más. Se desperezó de su letargo. Dio instrucciones apresuradas y se dirigió a la urbe que los había acogido con bien, tras la victoria en Otumba. Bajó el monte lo más rápido que pudo, entre rocas y pastizales húmedos, raíces podridas y árboles derribados por la intemperie, no sin riesgo de una fea caída para él y de paso para Bernal, que lo acompañaba. Llegó a la ciudad. Recorrió con andar redoblado las callejuelas llenas de chozas y mezquitas y arribó, muy falto de resuello, hasta donde se encontraba Fortuna.

No lo dejaron pasar. Varios soldados vigilaban el aposento y los detuvieron en su intentona de entrar.

—¡Qué valiente el conejo cuando el cazador está lejos! —les reclamó Bernal, escupiéndoles a los pies.

Se hicieron de palabras y de empujones, pero de nada valieron el esfuerzo ni la perorata.

López quedó mal encarado y triste. Testimonió la entrada de altos jerarcas tascalas, también de mujeres con trapos y palanganas, y él quedaba fuera, como perro de taberna. Ansiaba ver a la muchacha. El carpintero también la creyó muerta. Lloró de no encontrarla entre los supervivientes, si bien su llanto fue confundido entre el de muchos que lamentaban su mala suerte o el alcance de una terrible derrota, así como de aquella inmensa fatiga y sus heridas. Deambuló él mismo como si algo se le hubiera muerto en la propia víscera. Estaba demacrado por el hambre y desesperanzado por el corazón. No era un soldado sino un carpintero. Se había batido como cualquier otro hombre en aquellas tierras, pero la guerra no le gustaba. Lo suyo era darle forma a la madera. Y amar en silencio a la viuda bella, la mujer de sus ilusiones mundanas, la muchacha del agraciado rostro y la daga siempre dispuesta para vengar afrentas. En Otumba juzgó que entregaría el alma. Volvió a mantenerse con vida, pero esa vida era desolada y maltrecha. Quien lo conocía sabía que su semblante se había tornado oscuro. Le faltaban ganas de andar por la vida. Obedecía órdenes, pero sin sentirlas, sin siquiera rezongar. El ánimo, sin embargo, le había vuelto de inmediato. Era otro. Parecía una versión mejor de sí mismo. Ahí estaba, el rostro iluminado por una súbita alegría, el estómago enjutado por el nervio, en espera de saber algo de la mujer que amaba. “Fortuna, Fortuna”, se repetía, inquieto y animoso.

Se alzaba sobre las puntas de los pies, a ver si así lograba ver algo de lo que ocurría allá adentro. Todo era sombras y cierta confusión.

—La querrá para sí —dijo un ballestero que se les había acercado. Ya tenía rato de rondar aquel sitio, picado por el morbo y la curiosidad.

—La muchacha es guapa, y él, cabrío —se sonrió con malicia.

López sintió encenderse. Sintió que la sangre se le subía a las mejillas. Apretó los puños con rabia. Bernal, que se dio cuenta, lo contuvo en su afán de borrar de un buen sopapo aquellas palabras. El carpintero obedeció con la resignación de quien no entiende la vida y sus designios. Recordó el rostro hermoso de la muchacha y eso palió en algo su dura pena. Se sentía algo roto e impotente. La imaginó moribunda. Y si ya se había perdido una de sus muertes, no quería perderse ésta. Se imaginaba tomándole la mano y llenándole el ánimo de ternuras. Estuvo a punto de soltar una lágrima, afectado por la emoción. En ese momento, Bernal le dijo:

—¡Eh, venga! Que la vida es gozo, no agüitarse —y le dio un abrazo solidario.

Los soldados se pusieron firmes y serviles cuando salió el capitán general. El semblante de éste era adusto. Aún mostraba la cabeza vendada, en recuerdo de la pedrada que le aflojó lo que llevaba dentro, incluidos los pensamientos. Parecía avejentado. Aun así, su paso era firme y decidido. Parecía tener la mirada perdida en quién sabe cuántos odios o estrategias. No era del todo cierto. Era un hombre cauto y atento a lo que se moviera, con buenas o malas intenciones. De esta forma, repartió saludos y amonestaciones, y no bien descubrió a López entre los que merodeaban, lo encaró:

—¡Mis bergantines!

Lo tomó del brazo y se alejó con él. El carpintero no pudo resistirse. Autoridad y fuerza hicieron la tarea. Parecía que el capitán general lo arrastraba, pues López no dejaba de voltear hacia atrás, en busca de alguna señal de su amada:

—¿Cómo se encuentra ella? —se atrevió a preguntar.

—¿Quién?

—Fortuna.

El capitán general hizo cara de no entender. El carpintero se dio cuenta de que el hidalgo tenía ya su mente ocupada en otros asuntos, acaso triviales pero sin duda más importantes que los suyos. Ejerció mayor presión sobre el brazo y apresuró su andar. Lo jaló sin miramiento alguno a su condición de enamorado. No le interesaba en absoluto. El capitán general tenía ideas más elevadas. Le dijo:

—López. Martín López.

El carpintero apenas asintió al escuchar su nombre, amilanado como estaba por ser llevado tan fácilmente por la fuerza de quien ordena y se obedece.

—Martín López, te lo prometo: tu nombre se cubrirá de gloria. A fe mía que así será, ya verás...

Brincaron un charco. Dieron la vuelta por un lugar donde los abordó una chiquillería numerosa, que no dejaba de vitorearlos y de seguirles los pasos. El capitán general alzó la voz para dejarse escuchar:

—¡La gloria, Martín López! ¡La gloria!, es lo que te ofrezco. Para un carpintero como tú no está nada mal, ¿no te parece? ¡La gloria! Si me brindas lo que te pido. Tu esfuerzo, tu ingenio, tu lealtad...

