Fin

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EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Los jefes de Estado eran monarcas, como en Inglaterra y Alemania, donde los ministros nombrados por ellos pertenecían a las capas altas de la sociedad, descendían de las mejores familias, habían estudiado en los mejores colegios y eran cultos, una de las cualidades más apreciadas por la sociedad, o eran presidentes, elegidos entre la misma clase, cultural y económicamente dotada. Este sistema era represor, mantenía oprimida a la gente de las clases sociales más bajas, pero la represión no es sólo un mal, como nos han enseñado a pensar, el ejercicio del poder no es lo mismo que el abuso de poder, es decir, el abuso de poder también tiene otras funciones además de las de mantener los privilegios de una determinada clase. Lo que excluye es algo no deseado, y obviamente es no deseado porque mina los privilegios de la clase del poder, pero también porque destruye los valores y la estabilidad social manejados por dicha clase. Una revolución da un vuelco a toda la estructura social y derriba los valores sobre los que está construida, y lo hace con violencia. Se puede decir que la violencia revolucionaria es una contrarréplica a la violencia estructural que existe en un sistema social —la pobreza e injusticia masiva que genera—, pero es igual de ilegal, porque la violencia revolucionaria también es violencia propia, algo que ninguna sociedad puede tolerar, y lo primero que hacen los revolucionarios cuando llegan al poder es establecer nuevas leyes igual de inviolables que aquellas a las que sustituyen, con la misma meta, el control de la violencia propia y el orden y la estabilidad sociales. Eso fue lo que ocurrió en Francia en 1789, en Rusia en 1917 y en Alemania en 1933, con la diferencia de que la revolución en Alemania no sólo venía desde abajo y no fue sólo una revolución de clases, sino que estaba relacionada tanto con la clase baja como con las clases media y alta, bien es verdad que más estrechamente con la clase media baja, y que dejó de lado la ley sin lucha ni sangre. Pudo hacerlo porque las estructuras de la sociedad se habían disuelto o se encontraban en vías de disolución. El aparato del Estado pertenecía a la vieja monarquía, la democracia parlamentaria se había debilitado, y cuando aumentaron la inflación y el paro debido a la depresión, además de las constantes humillaciones debido a la derrota en la guerra, la democracia se convirtió en una paradoja al votar por su propia disolución, es decir, dando poder a Hitler y al Partido Nacionalsocialista Alemán, que era antidemocrático. Aquello que sólo una década antes eran fenómenos y corrientes próximos a los bajos fondos de la sociedad, de repente formaba ya parte de la ideología del partido del Estado, ya no se trataba de algo bajo y abyecto, sino de algo elevado y digno.

 

Hitler expresaba lo que la mayoría del pueblo pensaba pero no decía, con tal poder de convicción y fuerza emocional que se convirtió en legítimo, y cuantos más lo seguían al poder expresar lo que pensaban para sus adentros, más crecía su legitimidad. Las opiniones que Hitler expresaba eran claras y nítidas, él no ocultaba nada, y podrían fácilmente haber sido rechazadas, ni él ni su partido tenían poder real, el poder lo obtuvieron porque la gente los escuchaba y en ellos se escuchaba a sí misma, la voz de su propia razón, la que decía que así son las cosas. El que nadie reprimiera esa voz de la razón, ese pensamiento del interior, el que ya no funcionara ninguna de las estructuras que rechazaban lo mezquino fue la tragedia de Alemania.

Así es, decía Hitler, así es, decía la gente aplaudiéndole, y con ello a lo suyo propio y a ellos mismos. Podría decirse que Hitler puso voz a la autojusticia, pero sólo si uno mismo se encuentra por encima de aquello que expresa esa voz, es decir, posee mejor gusto y mejor criterio, es autojustificante. Si uno se encuentra ahí, es justa. ¿Y quién puede decidir dónde está el límite entre lo justo y lo autojustificante? ¿Quién decide la moral de una sociedad, lo que es aceptable y lo que no lo es? No es el uno, sino el todos. Y la moral no existe como una magnitud fuera de la sociedad, fuera de las instituciones, como algo absoluto que nosotros como seres humanos podemos invocar, no es así, forma parte de nosotros en este momento, era diferente para nuestros padres y será diferente para nuestros hijos, aunque no mucho, porque lo más deseable en una sociedad es que en lo posible la moral siga siendo la misma, además de absoluta y extrasocial. No lo es, eso lo mostraron claramente los sucesos en Alemania después de la Primera Guerra Mundial. La filósofa Hannah Arendt escribe precisamente sobre eso en su libro Eichmann en Jerusalén:

Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación.

La conciencia es la moral tal y como aparece en cada uno. A un individuo como Hitler, que fue oprimido, a quien su padre pegaba, que perdió a sus hermanos y a su madre, que se hizo adulto en una sociedad cuyos enormes cambios desencadenaron fuerzas que presionaron las estructuras y poco a poco las hicieron desmoronarse, que vivió la matanza en masa durante la Primera Guerra Mundial y la siguiente turbulencia social rodeado de violencia, a una persona como él la conciencia no le «decía» lo mismo que nos dice a nosotros, que no hemos vivido nada de eso. Pero se lo dijo a otros de su generación, porque ninguna de las experiencias vividas por Hitler fueron sólo suyas ni nada de lo que escribió en Mi lucha era inaudito, es decir, todo lo que hay en Mi lucha también existe en otros lugares de la sociedad de aquella época. Una de las fuentes de inspiración más importantes de Hitler cuando escribió Mi lucha fue el libro El judío internacional de Henry Ford. Este magnate industrial y fabricante de automóviles estadounidense era famoso en el mundo entero, y su libro causó sensación cuando se publicó en Alemania. Hitler tenía una gran foto de Henry Ford en la pared junto a su escritorio, escribió The New York Times en 1922, según Ryback, y elogiaba a Ford en sus discursos de esa época. Ryback cita a Baldur von Schirach, que era un adolescente cuando salió el libro de Ford, y que dice que se convirtió en antisemita al leerlo. «El libro nos causó una impresión tan honda a mí y a mis amigos de esa época porque en Henry Ford veíamos un representante del éxito y un exponente de una política social progresiva.» Otros libros que Hitler leyó antes de escribir Mi lucha fueron el detractado de Hans F. K. Günther, La tipología racial del pueblo alemán, mientras que Otto Strasser, uno de los colaboradores de Hitler, según Ryback, asocia los conceptos más importantes de Mi lucha con las conversaciones que mantuvo con Feder, Rosenberg y Streicher, y, las más importantes de todas, las que mantuvo con Eckart sobre Chamberlain y Lagarde.

