Fiat

Fiat


Fin de Año

Página 18 de 23

F

i

n

d

e

A

ñ

o

Dicen que no se puede esperar nada bueno de un año que empieza mal. Vera miró al cielo y deseó con todas sus fuerzas que fuera mentira, porque 2030 no había podido empezar peor. Respiró hondo y tocó el timbre exterior de la casa de Mencía. La música se oía desde la calle.

En el interior, la fiesta superaba cualquier expectativa. El inmenso salón del chalet estaba abarrotado de chicas y chicos bien arreglados que sujetaban copas, reían escandalosamente y se contoneaban al ritmo que dictaba el DJ, instalado en la pequeña barra americana que separaba el área de estar de lo que solía ser la zona de comedor, ahora habilitada como barra libre y buffet de canapés. Había más botellas que hígados.

Las luces exteriores iluminaban al grupo de fumadores congregado al otro lado de la enorme cristalera que daba a la piscina, de tal manera que parecía que también estuvieran dentro. Algunas parejas más o menos acarameladas salpicaban el tresillo mientras que abrazos multitudinarios y poses antinaturales surgían espontáneamente en cualquier rincón de la casa seguidas puntualmente por el destello de algún flash. Todo el mundo parecía divertirse.

Distinguió a Mencía en uno de los grupitos que fumaba fuera. Estaba radiante. No recordaba la última vez que la había visto tan feliz. Incluso puede que esta fuera la primera. También estaba increíblemente favorecida con el minivestido negro por el que finalmente se había decantado. Le hacía las piernas más largas.

—¿Dónde estabas? —interrogó Mencía después de darle un abrazo y los dos besos de rigor.

Disimular la falta de sueño de los últimos días le había llevado más tiempo y corrector de lo esperado.

—Se me ha hecho tarde —resumió, restándole importancia con un gesto.

No hubiera sabido por dónde empezar. La noche había empezado a torcerse ya desde el año pasado: Mamá se había indispuesto justo después de la cena. No quiso beber champán y ni siquiera se tomó las uvas. Insistió en que la celebración continuara sin ella como si nada. A nadie le pareció bien pero Mamá podía llegar a ser muy persuasiva, incluso con sus capacidades mermadas. Jacobo había decidido ir a la fiesta de Clara Torres a última hora. La acompañó hasta la puerta porque se lo había prometido a su tío pero no quiso ni pasar a tomarse una copa. Las cosas estaban bastante tensas entre los dos.

—Te he llamado mil veces —exageró la anfitriona—. Me tenías preocupada.

En efecto, tenía más de diez llamadas perdidas pero no se había atrevido a consultar el detalle por miedo a que alguna fuera de Lucas. O a que no fuera.

—¡Pues ya estoy aquí! —zanjó Vera brindándole su mejor sonrisa.

Inmediatamente se distrajeron comentando los detalles de su estilismo y felicitándose por el éxito de convocatoria. Jaime estaba bastante guapo y se deshacía en atenciones hacia su chica. Vera sintió un poco de envidia. Las Malditas Bastardas aparecieron enseguida, como atraídas por el nuevo ajetreo, y empezaron a presentarle gente. Vera se dejó llevar y fue integrándose poco a poco en la dinámica de la noche. Todo el mundo bebía. Todo el mundo sonreía. Todo el mundo aseguraba que ese iba a ser su año.

Fingir que tenía tantas ganas de estar allí como los demás resultó bastante más difícil en vivo que en sus ensayos frente al espejo. ¿Cómo podía haberse estropeado todo tanto?