Más que una petición, aquello contenía el claro tono de una amenaza. Agregó:

—¡Mis bergantines! Doce bergantines con los que conquistaremos la urbe de los mexicanos. Nos la pagarán los malditos, eso tenlo por seguro.

Lo tomó de la nuca y le apretó el cuello, lastimándolo.

—¡Pero ponte a trabajar, López! ¡Mis bergantines!

 

* * *

 

Martín López dio de tumbos por la vida. Era descendiente de autrigones y de várdulos, propensos a la guerra pero también a los placeres de la bebida y de la carne. Huérfano, nunca supo por qué causa, si por la muerte o desdén de sus padres, fue criado sin mucho esmero por parientes lejanos, que hicieron de él un muchacho pendenciero e inclinado a vicios y otros menesteres. Se le veía con vagos y malvivientes, y se decía que asaltaba por las noches a punta de insultos y de un cuchillo de hoja larga. Rebelde por temperamento, desdeñó el mar, el bosque y el hierro, que constituían la esencia del alma vasca. Se echó a andar muy temprano en los vericuetos del existir, y era bueno para el naipe, el vino y las frases galantes.

Era un gañán prendado de los goces de la juventud, sin más preocupación que lo inmediato. Así pasó su niñez y su primera época de muchacho. Sucedió un día que se unió a un grupo de truhanes en sus andanzas por los caminos de Ispania. Se hablaba del Nuevo Mundo y se sintió atraído por sus fábulas de amazonas, sirenas, paraísos y riquezas. Martín López ansiaba hacerse a la mar, así fuera como marino avezado o como aprendiz de soldado. Estaba prieto de veranos pasados al sol y a la molicie de la existencia leve. Hurtaba, no mucho, sólo lo suficiente para sobrevivir. Aprendió las estrategias y argucias del pícaro, y si bien sufrió uno que otro revolcón y algún manazo o una tunda mediana, la sonrisa no se le iba. La vida era para divertirse y en eso andaba.

Una tarde, alguno de aquellos gandules que lo acompañaban llegó con un plan que no estaba exento de peligro: hurtar a un hombre de bien dotados bolsillos, bajo el cobijo de la noche. Sería un trabajo fácil, pues el hombre, confiado de su espada y de su buena suerte, porfiaba sin escolta por las calles oscuras. Tenía su dinero, que mostraba sin pudor a la hora de pagar sus cuentas. Se sacaba una bolsa del pecho, pagaba, y la bolsa nunca perdía peso ni dejaba de tintinear. Contaba con una moza de buen talle con la que corría aventuras de las que llaman extramaritales. Gozaba de ella por las tardes y, ya empezado el reino de lo nocturno, pasaba a una taberna para disfrazar los olores del lecho, y regresaba a casa, tan quitado de la pena, a cenar con su esposa. El asunto era sencillo y sin aristas. Eran cinco los haraganes puestos de acuerdo en asaltarlo, cada uno con palos y cuchillos, por si el aludido rezongaba. No esperaban mucho de él, sólo que llevara plata y diera algún manotazo al aire. Se confabularon en esa faena y no tuvieron que esperar mucho para llevarla a cabo.

Llegó el día, y de los cinco que eran sólo se juntaron cuatro. Le habrá dado frío al que faltaba, conjeturaron, se burlaron de él, se persignaron y pusieron manos a la obra.

Fue una noche más oscura que las otras. Así era el plan y todo marchaba. Se adueñaron de una esquina, todo era silencio y un sudar frío. Cuando escucharon pasos, se aprestaron a su delito. Una vez a distancia, salieron de las sombras y le cortaron el camino. Lo hicieron de manera brava, con empujones y amenazas.

—¡A mí! —alcanzó a proferir un grito.

—¡A ellos! —fue lo que enseguida escucharon.

Su pasmo los paralizó. Se hizo la luz de un par de linternas y detrás apareció una decena de hombres, todos bien armados hasta los dientes. Entre aquel grupo, entre las precarias iluminaciones de las velas y sus farolas, reconocieron al gandul que les faltaba. Los había delatado, de seguro, por algunos mendrugos. Ahí también estaba al que debían asaltar. El que habían tomado por él sería un sirviente. Por eso aquella tembladera inagotable, como si se le hubiera aparecido el mismísimo diablo. No hubo tiempo de ninguna injuria hacia la madre del tramposo, porque se desenvainaron las espadas, se prepararon los palos y se blandieron las dagas. No era tiempo de amilanarse. Resistieron cual truhanes de alcurnia la primera embestida.

—Que no quede ni uno, bellacos —una voz los comandaba.

Martín López y sus compinches esquivaron los lances que buscaban sus entrañas.

—La luz, la luz...

El muchacho arengaba a sus amigos a apagar aquellas linternas, para beneficiarse de las tinieblas y poner los pies en polvorosa. Se hacían sombras grotescas y largas, los rostros aparecían deformados e inflamados por el esfuerzo. No fue una batalla hermosa en sus lances sino una escaramuza sin más lustre que el defender la vida.

Una linterna se apagó al caer sobre las baldosas, el farol y sus cristales convertidos en añicos. Hubo un momento de confusión, que fue aprovechado por Martín López para acercarse al que sostenía la otra linterna. Empujó al adversario que lo embestía con ganas de atravesarlo de lado a lado, dio un salto para esquivar otro espadazo y le bastó un golpe del palo que llevaba para hacer que el que llevaba la luz la soltara y se extinguiera.

Se hizo una incómoda y, al mismo tiempo, agradecible oscuridad. Martín López no lo pensó dos veces. Se echó a correr. Cuando lo hizo, por completo indefenso, sintió que una serpiente de fuego le mordía en el vientre.