No pone nada de esto en Mi lucha, donde el antisemitismo y la teorización en torno a él aparecen como algo deducido por el propio Hitler, incluso mucho antes de convertirse en político. Describe el antisemitismo casi como una conversión, como si con él viera por fin las cosas claras y entendiera la situación. En Mi lucha sitúa la conversión en su primer otoño en Viena, pero como no hay rastro de antisemitismo en esa época, difícilmente sería así. Aunque la propia estructura del suceso, la manera en que ocurre, puede no obstante ser una descripción correcta de cómo lo vivió más tarde. Lo describe así:

Me sería difícil, si no imposible, precisar en qué época de mi vida la palabra «judío» fue para mí, por primera vez, motivo de reflexiones. En el hogar paterno, cuando vivía aún mi padre, no recuerdo siquiera haberla oído. Creo que el anciano habría visto un signo de retroceso cultural en la sola pronunciación intencionada de aquel nombre. Durante el curso de mi vida, mi padre había llegado a concepciones más o menos cosmopolitas, que conservó aun en medio de un convencido nacionalismo, de modo que hasta en mí debieron tener su influencia. Tampoco en la escuela se presentó motivo alguno que hubiese podido determinar un cambio del criterio que formé en el seno de mi familia. Es cierto que, en la Realschule, yo había conocido a un muchacho judío que era tratado por nosotros con cierta prevención, pero esto solamente porque no teníamos confianza en él, debido a su ser taciturno y a varios hechos que nos habían alertado. Ni en los demás ni en mí mismo despertó esto ninguna reflexión. Fue a la edad de catorce o quince años cuando debí oír a menudo la palabra «judío», especialmente en conversaciones de tema político, produciéndome cierta repulsión cuando me tocaba presenciar disputas de índole confesional.

La cuestión por entonces no tenía, pues, para mí otras connotaciones.

En la ciudad de Linz vivían muy pocos judíos, los que en el curso de los siglos se habían europeizado exteriormente, y yo hasta los tomaba por alemanes. Lo absurdo de esta suposición me era poco claro, ya que por entonces veía en el aspecto religioso la única diferencia peculiar. El que por eso se persiguiese a los judíos, como creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado frente a las expresiones ofensivas para ellos se acrecentase.

De la existencia de un odio sistemático contra el judío no tenía yo todavía ninguna idea, en absoluto.

Después fui a Viena. Sobrecogido por el cúmulo de mis impresiones de las obras arquitectónicas de aquella capital y por las penalidades de mi propia suerte, no pude en el primer tiempo de mi permanencia allí darme cuenta de la conformación interior del pueblo en la gran urbe. No obstante existir en Viena alrededor de 200.000 judíos entre sus dos millones de habitantes, yo no me había percatado de ellos. Durante las primeras semanas, mis sentidos no pudieron abarcar el conjunto de tantos valores e ideas nuevos. Sólo después que, poco a poco, la serenidad volvió y las imágenes confusas de los primeros tiempos comenzaron a esclarecerse, fue cuando más nítidamente pude ver en mi derredor el nuevo mundo que me envolvía y, entonces, reparé en el problema judío.

Mal podría afirmar que me hubiera parecido particularmente grata la forma en que debí llegar a conocerlos. Yo seguía viendo en el judío sólo la cuestión confesional y, por eso, fundándome en razones de tolerancia humana, mantuve aún entonces mi antipatía por la lucha religiosa. De ahí que considerase indigno de la tradición cultural de este gran pueblo el tono de la prensa antisemita de Viena. Me impresionaba el recuerdo de ciertos hechos de la Edad Media, que no me habría agradado ver repetirse. Como esos periódicos carecían de prestigio (el motivo no sabía yo explicármelo entonces) veía la campaña que hacían más como un producto de exacerbada envidia que como resultado de un criterio de principio, aunque éste fuese errado.

Corroboraba tal modo de pensar el hecho de que los grandes órganos de prensa respondían a estos ataques en forma infinitamente más digna, o bien optaban por no mencionarlos siquiera, lo cual me parecía aún más laudable.

Leía asiduamente la llamada «prensa mundial» (Neue Freie Presse, Wiener Tageblatt, etc.) y me asombraba siempre su enorme material de información, así como su objetividad en el modo de tratar las cuestiones. Apreciaba su estilo elegante, distinto. Los sensacionalismos de forma no me agradaban, me sorprendían. Lo que frecuentemente me chocaba era la forma servil con que la prensa adulaba a la Corte. Casi no había suceso de la vida cortesana que no fuese presentado al público con frases de desbordante entusiasmo o de plañidera aflicción, según el caso. Aquello me parecía exagerado y lo consideraba como una mancha para la democracia liberal. Alabar las gracias de esa Corte, y en forma tan baja, era lo mismo que traicionar la dignidad del pueblo. Ésta fue la primera sombra que debía turbar mis afinidades espirituales con la gran prensa de Viena.