Miró el reloj. 3:10. Ahora mismo debería estar en el baño de su habitación del lujoso Hotel Intercontinental Paris Le Grand quitándose el fabuloso maquillaje de ojos que le habría hecho Lucía Quiroga a juego con su vestido largo de gala, mientras comentaban cada detalle del espectáculo antes de acostarse para soñar, a buen seguro, con el día en que sus puntas se deslizaran por aquellas tablas. En cambio, allí estaba, en la fiesta de la que todo el mundo hablaría mañana y deseando estar en cualquier otro lugar, incluida su cama; escondida en el baño de servicio retocándose el corrector para disimular las ojeras, intentando emborracharse con tal de no pensar y escabulléndose de sus supuestas nuevas amigas a las que no era capaz de enfrentarse desde el último giro de los acontecimientos. Volvió a mirar la hora. 3:15. Resopló. Contempló su reflejo. Era consciente de que lucía espectacular con aquel vestido, aquel maquillaje y aquel peinado que le sentaban tan bien, y sin embargo veía su rostro en el espejo desprovisto de cualquier belleza, con la mirada —tantas veces incandescente— apagada, mate, fría. Parecía como si no hubiese nadie al otro lado de sus ojos. Alguien aporreó la puerta desde fuera. Hora de salir. 3:30. De todos modos, no podía seguir retrasando lo inevitable. Bea iba a estar totalmente decepcionada. A lo mejor ni siquiera le volvían a dirigir la palabra después de esto, pero en algún momento tendría que afrontar la realidad y decírselo. No conseguiría evitarlas toda la noche y se acabarían enterando igual. No tenía sentido seguir aparentando.

Se disculpó con los que estaban esperando en la puerta y volvió a integrarse en la fiesta. Era curioso como daba la impresión de que cada vez había más gente. Localizó a Bea Casas añadiendo un par de cubitos a su copa y zampándose a hurtadillas un par de nubes del Candy Bar. Se abrió paso entre la gente hasta llegar a ella. Dos desconocidos intentaron interceptarla por el camino y una chica con tres copas de más la empujó en un intento de bailar y balbuceó una disculpa que olía más a whisky que Escocia. Definitivamente, no era una impresión: el salón estaba cada vez más lleno.

—¡La más buscada de la noche! ¿Dónde te metes? —dijo Bea cuando Vera al fin la alcanzó.

—La cola del baño, tía —se excusó poniendo los ojos en blanco y forzando un gesto de exasperación.

Cruzaron un par de comentarios de cortesía mientras Vera hacía acopio de valor para abordar la conversación.

—Esto... —empezó intercalando involuntariamente una risita nerviosa— es sobre Lucas.

—Lo sé: te vas a estrenar esta noche. Me lo ha contado M.

Le puso las dos manos sobre los hombros y en un tono extrañamente maternal añadió:

—Tranquila: sabe lo que se hace.

Y le guiñó un ojo con picardía. La imagen gratuita de Bea y Lucas juntos le provocó un pellizco en el estómago.

—Ya... Sobre eso... Sé que querías que trajera a sus amigos, pero...

—Te has lucido —cortó Bea acabando la frase por ella.

—¿Qué? —replicó Vera confundida.

—Que te has superado, nena: están tremendos. Es lo que venías a decirme, ¿no? —ahora era Bea la que miraba confundida.

—Eh... no. No es eso. Es que... No sé si van a venir.

Vera necesitó todo su valor para decirlo en voz alta. Ya está. Ya lo había dicho. Apretó los dientes y esperó el chaparrón. Bea frunció el ceño y la miró con los ojos entornados, haciendo una mueca de desconfianza con la boca, como si se encontrara ante el bicho más raro del mundo. Lentamente, le quitó a Vera la copa de las manos y dejó el vaso en la mesa. Volvió a ponerle las dos manos en los hombros y, con gesto de preocupación, le dijo:

—Bonita, no sé qué estás tomando, pero déjalo... —Y girándola sobre sus hombros, le susurró por la espalda—: Acaban de llegar.

A Vera le costó un poco procesarlo. Al volverse, se encontró frente a un grupo de chicos de muy buena planta y bien parecidos que chocaban manos y repartían besos acaparando repentinamente la atención de todo el salón. La alegría del reencuentro con algunos invitados se tradujo en histéricos gritos y sonoras palmadas en la espalda. Eran muy populares. Incluso había una cola de chicas esperando ser presentadas. De repente, alguien apagó la luz sin querer y provocó un estallido de euforia en la sala. Se oyeron vítores y todo el mundo levantó los brazos bailando al ritmo electrónico de la música y coreando la canción. El salón de Mencía no tenía nada que envidiar a la mejor discoteca de Madrid.

Cuando la luz volvió, unos segundos después, Lucas estaba justo en el centro del salón, rodeado por un grupo de chicas que cuchicheaban entre sí y se empujaban unas a otras para saludarle, como si se tratara de una celebridad. Un colega le alargó una copa y él aprovechó para zafarse. Escudriñó el grupo de gente que ocupaba la zona del salón reconvertida en pista de baile pero no pareció reconocer a nadie. Otro amigo le susurró algo al oído y ambos rompieron a reír. Toda la fiesta pareció desvanecerse a su alrededor entonces y solo permanecieron enfocados su pelo rubio, sus ojos azules, la línea perfecta de su mandíbula y su sonrisa. Aquella sonrisa. Vera sintió que se le paraba el corazón.