—Ya no querrás más queso sino salir de la ratonera, tunante —escuchó que le decían, y la serpiente pareció morderle todavía con más fuerza.

Dio un paso hacia atrás por puro instinto. Sólo así se desensartó del florete que le había hecho mella. Se tambaleó, asombrado por aquella herida. Reaccionó pronto. Dio de palazos, blandió en defensa propia el espadín que llevaba y corrió adolorido para salvar la vida.

La oscuridad y la herida lo hicieron tropezarse, golpearse contra las paredes. Se arrastró deshaciéndose las rodillas. Escuchó pasos de gente que lo buscaba a tientas y tembló ante la posibilidad de ser muerto a estocadas. Se aguantó el dolor y no profirió ni un grito. Ni siquiera resollaba a consecuencia de la pelea. Aguantó la respiración, cualquier secreción o hálito que lo delatara. Lo hizo guarecido junto a un muro sudado y frío. Dio un ligero respingo cuando escuchó pasos que se acercaban y agradeció a todos los santos cuando se alejaron.

Se puso de pie, no sin esfuerzo. La herida le sangraba con profusión.

—Muero. Qué corta mi faena en esta vida —se dijo, no sin desconsuelo.

Caminó dando tumbos. Salió del pueblo. Un perro, que lo siguió por un rato, se entretuvo en chupar las gotas de sangre que iba dejando. Sudaba frío. Sentía que su piel se congelaba. Las fuerzas eran cada vez menos, se le iban. Se alejó del camino y se internó en un bosque. Se arañó el rostro y las manos con las ramas. Se golpeó contra los troncos. Se tropezó. Se levantó con enorme denuedo una y otra vez hasta que ya no pudo hacerlo. Se quedó recostado, por completo exhausto. La brisa le trajo un agradable olor a campo. Fijó su vista en el cielo y lo encontró maravillosamente estrellado. Sonrió primero y luego se entristeció. Pensó: “Tengo quince años. Es nada. Desperdicié mi tiempo”, y se dejó caer en un irremediable y dulce desfallecimiento.

 

* * *

 

El día que Martín López se presentó ante la Casa de Contratación de Sevilla, llevaba consigo dos buenas recomendaciones. La primera, una carta firmada por Cristóbal de Huelva. La otra, sus habilidades para la carpintería y para el gálibo.

—¡Gálibo!

La primera ocasión que López escuchó esa palabra le pareció misteriosa y por completo lejana.

—Gálibo. El don del razonamiento para darle forma al mundo —lo definió, no sin un aire de estudiada y juguetona petulancia, Cristóbal de Huelva.

—¡Gálibo! —se sonrió Martín López, como si se tratara de una broma.

—La magia de convertir una tabla en un buró y un árbol en un barco...

Cristóbal de Huelva demostró en los hechos, armado de serruchos, martillos y clavos, la verdad de su aserto. Transformaba la madera en objetos útiles y preciosos. Así empezó también la conversión de Martín López.

—Tu madera no es mala —insistía Cristóbal de Huelva—. Es cosa de darle gálibo, de darle forma.

A él le debía la vida. Lo encontró casi muerto en el bosque, lo condujo a casa y lo cuidó. Llevó a un médico para que le viera la herida.

—Este agujero es por andar en cosas chuecas, de seguro —amonestó el médico.

A Cristóbal de Huelva no le importó. Pagó por las vendas, los jabones, el alcohol barato, las recomendaciones de que mejor lo dejara morir y las visitas a domicilio. Martín López estuvo a un trance de perder la vida, pero el momento de entregar el alma debió retrasarse hasta nueva orden. Tenía quince años y el destino por delante. No fue fácil. Hubo fiebres y delirios, las moscas parecían querer aposentarse en aquel sitio lacerado, la boca del muchacho se negaba a recibir nada que no fueran unas gotas de agua, y su cuerpo estaba tan débil que daba lástima verlo.

Cuidado y atenciones fueron su cura. Tardó más de un mes en recuperar el color del rostro. Quedó todo flaco y encogido, pero continuaba el milagro de encontrarse vivo, dispuesto a seguir respirando. La primera vez que tuvo clara conciencia de encontrarse a salvo, le llegó un olor que no lo dejaría nunca: el de la madera cuando se trabaja.

Martín López escuchaba, en su lecho de convaleciente, golpes de martillo, susurrares de serrucho, devenires monótonos de la lija, y le llegaban también, entre aquel olor a árbol convertido en mueble, aromas a bosque, a pinturas y a barnices.

Un día venció la postración y se puso trabajosamente de pie. De pasito en pasito, con andar de anciano, se dirigió hasta el sitio de aquellas emanaciones y de aquel escándalo. Se encontró con un hombre armado de grueso delantal, lleno de polvo blanco en el rostro, en las piernas y en las manos. Le sonrió con amabilidad.

—Regresaste a la vida —le dijo.

Martín López no pudo externar palabra alguna, sólo asintió con la cabeza. No sintió desconfianza, tampoco sintió miedo. Supo de antemano que aquel hombre no le haría daño y que tampoco lo entregaría a la justicia. Le agradeció muchas cosas, y entre ellas, que nunca se asumiera con el derecho de interrogarlo sobre el origen de su herida. Lo dejó quedarse, compartir el mismo techo, comer la misma comida, en su casa, sin conocer realmente su calaña. No le puso llave a nada. No que no le importara. Sucede que Cristóbal de Huelva era un hombre tan íntegro, tan honesto, que creía que todos los seres, sin excepción, albergaban la bondad en sus corazones, sólo había que darles la oportunidad de demostrarlo. No era un ingenuo, pero tenía sus razones. Él mismo había pasado por apuros de muchacho. Había conocido la cárcel y en su conciencia aún rondaba la muerte de alguno que otro cristiano. Tuvo la suerte de toparse con un monasterio donde llegó a refugiarse de alguna travesura. Ahí, sin regaños ni varazos, le cambiaron el modo. De ese muchacho tunante que era salió un hombre hecho y derecho, capaz de algunos latinajos y ducho en ganarse la vida en esa rama de los quehaceres que por nombre recibe el de carpintería. Ahí le mostraron los secretos del oficio, él los aprendió y les dio mayor lustre con la sapiencia que él mismo llevaba. Demostró ser hábil e ingenioso. También trabajador, que ya se sabe que habilidad e ingenio, sin trabajo, no son más que parientes del sueño. Amuebló el monasterio, renovó las camas en las celdas, hizo más cómodo el refectorio, recibió palmadas de gusto y agradecimiento.

