Fern

Fern


Capítulo 7

Página 10 de 48

7

La señora Abbot apartó la vista del bordado cuando oyó que la puerta se abría.

—¿Adónde va usted? —preguntó.

—A ver a la señorita Sproull.

—No en mi casa. No permito que ningún hombre visite a una dama en su habitación.

Madison se mordió la lengua para no responderle como se merecía, pues recordó que George y Rose se alojaban allí.

—Dejaré la puerta abierta y prometo no acercarme a la cama —dijo, pasando por su lado a zancadas.

—¡Señor Randolph! ¡Señor Randolph! —oyó que la señora Abbot gritaba para llamar a su hermano.

Al parecer, Rose y George encontraron la manera de disipar los temores de la señora Abbot, pues nadie lo siguió.

Cuando levantó la mano para llamar a la puerta de Fern, se dio cuenta de que no sabía qué decirle. ¿Cómo se pide disculpas a una persona a la que se ha querido irritar a propósito? No le parecía justo tener que asumir toda la responsabilidad, pero sabía que la culpa era suya. Le daba rabia sentirse culpable, pero no estaba precisamente apenado cuando por fin llamó a la puerta.

—Entre.

No sonaba muy enferma. Quizá podría excusarse rápidamente y marcharse tan pronto como fuera posible. Necesitaba un buen brandy.

Madison se quedó paralizado nada más cruzar aquella puerta. Si no estuviera seguro de que se encontraba en el lugar correcto, habría jurado que estaba frente a una desconocida. La Fern que conocía llevaba pantalones, una camisa ancha y un sombrero. La mujer acostada en la cama, en cambio, tenía puesto un camisón de color rosa muy femenino y había soltado el largo cabello rubio sobre los hombros de una manera que le favorecía mucho. Aquellos grandes ojos de color azul grisáceo lo miraban fijamente, un tanto aprensivos, un tanto acusadores. A Madison le pareció cuando entró que se replegaba sobre sí misma.

—¿Cómo se siente? —preguntó él.

Era una pregunta tonta. Debía de sentirse muy mal. Pero no podía preguntarle lo que realmente quería saber: ¿cómo aquel marimacho que había ayudado a desvestir se había convertido en la mujer que estaba acostada en la cama?

Fern sintió el sofoco de la vergüenza recorrerle el cuerpo hasta llegar a los pies. Él era quien la había desvestido y había tocado su cuerpo. De buena gana se hubiera cubierto la cabeza con las mantas, pero el más mínimo movimiento le producía un dolor insoportable.

—Usted me quitó la ropa, ¿no es verdad?

No debería haberle hecho esa pregunta —no quería saber la respuesta—, pero no pudo contenerse.

—¿Qué le hace pensar…? ¿Por qué…? ¿Por qué le importa tanto?

—¿Por qué me importa tanto? —repitió ella—. ¿Cómo se sentiría usted si una mujer le hiciera perder el conocimiento, lo toqueteara por todas partes y luego le quitara la ropa?

—Yo no le hice perder el conocimiento —se defendió Madison con irritación.

Ella consideraba que Madison no había respetado su privacidad. Se sentía casi tan vulnerable e indefensa como aquella noche ya lejana, la noche que tanto se había esforzado en olvidar.

—Puede estar tranquila. Al menos no toqué su camiseta.

Fern se puso roja. Nadie, ni siquiera su padre, sabía de la existencia de las camisetas ribeteadas de encajes que ella había encargado directamente a una tienda de Chicago. Le daba mucha vergüenza que, después de tanto intentar parecer una mujer dura, después de jactarse de que podía hacer todo lo que un hombre hacía, después de exigir que se la tratara como a un chico más, Madison, nada menos que él, fuera quien descubriera su secreto. Se sentía como una tonta, una chiquilla ridícula, una patética farsante.

—Además, también es culpa suya —dijo Madison—. ¿Siempre se exhibe con esos peligrosos malabarismos cuando se enfada?

A Fern le habría encantado pegarle si hubiera podido levantar los brazos. Aunque también le tenía un poco de miedo. Nunca se sentía al mando de la situación cuando él estaba cerca. No era ella misma y las cosas no ocurrían como quería. Tenía que poner algo de distancia entre ellos o, si no, él podría intentar besarla de nuevo. O aún peor, ella podría querer que lo hiciera.

