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Parte VI: El líder bien enfocado » 20. ¿De qué dependen los buenos líderes?

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La apertura emocional, una capacidad que nos permite detectar pistas emocionales sutiles en un grupo, funciona de manera parecida a como lo hace una cámara fotográfica. Podemos aumentar el

zoom para acercarnos y centrarnos en los sentimientos de una persona o alejarlo para captar, ya sea en el aula o en un grupo de trabajo, los sentimientos colectivos.

La apertura garantiza a los líderes una lectura más precisa, por ejemplo, del apoyo o antagonismo que suscitará una determinada propuesta. Una lectura correcta puede suponer, en tal caso, la diferencia entre una iniciativa fallida o un adecuado cambio de rumbo[276].

Detectar, en el entorno grupal, indicios emocionalmente reveladores en el tono de voz, las expresiones faciales, etcétera, puede decirnos, por ejemplo, cuántos miembros del grupo sienten miedo o enfado, cuántos esperanza y optimismo o cuántos, por último, indiferencia o desprecio. Ese tipo de indicios nos proporciona una estimación más rápida y fiable de los sentimientos grupales que preguntar a cada uno lo que está sintiendo.

Las emociones colectivas que aparecen en el entorno laboral (a las que, en ocasiones, se conoce como clima organizativo) pesan mucho en la atención al cliente, el absentismo y el rendimiento grupal general.

Una sensación más matizada del rango de emociones presentes en el grupo, que nos muestre cuántos de sus miembros sienten temor, esperanza o el resto del abanico emocional, puede ayudar al líder a tomar decisiones que conviertan el miedo en esperanza o el rechazo en optimismo.

Uno de los obstáculos que nos impiden alcanzar esta visión general es la actitud, implícitamente asumida en el entorno laboral, de que la profesionalidad obliga a ignorar las emociones. Hay quienes atribuyen esta ceguera emocional a la ética de trabajo «protestante» característica de las normas que, en muchos países occidentales, rigen el entorno laboral, que considera el trabajo como un imperativo moral que insiste en la necesidad de no atender a las relaciones ni a los sentimientos. Prestar atención a las dimensiones humanas socava, según esta visión (lamentablemente muy extendida, por otra parte), la eficacia de los negocios.

Pero la investigación sobre el mundo organizativo llevada a cabo en las últimas décadas nos proporciona abundantes ejemplos de que esa visión está equivocada y que los líderes y miembros más experimentados del equipo utilizan una amplia apertura focal a fin de captar la información emocional que requieren para relacionarse bien con las necesidades emocionales de sus colegas o subordinados.

El hecho de que captemos todo el bosque emocional, o de que nos centremos exclusivamente en un solo árbol, depende de nuestra apertura focal. Un dispositivo de seguimiento de la mirada, por ejemplo, puso de relieve que, cuando se mostraba a diferentes personas dibujos de individuos sonrientes rodeados de gente con el ceño fruncido, la mayoría reducía su foco de atención al rostro sonriente, obviando el resto[277].

Parece haber un sesgo (al menos entre los estudiantes universitarios occidentales, que representan el grueso de sujetos de estudios como el mencionado) que nos lleva a ignorar el colectivo mayor. En las sociedades orientales, por el contrario, las personas parecen detectar más naturalmente las pautas generales presentes en el grupo, como si la amplitud de apertura focal resultase allí más sencilla.

El especialista en liderazgo Warren Bennis utiliza la expresión «observadores de primera clase» para referirse a quienes prestan una atención esmerada a cada situación y experimentan una fascinación continua y, en ocasiones, contagiosa por lo que ocurre a cada instante. Las personas que saben escuchar constituyen una variedad de estos observadores de primera.

Dos de las principales rutas mentales que amenazan la capacidad de observación son las creencias incuestionables y las reglas en las que depositamos una confianza ciega. Ambas deben verse contrastadas y perfeccionadas una y otra vez con la realidad cambiante. Y un modo de hacerlo es a través de lo que la psicóloga de Harvard Ellen Langer ha denominado

mindfulness al entorno, es decir, la escucha y el cuestionamiento continuos y la indagación, la prueba y la reflexión (es decir, la recopilación de las comprensiones y visiones de los demás). Este tipo de compromiso activo conduce a preguntas más inteligentes, un mejor aprendizaje y un radar más sensible y rápido para detectar los cambios venideros.

Los sistemas cerebrales

Consideremos ahora el caso de cierto ejecutivo en un estudio sobre personas que ocupan puestos en el gobierno y cuyo historial identifica como un líder innovador y exitoso[278].

Su primer trabajo fue, en la Marina, como operador de radio de un barco. No tardó en dominar los sistemas de radiotelegrafía hasta que, en sus propias palabras, «los conocía mejor que nadie en toda la nave. Yo era la persona a la que todo el mundo acudía para resolver los problemas. Pero me di cuenta de que, si realmente quería tener éxito, tenía que aprender cómo funcionaba el barco».