Volvió a coger su vaso, apuró la copa de un trago y se escabulló del salón antes de que el chico pudiera verla.

Sus mejillas arrebatadas agradecieron el frío de la noche.

Le llegaban el eco de la música que sonaba en la planta de abajo y retazos de conversaciones de los grupúsculos de fumadores que se agolpaban junto a la piscina, justo debajo de donde ella se encontraba ahora. Por suerte, conocía la casa de Mencía como la palma de su mano. Había un viejo columpio de jardín en una azotea a la que solo se accedía desde el planchero. De pequeñas, habían pasado horas haciéndose confidencias en aquel columpio. A Vera le encantaba porque desde la esquina de la azotea, forzando un poco la vista, se divisaba su casa. Un poco mayores, la habían utilizado como solárium alternativo porque la privacidad resultaba de lo más conveniente para broncearse sin marcas. Era un refugio secreto. Nadie la buscaría allí.

Lo impulsó con un pie y dejó que el monótono balanceo del columpio la arrullara mientras se perdía en sus pensamientos. ¿Qué hacía Lucas allí? Estaba convencida de que no vendría después de lo que había pasado por la tarde. ¿Habría venido a burlarse de ella? ¿A pavonearse en público con otras chicas? A juzgar por la sensación que tenía en el estómago, todavía le gustaba. Claro que le gustaba: no podía cambiar sus sentimientos de una noche para otra. Ni aunque fuera de un año para otro. Tal vez él sí podía. Tal vez había venido a buscar a alguien con quien sustituirla. No parecía muy difícil: había multitud de chicas bonitas y bien dispuestas allí. A decir verdad, todo el mundo parecía especialmente dispuesto aquella noche.

Menos ella.

Su memoria no paraba de reproducir una y otra vez su discurso, como en un bucle.

«Te dije que sí porque me importas y no quería perderte. Y precisamente porque me importas, te digo ahora que no. Voy a esperar, pero no por miedo, por edad o por falta de ganas. Voy a esperar porque soy coherente con lo que creo, con lo que espero y con lo que amo. Y me da igual que todo el colegio se ría de mí porque ahora sé que estoy en lo cierto. Y para tu información, no: mis padres no solo no se acostaron antes de casarse sino que han sufrido un infierno para convertirse en las personas que me han enseñado esto. Y no voy a destruir todo eso por un calentón. Ni tuyo ni mío. Si lo que sentimos es de verdad, esperará. Si no, puede que te pierda y llore pero al menos no habré perdido mi integridad por una caricatura del amor, lo que —créeme— me haría llorar mucho más. Y tú, si algún día quieres encontrar el amor, deberías hacer lo mismo».

Ojalá hubiera salido de su boca tan ordenado, rotundo y sensato como sonaba ahora en su cabeza, pero era consciente de que en la versión real, las lágrimas, el hipo y el balbuceo nervioso que habían acompañado todo el discurso le habían restado bastante solemnidad.

Con todo, se estremeció al recordar cómo se le había clavado en el corazón la mirada de Lucas —azul, fría como el hielo— mientras lo acribillaba a verdades, apenas unas horas antes. Cómo se le había ido oscureciendo el rostro al perder la luz de su sonrisa, como si se le hubiera roto algo por dentro. Y cómo el silencio de las palabras que él no dijo taladraba sus tímpanos mientras le sostenía la mirada por última vez antes de salir corriendo, segura de que nunca volvería a oír su voz. Aquella voz.

Empezó a sentir un poco de frío.

—Debes de estar congelada.

Aquella voz sonó allí mismo. Aquella voz.

Frenó el columpio en seco y se volvió sobresaltada.

—Perdona, te he asustado.

Lucas estaba allí, en cuerpo y alma, iluminado solo por la luz de la luna y el destello intermitente de las luces de Navidad de las casas vecinas. Sostenía una manta de sofá de lana blanca. La mostró, encogiendo los hombros en son de paz.

—He robado esto del planchero. Pensé que la necesitarías si todavía no habías muerto de hipotermia —dijo acercándose al columpio lentamente mientras hablaba.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Vera.

