Fern

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Capítulo 11

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11

El perro del padre de Fern, Wink, se levantó de un salto de su refugio bajo la casa y corrió a recibirlos ladrando sin parar.

—Me pregunto qué habrá comido papá —dijo Fern—. Detesta cocinar.

Wink siguió ladrando cuando reconoció a Fern.

—A lo mejor ha ido a comer al pueblo.

—Eso aún le gusta menos.

—Debería haber contratado a alguien que la ayudara el día que despidió a Troy. Con todo el trabajo que le toca hacer, no tiene usted tiempo para cocinar.

Fern sintió que un escalofrío de placer le recorría las piernas. Ningún hombre se había preocupado jamás por la cantidad de trabajo que tenía que hacer. No entendía por qué Madison era el primero. Jamás habría pensado que fuese siquiera consciente de que las mujeres trabajaran. Quizá había más de George en él de lo que ella había pensado.

Madison detuvo la calesa frente a la casa. El perro seguía ladrando de manera ensordecedora.

—Cállate, Wink —le ordenó Fern—. Soy yo.

El perro se calmó.

—Quédese aquí mientras yo me cercioro de que es su padre el que está ahí dentro —le pidió Madison mientras se bajaba de la calesa. El perro parecía dispuesto a ladrar de nuevo, pero una severa orden de Fern hizo que gimoteara y meneara el rabo en señal de bienvenida.

Baker Sproull salió de la casa justo en el momento en que Madison descendía de la calesa.

—Ya era hora de que regresaras a casa —le dijo a su hija, ignorando a Madison—. Todo está patas arriba desde que te marchaste. ¿Qué te ha entretenido tanto tiempo?

La rabia de Madison bullía en su interior.

—Resultó gravemente herida al caer del caballo —le informó a Sproull con una voz y una mirada tan glaciales como un viento fuerte de invierno—. Le he permitido regresar porque me ha prometido cuidarse por lo menos una semana.

—Fern no ha necesitado quedarse en cama un solo día de su vida —dijo su padre. La manera como miraba a Madison hablaba de cuánto despreciaba semejante idea—. Y mucho menos toda una semana. Además, tiene mucho trabajo que hacer. No hay nada comestible en casa.

—Te prepararé algo en menos de una hora, papá —prometió Fern, bajando de la calesa. Apretó los dientes para no hacer una mueca de dolor.

—Ahora no tienes tiempo para ocuparte en cocinar —dijo su padre—. El ganado está haciendo estragos. Tus novillos se han metido en todas partes. Tuve incluso que sacar a dos de ellos de mis cultivos. Si pasan al maizal del viejo Claxton, es muy probable que empiece a dispararles. Y entonces tendrás que responder ante él y ante mí.

—A Rose le va a dar un ataque si se entera de que ha estado usted montando a caballo —le advirtió Madison.

—Deje mis cosas en la casa, por favor —le pidió Fern sin atreverse a mirarlo a los ojos—. Me ocuparé de eso cuando vuelva.

—Y será mejor que pienses en castrar esos toros pronto —añadió su padre—. Si esperas mucho más, empezarán a saltar las vallas para ir a buscar vacas.

—Me encargaré de eso —prometió Fern.

Desató el caballo a toda prisa. Tenía que conseguir montarse de un salto y marcharse antes de que Madison pudiera detenerla.

Estaba preparada para la punzada de dolor que le produciría agarrarse a la silla, estaba incluso dispuesta a soportar el dolor que le ocasionaría levantar el pie para meterlo en el estribo, pero no para el tormento que casi la dejó inconsciente al tratar de subirse al caballo. Sintió un fuerte mareo, el mundo empezó a darle vueltas y soltó la silla.

Estaba a punto de caer.

Fern no podía creerlo. Se sentía tan débil que ni siquiera podía montar a caballo.

—Ya le he dicho que no estaba en condiciones de cabalgar —dijo Madison mientras la recogía en brazos—. Quiero que vaya directamente a la cama y no se vuelva a levantar hasta mañana. Vendré a verla a primera hora.