Los monjes, a cierta edad en que ya podía ganarse el sustento por sí solo, lo echaron no por desprecio sino por sabiduría. Traía consigo los avíos para pescar en la vida. Cristóbal de Huelva recorrió caminos hasta que se avecindó en Ayamonte, a tiro de piedra con Portugal. Se sabía con cuentas pendientes con los alguaciles, así que buscó un lugar cómodo para escabullirse en caso de que quisieran prenderlo. Se hizo de una casa a las orillas del pueblo, en un paraje boscoso pleno de piñoneros y eucaliptos. A su derecha, apenas subir un leve promontorio, se contemplaba el recorrer del Guadiana ya próximo al mar. Cambió de nombre. Se puso Cristóbal en recuerdo del monje que le enseñó la carpintería, y de apellido Huelva por la provincia en que se hallaba. Ponía así otra frontera entre la justicia y la que antes había sido su maleva persona. Instaló su carpintería de manera modesta y bien pronto sus habilidades lo hicieron muy reputado y muy solicitado. Ganaba lo suficiente para darse de vez en cuando sus pequeños lujos, una botella de buen vino, una mojama de atún o una raya en pimentón, cocinada a base de ajo, comino y aceite. Le gustaba su nueva existencia. Le gustaba también el trabajo con la madera. Así hizo crecer su negocio y también su nombre y sus dividendos.

La labor se acumulaba. Cristóbal de Huelva necesitaba de un ayudante. Muchachos vinieron y muchachos se fueron. Ninguno estaba hecho para el trabajo, ninguno para labrar de buen talante y con arte la madera. Hubiera querido contar con un discípulo, con uno solo, pero bueno, a quien enseñarle sus devociones, sus esfuerzos y sus secretos de carpintero. Tardó un buen tiempo sin toparse con ninguno digno de ese encargo, antes de encontrar, debajo de un piñonero, a un muchacho en medio de un charco seco de sangre. Estaba más pálido que un muerto. No le pronosticó mucho de vida. Aun así, lo cargó y lo condujo a su casa.

Lo demás era historia. Martín López tenía un pasado como el suyo. Eso inclinaba la balanza a su favor. Cristóbal de Huelva se identificaba con sus avatares y travesuras de juventud. No era nadie para juzgar. La vida tenía muchos caminos, algunos más rectos y algunos más tortuosos. Lo más importante era su disposición a los designios propios de la carpintería. El muchacho contaba con un talento natural para los quehaceres de la madera. Ponía en juego todos sus sentidos en la faena diaria. Aguzaba el olfato y disfrutaba de las emanaciones de los robles, de los pinos, de los cedros, de los olmos. Palpaba las tablas recién cortadas, sus aristas, sus rebabas, su diminuto polvo. Se entretenía en el crujido de las ramas, en la manera como el viento siseaba entre las copas. Le atraía el estrépito de los árboles al ser talados y verlos caer, pero no era un indiferente: se acercaba a los troncos derribados y los acariciaba con un dejo de añejo respeto y de obligada disculpa. Era bueno para escoger qué árbol era mejor que otro, para evitar los nudos y para labrar en el sentido de las vetas.

Martín López aprendió con prontitud el oficio. Lo hizo con agradecimiento y diligencia. Empezó con minucias y terminó con grandezas. Taburetes, bancos, baúles, cabeceras, armarios, mesas, a lo largo de los años, con acabados al gusto o lo que alcanzara el bolsillo de sus clientes. Después, cuando se declaró la fiebre del Nuevo Mundo, se le encomendó a Cristóbal de Huelva la construcción de navíos. Había plata ahí, mucha plata, así como esperanzas de renovadas riquezas. Por ello los salarios fluían sin contratiempos, azuzados unos por la ambición y otros por la curiosidad de probar suerte en tierras más allá de las columnas de Hércules. Martín López fue su brazo derecho, fue su juventud, fue el del ánimo siempre dispuesto, fue el mejor de sus trabajadores, fue el que todo lo hacía y todo lo aprendía.

Ahí aprendió del gálibo y sus enseres. Planos, papel y puntas de carbón para anotar, así como moldes, patrones de construcción, junturas y, por supuesto, la necesaria imaginación de poder crear lo increado. Martín López supo que no todo era mano de obra sino pensar. Y que no todo era pensar sino contar con la voluntad de hacerlo.

—Soñar y trabajar, he ahí la mejor enseñanza de la vida —le decía Cristóbal de Huelva.

Era un hombre dado a los proverbios, que le venían pronto a la cabeza. Afirmaba:

—En el mundo se desperdician tres cosas: la razón del pobre, la buena madera del monte y la fuerza del vago.

Lo instaba a aprender, a interesarse en el oficio, a labrar con esmero.

—El sudor diario es el pan diario —recalcaba.

Martín López aprendió pronto. Cuatro, cinco navíos le bastaron para entender el gálibo y su importancia.