Fue así como se dedicó a estudiar el funcionamiento conjunto de las diferentes partes del barco y su relación con la sala de comunicaciones. Cuando posteriormente se vio ascendido a un puesto de mayor responsabilidad en calidad de civil que trabajaba para la Marina, dijo: «Del mismo modo que llegué a dominar la sala de radio y posteriormente el barco, me di entonces cuenta de que también tenía que aprender el funcionamiento de la Marina».

Aunque haya personas que poseen un talento natural para los sistemas, este suele ser, en la mayoría de los casos —como en el del recién mencionado ejecutivo, por ejemplo—, un talento adquirido. Pero, en ausencia de conciencia de uno mismo y de empatía, no basta, para el liderazgo sobresaliente, con el conocimiento sistémico. Necesitamos equilibrar el triple foco, sin centrarnos exclusivamente en una sola fortaleza.

Veamos ahora la paradoja de Larry Summers, un brillante pensador sistémico con un CI superior. Pese a ser, después de todo, uno de los profesores más jóvenes contratados en toda la historia de Harvard, se vio despedido, al cabo de unos cuantos años, de su cargo como presidente, por los miembros de su facultad, hartos de sus ostensibles muestras de insensibilidad.

Esta pauta parece corresponderse con lo que Simon Baron-Cohen, de la Universidad de Oxford, identifica como un estilo cerebral extremo, un estilo que, sin bien descuella en el análisis de sistemas, fracasa a la hora de mostrar empatía y sensibilidad hacia el entorno social[279].

La investigación realizada por Baron-Cohen ha puesto de relieve la existencia de un número pequeño —aunque no, por ello, menos significativo— de personas dotadas de esta fortaleza, pero aquejadas de un punto ciego que no les permite leer las situaciones sociales y lo que otras personas está pensando o sintiendo. Por ello, si bien los individuos dotados de una comprensión sistémica privilegiada constituyen un activo importante en toda organización, su eficacia se ve, a falta de inteligencia emocional, notablemente mermada.

Un ejecutivo de un banco me explicó que habían creado un escalafón laboral paralelo para que, en lugar de ascender en la escala del liderazgo, las personas dotadas de este repertorio de talentos pudieran progresar en su estatus y salario basándose exclusivamente en su calidad de excelentes analistas de sistemas. De ese modo, el banco puede mantener a estos trabajadores y permitirles desarrollar una carrera profesional, reclutando a líderes con otras características y consultar, cuando lo necesiten, a los expertos en sistemas.

El equipo bien enfocado

Cierta organización internacional contrataba a sus empleados centrándose exclusivamente en su pericia técnica, sin tener en cuenta sus habilidades personales e interpersonales, ni la capacidad de trabajar en equipo. Después de muchas fricciones y el constante incumplimiento de los plazos, un buen centenar de sus empleados acabaron experimentando alguna que otra crisis.

«El director del equipo nunca tuvo la posibilidad de detenerse a reflexionar con nadie —me dijo el

coach de liderazgo al que habían solicitado ayuda—. No tenía un solo amigo con el que explayarse. Y, apenas le di la oportunidad de hablar, empezamos con sus sueños y luego seguimos con sus problemas.

»Cuando nos detuvimos a estudiar su equipo, se dio cuenta de que había estado contemplándolo todo a través de su lente limitada —el modo en que le decepcionaban continuamente—, sin preguntarse jamás

por qué actuaban así. Carecía, en suma, de la perspectiva necesaria para percibir las cosas desde el punto de vista de los miembros de su equipo».

Ese líder se centraba en los aspectos equivocados de cada miembro del equipo, en sus deficiencias concretas y en la indignación que le provocaba sentir que estaban torpedeando su rendimiento. Por ello le resultaba tan fácil culparlos de sus fracasos.

Pero, cuando cambió su foco de atención y pudo ponerse en el lugar de su equipo para ver lo que no funcionaba, su visión del problema cambió radicalmente. Entonces se dio cuenta de lo extendido que se hallaba el resentimiento entre los miembros de su equipo. Los científicos de orientación teórica criticaban a los ingenieros, más pragmáticos y resueltos, quienes desdeñaban, a su vez, a aquellos por tener, en su opinión, la cabeza en las nubes.

Otro aspecto de las disputas tenía que ver con la nacionalidad. En el enorme equipo, que era como una pequeña ONU, había miembros procedentes de países muy diversos, algunos de los cuales estaban en guerra, conflictos que también se reflejaban en las tensiones interpersonales.

Aunque la retórica grupal insistiese en la inexistencia de esos problemas (y, en consecuencia,

no se hablara de ellos), era imprescindible, según comprendió el líder del equipo, sacar a relucir los problemas. «Y fue precisamente entonces —concluyó el

coach— cuando las cosas empezaron a arreglarse».

Vanessa Druskat, psicóloga de la Universidad de New Hampshire, constata que los equipos de elevado rendimiento se atienen a normas que alientan la autoconciencia colectiva, como poner de relieve las diferencias que están generándose y corregirlas antes de que acaben desbordándose.