—¡Ni se le ocurra decirle eso! —dijo Baker Sproull—. ¿Quién va a hacer su trabajo?

El dolor que la atenazaba no fue suficiente motivo para evitar que Fern se diera cuenta de que Madison se había puesto tenso. Pareció detenerse, como si una decisión pendiera de un hilo.

—No me importa quién lo haga —dijo Madison, moviéndose de nuevo con su acostumbrada resolución. Llevó a Fern a la calesa y la acomodó con cuidado en el asiento que había abandonado hacía unos pocos minutos—. No me importa si los novillos pisotean sus cultivos o devoran todos los tallos del maizal de Claxton —ató las riendas del caballo de Fern a la calesa y luego se volvió hacia su padre—. Y espero que esos toros aterroricen a todas las vacas que se encuentren a doscientos kilómetros de Abilene. Es su ganado, Sproull. Es su problema.

Madison fue a buscar las alforjas que había dejado en el porche y volvió a ponerlas en la calesa.

—¿Qué diablos está usted haciendo? —le preguntó Sproull.

—Voy a llevar a Fern de vuelta a la casa donde se encuentra Rose. Allí recibirá los cuidados que necesita.

—¡Es mi hija! —gritó Sproull—. Y digo que debe quedarse aquí y hacer su trabajo.

—Diga lo que le dé la gana —le advirtió Madison sin perder la calma—, pero se viene conmigo, me la llevo de aquí.

—¡No, se queda conmigo! —rugió Sproull mientras se acercaba a Madison de manera amenazante.

Fern tenía el corazón en un puño. Madison era un hombre alto, pero muy delgado. Su padre, en cambio, era tosco y bruto, y todos los años de trabajo pesado lo habían hecho tan fuerte como un toro. No se acordaba de nadie que se hubiera atrevido a enfrentarse a él. Incluso Troy había preferido dar un paso atrás antes que pelear con él.

Cuando Madison empezó a subir a la calesa, Sproull se abalanzó sobre él de manera inesperada.

Fern cerró los ojos. No estaba dispuesta a ver cómo derribaba a Madison de un golpe. Pero cuando oyó un puñetazo y abrió los ojos, vio que era su padre quien yacía en el suelo. Antes de que Baker pudiera levantarse, Madison se subió a la calesa de un salto, hizo chasquear el látigo sobre la cabeza del caballo y se alejó de allí al trote. A lo lejos se oía el coro de ladridos de Wink y las maldiciones del padre de Fern.

—No crea que estoy huyendo porque soy un cobarde —le advirtió Madison cuando cogió el camino que conducía al pueblo—. Simplemente no me parece bien pegar a su padre.

Fern estaba demasiado aturdida para responderle. En menos de quince minutos Madison había vuelto su mundo al revés. El ganado seguiría causando problemas, pero no le importaba. Su padre iría al pueblo tarde o temprano, aunque tampoco eso le importaba. Hasta hacía unos pocos días Troy, el ganado y su padre habían sido las tres únicas cosas en las que pensaba. Aquella tarde le costaba trabajo recordarlas siquiera. Sólo podía pensar en Madison.

Y en esos condenados toros.

Se echó a reír. Y una vez que empezó no pudo parar, pese a que las costillas le dolían terriblemente.

—¿Qué le parece tan gracioso? —le preguntó Madison.

—Lo que ha dicho sobre los toros —dijo riéndose—. Me los imagino persiguiendo vacas aterrorizadas por todo el condado y a papá detrás cuchillo en mano, mientras ellos se dedican a tratar de calcular cuántas vacas podrán montar antes de ser atrapados. —Soltó una carcajada—. Estoy segura de que ninguna dama pensaría en esto o, si lo hiciera, no lo reconocería.

—¿Cree de verdad que su padre se dedicará a perseguirlos? —le preguntó Madison con una sonrisa.