—He sonsacado a Mencía.

Vera arqueó la ceja como toda respuesta.

—Está muy borracha: ha sido pan comido —agregó él.

Lucas llegó a la altura del columpio y se sentó, haciendo que volviera a balancearse. Vera permaneció en silencio. Era agradable estar así. Debió de parecérselo a él también porque dejó pasar unos segundos antes de preguntar respetuosamente:

—¿Quieres que me vaya?

Vera negó con la cabeza.

Él extendió la manta sobre el asiento del columpio y la arropó. Puso cuidado en no tocarla. A ella le enterneció ese detalle pero lo disimuló.

Se estuvieron balanceando en silencio en la oscuridad durante un rato antes de que uno de los dos se atreviera a hablar.

—¿Sabes lo que me gustaba de ti? —preguntó retóricamente Lucas—. Que eras especial. No eras como el resto de las chicas. No sé... Eras distinta. En todo.

Hizo una pequeña pausa antes de añadir:

—Lo supe desde que te descubrí con GolTv en el móvil.

Vera se sonrió y él la imitó.

—Y yo, como un idiota, intentando quitarte justo eso que te hacía especial para convertirte en una cualquiera.

Vera lo tomó como un cumplido aunque no estaba muy segura de lo que Lucas quería decir con eso. Lo que pasó a continuación, nadie en su sano juicio podría haberlo presagiado.

Y mucho menos, Vera.

Lucas le pidió perdón. Pero no fue una disculpa vacía, hecha con una fórmula convencional, de estas que se hacen más por complacer al ofendido que por verdadero arrepentimiento. No fue así. Le pidió perdón de corazón. Arrepentido y humillado, doliéndose sinceramente por el agravio.

—Déjame contarte algo.

Lucas se acomodó en el columpio y extendió el brazo sobre el respaldo del asiento. Ahora estaba girado hacia Vera, que seguía sentada de frente con la mirada perdida en la oscuridad.

Al parecer, hubo un tiempo en el que pensaba como ella. Después, en algún momento, se perdió. Le contó que, de pequeño, era bastante gordo. En el colegio le consideraban un pardillo y se burlaban de él. Nunca le aceptaron en ningún grupo ni le invitaron a las fiestas de cumpleaños de las que luego todo el mundo hablaba.

Un par de años antes de acabar el bachillerato, su familia se mudó a un barrio más acomodado y sus padres lo cambiaron de colegio. Tenía tantas ganas de poder empezar de cero en otro sitio que se pasó el verano haciendo dieta y practicando deporte.

Cuando llegó al nuevo colegio con su nueva imagen —más alto, más delgado, más fuerte, bronceado y con el pelo más largo y más rubio, después de todo el verano en la playa— no le costó hacer amigos. Incluso fue seleccionado para el equipo de hockey.

Uno de los primeros días de entrenamiento, en el vestuario, un compañero alardeaba de haber estado con chicas. Observó la forma en que el resto de los chicos lo miraba mientras contaba los pormenores de su conquista. Entonces comprendió que, a los dieciséis años, las reglas del juego habían cambiado y que, entre sus nuevos amigos, el código para ascender rápidamente en el escalafón social ya no era el aspecto físico, sino que había una fórmula mucho más eficaz para convertirse en alguien aceptado, respetado e incluso admirado por los demás. Por aquel entonces, él apenas se había dado un par de besos tontos con una chica de la playa, pero, por alguna razón inexplicable, cuando sus nuevos compañeros le preguntaron si se había acostado ya con alguna chica, contestó que sí. Rápidamente captó la atención de todo el mundo. Vio respeto y admiración en sus miradas y le gustó esa sensación, así que se inventó una historia con una supuesta novia de la playa. Evidentemente, querían detalles, así que hizo un esfuerzo por recordar todas las escenas románticas de las películas que sus hermanas le habían hecho tragarse ese verano y las combinó en una primera vez idílica, con la chica perfecta, en las condiciones ideales. Por desgracia, la chica era americana por lo que el romance acabó cuando tuvo que volver con sus padres a Estados Unidos. Así, sin más. Se lo inventó.

