Exodus

Exodus


6. Descubrimiento

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Entdeckung - Descubrimiento

אנטדעקונג

Acababa de dejar atrás la calma invernal, con todas sus preguntas existenciales, para enfrentarme a una estación tan brillante y cegadora que amenazaba con borrar por completo todo significado. Siempre me había apabullado el extraño ritmo artificial del verano, la forma en que el tiempo parecía dejarse llevar en cualquier dirección en esos meses, y aquel año no fue una excepción. Eli se había prometido con su nueva novia y estaba ocupado con los preparativos de la boda, por lo que acordamos posponer la visita de Isaac al final de las vacaciones, cuando tendría lugar la ceremonia. Así que, desde principios de junio, mi hijo y yo estuvimos solos durante diez largas y plácidas semanas estivales.

Podría decirse que no me sorprendió encontrarme de pronto con la posibilidad de viajar una vez más en esas dos últimas semanas del verano de 2014. Iba a participar en el proyecto de una película al que me había sumado sin darle demasiadas vueltas más de un año antes, aunque no esperaba que obtuvieran suficiente financiación; al ver que tenían luz verde para despegar, sentí como si yo misma lo hubiera invocado con antelación para salvarme de un futuro que me acechaba. Era como si hubiera muchas yos funcionando simultáneamente en mi interior, aunque sin una relación cronológica entre unas y otras, sin un tiempo determinado. Estaba la yo del pasado, que no hacía más que esconderse temblando tras de mí, y estaba también esa especie de yo futura que parecía haber alargado una mano hacia atrás en el tiempo para arrancarme de aquel extraño limbo en el que había caído.

Volvería a viajar por Europa, el único continente que en aquel momento me interesaba de verdad, y además podría visitar por primera vez Holanda, tanto su capital como su campiña. Pero también Berlín estaba en la lista de localizaciones de la película, y esta vez no recorrería la ciudad como una turista típica, no me hospedaría en un anodino hotel del centro. Iba a alojarme con el equipo en un apartamento que se encontraba en un barrio residencial de la antigua parte oriental, apenas rehabilitado, y pasaría mis días investigando y trabajando y, por lo tanto, relacionándome con otras personas, aunque estoy convencida de que eso no basta para explicar por qué Berlín me pareció una ciudad nueva en esa ocasión, del todo diferente a aquella por la que había paseado exactamente un año antes. Parte de ese efecto se debía a los cambios que se habían operado en mí en el intervalo entre ambos viajes. Estaba casi segura de que Berlín no se había transformado, pero sí la persona que desembarcaba de nuevo en su indomable jungla urbana.

Durante esa estancia, cuando no tenía que trabajar, me sentaba en una cafetería de alguna calle bulliciosa a observar a la fauna salvaje, por decirlo de algún modo. Así empecé a fijarme en ciertas características definitorias de los habitantes de la ciudad, lo que no había tenido ocasión de hacer en el último viaje, junto a los turistas que se arremolinaban en los monumentos. Y lo que notaba cada vez más era que Berlín no podía considerarse una ciudad como Nueva York, París o Roma; no parecía participar en esa eterna carrera por conseguir dinero o estatus, o al menos no resultaba evidente por la forma en que la gente vestía o se relacionaba entre sí.

La recorrí siguiendo rutas circulares y trayectos zigzagueantes que se entrecruzaban, me atreví a descifrar su complicado mapa y tuve que esforzarme por comprender cómo podía estar Berlín dividida en tantísimas secciones dispares que parecían tener tan poca relación entre sí y que, además, estaban muy mal conectadas por el transporte público. Todos los tranvías que tomaba se detenían en el antiguo límite de la ciudad, y para ir más allá debía buscar otro medio de transporte. Aun así, durante mis paseos por el verdeante Charlottenburg, o por Friedrichshain con sus grafitis, o por todos los barrios que había entre ambos y que contaban con un ambiente único y una comunidad propia —⁠barrios que, según aprendí, se denominaban Kiez⁠—, empecé a detectar un maravilloso factor común en todos ellos: las librerías. Daba la sensación de que hubiera una en cada esquina. Allá adonde mirara me encontraba con escaparates repletos de libros y carritos en las aceras que anunciaban volúmenes de segunda mano en oferta. Incluso había tiendas especializadas en un género en concreto, o en literatura extranjera. También en la cafetería donde el equipo de rodaje solía desayunar por las mañanas se vendían libros usados a un euro en una salita adyacente.