—Si fuera listo, esperaría a que regresaran agotados de sus correrías para atraparlos.

Se rió de nuevo, pero sentía tanto dolor que dejó de hacerlo.

—No debería ser usted la única que se ocupe del ganado. Tendría que tener ayuda.

—No hemos podido conseguir ayudantes fijos desde que papá despidió a Troy. Se lo advertí, pero no quiso escucharme.

—¿Por qué lo despidió?

—No se ponían de acuerdo en nada. Troy era ganadero, papá es granjero.

—Estoy seguro de que George podría encontrarle un ayudante.

—¿Por qué está tan convencido de que su hermano puede arreglarlo todo?

—Porque es así. George lo lleva en la sangre.

—Entonces ¿por qué no dejó en sus manos la defensa de Hen?

—Eso es completamente distinto.

Madison se quedó en silencio y Fern intentó una vez más comprender las contradicciones de este hombre. En un primer momento decía que George tenía una respuesta para todo y al siguiente daba a entender que no había respuestas. En un primer momento no podía esperar ni un segundo para deshacerse de ella y al siguiente la llevaba de vuelta a Abilene para cuidarla. Tan pronto se enfadaba con ella como estaba dispuesto a pelear con su padre para que no tuviera que regresar a su trabajo antes de recuperarse por completo.

Le resultaba tan misterioso este hombre como incomprensible el cambio que se estaba produciendo dentro de ella.

Debería estar preocupada por su padre, pero no lo estaba. Debería estar furiosa con Madison por haberlo derribado de un golpe, pero tampoco lo estaba. Debería preocuparse por su ganado y por las cosechas de los vecinos, pero no era así. Debería estar ansiosa por volver a su vida de siempre, pero sólo pensaba en regresar a casa de la señora Abbot y así tener ocasión de conocer mejor a Madison Randolph.

Sobre todo, debería preocuparle que el continuo trato con Madison derribara sus barreras y la hiciera vulnerable a todo aquello de lo que había tratado de defenderse.

Sentía un miedo espantoso y no tenía ni idea de qué sucedería al día siguiente, pero, aunque supusiera un viaje a la boca del infierno, estaba dispuesta a vivirlo. No podía y no quería hacer nada por impedirlo.

—¿Hacen muchas fiestas en Abilene? —le preguntó Madison.

La pregunta era tan inesperada que Fern tardó un momento en responderla.

—No lo sé. Nunca voy a fiestas.

—¿Por qué no?

—Nunca me han interesado.

—Hubiera pensado que no dejaba pasar ninguna oportunidad.

—Algunas chicas son así, pero yo no.

—¿Nunca?

—No.

—¿Iría si yo la invitara?

Ningún hombre la había invitado nunca a una fiesta. Nadie se había atrevido.

—No podrá llevarme a una fiesta en este pueblo —dijo Fern—. No soy del agrado de nadie.

—A mí tampoco me gusta todo lo que usted hace, pero no ha respondido a mi pregunta.

—Si no le gusto, ¿por qué iba a querer ir con usted a ningún sitio?

—No he dicho que usted no me gustara, sólo algunas de las cosas que hace.

—Es lo mismo.

—Si eso es lo que piensa, entonces no conoce bien a los hombres.

Así era, pero no estaba dispuesta a confesárselo.

—Está eludiendo mi pregunta —insistió Fern—. ¿Por qué me invitaría a una fiesta?

—No conozco a ninguna otra mujer en el pueblo.

Su intención fue que su risa sonara escéptica, pero fue más bien un bufido de indignación.

—No es necesario. Cualquiera de ellas se desviviría por hablar con usted.

—Lo dice como si no le pareciera bien. ¿No cree que las demás mujeres deban hablar conmigo?

—No he querido decir eso y usted lo sabe. Estoy segura de que la señora…, quienquiera que esté dando la fiesta, invitará a muchas jóvenes solteras.