No obstante, estos periódicos muestran poco a poco varios rasgos que le repugnan. Coquetean con todo lo que tenga que ver con la corte, considerándolo una mancha para la democracia liberal, como escribe él. También mantienen una lucha contra el emperador alemán Guillermo II, «hacía como si estuviera preocupado, pero a la vez hacía poco para esconder su maldad». El que la misma prensa que «ante la caída de un caballo de la Corte se deshacía en las más respetuosas muestras de cuidado servil» expresara sus dudas sobre el emperador alemán, y hurgara alegremente en la herida de un modo como amistoso, le hizo perder pronto su fe en ella, mientras que uno de los periódicos antisemitas, Deutsches Volksblatt, le parecía mucho más decente en estas cuestiones. Los grandes periódicos rendían culto a Francia, algo que él encontraba repugnante, porque, como dice:

Éramos presionados a avergonzarnos de ser alemanes cuando llegaban a nuestros oídos esos dulces himnos de alabanza a «la gran Nación de la cultura». Esa dañina «galomanía» más de una vez me llevó a tirar el periódico al suelo. De vez en cuando leía también el Volksblatt, por cierto periódico mucho más pequeño, pero que en estas cosas me parecía más sincero. No estaba de acuerdo con su recalcitrante antisemitismo, aunque algunas veces encontraba razonamientos que me movían a reflexionar.

Cuando llegó a Viena consideraba a Karl Lueger, el alcalde de Viena, y su Partido Social Cristiano enemigos, escribe, porque le parecían «reaccionarios». Pero conforme va conociendo su política, lo juzga con más justicia y acaba por admirarlo. Lueger y su partido son antisemitas, y esto, además de su desconfianza en los periódicos, conduce a que sus ideas cambien.

Y con ello cambió igualmente mi criterio acerca del antisemitismo; ésta fue sin duda la más trascendental de las transformaciones que experimenté entonces.

Ello me costó una intensa lucha interior entre la razón y el sentimiento, y sólo después de largos meses la victoria empezó a ponerse del lado de la razón. Dos años más tarde, el sentimiento había acabado por someterse a ella, para ser, en adelante, su más leal guardián y consejero.

Con motivo de aquella dura lucha entre la educación sentimental y la razón pura, la observación de la vida de Viena me prestó servicios inestimables. Debió pues llegar el día en que ya no peregrinaría por la gran urbe hecho un ciego, como en los primeros tiempos, sino con los ojos abiertos, contemplando las obras arquitectónicas y las gentes.

Cierta vez, al caminar por los barrios del centro, me vi de súbito frente a un hombre de largo chaflán y de rizos negros.

¿Será un judío?, fue mi primer pensamiento.

Los judíos de Linz no tenían ciertamente esa apariencia racial. Observé al hombre sigilosamente, y, a medida que me fijaba en su extraña fisonomía, rasgo por rasgo, fue transformándose en mi mente la primera pregunta en otra inmediata:

¿Será también éste un alemán?

Como siempre en casos análogos, traté de desvanecer mis dudas consultando libros. Con pocos céntimos adquirí por primera vez en mi vida algunos folletos antisemitas. Todos, lamentablemente, partían de la hipótesis de que el lector tenía ya un cierto conocimiento de causa, o que por lo menos comprendía la cuestión; además, su tono era tal, debido a razonamientos superficiales y extraordinariamente faltos de base científica, que me hizo volver a caer en nuevas dudas.

Durante semanas, tal vez meses, permanecí en la situación primera.

La cuestión me parecía tan trascendental y las acusaciones de tal magnitud que, torturado por el temor de ser injusto, me sentía vacilante e inseguro.

El argumento decisivo que, según Mi lucha, lo convierte en antisemita tiene que ver con el sionismo y la actitud de los judíos liberales hacia él, ya que no rechazaban a los sionistas como no-judíos, lo que tal vez habrían hecho si se hubiera tratado de una cuestión de fe, pero mantuvieron una «solidaridad interna».

Aquella lucha ficticia entre sionistas y judíos liberales debió pronto causarme repugnancia, porque era falsa en absoluto y porque no respondía al decantado nivel cultural del pueblo judío.

¡Y qué capítulo especial era aquél de la «pureza material y moral» de ese pueblo! Cada vez más, esa pureza moral o de cualquier otro género era una cuestión discutible. Que ellos no eran amantes de la limpieza, podía apreciarse por su simple apariencia. Infelizmente, no era raro llegar a esa conclusión hasta con los ojos cerrados. Muchas veces, posteriormente, sentí náuseas ante el olor de esos individuos vestidos de chaflán. Si a esto se añaden las ropas sucias y la figura encorvada, se tiene el retrato fiel de esos seres.

Todo eso no era el camino para atraer simpatías. Cuando, sin embargo, al lado de dicha inmundicia física, se descubrían las suciedades morales, mayor era la repugnancia.

Nada me había hecho reflexionar tanto en tan poco tiempo como el criterio que paulatinamente fue incrementándose en mí acerca de la forma como actuaban los judíos en determinado género de actividades.

¿Es que había un solo caso de escándalo o de infamia, especialmente en lo relacionado con la vida cultural, donde no estuviese implicado por lo menos un judío?

Quien, cautelosamente, abriese el tumor, habría de encontrar algún judío. Esto es tan fatal como la existencia de gusanos en los cuerpos putrefactos.