Berlín se erigió ante mí como una especie de paraíso secreto sobre todo por dos factores: porque allí el dinero no parecía ser un motor primordial y porque los libros eran una pasión notablemente compartida. En vista de aquello, resultaba fácil borrar por un instante mi viaje anterior e imaginar que podía olvidarme de la historia, algo que había ensombrecido todos los momentos que había vivido en Alemania hasta entonces. A mi alrededor se hablaban tantísimos idiomas y había personas de aspecto tan dispar que al final llegué a la conclusión de que en aquel país no había otro lugar como Berlín. Por supuesto, ya entonces sabía tan bien como ahora que es imposible conocer una ciudad en una semana, en un mes, en un año, o puede que incluso en una década, y desde entonces he seguido haciendo sorprendentes descubrimientos sobre Berlín, como si fuera retirando su superficie capa a capa, y es posible que continúe haciéndolo. Sin embargo, es importante explicar que esas dos revelaciones, se ajusten o no a la verdad, fueron las que me inspiraron el reconocimiento de que en el mundo podía existir un lugar con un sistema de valores capaz de atraer incluso a alguien como yo, que creía que siempre me sentiría perdida y desarraigada en cualquier parte del planeta, como me habían advertido. Esa teoría que empezaba a germinar se vería pronto confirmada por las personas a las que conocería durante el rodaje, quienes, una tras otra, parecían arrastrar sus propias historias de huida y reinvención. No tardé en comprender que esos a los que consideraba berlineses en realidad siempre eran de algún otro sitio, y la mayoría no tenían opción de regresar a su lugar de origen. Conocí a personas que huían de la represión, tanto política como religiosa, pero también a otras que habían superado adversidades más cotidianas, como pequeñas ciudades donde los juzgaban, relaciones tóxicas, familias controladoras. Persecución, discriminación, pobreza, guerra, dictaduras, sectas…, cualquier cosa, de hecho, de la que un ser humano creyera que debía huir. En Berlín te encontrabas con muchísima gente que había escapado de todas y cada una de esas situaciones. Eso creaba una especie de solidaridad única entre individuos con pasados muy diversos. Sin preguntar nada personal ni necesitar ninguna clase de información adicional, sencillamente te aceptaban en su sociedad como a un «fugitivo» más. Allí, por primera vez en mi vida, nadie me hizo sentir como un bicho raro por proceder de donde procedía; como todo lo demás, solo era algo que había abandonado. Lo que importaba era el aquí y el ahora. En Estados Unidos había creído ser la única persona que sufría mi problema; en Berlín conocí a otros que lo consideraban lo más normal del mundo.

Sin embargo, seguía atrapada en Estados Unidos. Al menos hasta que Isaac fuera mayor de edad. A medida que mi viaje avanzaba y se acercaba la fecha de regreso, empecé a sentir cada vez más nostalgia y pena. Me dije que visitaría Berlín con más asiduidad, que sería mi refugio, un lugar que me ofrecía algo que esperar con ilusión y que planear a largo plazo. Pero, en realidad, cuanto más me enamoraba de la ciudad más me asustaba la inevitable decepción del regreso a mi casa, pues sabía que al alimentar esa pasión solo complicaba más el seguir adelante viviendo sin ella.

La última noche, en una cena, se lo conté a un chico que había conocido hacía poco, un joven que se llamaba Benyamin y que también había salido de una comunidad jasídica, solo que en Israel. Había huido a Berlín hacía cinco años para reinventarse, y parecía feliz y satisfecho de una forma que, en mi caso, era incapaz de imaginar.