—Tal vez no quiera arriesgarme a ser rechazado por las damas distinguidas del pueblo.

Fern estuvo a punto de dar un grito.

—Con lo guapo que es, a los diez minutos habrá muchas mujeres suspirando a sus pies.

—¿Entonces le parezco atractivo? Es un alivio saberlo. Me había dado a entender que el lodo del río tiene más gracia que yo.

—Usted sabe que es un hombre atractivo —replicó Fern sin poder creer que estuviera pronunciando esas palabras—. Y sabe que puede ser encantador cuando quiere. Sólo cuando está cerca de mí se porta como un bruto.

—Sus reflexiones acerca de mi personalidad son fascinantes —dijo Madison—, pero nos hemos desviado de la pregunta original. ¿Iría usted a una fiesta conmigo?

—¿De quién es la fiesta?

—De la señora McCoy.

—¡La esposa del alcalde! —exclamó Fern—. Ella nunca me dejaría entrar en su casa. Le da dolor de estómago cada vez que me ve.

—Tendría que ponerse un vestido, pero no veo nada en usted que pueda producir dolor de estómago en nadie.

—¿De modo que no estoy lo bastante presentable para ir como estoy ahora mismo? —preguntó Fern antes de empezar a perder los estribos.

—No he dicho que no estuviera presentable —le respondió Madison—. Pero estoy seguro de que la única objeción que le pondría la señora McCoy estaría relacionada con su manera de vestir.

—¿Me llevaría a la fiesta vestida así?

—Es una fiesta de noche. Yo tampoco iría vestido como estoy ahora.

—¿Por qué no?

—¿Siempre elude usted las preguntas que le hacen de está manera?

—¿De qué está hablando?

—Hace quince minutos que le he preguntado si iría a una fiesta conmigo. No sólo se las ha arreglado para no responder a la pregunta, sino que, además, me ha hecho todo un interrogatorio. Se lo preguntaré de nuevo: ¿quiere ir a la fiesta de la señora McCoy conmigo?

Fern sintió que algo se derrumbaba dentro de ella, como si alguien le estuviera ofreciendo algo que quería tan desesperadamente que podía saborearlo aunque sabía que no sería suyo.

«Es la fiesta», se dijo a sí misma. Quería ir. No entendía por qué. Nunca antes había querido ir a fiestas. Algunos chicos solían burlarse de ella porque nunca la invitaban, pero dejaron de hacerlo cuando descubrieron que en cualquier caso ella no habría ido.

Pero en este caso no tenía nada que ver con la fiesta. Quería estar con Madison. Eso la horrorizó aún más. Nunca había querido ir a ningún lado con un hombre.

—Gracias por la invitación, pero no puedo aceptarla —esperaba sonar desinteresada. Si él adivinaba cuánto quería ir, no desistiría.

—¿No tendrá usted miedo de llevar un vestido o acaso de no tener nada que ponerse?

—Ninguna de las dos cosas.

No tenía vestidos. Había quemado todos los que tenía hacía ocho años.

—Entonces ¿por qué?

—No hay nadie allí a quien yo quiera ver ni que quiera verme.

—Yo estaré allí.

Sabía que sólo estaba bromeando, intentando hacer que aceptara ir, pero esperaba que no adivinara cuánto le dolía ese tipo de comentarios. Su corazoncito quería creerle.

—Acaba de decirme que debo quedarme en cama.

—La fiesta es en un par de semanas. De hecho, para entonces habrá podido regresar usted con sus novillos. Y es de esperar que ellos ya le hayan hecho correr.

—¿Por qué le preocupan tanto unos simples terneros? —preguntó con la esperanza de que se hubiera olvidado de la fiesta—. Apuesto a que nunca ha visto uno.

—No sólo los he visto, sino que también los he castrado. Y me sentí verdaderamente mal. —Madison la miró con prevención—. No me gusta la manera en la que me está mirando.

Fern se rió.

