Flush

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Capítulo IV. Whitechapel

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En vista de ello, el coche dio la vuelta y salió de la calle Manning, en Shoreditch. Wilson opinaba que «habíamos escapado con vida por milagro». La misma miss Barrett había llegado a alarmarse. «Era evidente que la banda se había hecho fuerte en su barrio. La “Sociedad”, la “Fancy” (como la llamaban) había echado raíces en aquel terreno», escribía. Le hormigueaban por el espíritu los pensamientos y se le habían llenado de imágenes los ojos. De modo que eso era lo que se encontraba más allá de la calle Wimpole: esas casas… esas casas… Más vio, mientras estuvo en el coche frente a la taberna, que en cinco años de permanencia en el dormitorio trasero de Wimpole Street. «¡Qué rostros los de esos hombres!», exclamó. Se habían grabado a fuego en su retina. Estimulaban su imaginación como nunca la habían estimulado «las divinas presencias de mármol», los bustos de la vitrina. Aquí vivían mujeres como ella; mientras yacía en su sofá, leyendo o escribiendo, aquellas mujeres vivían a su manera. Pero ya entraba el coche por entre las casas de cuatro pisos. He aquí la familiar avenida de puertas y ventanas, con sus llamadores de bronce, sus cortinas simétricas… He aquí la calle Wimpole… y su número 50. Wilson saltó del coche, y puede uno imaginarse con qué sensación de alivio, al verse a salvo. Pero miss Barrett es posible que vacilara un momento. Aún estaba viendo «los rostros de aquellos hombres». Habían de ponérsele otra vez ante los ojos de la imaginación cuando estuviera escribiendo, sentada en un soleado balcón de Italia [5]. Le iban a inspirar los trozos más vívidos de

Aurora Leigh.

Pero ya abría el lacayo la puerta y, apeándose, se dirigió, escaleras arriba, a su habitación. Otra vez a su dormitorio.

El sábado fue el quinto día de encarcelamiento de Flush. Casi exhausto, perdidas casi todas las esperanzas, jadeaba tumbado en su rincón oscuro del atestado suelo. Se oían violentos portazos. Gritaban voces aguardentosas. Chillidos de mujeres. Parloteo de loros. Nunca habían charlado así los loros con las viudas de Maida Vale, pero es que ahora tenían que responder a los insultos que les dirigían las viejarronas. Flush se sentía la pelambre plagada de insectos; pero estaba demasiado débil, demasiado indiferente para sacudirse. Toda su vida pasada, con sus innumerables escenas: Reading, el invernadero, miss Mitford, míster Kenyon, los libros, los bustos, los campesinos del visillo… todo ello se esfumaba como copos de nieve que se disolvieran en una caldera. Si de aferraba aún a alguna esperanza, era a algo sin nombre y sin forma, al rostro de alguien a quien todavía llamaba «miss Barrett». Ésta existía aún; todo el resto del mundo había desaparecido; pero ella aún existía, aunque se había abierto entre ellos un abismo tan grande que era casi imposible pudiera llegar su ama hasta él. Empezó a venirse encima la oscuridad otra vez, una oscuridad capaz de aplastar definitivamente su última esperanza… miss Barrett.

A decir verdad, las fuerzas de Wimpole Street luchaban todavía —hasta en estos momentos finales— por apartar a miss Barrett de Flush. El sábado por la tarde estuvo esperando a míster Taylor, pues la mujer inmensamente gorda había prometido que éste iría. Por fin vino, pero sin el perro. Envió un recado a miss Barrett: si ésta le pagaba en el acto seis guineas, volvería a Whitechapel y le traería el perro… le daba «su palabra de honor». Miss Barrett no sabía qué valor pudiera tener la palabra de honor de míster Taylor, pero le pareció «que no había otro recurso», pues la vida de Flush pendía de este hilo. Contó las guineas, y se las envió a míster Taylor, que esperaba abajo en el pasillo. Pero quiso la mala suerte que mientras esperaba Taylor en el pasillo —rodeado de paraguas, grabados, la felpuda alfombra y otros objetos valiosos— entrara Alfred Barrett. El ver al archienemigo en su propia casa, le hizo perder todo freno. Estalló su ira. Lo llamó «estafador, embustero y ladrón». En vista de ello, míster Taylor le devolvió los insultos. Y, lo peor de todo, juró estar «tan seguro de su salvación como de que no volveríamos a ver a nuestro perro»; y salió disparado de la casa. Así que a la mañana siguiente llegaría el terrible paquete sangriento.