Otro grave cargo pesó sobre el judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus manejos en la prensa, el arte, la literatura y el teatro. Las palabras llenas de unción y los juramentos dejaron de ser entonces útiles; era nulo su efecto. Bastaba ya observar las carteleras de espectáculos, examinar los nombres de los autores de esas pavorosas producciones del cine y el teatro sobre las que los carteles hacían propaganda y en las que se reconocía rápidamente el dedo del judío. Era la peste, una peste moral, peor que la devastadora epidemia de 1348, conocida por el nombre de «Muerte Negra». Esa plaga estaba siendo inoculada en la Nación. Cuanto más bajo el nivel intelectual y moral de esos industriales del arte, tanto más ilimitada es su actuación, lanzando, como lo haría una máquina, sus inmundicias al rostro de la Humanidad. Reflexiónese también sobre el número incontable de personas contagiadas por este proceso. Piénsese que, por un genio como Goethe, la Naturaleza echa al mundo decenas de millares de tales escritorzuelos que, portadores de bacilos de la peor especie, envenenan las almas.

Es horrible constatar —y esta observación no debe ser despreciadaque es justamente el judío el que parece haber sido elegido por la Naturaleza para esa ignominiosa labor.

¿Se debe indagar el motivo de que esa elección haya recaído en los judíos?

Sigue relacionando el judaísmo con la prostitución y la trata de blancas en Viena, y escribe que ya no evitaba la cuestión judía, sino que se impuso ocuparse de ella, y que sabiendo ya lo que tenía que buscar, descubría constantemente nuevas relaciones y conexiones, hasta de repente dar con los judíos en el lugar más inesperado:

Ahora que me había asegurado de que los judíos eran los líderes de la Socialdemocracia, comencé a ver todo claro. La larga lucha que mantuve conmigo mismo había llegado a su punto final.

Gradualmente comencé a odiarlos.

Todo eso tenía, sin embargo, un lado bueno. En los círculos en que los adeptos, o por lo menos los propagandistas de la Socialdemocracia caían bajo mi vista, se incrementaba mi amor por mi propio pueblo. ¿Quién podría honestamente anatematizar a las infelices víctimas de esos corruptores del pueblo después de haber conocido sus diabólicas habilidades? ¡Cuán difícil era, incluso para mí mismo, dominar la dialéctica de mentiras de esos personajes!

Esa circunstancia hizo posible una comparación práctica entre las realidades del marxismo y las reivindicaciones teóricas de la socialdemocracia, que tanto me habían ayudado a entender las estrategias verbales del pueblo judío, cuya principal preocupación es ocultar, o por lo menos disfrazar, sus pensamientos. Su objetivo real no está expuesto en las palabras, sino oculto en las entrelíneas.

Me hallaba en la época de la más honda transformación ideológica operada en mi vida.

De débil cosmopolita me convertí en antijudío fanático.

Los primeros fenómenos que Hitler relaciona con lo judío tienen que ver con la decadencia de la cultura. Se trata de la decadencia de la prensa, la decadencia de la literatura, la decadencia del arte, en otras palabras, con la decadencia del espacio público. Esa decadencia que tanta gente creía ver a su alrededor podía interpretarse como la expresión de una moral en decadencia o como aquello que estaba causando esa decadencia de la moral. Hitler opina lo último, y cuando relaciona a los judíos con ello puede entenderse de dos maneras, como la expresión de la baja moral del pueblo judío o como la expresión del intento de corromper la moral existente, en otras palabras, destruir al pueblo desde dentro. Parece que Hitler opina que se trata de una combinación de ambas cosas, y que a través de la política socialdemócrata aparecen la sistemática y el cálculo que rigen para todas las partes de la decadencia. Tanto las opiniones como las actitudes y la moral, expresadas en lo público o en el individuo, en una obra de arte o en un enunciado político, son magnitudes relativas en este razonamiento, como grados entre buena y mala en una escala de la moral. Acaba por llevar esta separación relativa hacia algo absoluto al hacer la pregunta: «¿Es que nosotros poseemos realmente el derecho de luchar por nuestra propia conservación, o es que también esto tiene sólo un fundamento subjetivo?» O, en otras palabras: ¿la cultura y la moral son relativas, algo por lo que nos decidimos, o existe para ellas una razón objetiva? ¿Algo que da la razón a la moral fuera de la moral, algo que decide la cultura fuera de la cultura? Es decir, ¿algo real, una base firme? Él opina que sí, y ancla la diferencia entre lo nacionalista y lo marxista, que en el fondo es una diferencia entre lo alemán y lo judío, en una magnitud que él llama La obra del Señor, es decir, la naturaleza. Escribe:

La doctrina judía del marxismo rechaza el principio aristocrático de la Naturaleza y coloca, en lugar del privilegio eterno de la fuerza y del vigor del individuo, a la masa numérica y su peso muerto; niega así en el hombre el mérito individual, e impugna la importancia del Nacionalismo y de la Raza, ocultándole con esto a la Humanidad la base de su existencia y de su cultura. Esa doctrina, como fundamento del Universo, conduciría fatalmente al fin de todo orden natural concebible. Y así como la aplicación de una ley semejante en la mecánica del organismo más grande que conocemos (la Tierra) provocaría sólo el caos, también significaría la desaparición de sus habitantes.

Si el judío, con la ayuda de su credo socialdemócrata, o bien del marxismo, llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo sería entonces la corona fúnebre y la muerte de la Humanidad. Nuestro planeta volvería a rotar desierto en el cosmos, como hace millones de años.

La Naturaleza eterna inexorablemente venga la transgresión de sus preceptos.

Por eso creo ahora que, al defenderme del judío, lucho por la obra del Supremo Creador.

