Fiat

Fiat


Tercer domingo de Adviento

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De hecho, Mamá interpretaba la narración e incluso hacía distintas voces para cada personaje. Vera intentó emular a su madre pero no era tan fácil como podía parecer. Además, apenas recordaba la historia.

—«Fawkes planeaba alrededor de su cabeza, y el basilisco le lanzaba furiosos mordiscos con sus colmillos largos y afilados como sables»[6] —continuó.

El tono solemne que le confirió pareció ser suficiente para Flavia y prosiguió sin interrupciones. De repente, algo hizo clic en el cerebro de Vera.

Fawkes.

Fénix.

Fawkes era la mascota del profesor Dumbledore. El ave fénix que se autoinflamaba para acto seguido renacer de sus cenizas.

Y Fawkes era el pseudónimo con el que Mamá firmaba sus novelas. W. Fawkes. La W correspondía evidentemente a la conjunción de sus iniciales V. V. Fawkes era supuestamente un apellido inventado que había añadido para que el nombre pareciera más sofisticado. Como J. K. Rowling o C. S. Lewis.

—¿Vera?

Flavia la miraba desde la cama. Se había quedado completamente absorta.

—Perdona, mi vida, es que no me acordaba de quién era Fawkes y me he distraído —se excusó Vera.

—Es el pájaro de Dumbledore —explicó la niña—. Se había muerto y ha resucitado para salvar a los niños. Como Jesús.

—Como Jesús, no. No digas eso —reprobó la mayor—. Jesús murió para salvarnos a todos. El fénix se muere y resurge de sus cenizas cada vez que le da la gana.

—¿Y por qué lo hará?

—Eso quisiera saber yo —dijo Vera pensativa—. Igual cada vez que quiere empezar de cero.

—Pues entonces es como la confesión, ¿no? —resolvió Flavia.

Exacto. Recomenzar. Borrar los pecados y empezar de cero.

—Flavia, mi vida, ¿te importa que lo dejemos aquí? Es que me he acordado de que tengo unos deberes que terminar —dijo levantándose de la cama casi de un salto.

—¡Pero ahora es lo más emocionante! —protestó su hermana.

—Mejor, así te dura la emoción hasta mañana —zanjó.

La niña frunció el ceño, pareció considerarlo y, finalmente, aceptó. Vera apagó el ebook rosa, lo dejó en la mesilla de noche y besó a su hermana en la frente.

—¿Has rezado? —preguntó.

—Sí.

—Pues reza otra vez hasta que te duermas.

Apagó la luz del techo dejando solo la pequeña lamparita con forma de estrella que colgaba sobre su cama y que había que dejar encendida toda la noche, y dejó la puerta entornada.

Se deslizó hasta su habitación y cerró la puerta. Sacó el diario de debajo del colchón. Buscó el fragmento que había leído aquella tarde y lo releyó.

Como un ave fénix. Así se definía Mamá en aquel texto. Si es que era Mamá, claro, aunque de repente parecía inevitable: Mamá había elegido el nombre de un fénix como apodo literario y allí estaba aquel fragmento en el que la protagonista se definía a sí misma como precisamente eso, un ave fénix. Costaba justificar que aquella sarta de atrocidades no fuera su biografía.

Se preguntó de qué cenizas habría querido renacer Mamá con tanta intensidad como para utilizar el nombre de un fénix como firma. Pero si había algo que la atormentaba tanto, que la angustiaba de aquella manera, ¿por qué no acudía a la confesión? Hasta Flavia, con solo seis años, sabía que cada absolución es como un borrón y cuenta nueva. La oportunidad de recomenzar. Sin duda la misericordia de Dios era más curativa que las lágrimas de cualquier ser mitológico y Mamá sabía de sobra eso porque, de hecho, era de ella de quien lo habían aprendido las niñas. ¿Por qué no hablaba de eso el texto? ¿Por qué se fijaría en un ser fantástico teniendo como modelo al Señor que resucitó de verdad? Aunque utilizar Su nombre como pseudónimo hubiera sido irreverente. ¿Por qué utilizaría pseudónimo, en cualquier caso? Lo había hecho así desde su primera novela, Fiat. Vera no la había leído pero sabía cuál era la trama.

De repente se le encendió una luz que la colmó de esperanza. ¿Sería posible que el documento encontrado fuera de hecho el diario del que se hablaba en la novela? Igual era todo ficción. Igual ese texto le había servido de inspiración y había añadido cosas de su vida para darle más realismo. O a lo mejor había utilizado cosas de su vida como inspiración y había añadido experiencias imaginarias para hacerlo más atroz. Seguramente era una parte de la novela que, consciente de su sordidez, ella misma había decidido censurar.

Decidió aferrarse a ese resquicio de esperanza y volvió a dejar el viejo iPad debajo del colchón.

Rezó las tres Avemarías de rodillas, como todas las noches, y añadió otras tres para pedir que fuera todo mentira.

 

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