—¿Por qué no te sacas el pasaporte alemán? —⁠me dijo⁠—. Todos los judíos que conozco en Berlín lo tienen, gracias a sus antepasados. ¿No hay ningún alemán en tu familia? Recupera al menos ese pasaporte, también para tu hijo. Nunca se sabe, algún día podría serte útil.

Esas palabras penetraron en mi mente como un rayo de luz que se extendió por todo mi cuerpo con una calidez tentadora. De hecho, aquello hizo que se me encendiera una antigua lucecitas, ya que recordé aquel viejo árbol genealógico y la carta de mi tío Menachem que yo había abierto, hojeado y vuelto a guardar, porque tener ascendencia alemana no le convenía en absoluto a aquella yo de catorce años que buscaba ser aceptada y encajar en un mundo que exigía un imposible a cambio. No es que en ese momento pensara que iba a sacarme el pasaporte alemán para irme a vivir a Berlín. No, simplemente lo consideré un proyecto. Un proyecto que me daría la sensación de tener un propósito y me mantendría con los pies en el suelo.

El vuelo de vuelta fue peor que nunca. Era como si cada centímetro de mi ser gritara protestando por ese movimiento en la dirección equivocada. Poco sospechaba yo que sería mi último viaje hacia el oeste.

En septiembre seguimos trabajando en la película desde Nueva York, pero durante mi tiempo libre empecé a estudiar alemán con un profesor al que encontré por casualidad en Craigslist, un joven músico de jazz que se llamaba Michael y era de la campiña bávara. Tenía una buena mata de pelo rubio platino y cara de niño. Nos veíamos dos o tres veces por semana, a veces en Brooklyn, donde vivía él, y a veces en mi casa, para lo que tomaba un tren en dirección al norte. Esos días dábamos la clase en el jardín, que por aquel entonces empezaba a sumirse lenta y suavemente en un otoño dorado. Michael me ayudó a sintonizar algunas emisoras de radio alemanas; en aquella época, B5 Aktuell, la cadena local que él solía escuchar en su país, sonaba tanto de fondo mientras yo hacía las tareas domésticas que a fuerza de oír los pronósticos del tiempo y el estado del tráfico llegué a aprenderme de memoria nombres de autopistas, cruces y localidades de la región. Pero lo que más me fascinaba eran los programas de literatura. Escuchaba esas voces leer libros como si fueran Hörspiele, una especie de obras radiofónicas, y también interminables entrevistas con autores, lecturas en directo y acaloradas discusiones entre críticos literarios. Poco a poco, mi idea de lo que significaba ser alemán empezó a hacerse más compleja. Primero fueron Markus y su madre, de pronto Michael, mi profesor, un joven tímido, sensible e inteligente que se esforzaba por ayudarme a convertir mi yiddish en Hochdeutsch, el alemán estándar, aunque nunca se había preparado para un reto de esas características. Entonces recordé el consejo de aquel conocido la última noche que había estado en Berlín y busqué el viejo sobre que tanto quise perder de vista hacía más de una década. De pronto estudié su contenido con cuidado, como si fuera la primera vez. Porque embarcarme en ese proyecto implicaba mucho más que obtener un pasaporte; era una traición a mi comunidad, a mi familia y a mi abuela, no solo física, sino también espiritualmente.

Aun así, no pude resistirme. No teniendo todas esas fotografías y documentos delante de mí por primera vez en tantos años, toda esa información que me asaltaba de una forma por completo nueva. ¿Qué había escrito mi tío acerca de aquel misterioso bisabuelo mío? En su partida de nacimiento solo se decía que era de Munich, lo cual era extraño en comparación con la partida de nacimiento de la mujer con quien se casó más adelante, en la que aparecían incluso las profesiones de sus padres y sus lugares de procedencia. Sin embargo, allí únicamente constaba un nombre, Gustav, que por supuesto no era el verdadero, sino el que su madre debió de elegir para que lo usara entre los gentiles, igual que el Irenka de mi abuela, o mi recién descubierto Deborah.