En la Casa de Contratación de Sevilla lo pusieron a prueba. No sólo observaron sus manos encallecidas sino que lo examinaron en toda clase de guarismos y medidas varias. Lo pusieron a pensar en volúmenes, en anchuras y en desplazamientos. Lo interrogaron acerca de la madera y sus propiedades.

Al final le palmearon la espalda y no sin ceremonia le extendieron un pergamino que lo certificaba como maestro de gálibo.

Cristóbal de Huelva fue el más feliz de los hombres. Y, como un día hicieron con él, tuvo la sabiduría, que no el corazón de piedra, de mandarlo a recorrer el mundo, para que fuera capaz de rascarse en la vida con sus propios talentos y con sus propias uñas.

—Ve a buscar tu destino en ultramar —le dijo, sabedor de que allá se encontraba el porvenir de lo cotidiano y de las riquezas.

Martín López partió de la mismísima Huelva con rumbo a Cuba. Ahí permaneció dos años en la tarea de labrar navíos. Fue una tarea ardua, en medio de mosquitos y calores insoportables. Los pilotos lo tenían en alta estima, pues sus portentos de madera eran sólidos y muy navegables. Se hizo de una regular fortuna y de una buena reputación. Un día se le acercó un hombre de talante decidido y le preguntó:

—¿Eres tú el constructor de la Remedios?

—Sí —fue la sola respuesta que obtuvo de sus labios.

—¿Y de la Santa Cruz y la Coronado?

Martín López asintió de nuevo.

—Te ofrezco riquezas varias, así como la fama en vida y en la inmortalidad en la muerte, si me sigues en una empresa en que el requisito es lealtad, perseverancia y valentía.

Martín López preguntó:

—¿Y qué empresa es ésa?

—El Nuevo Mundo —contestó aquel hombre.

 

* * *

 

Martín López, carpintero de hacer navíos, fue su título y su encargo.

Le seguían fastidiando el rotundo mosquiterío y la inmensa canícula, pero contaba con la esperanza del oro y la reputación bien ganada. Así soportaba el maltrato de aquellas regiones y también de sus constantes peligros. De niño ansiaba hacer travesuras y correr aventuras, y ahora tenía la ilusión de vivirlas y sufrirlas en carne propia.

—¿Moriremos aquí, Bernal, en tierras extrañas y alejadas?

—Para morir da lo mismo dónde... —contestó el soldado, alzándose desdeñoso de hombros, porque era sabedor de las cosas del mundo y de la ruindad y nobleza de los hombres.

Su amistad se había afianzado en el trajín cotidiano de la paz y la guerra. El uno tenía temple y experiencia de sobra en el combate. Había combatido en Italia y no era la primera vez que enfrentaba a los indios. Era más bien enjuto, robusto y sesgado. Su piel mostraba cicatrices de antiguos y recientes duelos. El otro, carpintero y todo, había mostrado valor en eso de las armas. No palidecía ante las macanas ni sería de los primeros en echarse a correr. Martín López era alto de cuerpo, animoso y de grandes fuerzas. La batalla de Centla la contempló desde el barco, pero así fueron las órdenes y ni modo.

Pasado el tiempo, de nuevo en la costa, cuando salieron de la urbe de ensueño para hacer frente a Pánfilo de Narváez y a sus hombres, el carpintero de hacer navíos se distinguió por su bravura. La noche los protegía, lo mismo que la sorpresa. Fue otro alarde más de ingenio y estrategia de quien los dirigía. Dios se puso del lado no de los más fuertes sino de los que tenían más seso. La batalla se dio con inteligencia y con la información de algunos espías. Lo primero en ser capturado fueron los caballos y las piezas de artillería. Cuando se dio la voz de alarma, ya era tarde. Los hombres del capitán general se esforzaron en ganar y sometieron con rapidez a la mayoría. Sus adversarios, españoles igual que ellos, se rindieron sin compromiso de honra ni de hombría. Parecían más monjes que soldados, más niñas que tunantes con espadas, picas, dagas y ballestas. Por eso, dos hermanas que eran de Diego de Ordaz les gritaban:

—Bellacos, dominicos, cobardes apocados que más debían traer una rueca que una espada... Mal hayan las mujeres que vinieron con tales hombres —y escupían en la tierra para rematar sus asertos, al igual que sus no pocas maldiciones.

Las mujeres fueron prendidas y calladas a punta de verdugones. La noche era oscura. No se veía maldita la cosa. Sólo se escuchaban, por aquí y por allá, los pasos y las respiraciones agitadas de los que se lanzaban al ataque. Y los gritos de injuria o de dolor. No faltaba, entre aquel oscuro caos, quien quisiera poner orden en la batalla.

—Al cu, todos al cu —se escucharon voces de mando.

El capitán general se hacía fuerte en las escalinatas de una mezquita de indios, y atravesaba con su espada a quien se le pusiera enfrente. Bernal y Martín López se apersonaron y se aliaron a la lucha. Ahí estaba guarecido el tal Pánfilo de Narváez y algunos de sus mejores hombres. Éstos sí, de mejor ralea, tenían bien puesta la valentía y ofrecieron resistencia. Disparaban saetas, que zumbaban cual veloces y mortíferas avispas. También tiraban piedras, que descalabraban o asustaban a algunos. Bernal fue el primero en llegar. No bien había subido unos cuantos escalones, todo ello entre las sombras más sombras, intuyendo al amigo del enemigo, al que podía protegerle las espaldas del que le hubiera segado la vida, dando de mandobles a diestra y siniestra, cuando escuchó un grito que le erizó la pelambre.

—Mi ojo, mi ojo, malditos hijos de puta, mi ojo...

Era la voz de Pánfilo de Narváez. En la batalla, en tinieblas como se hallaban, alguien atacó con una pica, no a él, precisamente, sino a lo que se moviera, pero con tan buen tino que le pegó directo en una cuenca y con la afilada punta le vació un ojo, con todo y un inmenso dolor para el desgraciado.

