Exodus

Exodus


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En el Williamsburg urbano, en los confines de la comunidad jasídica de Satmar en la que crecí, a los niños nos enseñaban las antiguas leyes bíblicas, que datan de la época del Templo, un tiempo anterior a la Diáspora, cuando el pueblo judío tenía conciencia de hogar y la dignidad que se deriva de ella. Los cambios de nuestras circunstancias han convertido esas leyes en algo fundamentalmente abstracto; sin embargo, a pesar de que casi nunca hemos tenido la oportunidad de aplicarlas, han formado parte de la gran herencia que debía servirnos de consuelo en lo que se considera un exilio temporal.

El jardín de mi abuela disfrutaba de una excepción a esos dictados. Mi abuelo parecía considerar aquella parcelita, quizá una de las últimas de Williamsburg que no había sido asfixiada por el hormigón, nuestra tierra sagrada particular, y aplicaba las complejas leyes agrícolas a aquella islita llena de verdor como si se tratara de un proyecto agrícola y no el santuario personal de Bubby, un rincón bello e insólito donde ella buscaba refugio cuando necesitaba paz. Mi abuelo insistía en imponer un orden religioso en todo lo relativo a nuestras vidas, no solo en los aspectos que lo requerían, y el jardín no se libraba de ello. Tal vez esa disciplina implacable le proporcionaba solaz después del caos que había vivido durante la guerra. Sin embargo, mi abuela, asimismo superviviente del Holocausto, seguía siendo más leal al orden de la naturaleza. Es probable que las discrepancias que mantuvieron durante toda su vida de casados, y quizá también las que no tardaron en gestarse en mi propio espíritu, se remontaran a esas lealtades enfrentadas. No obstante, en su caso, fue mi abuelo quien acabó imponiéndose y la ley bíblica se aplicó en el jardín al que mi abuela había dedicado tantos cuidados a lo largo de los años. La imposición inflexible de esos edictos antiguos se tradujo en la muerte de ese pequeño paraíso y, en cierto modo, también en la pérdida de la mujer que yo conocía y amaba, algo de lo que solo me daría cuenta muchos años después, cuando tuve que enfrentarme a su repentina ausencia física. Ya había vivido su pérdida emocional y espiritual a medida que la edad la apagaba y fragmentaba, alejándola de mí cada vez más y recluyéndola en ese mundo del que siempre había sido única moradora.

 

 

En la comunidad en la que crecí, la intrusión omnipresente de los principios religiosos no ofrecía consuelo ni respiro. Ya por entonces creía que conocía a Dios mejor que cualquiera de las personas mayores y sabias que me rodeaban, y sospechaba que interpretaban sus preceptos de manera equivocada. Tal es la arrogancia de una infancia que no ha conocido ni la degradación abyecta ni el sufrimiento. Esas personas habían sobrevivido al apocalipsis e invocado a un nuevo Dios posapocalíptico, un paroxismo de ira incontrolada, y de ahí que mi comunidad ya no hiciera uso de las numerosas indulgencias y permisividades que una vez caracterizaron nuestra religión como un bordado intrincado en un sencillo retal. En su lugar, quisieron envolverse en una tela prístina, cada vez más ajustada, con la esperanza de que la limitación de estructuras y creencias les devolviera la sensación de seguridad que les habían arrebatado para siempre. Cuanto más se abría el mundo a su alrededor, más se encerraban en ellos mismos.

Esas reglas deberían haber dictado también toda mi vida cuando alcancé la mayoría de edad en nuestro pequeño shtetl, pero de algún modo lo que me removía por dentro conspiró para hacer hueco al pensamiento independiente, para darle suficiente espacio mental donde pudiera florecer. Más tarde, desesperada por encontrar un espacio físico en el que aplicar mis propias ideas, hui al mundo exterior para no volver, tras lo cual traté de desprenderme inmediatamente de la personalidad forzosa que había arrastrado como un caparazón durante todos esos años, con la esperanza de que lo que emergiera de allí debajo fuera mi verdadero yo, como un árbol joven que brota de entre la tierra recién removida y aireada.

Enseguida descubrí que las raíces de ambas personalidades, tanto la que imaginaba auténtica como la que consideraba artificial, se entrelazaban de manera inextricable y que las había arrancado por completo al huir. No tardé en comprender que cortar esa maraña de raíces para tratar de separarlas de las partes de mi identidad de las que quería liberarlas me resultaba más perjudicial que beneficioso. Cuando por fin me encontré al otro lado de las barreras invisibles que siempre me habían constreñido, tuve la sensación de que mi futuro estaba allí, esperándome en alguna parte, pero yo carecía del sentido de la orientación necesario para navegar a través del vacío que se extendía entre esos dos puntos: desde lo que había sido hasta lo que sería. Solo contaba con la brújula moral que me había inculcado mi abuela, cuyo espíritu de pronto parecía revivir en mí como una trémula aguja imantada que trataba de apuntar al verdadero norte. Fue esa fuerza la que me ayudó a entender que la clave para alcanzar aquella otra orilla brumosa y velada no era abandonar mi pasado, sino regresar a él y afianzarlo al futuro. Con esa intención, seguí los hilos del tejido en busca de una parte que aún aguantara y a la que tejer los lazos. Quería unir los bordes del abismo como si cosiera una herida, reconciliar las fuerzas que siempre me habían parecido contradictorias, aunque, en realidad, habían sido partes complementarias de un todo.

 

 

Ahora que ya han transcurrido más de diez años desde mi partida de la comunidad jasídica, esas dos personalidades que se habían desarrollado una al lado de la otra, aunque por separado, por fin han tenido la oportunidad de integrarse en este viejo y a la vez nuevo mundo, y así he experimentado la primera sensación real de plenitud. Aún conservo el recuerdo del pasado en lo más hondo de mi ser, no solo del reciente, también del más profundo y antiguo que lo precede, y por eso visualizo el futuro como algo infinito e incalificable, algo que está en nuestras manos y no en las de un Dios concreto y temperamental.

Durante el periodo que recoge este libro, fui una especie de refugiada. Por desgracia, a lo largo de los últimos años muchas personas a las que conocí en su día y que también siguieron este camino se han quitado la vida. Al fin y al cabo, ¿qué ocurre cuando abres una puerta pero al otro lado solo encuentras un vacío absoluto? Y no me refiero únicamente a lo que nos ocurre a nosotros, sino a qué le sucede a cualquiera que se embarca en un viaje sin retorno. He pasado la última década formulándome la misma pregunta: ¿acaso es posible llegar siquiera? Cada vez que me enteraba de un nuevo suicidio, lo recibía como un duro golpe personal que mermaba mis reservas de esperanza. Esas personas habían respondido a la cuestión dando un salto definitivo al vacío mientras yo me preguntaba por qué aún no lo había hecho. Sin embargo, más adelante comprendería que se debía a que siempre había caminado sobre terreno seguro. Al abandonar mi comunidad, creí que también había perdido la única fuente de amor y belleza de mi vida: mi abuela. Sin embargo, fue su propio periplo personal lo que me señaló el camino que recorrí en orden inverso, fue su amor por la armonía lo que me enseñó a reconciliar todas mis contradicciones. Sentí la atracción magnética del continente europeo, la tierra que mi comunidad consideraba arrasada, y ahora, contra cualquier pronóstico, ya no soy alguien que huye, o que ha huido. Soy alguien que ha regresado.

 

Berlín, 2020

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