—No se preocupe. No corre usted ningún riesgo. No me gustaría desilusionar a ninguna de sus amigas.

—¿Qué clase de caballero piensa usted que soy?

—Apuesto a que hay cientos de mujeres que no duermen tranquilas desde que se marchó.

—Me gustaría pensar que al menos una o dos han notado mi ausencia, pero dudo de que les llegue a afectar al sueño. Hay un viejo refrán que dice que más vale pájaro en mano que ciento volando. Se puede decir lo mismo de los enamorados. El galán ausente puede hacer suspirar a la amada, pero es el amante que estrecha entre sus brazos, por así decirlo, el que hace que su corazón lata más rápido.

—Estoy segura de que habla usted por experiencia.

—Por supuesto, mi experiencia sin límites. La costa este está plagada de mis conquistas.

Fern sonrió de nuevo.

—Espero que no lo diga en sentido literal. Serían un gran obstáculo para los bañistas.

—Tanta compasión por los enamorados, los amantes y los bañistas, y ninguna por mí.

Fern sintió que se le oprimía el pecho y el corazón le latía más rápido. Él estaba coqueteando por divertirse. Lo mejor sería que ella también coqueteara con él, pero no tenía el valor. Cada una de aquellas palabras sin significado real penetraba en su corazón como si fuera una flecha.

—Usted no necesita de mi compasión.

—Entonces acepte mi invitación sólo para fastidiarme. En último caso podría negarse a bailar conmigo.

—Yo no haría eso.

—¿No hay nada que pueda decir para convencerla de que me acompañe?

—A lo mejor iría si usted me confesara con toda honestidad por qué me ha invitado.

—Trato hecho.

—He dicho a lo mejor. No me extrañaría que me dijera una gran mentira para luego burlarse de mí.

—¿Cree usted que yo haría eso?

Su reacción la había puesto nerviosa. De hecho, Madison parecía disgustado, como si realmente le importara lo que ella pensaba de él. Lo había visto furioso, colérico, resuelto, incluso arrepentido, pero nunca molesto. Había decidido que a él nada le importaba demasiado.

Le sorprendió descubrir que tenía el poder de alterarlo, pero también le alegró. Se había sentido tan indefensa cuando estaba con él que no quiso evitar que una punzadita de placer la recorriera. Quizá no debiera, pero así era.

—Seguramente no debería haber dicho eso —se disculpó Fern—. No hemos hecho otra cosa que intentar comprobar cuántos problemas podemos causarnos el uno al otro. No sé si usted realmente es así. Nunca pensé que yo lo fuera, pero puedo entender que piense que lo soy.

—Entonces empecemos de nuevo. El día de hoy puede señalar un nuevo comienzo.

Fern empezaba a pensar que aquel viaje de regreso al pueblo nunca terminaría. Ahora entendía cuánto deseaba un nuevo comienzo. Esta era la verdadera razón por la que había ido a la cárcel. Pero desde entonces había tenido tiempo de pensar y se había dado cuenta de que un nuevo comienzo sólo podría provocarle más dolor. Reconocía que Madison la fascinaba, pero ése no era motivo suficiente para continuar con una relación que al final sólo podría hacerla desgraciada.

Por lo demás, independientemente del resultado del juicio de Hen, aquella relación tendría que terminar. Madison regresaría a Boston junto a sus acaudaladas, guapas y seductoras mujeres. Probablemente incluso haría bromas acerca de Kansas y de las chicas que había conocido allí. Sin duda alguna se burlaría de ella.

No, esto tenía que terminar, así que lo mejor sería que ocurriera de una vez.

—No creo que sea una buena idea.

—¿La fiesta o el nuevo comienzo?

—Ninguna de las dos cosas.

¿Cómo podía transmitirle que había despertado una parte de ella que había intentado olvidar que existía? Le había hecho recordar que era una mujer. ¿Cómo podía decirle que había huido de su feminidad durante tanto tiempo, que había luchado contra el hecho de ser mujer demasiados años, que temía no recordar ya cómo serlo?