—Claro, mi objetivo es caerme del caballo cada vez que me encuentro sola con un colono inexperto —respondió ella de forma brusca—. Suelen deprimirse porque se sienten terriblemente inútiles cuando salen de la ciudad. Traerme de vuelta al pueblo les da algo que hacer y se sienten útiles.

—Puede tener la seguridad de que su actuación fue muy convincente —dijo Madison. Empezaba a perder los estribos.

—Hago todo lo posible por complacer a los abogados de Boston a quienes les gusta molestar a mujeres indefensas. Además, si no hubiera huido, habría sucumbido ante lo guapo que es usted y me hubiese puesto en una situación comprometida.

—Se necesitan dos para cometer semejante tontería —respondió Madison, demasiado enfadado para medir sus palabras—. Y usted no me atrae tanto.

Madison lamentó haber dado esta respuesta tan cargada de ira tan pronto como las palabras salieron de su boca. Se sintió aún más como un mujeriego sin corazón cuando vio el dolor en los ojos de Fern. Pero es que ella parecía tener una habilidad única para hacerle olvidar incluso los principios más elementales de la cortesía y para hacer que luego se sintiera mal.

—Escuche, no he venido aquí a discutir con usted —dijo, luchando por controlar su temperamento—. Sólo quería ver cómo se encontraba y disculparme por lo que hice. Tengo muy mal carácter. No hace falta mucho para hacerme explotar y he descubierto que en Abilene se les da muy bien.

¡Maldita sea! ¿Cuándo aprendería a callarse antes de meter la pata?

—Entonces no ha debido venir aquí. No tenemos una ley para los tejanos y otra para todos los demás.

Madison sintió que en aquel instante se rompía el último hilo de su dominio sobre sí mismo y empezaba a perder los papeles.

—Señorita Sproull, espero sinceramente que un día no muy lejano sea usted acusada de algo que no ha hecho. Espero que no haya un solo hombre, mujer o niño en Abilene que crea una palabra de lo que dice. Quiero que se siente en una celda pensando que la horca será su inevitable final. Porque sólo entonces comprenderá lo que le ha hecho a ese chico.

Fern abrió la boca para hablar.

—Y no quiero oír su cháchara acerca de la justicia. A usted sólo le importa la venganza. De otro modo no se cerraría en banda a tener en cuenta todos los hechos que pudieran arrojar luz sobre los acontecimientos de aquella noche. Examinaría todas las pruebas y todas las pistas una y otra vez hasta

saber qué ocurrió en realidad.

—Nadie puede saber qué sucedió.

—El asesino lo sabe.

—Pero ése es Hen.

Hablar con ella era como hablar con el viento. Hizo un esfuerzo para evitar que la expresión de su rostro revelara la frustración que sentía antes de decir:

—Suponga que puedo probar que Hen no estuvo cerca del rancho Connor aquella noche.

—No podrá hacerlo.

—Pero suponga que pudiera. ¿Hasta tal punto odia usted a los tejanos que preferiría que ahorcaran a Hen y que el verdadero asesino quedara libre?

Podía ver la batalla que se libraba dentro de ella. Si se atrevía a afirmar que quería que Hen muriera pasara lo que pasara, se condenaba a sí misma.

—Si puede probar que él estaba en otro lugar aquella noche —dijo, luchando con cada palabra—, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarlo a encontrar al asesino. Pero…

—Muy bien. Ahora será mejor que descanse. Tenemos mucho trabajo que hacer antes del juicio.

Cuando Madison salió al pasillo, se encontró con la señora Abbot al otro lado de la puerta.

—Es toda suya. Tiene los nervios algo crispados y he puesto a prueba su integridad, pero su virtud está intacta.

El grito ahogado de la señora Abbot, una señal inequívoca de que habían profanado gravemente su sentido del decoro, hizo que Madison se sintiera mejor. Ahora sólo tenía que golpear a Hen hasta dejarlo inconsciente; quizá así lograría incluso sentirse feliz.

George parecía disgustado cuando Madison salió al porche.

—Espero que ella haya salido de esta visita en mejor forma que tú. Si Rose la encuentra con fiebre, se va a armar la de Dios es Cristo.