Crear tiempo y espacio para hablar sobre lo que cada uno piensa es otro recurso destinado a conectar con las emociones del equipo. La investigación dirigida por Druskat en colaboración con Steven Wolff ha puesto de relieve que son muchos los equipos que no hacen esto, o esa es, al menos, la pauta más frecuentemente advertida en los estudios.

«Pero cuando un equipo lo hace —afirma—, el beneficio es grande e inmediato. Me hallaba en Carolina del Norte trabajando con un equipo y el recurso que utilizamos entonces para ayudarles a plantear cuestiones emocionalmente muy cargadas fue un gran elefante de cerámica —me dijo Druskat—. Todos accedieron a cumplir una norma que decía que cualquiera, en cualquier momento, podía coger el elefante y decir “quiero levantar el elefante”, para sacar a relucir algo que le molestaba.

»Súbitamente uno de los presentes —y hay que decir que todos ellos eran altos ejecutivos— levantó el elefante. Empezó entonces a hablar sobre lo ocupado que estaba y de cómo nadie parecía darse cuenta de su situación y de que sus demandas le robaban demasiado tiempo. Cuando les dijo: “Debéis entender que estoy saturado de trabajo”, sus colegas le respondieron que no tenían la menor idea y que habían estado preguntándose por qué se mostraba tan insensible. Algunos habían interpretado su actitud reticente como algo personal y otros abrieron su corazón tratando de aclarar las cosas. Al cabo de una hora, parecía tratarse de un equipo completamente diferente».

«Se requieren dos cosas para aprovechar la sabiduría colectiva del grupo: presencia atenta y sensación de seguridad —me dijo Steven Wolff, uno de los directores de GEI Partners[280]—. Uno necesita un modelo mental compartido de que este es un lugar seguro y no el típico “si digo algo inapropiado, se reflejará en mi expediente”. Para poder expresarse públicamente, las personas tienen que sentirse libres.

»Estar presente —dice Wolff— significar ser consciente de lo que está ocurriendo e indagar al respecto. He aprendido a valorar la importancia de las emociones negativas. No es que disfrute con ellas, si podemos permanecer presentes, nos indican el tesoro que hay al final del arcoíris. Cada vez, pues, que experimente una emoción negativa, deténgase y pregúntese qué es lo que está ocurriendo, de modo que pueda empezar a entender la cuestión que subyace a ese sentimiento y expresar luego al equipo lo que está sucediendo en su interior. Pero, para que las personas puedan expresar lo que realmente les está ocurriendo, es necesario que el grupo actúe como un contenedor seguro».

Este acto de autoconciencia colectiva elimina el ruido emocional. «Nuestra investigación —concluye Wolff— ha puesto de relieve que este es el rasgo distintivo de los equipos con un rendimiento más elevado, equipos que facilitan la búsqueda de tiempo para exponer y explorar los sentimientos negativos de sus miembros».

Como sucede a nivel individual, los mejores equipos destacan en la aplicación del triple foco. La autoconciencia, desde el punto de vista de un equipo, significa sintonizar con las necesidades de sus integrantes, sacando a relucir las cuestiones pendientes y estableciendo normas que contribuyan en ese sentido como, por ejemplo, «levantar el elefante». Hay equipos que establecen normas, como la de un «chequeo» previo a cada reunión, que les haga saber cómo se encuentra cada participante. De ese modo, el equipo puede interpretar más fácilmente la dinámica de la organización.

Y la empatía, en el ámbito del equipo, no se limita a la sensibilidad entre sus integrantes, sino que trata de comprender también el punto de vista y los sentimientos de las personas y grupos con los que el equipo se relaciona.

Los mejores equipos también saben leer de modo eficaz la dinámica de una organización. Druskat y Wolff descubrieron que ese tipo de conciencia sistémica se halla muy ligado al rendimiento positivo del equipo.

La conciencia sistémica de un equipo se manifiesta tanto en buscar a alguien que necesite ayuda dentro de la organización más amplia, como en conseguir los recursos y recabar la atención que necesitan para alcanzar sus objetivos. También puede significar aprender qué preocupaciones de los demás pueden influir en la capacidad del equipo, o preguntarse si lo que el equipo tiene en mente se adapta a la estrategia y a los grandes objetivos de la empresa.

Los equipos sobresalientes suelen asimismo participar en el entrenamiento grupal, donde el equipo, en un ejercicio de autoconciencia grupal, reflexiona periódicamente sobre su funcionamiento como grupo para llevar a cabo cambios basados en dicha reflexión. Esa retroalimentación abierta desde el interior —comenta Druskat— «alienta, sobre todo al comienzo, la eficacia del grupo».

Y también contribuye a crear un clima positivo, ya que divertirse es un signo de flujo compartido. Tim Brown, director general de IDEO, una consultoría dedicada a la innovación, lo denomina «un juego serio» y dice: «El juego se asemeja a la confianza, un espacio en el que las personas pueden asumir riesgos. Solo asumiendo riesgos conseguiremos abrirnos a ideas nuevas y más valiosas».

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