—¿Por qué no lo piensa?

—No.

—Sería una verdadera lástima.

Fern estaba prácticamente viendo el abismo que se abría a sus pies. Sabía que debía cambiar el tema de la conversación. Debía bajarse de la calesa y caminar hasta el pueblo si era necesario. Pero no lo hizo.

—¿Por qué? —le preguntó.

—Porque puede que Abilene no descubra jamás que un cisne se ha estado disfrazando de patito feo. Pero lo que es aún más importante: es posible que usted no lo descubra nunca.

Fern apartó la mirada. No quería que Madison viera el dolor en sus ojos.

—No diga nada —le suplicó—. Sé cómo soy.

Madison levantó su barbilla y, con mucho cuidado, como para no hacerle ningún daño, le hizo girar la cabeza hasta obligarla a mirarlo a los ojos.

—Pero no sabe cómo creo yo que es usted.

—Por favor.

Fern intentó volver la cabeza, pero él no se lo permitió.

—Veo a una chica que se oculta de sí misma, de lo que es y de lo que quiere ser, porque tiene miedo. Teme admitir que es guapa, porque esto la obligaría a enfrentarse a algo que la asusta.

—¡Basta ya! —gritó Fern, dejando libre la barbilla de la mano de Madison de un tirón.

Detuvo la calesa. Cogió a Fern de los hombros y la obligó a mirarlo a los ojos.

—Sería cruel dejar que usted siguiera pensando que es fea y poco femenina.

—Sólo porque me gusta ponerme pantalones…

—Si pensara que cree en usted misma, no diría una palabra más acerca de los pantalones —afirmó Madison—. Pero no quiero que se los ponga por temor.

—Yo no… Yo…

—Tiene miedo de que un hombre pueda querer besarla, tanto miedo que intenta aparentar que no es atractiva.

—No sea ridículo. Yo…

—Pero yo he visto otra cosa, y tengo la intención de hacerla creer en ello.

—¿Cómo? —preguntó ella con temor.

Acercándola a él con delicadeza, Madison levantó de nuevo su barbilla hasta que ella se vio obligada a mirarlo.

—Haciéndole entender que quiero hacer esto.

Entonces, con toda dulzura, le dio un beso en los labios.

A Fern se le detuvo la respiración en los pulmones y el corazón le latía de manera irregular. El universo entero se paralizó, y ella se quedó vagando en algún lugar entre el cielo y el infierno.

Estuvo a punto de desmayarse por el roce de sus labios. Nunca un hombre había hecho flaquear su determinación; no obstante, Madison estaba a punto de echar por tierra todos sus principios. Nunca había deseado tanto ceder.

Los labios de él eran cálidos y suaves mientras acariciaban los suyos como si fueran de seda. Podía sentir la calidez de su aliento sobre su propia piel. El escalofrío que le producía la excitación en todo el cuerpo se combinó maravillosamente con un repentino fuego que salió sin avisar de la boca del estómago. Al instante siguiente le produjo tal sofoco que pensó que iba a desmayarse de verdad.

Los labios de Madison la apremiaban a que se uniera a él en el beso. La respiración de Fern se contuvo en un grito ahogado cuando la punta de la lengua de Madison dejó un aterciopelado rastro de humedad en su labio inferior. Estaba paralizada. No era consciente de nada de lo que había alrededor. Sólo existía Madison en aquel momento y lo demás dejó de tener interés.

En el preciso momento en que ella empezaba a retirarse, Madison la sujetó con fuerza y le dio un beso que era mucho más que un simple roce de labios. Fern sintió la pasión, la necesidad, el deseo y un repentino sofoco que hizo que el día súbitamente pareciera demasiado caliente y peligroso. Éste ya no era el beso lánguido de dos personas que querían explorarse. Tampoco era un beso de ociosa curiosidad, motivado por el deseo de hacer que se sintiera bien consigo misma. Era un beso henchido de la promesa de una pasión que duraría más de un día.