Con una partida de nacimiento así, en letra gótica y con el sello oficial de las oficinas municipales de Munich, supuse que no debería resultar muy difícil conseguir la ciudadanía alemana. Aunque no disponía de mucha más documentación oficial, decidí acercarme al consulado alemán de Nueva York y presentar una solicitud. Un joven muy educado revisó mis documentos y me explicó que, si bien eran un punto de partida interesante, en Alemania los certificados de nacimiento no acreditaban la nacionalidad, al contrario de lo que ocurría en Estados Unidos, así que quizá no bastara para que me la concedieran.

—Pero ¿qué más quieren que presente? —⁠pregunté⁠—. Teniendo en cuenta que le confiscaron el pasaporte, difícilmente voy a encontrarlo.

—Sí, lo entiendo. Pero, por desgracia, es lo que establece la ley. La nacionalidad en Alemania se adquiere por derecho de sangre, no por el lugar de nacimiento. —⁠Me dirigió una mirada inquisitiva⁠—. ¿Para qué quiere el pasaporte alemán? Sabrá que, como estadounidense, no lo necesita para vivir en Alemania, ¿no? Podría solicitar un visado de estudiante, o de artista, ya que es escritora. Hay muchas otras formas de ir, no tiene por qué convertirse en ciudadana alemana.

—Sí, bueno, con ciudadanía o sin ella, tengo un acuerdo de custodia que me retiene aquí.

—Ah, vaya. Entonces, ¿por qué lo necesita?

Hasta ese momento no lo había puesto en palabras, pero de pronto lo vi claro:

—Porque forma parte de mi legado. Quiero reclamarlo antes de que desaparezca por completo.

Me aconsejó que siguiera buscando más documentación para demostrar la nacionalidad de mi bisabuelo. También me explicó que, en su caso, la ciudadanía se conseguía solo por línea paterna, y apuntó que tratar de encontrar los documentos oficiales de asilo que le expidieron en Inglaterra podría ser un buen comienzo. Me dijo que solicitara las partidas de nacimiento de todos los familiares que había entre Gustav y yo para corroborar también nuestro parentesco. Así que me lancé a la búsqueda con una energía arrolladora que difícilmente podría explicar el deseo de obtener un pasaporte europeo, ya que enseguida fue mucho más allá de solicitudes en archivos y sellos de notarios. No tardé en descubrir que Gustav se había doctorado en la Ludwig-Maximilians-Universität de Munich con una tesis que registró en 1934, solo un año después de que se aprobaran las leyes que le impedían asistir a unas clases que había compartido con Josef Mengele. La tesis se titulaba Verdingungspolitik in München und Nürnberg 1905-1930 («Política de contratación pública en Munich y Nuremberg 1905-1930»). Había estudiado la economía federal y centrado su interés en el impacto de la guerra en las políticas económicas del estado de Baviera. Una copia de esa tesis llegó a la mayoría de las universidades estadounidenses de la Ivy League en 1935, lo cual me pareció milagroso. ¿Cómo había conseguido un judío terminar un doctorado después de 1933? ¿Cómo había podido llegar su tesis a bibliotecas de todo el mundo mientras que en su país la quemaban?

Llamé a la biblioteca de la Universidad de Yale, la que me quedaba más cerca, para preguntar si la copia que les habían remitido seguía allí. Según me dijo la bibliotecaria, la tenían, pero no podía sacarla en préstamo. Si quería echarle un vistazo, tendría que acercarme en persona, entregar mi documento de identificación como garantía y sentarme en una zona especial, supervisada, para consultarla. No lo dudé ni un segundo, ya que estaba a poco más de una hora en coche de mi casa, y una ventosa mañana de octubre me presenté en el histórico campus, donde me abrí paso por entre bandadas de estudiantes cargados de libros y papeles.