—Es la mujer más terca e irritante que jamás haya conocido —afirmó Madison, señalando la habitación de Fern.

—Así es como Rose describió a tus hermanos cuando llegó al rancho. ¿Estás seguro de que esos calificativos no te identifican más a ti que a la señorita Sproull?

—Si tuvieras la más mínima idea de lo que ha dicho…

—Sé exactamente lo que ha dicho —interrumpió George.

Madison parecía perplejo.

—Estamos en julio, así que la ventana está abierta. Medio Abilene sabe lo que has dicho. No sé qué te ha pasado en los últimos ocho años, pero no fuiste criado para tratar a las mujeres de esa manera, ni aunque te saquen de quicio. ¿Cuántas veces vas a hacer que me sienta avergonzado de ti?

Madison pensó que esta vez sí que iba a estallar. ¿Por qué diablos se había marchado de Boston? Era como enfrentarse con su padre de nuevo: sus provocaciones, sus insidiosos comentarios acerca de su inteligencia, sus burlas respecto a su interés por los libros y a su amistad con Freddy; todo lo que le había hecho sentirse insignificante, poca cosa.

Nunca hubiera esperado esto de George. Él había sido el único que había intentado protegerlo, justificarlo ante su padre; el único que había intentado que se sintiera mejor después de que su padre le hubiera destrozado los nervios tras otra pelea. Madison pensó que al menos podría contar con George, pero evidentemente no era así.

—Me importa un bledo que te avergüences de mí —afirmó Madison con tanta rabia que le costaba trabajo mantener la voz firme—. Voy a probar que Hen no mató a Troy Sproull. Luego regresaré a Boston y nunca volverás a saber de mí.

Se giró y se marchó ofendido de aquella casa. Necesitaba una copa, así que se dirigió a la taberna más ruidosa e insegura del lugar. Si Abilene hacía honor a su reputación de ser el pueblo más salvaje del Oeste, quizá él podría pasar el tiempo esquivando balas en lugar de huyendo de sus pensamientos.

* * *

Ojalá hubiera podido morderse la lengua. No había tenido la intención de hacer que Madison se marchara furioso. Todo este lío era más culpa suya que de él. Sin embargo, tan pronto como entró en la habitación ella no se sintió respetada y se puso a la defensiva. Y cuando esto sucedía, se volvía agresiva. Así era como reaccionaba frente a todos los hombres.

Se preguntaba por qué nadie se lo habría comentado.

«Pero sí lo han hecho. Dejaron de decírmelo hace ya mucho tiempo porque no servía de nada».

—He tratado de detenerlo —dijo la señora Abbot al entrar en la habitación—. No es conveniente que un hombre visite a una mujer en su cuarto.

—Sólo ha venido a ver cómo me encontraba.

¡Maldita sea! ¡Ahora lo estaba defendiendo ante la señora Abbot!

—Pues eso no está bien —afirmó la señora Abbot, herida en su sensibilidad—. Puede que haya tenido la intención de ser amable, pero en realidad ha sido muy grosero. Algunas personas creen que sólo porque han ido a una muy buena escuela y tienen ropas finas y elegantes pueden actuar como si fueran reyes o qué sé yo.

Fern no tenía ropa fina y elegante y ni siquiera había terminado la escuela primaria, pero había actuado como si fuese una aristócrata de carácter irascible durante años. No podía juzgar a Madison por hacer lo mismo.

—Probablemente se porte mejor cuando no esté molesto.

—Si vuelve a tratarme peor que a una esclava negra, le daré motivos suficientes para estar molesto —afirmó la señora Abbot. Luego estiró el cubrecama con tanta fuerza que Fern temió por las costuras.

—¿Ya ha regresado la señora Randolph?

La señora Abbot recuperó la compostura como por arte de magia.

—No lo creo. El porche está muy silencioso. Cuando ella está aquí, ese chiquillo no deja de llamarla cada medio minuto. ¡Cómo la adora el señor Randolph! Se podría decir que es una consentida, pero lo cierto es que ella también lo mima. Es difícil creer que un hombre pueda estar tan locamente enamorado de una mujer que está tan hinchada como una vaca a punto de parir.