Fern retrocedió asustada, con los ojos muy abiertos y la mirada perpleja, y respirando de manera irregular.

—Usted merece que la besen con frecuencia —murmuró Madison—. Merece saber que es una mujer muy atractiva. ¿Fue esto lo que hizo Troy? ¿Es ésta la razón por la que usted es la única persona en Abilene que puede decir algo bueno sobre él?

El encanto se rompió y Fern sintió que caía al infierno. Inmediatamente se separó de los brazos de Madison.

—No —dijo, alejándose de él.

Trató de vencer el miedo que siempre se apoderaba de ella cuando un hombre la tocaba, aunque fuese por accidente. Sólo tenía que permanecer tranquila hasta que pudiera decirle que ya era suficiente, que no se atreviera a tocarla de nuevo.

—¿Me dirá la razón?

—No.

—Algún día lo hará.

Fern se estremeció. Su voluntad pareció flaquear. Luchó por recobrar la compostura. Tenía que decirle que la dejara en paz, y tenía que hacerlo en ese instante.

—No puedo aceptar su invitación —dijo por fin.

—¿Por qué?

—No quiero ir. Pero eso no es todo. —No lo miró. No podía—. No quiero que me bese ni me toque. No quiero que ningún hombre lo haga. Ni ahora ni nunca.

Madison no sabía qué lo horrorizaba más: si sus propias acciones o las palabras de Fern. La había invitado a la fiesta llevado por un impulso repentino. Su rechazo lo hería en su orgullo. Quizá la había besado para tomarle el pelo, pero aquel beso se había convertido en mucho más. Quizá había querido asustarla haciendo que viera algo respecto a sí misma, pero él se había asustado tanto como ella.

Se había visto arrastrado por un fuerte deseo que no tenía nada que ver con querer atemorizarla o tomarle el pelo. Tenía que ver con la sensación de que había en ella cosas mucho más importantes que un chaleco de piel de borrego y espuelas españolas. En algún lugar dentro de ella había una mujer que nadie conocía, ni siquiera la misma Fern.

Su rechazo le molestaba mucho. Se había imaginado que ella estaba tratando de guardar las distancias con él, pero nunca que quisiera levantar una barrera permanente. No había pensado que esto le importara tanto. Pero así era.

* * *

Fern llevaba despierta ya algún tiempo, pero, en lugar de levantarse, se había quedado en la cama escuchando los ruidos de la casa, dejando que sus pensamientos divagaran al azar.

Había intentado prohibirse a sí misma pensar en Madison, pero él parecía llenar cada rincón de su mente. Se había convertido en una obsesión que dominaba su vida y que no podía desterrar.

Ya no le tenía aversión, pero esto no facilitaba las cosas. De hecho, las empeoraba. Habría podido odiarlo con una pasión violenta, que se habría extinguido de manera natural al marcharse a Boston de nuevo. Tal vez habría pensado en él de vez en cuando, así como ocasionalmente pensaba en accidentes o en desastres naturales, pero eso habría sido todo.

Ahora le gustaba. Le horrorizaba admitirlo, pero no podía evitarlo. Le gustaba. Ya lo había dicho.

Era una extraña clase de atracción. No era fácil ni agradable. Era como si algo hubiera invadido su vida. No tenía control sobre ello. Podía discutir con él, gritarle, llamarlo como quisiera, pero sabía que nada de esto le salía del corazón. Podía instarlo a que volviera a Boston y no regresara nunca, pero tampoco esto lo decía de corazón.

El solo hecho de pensar que nunca volvería a verlo le producía una especie de pánico. ¿Qué había en aquel hombre que lo hacía tan diferente de todos los demás? ¿Qué había hecho para marcarle a fuego la piel y el alma?

La única respuesta que tenía algo de sentido era completamente inaceptable. No permitiría que ningún hombre fuese así de importante para ella. Estos sentimientos desaparecerían si tan sólo pudiera sacárselo de la cabeza.