La táctica retórica más importante de este razonamiento, que constituye el núcleo de la ideología política de Hitler tal como la formula en Mi lucha, y con lo que se convierte en el punto del que irradian todos los actos posteriores cometidos por el nazismo, incluidos los que en su conjunto tal vez sea la mayor catástrofe de la humanidad, el Holocausto, es el argumento de que el antisemitismo no es una magnitud basada en los sentimientos, sino lo contrario, un punto de vista racional al que ha llegado usando la razón. Es una distinción determinante. En parte para él mismo, porque si ese odio que sentía hacia los judíos no tuviera una causa racional, es decir, no se pudiera explicar como algo dentro de los propios judíos, habría venido de él y sería una expresión de sus sentimientos íntimos, una magnitud cuya existencia él apenas reconocía. Pero también a aquellos a los que se dirigía —porque al escribir que el primer sentimiento intuitivo que tuvo en relación con los judíos fue que el antisemitismo era algo horrible— les anticipó una objeción muy esencial y muy humana en general, que los judíos eran seres humanos como ellos, con sus problemas y sus alegrías, sus hijos y sus padres, sus amigos y sus colegas, y que no se les podía odiar, que no se podían poner en su contra, no era razonable ni correcto. Tú sientes eso, dice Hitler, y no pasa nada por sentirlo, yo también lo sentía. El antisemitismo es monstruoso. Los pogromos son horribles. Pero esos sentimientos, que son profundamente humanos, encubren la situación real. Y es justo al abrigo de ese encubrimiento, casi como si de un disfraz se tratara, donde tiene lugar la actividad de los judíos, actividad que consiste precisamente en destruir lo que es bueno, justo lo que genera la sensación de que el antisemitismo es algo incorrecto. Hay que desnudarlo, y eso sólo puede hacerse mediante argumentos racionales, los cuales enumera a continuación en el texto. Ése es el núcleo retórico: lo digo tal cual es. Lo alemán está relacionado con las diferencias: el individuo tiene valor como persona, como parte de una raza, y con ello como parte de la expresión política de la raza, que es el Estado nacional. El valor de lo alemán son los ideales espirituales.

Lo judío, que equivale a lo marxista, está relacionado con la igualdad: para ellos no existen diferencias individuales entre los seres humanos, son sustituibles, forman una masa, no hay diferencias raciales, lo que a su vez quiere decir que no hay pueblos ni estados nacionales. El valor judío marxista consta de los valores materiales del dinero. Todo es lo mismo en el mundo marxista, y esa ausencia de una realidad carente de distinciones equivale al caos. Lo alemán está basado en valores, que constituyen la base de distinciones morales, lo bueno y lo malo, es decir, lo cualitativo, mientras que lo judío-marxista está basado en números y masa, es decir, lo cuantitativo. Lo alemán toma su legitimidad de la naturaleza, es decir, de la parte viva de la naturaleza, lo biológico, clasificado por la ciencia en clases, familias y especies, y cuyo principio, el principio de la vida misma, es el instinto de supervivencia, es decir, el derecho del más fuerte. Lo judío-marxista también toma su legitimidad de la naturaleza, pero de la naturaleza inanimada, lo material, es decir, lo muerto. La consecuencia de lo judío-marxista es caos, es decir, ausencia de diferencias, y, al final, la muerte y el vacío absoluto, que es la ausencia definitiva de diferencias.

La manera biológica de pensar se expresa en el texto a distintos niveles; cuando Hitler escribe sobre aspectos de la vida cultural en los que destacan judíos, son tumores que se abren y muestran a un judío, al que se compara con un gusano en un cadáver putrefacto. La actividad de los judíos también es comparada con pestes peores que la peste negra de la Edad Media y con el veneno. Todo esto —mierda, peste, putrefacción— es lo que viene de fuera, se extiende por lo humano y lo destruye. En un principio, el cuerpo es para Hitler algo limpio, tanto moral como físicamente, y esto es así porque se mantiene a distancia de otros cuerpos, en un sistema minuciosamente determinado de límites controlados por la moral. La sífilis, escribe Hitler más tarde, es decir, lo sexual cuando propaga enfermedad, proviene de nuestra manera de prostituir el amor, lo que a su vez se debe a los judíos. «Ese envenenamiento del alma del pueblo por los judíos, esa mercantilización de las relaciones entre los dos sexos, tenían que desembocar en un perjuicio para las nuevas generaciones», escribe. El dinero transforma todos los valores en valores del dinero, incluso los más elevados, como el amor, y la consecuencia no es sólo la decadencia espiritual, sino también la de la carne, por la que se propagan las enfermedades. La imagen del judío convertido en una especie de jeringuilla rotativa que salpica fango a las caras de la humanidad es característica del ideario de Hitler, en el que la amenaza de exceso, diseminación, mierda y caos, como el más horrible de los pensamientos, encuentra una expresión sencilla y señalada, pero del todo ambivalente.

Ahora bien, hasta aquí en el razonamiento la diferencia entre lo judío y lo alemán no es total, porque el concepto judío-marxista de lo humano como algo que se puede medir y pesar no se entiende aún como una expresión de su naturaleza, es decir, como parte de su esencia racial, sino como parte de su cultura. Hitler encuentra en la naturaleza el derecho a luchar por la cultura y la moral propias contra la moral y la cultura judías, en esa naturaleza donde rige el derecho del más fuerte, de modo que la lucha es una magnitud absoluta, pero no lo es aún aquello contra lo que se lucha. Eso no ocurre hasta que se adentra en la doctrina racial, lo que sucede hacia el final del primer tomo de Mi lucha, después de su explicación de la capitulación, y la amargura y odioso oscurecimiento que aquello produjo en su espíritu.