Fern no quería oír hablar de cómo George consentía a Rose o de cuánto la adoraba a pesar de su actual estado. Se sentía abandonada y pensaba que no era más que una carga para aquella gente, así que saber de la adoración que George profesaba a su esposa no ayudaba en nada a levantarle el ánimo. Por el contrario, la hacía consciente de otra de esas tantas cosas que nunca le sucederían a ella.

La señora Abbot había decidido que era necesario volver a arreglar la habitación y la ropa de Fern después de la visita de Madison.

—Y es tan pequeñita —prosiguió la señora Abbot—. Es muy agraciada a pesar de que su barriga parece albergar dos bebés. No me extraña que todos los hombres del pueblo la traten como a una reina. Nunca he visto una mujer tan encantadora.

«Sin embargo, de mí se podría decir que tengo el encanto de un novillo», pensó Fern.

La señora Abbot empezó a reorganizar todos los objetos que se encontraban sobre la mesilla.

—Sin embargo, no se pasa el día sentada frente a un espejo acicalándose. ¡Más bien al contrario! Si yo la dejara, haría casi todo mi trabajo. Y me está pagando para que me ocupe de ella… No hay manera de impedirle que cuide a mi Ed. Esa clase de personas no se encuentra todos los días. No, definitivamente no.

Por suerte, antes de que la veneración que la señora Abbot sentía por Rose provocara en Fern ganas de dar alaridos de desesperación, su idolatrada regresó.

—Está usted algo ojerosa —afirmó Rose, examinando cuidadosamente a Fern—. Deduzco que no le ha ido muy bien con Madison.

—Yo diría que no —aseguró la señora Abbot, dejando traslucir un destello de cólera en la mirada—. ¿Cómo podría una mujer decente sentirse a gusto con un desconocido en la habitación?

Rose miró a Fern de manera inquisitiva.

—Se molestó por algo que dije —apuntó ella, no muy contenta de tener que confesar la tontería que había hecho.

—¡Molesto él! —exclamó la señora Abbot—. ¡Ja! Esperen a que vuelva a verlo. Voy a dedicarme a fastidiarlo aún más.

—No creo que sea una buena idea —dijo Rose—. Queremos que se concentre en absolver a Hen de los cargos de asesinato. Enfadarlo no ayudará en nada.

—Lo siento, pero no puedo permitirle que sea irrespetuoso en mi casa.

Rose intentó contener una sonrisa, pero no lo consiguió del todo.

—No creo que fuera su intención. ¿Podría calentar un poco de leche? Creo que la señorita Sproull debería dormir.

—Enseguida la traigo —dijo la señora Abbot. Estiró un tapete de tocador que ya había alisado dos veces y echó un último vistazo a la habitación antes de salir.

—Espero que él no la haya disgustado mucho —dijo Rose.

—Más bien he sido yo quien le ha disgustado a él —reconoció Fern tan contenta de haber sido liberada de la presencia reprobadora de la señora Abbot que estaba dispuesta a decir a Rose prácticamente cualquier cosa que quisiera saber.

Rose le lanzó una larga y penetrante mirada, ante la que Fern se sintió como si le estuvieran arrancando una a una las capas protectoras que rodeaban su alma.

—¿Por qué lo odia tanto?

—No lo odio —exclamó Fern, horrorizada al descubrir que era verdad. Había pensado que lo odiaba. Había intentado hacerlo—. Simplemente no quiero que libere a su hermano. —No podía hablar de lo que sentía después de que Madison la hubiera desvestido ni de que hubiera visto la camiseta. Ni siquiera con Rose—. Pero no es odio. No creo que nadie pueda utilizar esa palabra para hablar de él.

—Sí, hay quien puede.

—¿Por qué? Es desconsiderado y cree que es el único inteligente, pero en realidad no es mala persona. Simplemente no se detiene a pensar que las cosas que dice puedan afectar a los demás. Y odia estar aquí. Todo lo que tiene que ver con Kansas le molesta. Sobre todo yo.

—Es probable que le parezca más difícil estar con su familia —aventuró Rose con los ojos algo nublados. Ahora era ella quien estiraba los tapetes de tocador—. De hecho, quisiera pedirle un favor.