Llegaron las antorchas y la batalla se hizo visible en su desbarajuste y en su elemental crudeza.

Había sangre en la escalinata. El capitán general lucía una herida en un muslo. Bernal tenía los brazos cual si hubiera recibido latigazos. Algunos se agachaban al escuchar el disparo de los arcos o de las ballestas. Martín López luchaba cuerpo a cuerpo con uno de aquellos enemigos. Recordaba, tal vez, sus épocas de bellaco, porque se le notaba diestro en el manejo de la espada. Llegaron refuerzos, que rodearon a aquel hombre que se resistía a entregarse, y terminó por soltar las armas, alzar los brazos y, con actitud altiva, rendirse.

—A por ellos —continuaban las voces de mando.

Pánfilo de Narváez se había guarecido en lo alto de la mezquita, en la casa de aquel templo pagano. Desde ahí, desde las alturas, parecían inexpugnables. A pedradas o flechadas mantenían a raya al que se acercara.

—Les espera el infierno —se envalentonaban los que se hallaban dentro. Dos, tres de los soldados, cayeron víctimas de las saetas.

—Dame eso —pidió Martín López, una vez que se dio cuenta de la situación y recuperó el resuello.

Pidió que le hicieran entrega de una de las antorchas. Midió el terreno y sus posibilidades.

—Ya verán si los saco de ahí —aseguró convencido.

Zigzagueó para evitar las flechas y se encaramó en una saliente desde la que le fue fácil correr, con todo su empeño, sin que lo vieran, mezquita arriba. Los de adentro dieron voces de alarma pero nadie atinó a dispararle. Se trataba de un punto ciego, donde ninguna flecha podía llegarle. Le adivinaron las intenciones y salió uno a enfrentarlo. No lo hubiera hecho. Fue recibido con una rotunda y certera patada en pleno pecho, que lo hizo caer y rodar por la escalinata. Martín López se acercó al techo de aquel refugio, que era de paja, le acercó la antorcha y le prendió fuego.

No tardaron en salir, entre toses y sofocos, entre el humo y el fuego que ya se aposentaba en la cima, el propio Pánfilo de Narváez y sus hombres.

 

* * *

 

En los bosques de Tascala hacía frío, un frío húmedo que calaba. De nada servían las fogatas ni el trabajo intenso, todo se reducía a la frialdad del monte que marcaba su dominio y su aposento de vaporosos vahos e inagotables tembladeras. Martín López estaba triste, además. Obligado a su labor de carpintero, estaba recluido en su tarea de escoger árboles para la labra, lejos de la ciudad y de Fortuna. Poco sabía de ella. Que ya no estaba en peligro de muerte, que mejoraba. Eso lo tranquilizaba y alentaba, le daba reposo a su inquieto corazón. Ansiaba estar cerca de ella. Pero no había podido acercarse ni verla. Le había confiado a Bernal que estuviera pendiente. Le había pedido:

—Dile que es mi tormento, que no la olvido...

—De verla —aseguraba el soldado—, se me ocurrirán mejores palabras que ésas para franquearte el paso. Que, aunque algo iletrado, me sé algunos versos y una que otra frase de las que llaman galantes.

—Mientras no caiga rendida ante tus palabras y sí ante las mías —se sonrió a medias el carpintero—, adórnalas como quieras.

Así se la pasaba, en su afán de enamorado, mientras los bosques retumbaban a golpes de hachas, rechinar de serruchos y el rotundo lamento de los árboles caídos.

Martín López se hallaba en lo suyo. Bien que recordaba las órdenes, que se reducían a una frase contundente y por lo mismo con ecos de mandamás y tono de inapelable: “Doce bergantines con los que conquistaremos la urbe de los mexicanos”. Ya antes había hecho cuatro navíos, que fueron dóciles y aptos para la marinería. Se aprovechó la herrería, la jarciería y la clavazón, así como las cadenas de anclaje y el velamen de los barcos barrenados en la Vera Cruz, y procedió a construir los navíos, que resultaron de una buena eslora y capacidad para fuego para dos cañoncitos montados en la proa y en la popa. Fueron hábiles para surcar la laguna que rodeaba a la urbe de ensueño.

Sucedió cuando Moctezuma vivía. El rey de los mexicanos fue invitado a navegar en uno de ellos, todo inmenso de amplias sonrisas y entregado a las cortesías y al beneplácito. Le gustaba estar a bordo de una de aquellas “casas flotantes”, como les llamaba, no sin cierta gracia, y atestiguó cómo el viento las impulsaba con donaire, pues pronto quedaron atrás las canoas con las que su magnífico séquito intentaba seguirlos en aquella maniobra. El carpintero estaba primero hinchado de nervios y después orgulloso de su obra. El pretexto fue una partida de caza. Desde sus cubiertas se flecharon ánades y peces. Fue una tarde entretenida y memoriosa. Se hizo música de aire, algunos con flautas, otros con caracolas y chirimías, y se hicieron bromas y mutuos halagos.