Miss Barrett volvió a vestirse a toda prisa y corrió escaleras abajo. ¿Dónde estaba Wilson? Que buscase un coche. Iba a volver a Shoreditch inmediatamente. Acudió su familia, presurosa, para disuadirla. Oscurecía. Estaba ya muy debilitada. Incluso para un hombre, en perfecto estado de salud, resultaba aquella aventura de lo más arriesgado. Hacerlo ella, era una locura. Así se lo dijeron. Sus hermanos, sus hermanas, toda la familia la rodeó, amenazándola, disuadiéndola, «gritándome que me había vuelto loca, que era una terca, una caprichosa… Me insultaron tanto como lo hubieran hecho con míster Taylor». Pero no cejó en su empeño. Tuvieron que comprender, finalmente, la inutilidad de sus esfuerzos ante la locura de ella. Por mucho peligro que hubiera, habían de dejarla salirse con la suya. Septimus prometió que, si Ba volvía a su cuarto «y se ponía de buen humor», iría él mismo en busca de Taylor, le entregaría el dinero y traería el perro.

Mientras, en Whitechapel se diluía el crepúsculo en la negrura nocturna. Se abrió una vez más, de una patada, la puerta de la habitación. Un tipo peludo suspendió a Flush por el cogote, sacándole de su rincón. Al mirar la horrenda cara de su enemigo, no podía deducir si se lo llevaba para matarlo o para ponerlo en libertad. Le daba igual…, a no ser por el recuerdo fantasmal de algo. El hombre se agachó. ¿Para qué le hurgaban aquellos dedazos en su garganta? A trompicones, medio cegado y con las piernas bamboleantes, fue conducido Flush al aire libre.

Miss Barrett, en Wimpole Street, no podía tragar la comida. ¿Había muerto Flush o estaba aún vivo? No lo sabía. A las ocho se oyó llamar a la puerta; era la carta habitual de míster Browning. Pero, al abrirse la puerta para que dejaran la carta, algo más entró corriendo en el cuarto…

Flush. Se fue derecho a su vasija color púrpura. Tres veces se la llenaron y aún seguía bebiendo. Miss Barrett contemplaba al perro —muy sucio y con expresión de tremendo asombro—, que no cesaba de beber. «No mostró tanto entusiasmo por verme como yo esperaba», observó. En efecto, sólo le interesaba una cosa en el mundo: agua limpia.

Miss Barrett, después de todo, sólo había visto un momento las caras de aquellos hombres y, aun así, los recordó toda su vida. Flush había estado a merced de ellos, viviendo en aquel ambiente durante cinco días enteros. Ahora, al verse de nuevo sobre cojines, lo único que le parecía dotado de una realidad era el agua fresca. Bebía continuamente. Los antiguos dioses del dormitorio —la vitrina de los libros, el ropero, los bustos— parecían haber perdido su substancia. Esta habitación no era ya el mundo entero; era sólo un refugio. Solamente un claro en la selva, protegido por temblorosos lampazos, mientras alrededor se arrastran las serpientes venenosas y merodean las fieras; una selva donde detrás de cada árbol acecha un asesino dispuesto a lanzarse sobre uno. Echado en el sofá —todavía atónito y exhausto— a los pies de miss Barrett, le resonaban en los oídos los aullidos de los perros atados y el chillar de los pájaros aterrorizados. Cuando se abrió la puerta, se sobresaltó, esperando ver entrar al hombre peludo con un cuchillo… pero no era sino míster Kenyon con un libro en la mano; era sólo Browning con sus guantes amarillos. Encogiose ante ellos. Ya no se fiaba de míster Kenyon ni de míster Browning. Tras aquellos rostros sonrientes y amistosos, se escondían la traición y la crueldad. Sus caricias eran fingidas. Temía incluso acompañar a Wilson a echar las cartas. No quería dar ni un paso si no le ponían la cadena. Cuando le decían: «Pobrecito Flush, ¿te cogieron los hombres malos?», levantaba la cabeza, gemía y callaba. Si, yendo por la calle, oía el restallar de un látigo, saltaba a la acera buscando seguridad. En casa se apelotonaba más cerca de miss Barrett que antes. Ella era la única que no lo había abandonado. Aún tenía alguna fe en ella. Gradualmente, ésta fue tomando otra vez substancia a sus ojos. Agotado, tembloroso, sucio y muy adelgazado, yacía en el sofá a los pies de su ama.

Conforme transcurrían los días, se iba debilitando el recuerdo de Whitechapel. Flush, muy cerca de miss Barrett, leía los sentimientos de ésta con más claridad que antes. Estuvieron separados; ya estaban juntos. La verdad es que nunca había habido tanta afinidad entre ellos. En él se reflejaba cada movimiento de ella, cada sobresalto; y ahora parecía estar siempre miss Barrett sobresaltándose y moviéndose. Incluso la llegada de un paquete la asustó; lo deshizo con dedos temblorosos y sacó de él un par de botas gruesas. Las escondió inmediatamente en el fondo de la alacena. Luego se tendió de nuevo como si nada hubiera ocurrido; pero había ocurrido algo. Cuando estuvieron solos se levantó y sacó de un cajón un collar de diamantes. Tomó la caja que contenía las cartas de míster Browning. Puso las botas, el collar y las cartas en un saco de viaje, y luego —como oyera pasos por la escalera— empujó el saco bajo la cama y se acostó apresuradamente, cubriéndose de nuevo con el chal. A Flush le pareció que estas señales de secreto, este afanarse a hurtadillas, predecían alguna crisis inminente. ¿Iban a escapar juntos de este mundo espantoso de ladrones de perros y tiranos? ¡Oh, si fuera posible! Temblaba de excitación sólo con pensarlo y dejaba escapar unos grititos de alegría, pero miss Barrett le ordenaba en voz baja que se estuviese tranquilo, y él se tranquilizaba al momento. Ella también se quedaba muy tranquila. En cuanto entraba alguno de sus hermanos o cualquiera de sus hermanas, miss Barrett permanecía en una inmovilidad absoluta, tendida en el sofá. Y hablaba un rato con míster Barrett, echada serenamente, como siempre.