Lo que la doctrina racial hace es transferir magnitudes de la naturaleza a la cultura. La naturaleza es el mundo biológico de animales y plantas, todo lo que está vivo y no expresa nada más que a sí mismo, no remite a nada más que a sí mismo; lo que describe Hitler es un universo sin dios, pero no sin valores, porque los principios que dirigen la naturaleza, las leyes biológicas de la naturaleza, generan valores, de los cuales la supervivencia y el desarrollo de las especies son los más elevados. Esos valores son guardados mediante dos principios, limitación y selección.

Hay verdades de tal forma diseminadas por todas partes, que están tan a la vista de todos que, precisamente por eso, el vulgo no las ve, o por lo menos no las reconoce. […]

Así peregrinan los hombres en el jardín de la Naturaleza y se imaginan saberlo y conocerlo todo, pasando, con muy pocas excepciones, como ciegos junto a uno de los más trascendentales principios de la vida: el aislamiento de las especies entre sí.

Basta la observación más superficial para demostrar cómo las innumerables formas de la voluntad creadora de la Naturaleza están sometidas a la ley fundamental, inmutable, de la reproducción y multiplicación de cada especie restringida a sí misma. Todo animal se apareja con un congénere de su misma especie. La abeja con la abeja, el pinzón con el pinzón, la cigüeña con la cigüeña, la rata silvestre con la rata silvestre, el ratón casero con el ratón casero, el lobo con la loba, etcétera.

Sólo circunstancias extraordinarias pueden alterar esa ley, entre las cuales figura, en primer lugar, la coacción ejercida por la prisión del animal o cualquier otra imposibilidad de unión dentro de la misma especie. Ahí, sin embargo, la Naturaleza comienza a defenderse por todos los medios, y su protesta más evidente consiste en privar en el futuro a los bastardos de la capacidad de procreación, o en limitar la fecundidad de los futuros descendientes. En la mayor parte de los casos, les priva de la facultad de resistencia contra las dificultades o ataques hostiles. […]

Ese instinto que actúa en toda la Naturaleza, esa tendencia a la purificación racial, tiene como consecuencia no sólo levantar una barrera poderosa entre cada raza y el mundo exterior, sino también mantener las disposiciones naturales. La raposa es siempre raposa; el ganso, ganso; el tigre, tigre; etcétera. La diferencia sólo podrá residir en ciertas variaciones de su fuerza, robustez, agilidad o resistencia, verificada en cada uno individualmente. Nunca se supondrá, sin embargo, a una raposa manifestando a un ganso sentimientos humanitarios, de la misma manera que no existe un gato con tendencia favorable a un ratón.

Esto es así porque la lucha recíproca surge aquí, motivada menos por antipatía interior, por ejemplo, que por impulsos de hambre y amor. En ambos casos, la Naturaleza es espectadora plácida y satisfecha. La lucha por el pan cotidiano deja sucumbir a todo el que es débil, enfermo y menos resuelto, mientras que en la lucha del macho por la hembra sólo al más sano se le confiere el derecho o la posibilidad de procrear. Siempre, sin embargo, aparece la lucha como un medio de estimular la salud y la fuerza de resistencia en la especie, y, por eso mismo, es un incentivo para su perfeccionamiento.

Es ésta una reproducción del pensamiento de Darwin sobre la supervivencia del más fuerte cargada de valores. La limitación, la pureza, el desarrollo son conceptos clave de Hitler que después transfiere a la cultura, basándose en la idea de que el ser humano es ante todo un ser biológico, pero también las ideas e imaginaciones del ser humano están relacionadas con lo biológico, de tal modo que sólo las razas superiores desarrollan ideales superiores, y la posibilidad de sobrevivir de esos ideales está estrechamente relacionada con la supervivencia de la raza. Un ideal como ése es la abnegación. Todos los organismos vivos tienen un instinto de conservación que en las especies más primitivas solo trata de cuidar del propio yo. Lo que hace superior a la raza aria, según Hitler, no es que el instinto de conservación sea más fuerte que en otras especies, sino que se expresa de un modo más avanzado, se eleva por encima del egoísmo, deja atrás las propias necesidades y es capaz de hacer algo por los demás, es decir, trabajar a favor de una colectividad mayor que uno mismo.

Hitler dice que el ario no es el más grande medido por sus cualidades intelectuales, pero sí el más grande según su voluntad de poner a disposición del bien común todas sus capacidades.

Tal disposición, que cede el interés del propio «yo» a la conservación de la comunidad, es realmente la condición indispensable para la existencia de toda civilización humana. Sólo ella podrá crear las grandes obras de la Humanidad, que al fundador tan pocas recompensas comportan, siendo, sin embargo, las mayores bendiciones para las generaciones futuras. Solamente ese sentimiento es el que explica cómo es que tantos individuos pueden soportar honestamente una existencia miserable que sólo les impone pobreza y humillación, pero consolida para la colectividad las bases de la existencia. Cada obrero, cada campesino, cada inventor, cada funcionario que va trabajando, sin llegar ni una vez a la felicidad o al bienestar, es un exponente de ese elevado ideal, aunque nunca llegue a penetrar el sentido profundo de su proceder.

Lo que es cierto, en lo que digo respecto al trabajo como base de crecimiento y de todo progreso humano, se aplica todavía mucho más tratándose de la preservación del hombre y su cultura. El fondo de todo espíritu de abnegación reside en el sacrificio de la propia vida individual en pro de la existencia colectiva. Sólo así se puede impedir que manos criminales o la propia Naturaleza destruyan aquello que fue obra de manos humanas.