—Por supuesto —dijo Fern. Después de todo lo que Rose había hecho por ella, sería una grosería negarse a cualquier petición que le hiciera.

—Lo que voy a pedirle puede parecerle extraño. ¿Podría tratar de ser amable con él?

Fern abrió la boca para hablar.

—Lo entenderé perfectamente si no puede, pero ¿lo intentará?

—¿Por qué?

—No puedo explicárselo en este momento, pero las cosas son mucho más difíciles para él de lo que usted pueda imaginar. Tengo la sensación de que él apreciaría mucho que fuera usted amable.

—Pero seguramente usted, sus hermanos…

—Hay momentos en los que la familia más que una ayuda puede ser un problema.

Fern tragó saliva.

—Lo intentaré —afirmó mientras se preguntaba cómo podría ser amable con un hombre cuya primera reacción ante su presencia era gruñir y patalear—, pero no puedo garantizarle que no vaya a cerrar los ojos y refunfuñar la próxima vez que se encuentre conmigo.

El rostro de Rose se transformó al instante, pues esbozó una sonrisa.

—Sin duda lo puso usted furioso, pero es un hombre, y a los hombres les halaga que una mujer atractiva les preste atención.

—No soy atractiva —afirmó Fern. Por más amables que fueran las intenciones de Rose, le molestaba que intentara hacer que se sintiera mejor mediante falsos halagos.

—¿Quién le ha dicho eso?

—Todas las personas que conozco. Mis vacas siempre salen ganando cuando me comparan con ellas.

—Entonces tiene que buscar nuevos amigos.

—Sé cómo soy —dijo Fern con lágrimas en los ojos—. No sirve de nada que me diga lo contrario.

—De acuerdo, no lo haré, pero hasta la señora Abbot dijo que nunca habría imaginado que fuera usted tan atractiva sin sombrero y sin chaleco. George hizo el mismo comentario. Piensa que es usted una mujer escultural. Viniendo de un hombre como él, una palabra ya es un cumplido. Si le dedica toda una frase, puede usted tener la seguridad de que es guapísima.

Fern se entretenía jugando con la sábana que agarraba firmemente. Si Rose tuviera idea de cuánto deseaba sentirse al menos un poco atractiva, no la torturaría de aquella manera.

—Es muy amable de su parte decir esas cosas, pero me da igual. Madison no piensa lo mismo.

—Nunca lo sabrá si no le da una oportunidad de decírselo, Y no se lo dirá si están todo el día como el perro y el gato.

Madison nunca le diría que era guapa. Probablemente ni siquiera pensaba en ella como mujer, sólo como una especie peculiar de la fauna que pastaba en las praderas de Kansas.

—Trataré de ser amable con él, pero no espero que me diga que soy guapa. Le reconozco el mérito de ser un hombre honesto.

—Yo también. Creo que viene la señora Abbot con su leche. Sabrá espantosa, pero bébasela toda. La ayudará a dormir. Y seguiremos hablando por la mañana.

Pero pasó mucho tiempo antes de que Fern se quedara dormida.

Las palabras de Rose habían conseguido romper el sello que cerraba herméticamente una parte de su alma que ella no se había atrevido a mirar desde hacía mucho tiempo. Era casi como si hubiera abierto la caja de Pandora y numerosos demonios revolotearan alrededor. Esperanzas y deseos que pensaba que había abandonado desde hacía ya mucho tiempo, heridas abiertas que suponía que habían cicatrizado hacía incontables años, desprecios y penas que creía que ya había olvidado, todos ellos le llenaban la cabeza hasta marearla.

Por más que lo intentara, no podría volver a cerrar la caja. Tendría que hacer frente a todas esas cosas que había intentado eludir durante años.

Y todo por culpa de Madison Randolph.

Ojalá Hen hubiera matado a alguien de Ellsworth o de Newton en lugar de a un habitante de Abilene. En ese caso Madison no habría ido allí, a ella no le importaría si era feliz o no y no tendría que ser amable con él.

Sería mucho más fácil si pudiera regresar a la granja y olvidar que se habían conocido. Así no tendría que preguntarse si de verdad le gustaba, si cuando la estrechó entre sus brazos aquel estremecimiento de emoción antes de que la besara había sido real o sólo un producto de su imaginación.