Desde uno de aquellos barcos, el que llevaba escondido el nombre de Fortuna, se accionó una culebrina cuyo estruendo maravilló al soberano y a su séquito. Las aves emprendieron un súbito vuelo de espanto y los hombres se estremecieron ante aquel portento de pólvora y bala. El capitán general se sonrió. Le agradó ver la reacción de Mohtecuzoma, amilanado y encogido de susto, pues imaginaba que los españoles tenían el secreto del rayo y de su presencia aterradora y magnífica. Los vaticinios no mentían, aquellos hombres se aproximaban a lo divino y hacía bien en tratarlos con esmero. El capitán general no sólo participó de aquella fiesta, sino que se puso atento a sus estrategias de conquista. No era un hombre lerdo y sí cultivado. Sabía que aquella urbe de ensueño, aunque hospitalaria, los dejaba mal parados en la posibilidad de una trampa. Se sentía incómodo, atrapado en una isla de corteses a fuerza y de recelosos sin remedio. No le pasaba inadvertido que no todos estaban conformes con su presencia. Sentía las miradas torvas e insolentes de algunos. Si eran atacados, les imposibilitarían las salidas, entorpeciéndoles el paso por las calzadas. Se alzarían los puentes y serían atacados desde el agua. Se sentía como ratón en ratonera, y aquella sensación le quitaba el sosiego, el sueño, la tranquilidad en sus ambiciones.

Lo supo casi de inmediato: para no perecer en aquella urbe y adueñarse de ella, debía tener dominio de la laguna, de sus vaivenes y de su entorno. Debía prepararse para la lucha en tierra y también en ese otro mar que resguardaba la ciudad de los mexicanos.

A bordo de uno de los bergantines, mientras Mohtecuzoma, con algo de espíritu infantil, se dejaba llevar por la camaradería y su curiosidad, el capitán general fraguaba modos de ataque y de defensa. Tendría que hacerse de una flota para ser amo y señor de aquellas aguas.

Así que, ya en Tascala, de vuelta con sus únicos aliados, puso manos a la obra.

Nombró a Martín López capitán de gálibo y le dio la encomienda de construir doce bergantines. El número no era capricho. Aquella empresa de conquista también lo era de propaganda. Se difundía la palabra del verdadero dios entre los paganos y se imponía la figura de su hijo, el Señor Jesucristo, para satisfacer las demandas del cielo y contar con su protección y beneplácito. Doce bergantines serían entonces, igual que doce fue el número de los apóstoles que, tras conocerlo y amarlo, se dedicaron a propalar las enseñanzas del pobre Cristo crucificado.

—Doce bergantines, te ordené —se acercó el capitán general al quinto día de que Martín López empezara a poner manos a la obra—, pero lo he pensado mejor. Serán trece. Los doce que ya sabes, más uno. Uno, de mayor envergadura y porte, pues a esos doce apóstoles les hace falta su guía. Uno más, en honor y memoria de Jesús, nuestro señor.

No hubo más que decir. El carpintero pasó de la instrucción a la acción. Modificó sus planos, imaginó conceptos, volúmenes, les dio cantidad, medidas y números, y los plasmó en abigarrados pergaminos y en un modelo a escala que motivó el encanto y el asombro de los indios.

 

* * *

 

La montaña era enorme. Los tascalas le llamaban Matlalcueitl. Ahí, en su ladera occidental, durante el frío que ya desde finales de octubre comenzaba a sentirse en la sierra, Martín López levantó su campamento. Era una choza frágil y raquítica la suya, al igual que las de sus ayudantes. Andrés Núñez era su asistente. Un hombretón de buenas espaldas y gruesas manos, que se encargaba lo mismo de poner en práctica las urdimbres de su jefe en el arte de la carpintería que de acicatear con voz dura a los indios que los ayudaban. Eran cientos, algunos de ellos temerosos de su destino, otros con actitud aviesa y desconfiada, uno que otro inclinado a la contemplación o a la pereza, pero la mayoría empeñados en su encomienda y excelentes para el trabajo. No hubo necesidad de traductores. Martín López ordenaba, Andrés Núñez predicaba con el ejemplo y los tascalas le copiaban el estilo y la forma. Componían el equipo otros españoles de mejores y peores habilidades: un viejo que se decía Ramírez, que estaba cojo de una herida; un Diego Hernández, aserrador; dos herreros, y un Hernando de Aguilar, que los ayudaba a machar.

Octubre se pasó en talar la arboleda. Pinos, robles y encinos, que fueron escogidos por el buen ojo de Martín López. Los días transcurrieron entre duras jornadas de subir y bajar, de sudar la gota gorda por la empinada y fría serranía. Árbol que era de su agrado, árbol que marcaba con una equis renegrida, para que los indios se encargaran de hacerle mella en el tronco y tirarlo con clara algarabía y estrépito. No sabían ni para qué lo hacían, pero seguían las instrucciones con diligencia. Eran dóciles. Esperaban, eso sí, la voz de su capitán, un gallardo y joven guerrero de nombre impronunciable, un indio muy principal y esforzado. No importaba que Andrés Núñez, con su vozarrón, los instara a seguir su ejemplo; se negaban a hacerlo si no llevaba el consentimiento del adalid que los comandaba.

Así derribaron árboles, los cortaron en trozos en el sitio de su desfallecimiento y con grandes penalidades los condujeron hasta un lugar llano y en descampado, elegido por Martín López para empezar a hacer cuadernas y tablazones. Se escogió a muchos indios de entre los más aptos para esta faena, que requería no sólo habilidad sino paciencia. No pocos accidentes ocurrieron. Desde varios indios despanzurrados por caerles encima la pesada floresta, que dedos aplastados por el descuido o cercenados por el mal uso de una sierra. Parecía no importar demasiado, pues fuera del espanto inicial y la tristeza de algunos, nuevos indios llegaban a sustituirlos, así que nadie extrañaba a los heridos o a los difuntos. Mano de obra nunca faltaba. Bastaba que un mensajero llevara la petición al capitán general, para que Martín López recibiera nuevos brazos y nuevas frentes para entregarse al sudor y al trabajo. Los nombres no importaban, sólo su disposición al trabajo. No sucedía igual con las herramientas, que escaseaban. El carpintero tenía a tres herreros, con sus respectivas fraguas, en la labor de fabricar martillos, gubias, serrotes y otros utensilios de igual o menor valía. Se habían hecho traer las anclas de los navíos barrenados, y con aquel fierro se empezaron a fabricar nuevos cachivaches aptos para aquel ajetreo entre los bosques.