Y debió hacerlo bien porque a partir de aquel día, se convirtió en el personaje más popular del colegio. Los chicos lo trataban como una celebridad y las chicas lo miraban con otros ojos. O simplemente, lo miraban. La voz se corrió por todo el colegio y la gente empezó a acudir a él para resolver las dudas propias de su iniciación. Incluso tuvo que empezar a leer las revistas adolescentes de sus hermanas para que sus comentarios sonaran experimentados y mantener la credibilidad. Se sentía tan poderoso con toda aquella información...

Y así, con una reputación construida sobre una fantasía, acabó el bachillerato. Estaba dispuesto a empezar de cero otra vez pero varios compañeros de colegio eligieron la misma carrera que él y cayeron en su clase, lo que le obligó a mantener la mentira también en la universidad.

Una noche, en una fiesta universitaria coincidió con la típica chica que tenía fama de acostarse con todos. Estuvo insinuándose y tonteando con él toda la noche. Cuando cerró el garito, ella estaba muy borracha. Él también, pero accedió a acompañarla a casa. Acabaron tirados en el rellano del último tramo de la escalera, justo antes de la azotea. Y aquella fue su verdadera primera vez. Patética, humillante y lamentable. En el rellano de una escalera, con una tía a la que se había tirado todo el mundo, borracha y a la que no conocía de absolutamente nada. Al día siguiente, se sintió fatal, pero como tenía engañado a todo el mundo, no pudo contárselo a nadie. Ni siquiera la chica supo nunca que había sido la primera.

—Es fácil fingir tu primera vez siendo chico, supongo —dijo intentando contener unas lágrimas que se asomaban a sus preciosos ojos azules.

Después de aquello, tuvo un par de novias serias. A la primera, la dejó cuando se dio cuenta de que en realidad no estaba enamorado de ella y la segunda le rompió el corazón aunque, en realidad, rompió mucho más. Se sentía tan dolido que, sin darse cuenta, separó completamente el amor del sexo. Empezó a acostarse con chicas solo por diversión, buscándose a sí mismo, e hizo suyos todos los argumentos de la visión materialista, egoísta y funcional que predicaban los medios que había estado utilizando como documentación.

—Ya sabes eso que dicen de que el que no vive como piensa, acaba pensando como vive. Es verdad.

En algún momento no identificado, su fe católica se redujo a una serie de tradiciones que practicaba —cuando le apetecía— por costumbre, pero cuyos preceptos no respetaba porque no los compartía, bien por considerarlos obsoletos, absurdos o una forma perversa de manipulación masiva. Dijo esto con cierto sarcasmo.

—Nunca le había contado esto a nadie —reconoció—. Y ya es la segunda vez que lo cuento hoy.

Vera levantó la vista y lo miró confundida. Había estado escuchando toda la declaración en absoluto silencio, permaneciendo impasible y con la mirada fija en algún punto invisible de la noche.

—Cuando te has ido esta tarde —explicó Lucas en respuesta a su mirada interrogante— he sentido un vacío enorme. No sé por qué pero... he acabado en tu parroquia.

La expresión de Vera mutó de la curiosidad al asombro. No pudo evitar que se le abriera la boca por la sorpresa. Y aún se le abrió más cuando Lucas continuó y le contó cómo, nada más entrar en el Beato, sintió que se derrumbaba, vio el piloto de un confesionario encendido en verde y, sin pensarlo más, entró y se confesó. De todo.

—Al entrar allí, de repente, comprendí todo lo que dijiste y ya no podía seguir con esto dentro.

Hizo un gesto como para indicar que él también estaba sorprendido.

—Tu madre sevillista tenía razón, después de todo. A la larga, vivir así solo hace daño —añadió—. De verdad va a ser año nuevo, vida nueva.

Vera lo miró perpleja, dando gloria a Dios para sus adentros. Estaba muy impresionada, pero, ahora, sonreía. Él extendió la mano y le acarició con ternura una mejilla. Tenía una temperatura agradable pese al frío que hacía.

—Eres la única chica a la que le he importado lo suficiente como para decirme que no. Conocerte solo me ha traído cosas buenas.

Contuvo el aliento antes de añadir:

—¿Querrás seguir saliendo conmigo ahora que sabes que soy despreciable?

—No digas eso —replicó ella.

—Es la verdad: me odio a mí mismo —agregó él.

Vera se inclinó hacia él y le cogió la cara entre las manos.

—Pues no te odies. Dios ya te ha perdonado: ahora perdónate tú.