Era importante saberlo. Se odiaba a sí misma por ser tan débil —tenía el terrible presentimiento de que esto le traería toda clase de problemas—, pero tenía que saberlo. Y mientras Rose pensara que había una posibilidad aunque fuera mínima de que ella le gustara al menos un poco más que una de aquellas chicas tuertas o bizcas de las tabernas, no perdería la esperanza.

Además, tenía que probarle dos cosas: que quería que se hiciera justicia tanto como él y que Hen

había matado a Troy.

* * *

Las luces de más de una docena de tabernas, establecimientos de juegos de azar y hoteles de Abilene cegaban a los viandantes. Los vaqueros, que intentaban olvidar en apenas dos o tres noches desenfrenadas la soledad de los dos meses que habían pasado recorriendo caminos, reían, bebían y jugaban sin pausa. Las calles bullían con la gente que bailaba y cantaba y con las notas del consabido piano.

Durante el día los comerciantes intentaban vaciar los bolsillos de los vaqueros pregonando baños calientes, cortes de pelo y de barba, ropa elegante y botas hechas a medida, así como la posibilidad de dormir en una habitación caliente. De noche, las tabernas, los salones de juego y una gran variedad de prostitutas trataban de sacarles todo el dinero que les quedara en los bolsillos.

Mientras les duraran los sesenta o noventa dólares de los que disponían, vivían como príncipes. Cuando se les acababan, se marchaban tranquilamente a Tejas, cansados y sin un céntimo, pero decididos a repetir el próximo verano.

Madison no se decidió a entrar en la primera taberna que encontró, sino que caminó hasta llegar a la más ruidosa y llamativa de todas: Cabeza de Toro. Le parecía irónico el hecho de tener que pasar frente a la escuela y a la iglesia baptista para llegar allí. Esto simbolizaba dejar la civilización atrás y entrar en un área de la calle Tejas donde las pasiones irracionales de los hombres se liberaban de sus cadenas.

Se sentía como un animal salvaje luchando contra los grilletes que le imponían las expectativas. Expectativas basadas en quién era, quién había sido y quién quería ser. Expectativas que decretaban que debía regresar a su hotel, beber algo en la tranquilidad de su habitación y luego meterse en la cama con la esperanza de que mañana fuera un día mejor.

Pero Madison había heredado de su padre la afición a las emociones fuertes, así que no le apetecía una noche tranquila. Quería hacer algo que fuera contra las normas, cualquier cosa que atacara directamente al centro de la rabia y del resentimiento que lo asfixiaban. Quería olvidar la negativa de sus hermanos a concederle el mismo perdón que habían otorgado a todos los demás.

No, lo que de verdad quería era mandarlo todo al diablo. Quería que supieran que su aprobación o su desaprobación no significaban nada para él.

—Déme una botella de su mejor brandy —pidió Madison al tipo de aspecto sórdido que estaba detrás de la barra.

La taberna Cabeza de Toro no estaba situada en un bonito edificio. Se había construido con madera sin pulir, posiblemente transportada desde las colinas boscosas del este. George dijo que la habían levantado en menos de una semana, a todas luces con más preocupación por acabar deprisa que por los detalles. Las únicas tentativas de decoración eran varios carteles clavados con tachuelas en las paredes y un espejo detrás de la barra.

Unas cuantas mujeres se paseaban entre los clientes, alentándolos a beber y aceptando invitaciones a visitar las habitaciones del piso de arriba. Otros asiduos se divertían en las mesas con diversos juegos de azar. El hombre que atendía detrás de la barra alzó la vista cuando Madison pidió su bebida.

El cantinero dejó una botella y un vaso sobre el mostrador. Madison miró el vaso con desagrado y lo puso a contraluz.

—¿Cuántas manchas ha de tener un vaso para que lo lave? —preguntó mientras se lo devolvía.

—Nadie más se ha quejado.

—Quizá Abilene tendría que poner un anuncio solicitando oculistas.

El cantinero cogió otro vaso y lo limpió cuidadosamente antes de tirarlo frente a Madison. El golpe lo hizo añicos.

—Probablemente el único limpio del lugar —murmuró Madison.

Ir a la siguiente página

Report Page