Para noviembre el frío había arreciado, lo mismo que la hechura de tablones. El capitán de gálibo estaba satisfecho. El trabajo avanzaba. Se había hecho a la sierra y a sus inclemencias y ya no se quejaba de su destino. Si el capitán general se hubiera presentado en ese momento para exigirle cuentas y explicaciones, hubiera tenido con qué responderle. Sólo una cosa nublaba su pensamiento: no saber nada en absoluto de su amada. Fortuna ocupaba sus pensamientos de hombre. Bernal hacía mucho que había dejado de visitarlo y no le contaba nada de ella. Estaba ocupado en pacificar a los indios. Doce españoles habían sufrido horrenda muerte en un lugar llamado Tepeaca, y hasta allá se había dirigido el soldado de a pie, su muy amigo, a vengar la afrenta.

—No vencen los muchos, sino los valientes... —le dijo Bernal antes de partir, en remembranza de las palabras dichas por el capitán general para alentar a sus hombres.

Bernal era ambivalente: se malquistaba con él por su soberbia, pero respetaba su valentía. Destrozada su cabeza, víctima de intensos dolores por el descalabro sufrido por una pedrada, aun así tenía los arrestos suficientes para armar alianzas, aplacar a sus tropas y exponer a los que quisieran deponerlo. Así había sucedido con un tal Villafaña, el cabecilla de una rebelión que buscaba coserlo a puñaladas. Una vez descubierta la conjura, no se tentó el corazón para ahorcar al traidor, a fin de hacer escarmiento entre otros posibles sublevados. El capitán general asistía a acuerdos con los tascalas, vencía de entre los desleales, alentaba la construcción de los bergantines y hacía la guerra.

En Tepeaca volvió a ofender a sus enemigos. Éstos le dijeron:

—Vengan a enfrentarnos, que necesitamos víctimas para los sacrificios.

Y se rieron de los mensajeros enviados para pactar su rendición.

Quinientos españoles y dos mil tascalas enfrentaron a los mexicanos. Tepeaca resistió dos días antes de capitular. Al hacerlo, se desataron el terror, la demencia y la venganza. Bernal, días después, recordaría los gritos y el olor a carne quemada, y lo haría con gesto de repugnancia y reprobación. Él no había estado de acuerdo con tal proceder, y se había retirado dizque a afilar sus armas. Todos, los prisioneros, los ancianos, los niños, fueron herrados con una infame “G”, de guerra, en la frente. Se mandó a los herreros un artilugio de fierro con tales características que, encendido al rojo vivo, era aplicado sin decoro a los infames.

Martín López aprovechó la ausencia del capitán general, de guerra por Tepeaca y sus alrededores, para bajar de las alturas de su campamento a las calles de tierra apisonada de la ciudad, en busca de Fortuna.

Se dirigió a sus aposentos de enferma y de agonía con el corazón henchido de una rara sensación, que lo mismo era alegría que angustia. Recorrió los barrios con el rostro de la insensatez, que es también el de la locura y el amor. “Fortuna”, repetía su nombre. “Fortuna”, y el vaivén de la tristeza y la felicidad lo colmaban de varias maneras.

Llegó al lugar de reposo de la bella. Llegó ilusionado y se marchó desesperanzado. Un mes y medio había bastado para que, desde el borde de la muerte, Fortuna se hubiera recuperado de tal forma que ahora estaba en son de guerra, unida al ejército que combatía en Tepeaca.

Martín López lloró lágrimas de hombre y vagó por la ciudad, herido, indiferente a todo lo que no fuera su tristeza. Un día se pasó así de perdido, presa del ajetreo de sus sentimientos. Estuvo a punto de tirarse de un improvisado puente o de cortar su garganta para terminar de una buena vez con sus penas. Sintió que el mundo era un lugar yermo e injusto, y que nada valía el esfuerzo de la vida. ¿Sus navíos? Poca cosa, casi una minucia, ante el rotundo hecho de que Fortuna se encontrara ausente. De nuevo en el trajín de la batalla, temió que una flecha artera o una macana a la mala le segara la existencia. Ya una vez había llorado su muerte y se espantaba de tener que hacerlo de nuevo.

Se la pasó mal en el monte, adonde regresó a cumplir con la faena. Cuando Bernal retornó, un poco más de cicatrices y fatigas en su cuerpo, le preguntó por ella:

—Es una valiente —le contestó el soldado—. Es entregada a la causa y a la espada. Más valiente que muchos hombres.

Martín López esperó por una palabra de aliento que no llegaba.

—Buen corazón, también lo tiene, que se negó a herrar a aquellos infelices. Aún tengo aquí —y se llevó la mano a las narices— el olor a la carne quemada.

Tepeaca había hecho su mella en Bernal. Le había perdido cierto respeto al capitán general, a quien encontraba altivo y ensimismado en algo que parecía más una venganza que una conquista. Se preguntaba si la pedrada que lo había descalabrado no le había aturdido también el pensamiento. Era soldado acostumbrado al rigor de la muerte y la sangre, y no tenía empacho en destripar a quien fuera en el campo de batalla, pero le costaba esfuerzo ajusticiar a los niños, a los inocentes, a quien no pudiera ni empuñar una daga o una lanza. Era una barbaridad no propia de cristianos. Se cuidaba de decirlo en voz alta, pero eso pensaba.

—¿Preguntó por mí? —Martín López deslizó la pregunta que lo atosigaba.

Bernal no mintió:

—Me preguntó si estabas entre los muertos de la noche triste. Le dije que no y algo se le iluminó en el rostro...

El carpintero sonrió esperanzado.

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