Y lo besó.

—¿De verdad tienes quince años?

Y sus risas se perdieron entre los ecos de la música y el frío de la noche.

Permanecieron así por tiempo indefinido. Arropados con la manta, ella con la cabeza apoyada en su pecho y él rodeándola con el brazo y acariciándole el pelo al ritmo del suave balanceo del columpio. Se oían gritos de desfase, alcohol y quién sabe qué más procedentes de abajo.

De repente, Lucas se levantó y le tendió la mano.

—Ven, salgamos de esta estúpida fiesta. Conozco un sitio mejor.

Alboreaba el día cuando acabaron de dar buena cuenta del clásico chocolate con churros.

—Es lo único que merece la pena de fin de año. ¿Entiendes por qué estaba gordo de pequeño? —bromeó Lucas mientras acompañaba a Vera a casa.

Cuando llegaron a la puerta, Lucas la cogió de las dos manos y se la quedó mirando como si estuviera contemplando la criatura más bella que hubiera visto nunca.

—Tú también me importas —dijo—. Vamos a hacer esto bien.

Se dieron un abrazo y se despidieron.

—Feliz año nuevo —le deseó él.

Ella le dedicó una preciosa sonrisa y abrazándolo otra vez, le susurró al oído:

—Feliz vida nueva.

Dicen que no se puede esperar nada bueno de un año que empieza mal. Vera miró al cielo y comprendió que Dios era más grande que cualquier superstición. Respiró hondo y entró en casa.

 

Vera se despertó a las tres de la tarde, como si hubiera dormido sobre una nube. Se sentía descansada y feliz. El corazón le revoloteaba alegremente dentro del pecho, liberado ya de los lastres que lo habían estado afirmando últimamente.

Se dio una ducha rápida y se vistió para bajar al salón. No podía esperar a contar a sus padres lo ocurrido la noche anterior. Les había dejado una nota antes de acostarse que esperaba hubieran aceptado como una oferta de paz.

Cuando bajó, su familia estaba terminando de recoger la mesa. La recibieron como a una noticia muy esperada, con vítores y aplausos. Ella saludó a todos con el cariño que acostumbraba. Rápidamente Mamá le preparó algo para comer y se lo sirvió en la mesa de la cocina. Despachó a las niñas arriba y sus padres se sentaron a la mesa para acompañarla mientras comía.

Empezó a contarles la fiesta con total naturalidad, como hacía siempre. Sus padres la escuchaban entusiasmados, también como hacían siempre. Pese a la penosa actitud que había mostrado estos días, no había matices de censura ni rencor en sus miradas. Al contrario, se diría que estaban aliviados.

Cuando llegó a la parte de la historia referente a Lucas, tuvo que remontarse a la tarde anterior, cuando salió de casa para decirle que había cambiado de opinión y volvió pensando que no lo volvería a ver jamás. En ese preciso instante, Mamá y Papá intercambiaron una mirada. Es curioso cómo algo tan fugaz puede abarcar tanto contenido. Vera percibió todo lo que sus padres se dijeron con los ojos con la misma claridad que si lo hubieran expresado con palabras y comprendió que los había tenido verdaderamente preocupados.

Era consciente de que aún tenía que resolver muchas cosas, sobre todo con Mamá, y de que la gravedad de los acontecimientos de los últimos días no desaparecería sin una acción reparadora por su parte, pero en ese momento, allí, sentados en la mesa de la cocina como tantas veces, agradeció poder disfrutar de ese ratito con sus padres y por primera vez sintió que, en algún momento, todo volvería a ser como antes. Como siempre.

 

Como toda la familia había ido ya por la mañana, Vera llamó a Mencía para ver si quería acompañarla a misa por la tarde. Se moría por saber cómo había acabado ella la noche. Papá se ofreció a llevarla al Beato pero prefirió ir a La Moraleja, que se podía llegar andando. Quedó con Menci en el Diversia a media tarde. Esta llegó con una resaca monumental.

—¿Dónde te metiste anoche, zorrón? —le espetó Mencía nada más verla—. Nadie te vio un pelo desde que apareció Lucas.

Vera la puso al día con todo lujo de detalles.

—No me lo estás contando en serio —dijo Mencía, incrédula, cuando Vera terminó de contarle su inesperadamente maravillosa noche.

Ir a la siguiente página

Report Page