Pero el sábado, 12 de septiembre, hizo miss Barrett lo que nunca le viera hacer Flush: se vistió como si fuera a salir inmediatamente después del desayuno. Además, mientras la veía arreglarse, comprendió Flush perfectamente, por la expresión de su cara, que no le llevaría consigo. Iba a algún asunto secreto, algo de carácter privado. A las diez, entró Wilson en la habitación. También ella venía vestida como para salir. Partieron juntas. Flush se acostó en el sofá a esperarlas. Una hora después —poco más o menos— miss Barrett regresó, pero sola. No lo miró… Parecía no mirar nada. Quitose los guantes, y Flush vio brillar —por un instante— un anillo de oro en uno de los dedos de su mano izquierda. Se quitó el anillo rápidamente y lo escondió en la oscuridad de un cajón. Entonces se tendió, como de costumbre, en el sofá. Flush se acercó a ella sin atreverse casi a respirar, pues lo que hubiera sucedido —que él no lo sabía— era algo que debía a toda costa mantenerse oculto.

A toda costa, debía proseguir como de costumbre la vida del dormitorio. Y, sin embargo, todo era distinto. Hasta la oscilación de la cortinilla, movida por el aire, le parecía a Flush una señal. Y las mismas luces y sombras que acariciaban a los bustos parecían querer decir algo y estar haciendo señas. Todo daba en el cuarto la impresión de un cambio; todo parecía estar preparado para algún acontecimiento. Y, sin embargo, todo estaba en silencio, todo se ocultaba… Los hermanos y las hermanas entraban y salían como siempre; míster Barrett vino a última hora, como de costumbre. Se cercioró, como siempre, de que miss Barrett se lo había comido todo y había bebido el vino. Miss Barrett charló y se rió no dejando traslucir —mientras había alguien en el cuarto— que ocultase algo. Pero en cuanto se quedaban solos, sacaba la caja de bajo la cama y la iba llenando precipitadamente, a hurtadillas, escuchando mientras lo hacía. Y los indicios de tensión eran inequívocos. El domingo tocaron las campanas de la iglesia. «¿Qué campanas son ésas?», preguntó alguien. «Las campanas de la iglesia de Marylebone», dijo miss Henrietta. Flush observó que miss Barrett se ponía mortalmente pálida. Pero ninguno de los presentes pareció haber notado nada.

Pasó el lunes, y el martes; y pasaron el miércoles y el jueves. Sobre todos los de casa se extendía un manto de silencio. No se hacía sino comer, hablar y estarse tendido en el sofá, como de costumbre. Flush, agitándose en un sueño intranquilo, soñó que estaban acostados juntos bajo hojas y helechos, en una dilatada selva. Entonces se entreabrieron las hojas, y se despertó. Oscuridad. Pero vio a Wilson que entraba sigilosamente en la habitación y sacaba la caja de bajo la cama, llevándosela con gran silencio. Esto ocurría en la noche del viernes 18 de septiembre. Flush pasó toda la mañana del sábado como alguien que sabe pueden amordazarlo de un momento a otro, o que puede sonar un silbido en tono bajo, dando la señal de que dependa la muerte o la vida. Vio que miss Barrett se vestía. A las cuatro menos cuarto, se abrió la puerta y entró Wilson. Entonces dieron la señal… Miss Barrett lo cogió en brazos. Se levantó y dirigiose a la puerta. Se detuvieron un momento para dar un vistazo a la habitación. El sofá; junto a él, la butaca de míster Browning. Los bustos, las mesitas. El sol se filtraba a través de la hiedra y el visillo con los campesinos paseándose ondeaba con el aire. Todo como siempre. Todo parecía tener asegurado un millón más de momentos como aquél. Pero para miss Barrett y para Flush, éste era el último. Miss Barrett cerró la puerta muy despacio.

Muy despacito se deslizaron hasta el piso bajo, pasando frente al salón, la biblioteca y el comedor. Todo tenía el aspecto habitual y el olor de siempre. Todo muy en calma, como durmiendo en la cálida tarde de septiembre. Catiline también dormía en la alfombrilla del vestíbulo. Llegaron a la puerta de la calle y, muy despacio, hicieron girar el pestillo. Un coche de alquiler los estaba esperando.

«A Hodgson», dijo miss Barrett. Fue casi un suspiro. Flush se instaló, muy quietecito, en su regazo. Por nada del mundo hubiera roto aquel silencio tan tremendo.

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