Nuestra lengua posee justamente un término que define espléndidamente el modo de actuar en ese sentido: es el «cumplimiento del deber». Significa ello no contentarse el individuo solamente consigo mismo, sino procurar servir a la colectividad.

La perspectiva biológica del ser humano rige, en otras palabras, no sólo para lo físico, no sólo tiene que ver con el color del pelo, el color de los ojos, el color de la piel, la altura y la fuerza, sino también con cualidades y con ello ideales, es decir, el lado espiritual en el sentido tradicional del ser humano: también ésa es una cuestión de biología, raza y sangre.

A la objeción de que la naturaleza y la cultura son dos magnitudes separadas, y que la cultura supera a la naturaleza al usarla para sus fines, dirigirla y dominarla, Hitler contesta con los siguientes argumentos:

Es oportuno repetir la afirmación del pacifista moderno, tan estúpida como genuinamente judaica en su petulancia: «¡El hombre vence a la propia Naturaleza!» Millones de individuos repiten mecánicamente ese absurdo judaico e imaginan, por fin, que son, de facto, una especie de domadores de la Naturaleza. La única arma de que disponen para afirmar tal pensamiento es una idea tan miserable en su esencia, que mal se puede concebir.

Todavía el hombre no ha superado en nada a la Naturaleza, no habiendo pasado de meros intentos por levantar una u otra punta del gigantesco velo, bajo el cual ella encubre los eternos enigmas y secretos. De hecho el hombre no inventa, sino que descubre lo ya existente; es decir, él no domina la Naturaleza. Ha ascendido al grado de señor entre los demás seres vivos, por la ignorancia de éstos o por su propio conocimiento de algunas leyes o de algunos secretos de la Naturaleza. Aparte de esto, sus ideas le sirven sólo para formular hipótesis sobre el origen y el Destino de la Humanidad, dado que la idea misma únicamente depende del hombre como especie natural. No existe una idea puramente humana en el mundo, por cuanto la idea como tal está siempre condicionada por la existencia del hombre y, por eso mismo, por todas las leyes que regulan su vida.

¡Y no sólo eso! Las ideas excepcionales hállanse ligadas a determinados individuos. Se verifica eso, en primer lugar, en el caso de pensamientos cuyo contenido no se deriva de una verdad exacta o científica del mundo, reproduciendo, en cambio, como se acostumbra hoy decir, un hecho vivido interiormente. Todas esas ideas que en sí nada tienen que ver con la lógica objetiva y fría, representando por el contrario manifestaciones sentimentales, representaciones éticas, etcétera, se prenden a la vida del hombre, debiendo su propia existencia a la fuerza imaginativa y creadora del espíritu humano. Ahí justamente es donde se impone la conservación de esas determinadas razas y criaturas como condición primordial para la perdurabilidad de esas ideas.

Si hay razas superiores también hay razas inferiores. Y si los ideales elevados y las buenas cualidades están relacionadas con la raza biológica, también lo están las malas cualidades y la falta de ideales. En este sistema, en el que todo es biología y herencia, la gran amenaza es por tanto la decadencia de la raza, que puede ocurrir desde dentro, cuando los individuos superiores tienen hijos con los inferiores, de tal modo que la raza retrocede, y desde fuera, cuando una raza inferior se funde con una superior. Hitler pone un ejemplo de una mezcla de sangre de este tipo señalando las diferencias entre la cultura norteamericana y la sudamericana: en la primera, gran parte de la población está compuesta por elementos germánicos, y no mezclada con pueblos inferiores de color, mientras que las personas de la segunda descienden en gran parte de inmigrantes romanos que a menudo se han mezclado en gran escala con aborígenes, escribe Hitler.

Él divide las etnias en tres categorías: la que crea cultura, la que sostiene la cultura y la que destruye la cultura. Los arios representan la primera clase, y son particularmente los judíos los que representan la tercera. Los judíos han desarrollado un fuerte instinto de conservación, pero rara vez va más allá de lo puramente egoísta. Ese sentimiento de solidaridad, que parece tan grande en ellos, no es más que un instinto de horda, escribe Hitler:

Notable en este sentido es el hecho de que ese instinto gregario conduce al apoyo mutuo únicamente mientras un peligro común lo aconseje conveniente o indispensable. La misma manada de lobos que, en determinado momento, asalta en común a su presa, se dispersa de nuevo tan pronto como acaba de saciar el hambre. Lo mismo hacen los caballos, que juntos procuran defenderse de un ataque, para dispersarse una vez desaparecido el peligro.

Análogo es el caso del judío. Su espíritu de sacrificio es sólo aparente y se manifiesta mientras la existencia de cada cual lo exige perentoriamente. Entre tanto, una vez vencido el enemigo común y alejado el peligro que a todos amenazaba, cesa la aparente armonía de los judíos entre sí, para nuevamente evidenciarse las tendencias primitivas. El judío sólo conoce la unión cuando es amenazado por un peligro general; desapareciendo este motivo, las señales del egoísmo más crudo surgen en primer plano, y el pueblo, antes unido, de un instante al otro se transforma en una manada de ratas feroces.

Es pues un error fundamental deducir que por la sola circunstancia de asociarse para la lucha o, mejor dicho, para la explotación de los demás, tengan los judíos un cierto espíritu idealista de sacrificio.

Tampoco en esto impulsa al judío otro sentimiento que el del puro egoísmo individual.