Pero ¿cómo iba a conseguirlo si aún sentía el beso de Madison en sus labios como algo tangible?

Toda su vida había pensado en los hombres como rivales. No sentía más que desprecio por las mujeres que se derretían por sus caricias, que no podían pensar en nada más importante en la vida que atraer su atención.

Ahora las entendía, al menos lo suficiente como para saber que no sólo el beso la había cautivado aunque hubiera sido mágico. La disposición de Madison para pelear por ella y su determinación de protegerla… habían hecho que se tambaleara casi de la misma manera.

Además, él creía que era atractiva; estaba decidido a hacer que se sintiera guapa. Y esto era totalmente inverosímil. Ningún hombre, ni siquiera uno tan quijotesco como Madison, haría todo aquello a cambio de nada. Debía de tener algún motivo oculto.

Quizá simplemente quería coquetear con ella. Quizá estaba aburrido de todas aquellas aduladoras mujeres que lo rodeaban. Tal vez pensaba en ella como una obra de caridad. Al igual que un príncipe azul, animaría su aburrida existencia durante unas cuantas semanas. Unos pocos halagos, algo de atención, algún que otro beso robado, y luego podría regresar a Boston felicitándose por haberle regalado algunos momentos inolvidables.

Tenía que ser alguna de estas cosas. Un hombre como Madison Randolph no podía interesarse seriamente por una mujer como ella.

¿O acaso sí podría?

Volvió a sentir aquel beso; experimentó de nuevo el asombro, la excitación, el escalofrío y también la maravillosa y beneficiosa sinceridad. Independientemente de lo que Madison pudo haber sentido cuando se vieron por primera vez, o de lo que haría en el futuro, aquel beso había sido real. Hasta ella podía percibirlo.

Pero ¿qué significaba?

Ahora no lo sabía, pero Madison no era el tipo de hombre que guardaba secretos. No tardaría en descubrirlo.

Por el momento tenía que salir de la cama. Rose ya se había levantado. La señora Abbot también. No sabría decir qué estaban hablando, pero era fácil adivinar quién estaba dominando la conversación. La voz de la señora Abbot era severa y aguda. Siempre parecía estar quejándose, aun cuando sólo estuviera conversando. La voz de Rose era dulce pero firme. No hablaba tanto como la señora Abbot y sus palabras eran discretas.

Fern se preguntó cómo sería sentirse como Rose e inspirar tanto respeto y admiración. Sabía que estas cualidades no se adquirían de un día para otro, pero parecía muy fácil de lograr a su lado.

«No habría sucedido si Rose llevara pantalones e hiciera todo lo posible por actuar como un hombre. Es una mujer fuerte y decidida, pero es totalmente femenina».

Al tiempo que Fern pensaba no sin algo de pesar en todos los años que había pasado aprendiendo a desvincularse de todo lo que fuera femenino, la aterrorizaba la idea de que los hombres la desearan y sintieran apetito carnal por su cuerpo, o de que un desconocido quisiera quitarle violentamente el vestido, tocarle los senos, recorrerle cuello y hombros con la lengua o juntar los cuerpos. No quería eso. Nunca. Posiblemente tendría que renunciar al matrimonio, pero no podía enfrentarse a ello.

Estos pensamientos agriaron su buen humor, así que decidió levantarse. Justo cuando empezaba a apartar las mantas, oyó que alguien se acercaba al galope a la casa. Momentos después, la señora Abbot no tuvo más remedio que acudir a la llamada de unos golpes muy fuertes.

—Señor Sproull, debe usted de tener cosas mejores que hacer que dar puñetazos en la puerta de la casa de una dama a estas horas de la mañana. Ni siquiera nos hemos vestido aún.

¡Su padre! Se le agarrotó todo el cuerpo. Había venido a buscarla. Madison y George habían salido del pueblo y nadie podría detenerlo esta vez.

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