Por eso también el Estado judío —debiendo ser el organismo viviente destinado a la conservación o multiplicación de una raza— constituye, desde el punto de vista territorial, un Estado sin límite alguno. Porque la circunscripción territorial determinada de un Estado supone en todo caso una concepción idealista de la raza que lo constituye y, ante todo, supone tener una noción cabal del concepto trabajo. En la misma medida en que se carece de este criterio, falla también toda tentativa de formar y hasta de conservar un Estado territorialmente limitado. Con eso desaparece el fundamento único del origen de una civilización.

En consecuencia, le falta a ese Estado la base primordial sobre la cual puede erigirse una cultura, porque la aparente cultura que posee el judío no es más que el acervo cultural de otros pueblos, corrompido ya en gran parte por las mismas manos judías.

En esta situación, cuando las cualidades y la raza están relacionadas entre ellas, y también la cultura y los ideales son en el fondo expresiones biológicas, y lo más bajo, es decir, lo judío, se encuentra en lo más elevado, es decir, en lo ario, sin límites claros entre las dos magnitudes biológicas, la mezcla de razas representa el mayor peligro de este sistema, ensombreciendo todas las demás cuestiones. La lucha por mantener pura la raza supera a todas las demás luchas.

Todo en esta vida es susceptible de mejoras. Toda derrota puede ser la precursora de una futura victoria; toda guerra perdida puede convertirse en la causa de un resurgimiento ulterior; toda miseria puede ser el semillero de nuevas energías humanas y toda opresión puede engendrar también las fuerzas impulsoras de un renacimiento moral; pero esto sólo mientras la sangre se mantenga pura.

La pérdida de la pureza de la sangre destruye para siempre la felicidad interior; degrada al hombre definitivamente y son fatales sus consecuencias físicas y morales. Todos los demás problemas vitales, examinados y comparados con relación a éste, aparecerán ridículamente mezquinos. Son limitados en el tiempo. Sin embargo, la cuestión de la conservación o no conservación de la sangre perdurará siempre mientras exista la Humanidad.

En otras palabras, para Hitler la cuestión judía era el asunto político más importante de Alemania en 1924, por encima del problema de la pobreza, por encima de la paz y el Tratado de Versalles, la inflación y el paro, porque, al contrario que los demás asuntos, estaba relacionado con lo real y lo más fundamental de todo, la vida propia, lo humano. De esa manera el cuerpo fue introducido en el centro de la política. El cuerpo era una expresión del Estado, cuya misión era mantenerlo limpio y procurar que se desarrollara en la dirección deseada, física y moralmente, y que no procreara con cuerpos inferiores. La perspectiva biológica era superior a la individual, el ser humano como cuerpo iba por delante del ser humano como persona, y las cualidades del individuo no importaban, porque con independencia de lo bueno y desinteresado que fuera un judío, con independencia de lo trabajador e inocente que fuera un judío, él o ella eran de todos modos culpables por el hecho de ser judíos. De esa manera cada judío como individuo quedaba libre de culpa, no podía remediarlo, mientras que los judíos como colectivo eran juzgados y se les relacionaba con una larga serie de determinadas cualidades de las que no podían escapar, independientemente de si las hubieran expresado o no.

Ésa es la manera en la que hemos considerado siempre a los animales, ellos están condenados a expresarse mediante las cualidades de su especie, una pertenencia a la que no pueden escapar, un gato o una rata son ante todo un gato o una rata, antes de ser ese determinado gato o rata. Llevar a juicio a un gato o una rata carece de sentido, no tienen ninguna culpa, expresan su especie, no tienen elección, resulta absurdo un concepto como moral en relación con sus vidas. Si hacen algo no deseado por nosotros, o molestan de otra manera, no hay nada que nos impida alejarnos de ellos, porque como no tienen ninguna culpa individual, tampoco tienen derechos individuales. Los animales se encuentran fuera de la ley, excepto como colectivo, según el cual pueden por ejemplo ser protegidos como especie, pero también eso con independencia de sus cualidades, si no son directamente perjudiciales para lo humano.

 

Si la perspectiva biológica, en la que lo humano es considerado primero como raza, un colectivo con determinadas cualidades e ideales, luego como individuos, personas que son valiosas o no según la raza a la que pertenezcan, y por último como personas con nombres y rostros determinados, fuera válida en un Estado futuro, conduciría a nuevas leyes y a un nuevo derecho, ya que la idea de la responsabilidad del individuo y la culpa personal desempeñaba un papel muy importante en la cultura, con raíces hasta el principio mismo de la civilización. La única excepción de esta regla era la guerra, sólo la guerra anula la responsabilidad y la culpa del individuo, porque en la guerra cualquier soldado del otro lado primero era enemigo, un representante del colectivo al que se podía matar sin más, luego individuo. Ésta es la colectividad que marca el uniforme, y que configuran los desfiles: el uno, el individuo, el nombre personal y el rostro siempre están subordinados a lo colectivo, el todos, el nombre de la nación, la bandera. Las dos caras de lo humano —ambas anulan lo individual, lo uno, donde el ser humano es entendido como biología, estrechamente relacionado con las leyes de la naturaleza, lo otro, donde el ser humano es entendido como en guerra, un estado en el que están derogadas las leyes de la sociedad civil— son las que posibilitan el razonamiento sobre los judíos en Mi lucha. Las dos perspectivas estaban extendidas en la sociedad en la que Hitler escribía, directa e indirectamente. Aparte de El judío internacional. El problema más grande del mundo, de Henry Ford, La tipología racial del pueblo alemán, de Günther, y los escritos de Chamberlain, Eckart y Rosenberg, también fue importante para Hitler en esa época el libro del autor norteamericano Madison Grant titulado La desaparición de la gran raza. Según Ryback, Hitler lo llamaba «mi Biblia» y describe varios de sus razonamientos en Mi lucha.

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