La biblioteca casi parecía una gran catedral, un lugar de culto a la palabra escrita. El mostrador de recepción al que debía acudir se encontraba bajo un arco de piedra por el que pasaba una corriente de aire. El joven del mostrador no pareció inmutarse ante mi petición. Se quedó con mi pasaporte y me dio unos formularios para que los firmara mientras él desaparecía para buscar el tomo en las estanterías ocultas del almacén. Regresó poco después con un pequeño librito encuadernado en un papel que amarilleaba y se deshacía por los bordes. Me informó de que era el único ejemplar. Nadie lo había consultado nunca, supuso que seguramente porque estaba escrito en un alemán antiguo y difícil de entender.

Me quedé paralizada. Lo único que era capaz de hacer era sostener con reverencia aquel frágil pliego de papeles, superada por su trascendencia. De no ser por mí, ¿lo habría consultado alguien algún día? Por un momento sentí que esa responsabilidad que llevaba tanto tiempo cargando era mucho más real porque, si no me ocupaba yo del pasado, ¿quién lo haría? Mi madre no, desde luego; ella creía que era mejor dejarlo enterrado.

Me senté a un macizo escritorio de madera, encendí la lamparita de mesa estilo Tiffany y empecé a hojear el libro, aunque apenas entendí nada. Al menos no me costó descifrar la dedicatoria, de la que no podía apartar la vista: An meiner unvergesslichen Mutter gewidmet!, había escrito Gustav, «¡Dedicado a mi inolvidable madre!», con signo de exclamación incluido. Esa debía de ser la Regina que aparecía en su partida de nacimiento. No sabía nada de ella, solo que mi tío Menachem la llamaba Rochel. En una fotografía de la tumba de Gustav había leído su nombre hebreo, Naftali, y el que supuse que sería el nombre hebreo de su padre, Avraham. ¿Por qué no lo mencionaba a él en la dedicatoria? ¿Dónde estaba la prueba de la existencia de su padre? Si quería que mi solicitud de ciudadanía prosperara, necesitaba saber más sobre mi tatarabuelo.

Unos días después llegaron los documentos que había pedido a los archivos británicos. Por lo visto, no le habían concedido el asilo de manera oficial hasta 1948, año en que también lo habían obtenido su mujer, Jetta, y sus tres hijos. Pero me llevé un chasco al leer que, como nacionalidad colectiva de todos ellos, figuraba la polaca. ¿Cómo era posible? No había visto ningún documento ni oído ningún rumor de que nuestra familia procediera de Polonia.

¿Tal vez las nuevas fronteras establecidas tras la guerra influyeron en cómo consideró el gobierno británico a Gustav y a su familia? ¿Quizá sus padres eran de Silesia y, para cuando les concedieron el asilo, aquello ya era Polonia? Se trataba de una teoría muy endeble, pero era la única que tenía. Aun así, decidí enviar los documentos al consulado, porque me habían asegurado que, una vez el Bundesverwaltungsamt, la administración federal alemana, iniciaba su propia investigación, daría con cualquier documento interno que corroborara la nacionalidad. Solo tenía que presentar una argumentación cuya solidez incitara a dar ese paso.

Isaac se percató de mi repentino entusiasmo, mis frecuentes viajes a Manhattan y mis discusiones telefónicas con archivistas y, naturalmente, me preguntó qué estaba haciendo. Le hablé de mi viaje a Berlín. En aquel entonces, cuando regresé para recogerlo de casa de su padre al final del verano, me había dicho:

«Mamá, ¿me prometes que nunca te casarás?».

«¿Por qué quieres que te prometa eso?», había preguntado, sorprendida.

«Porque me da miedo que te cases y luego te olvides de mí», contestó.

«Sí, te prometo que nunca me casaré y te prometo que nunca me olvidaré de ti», le había respondido de inmediato, con convicción.

Esta vez, al sacar de nuevo el tema de Berlín, le pregunté medio en serio y medio en broma qué le parecería si nos íbamos a vivir al extranjero por un tiempo, solo como experimento, y le expliqué que la ciudad me había impresionado. Él me miró, sonrió y dijo:

—Mamá, creo que ya estamos listos para nuestra siguiente aventura.

Atónita, solo fui capaz de balbucir:

—Bueno, pues habrá que ver qué le parece la idea a tu padre.

Yo no podía haberlo predicho, ni entonces ni mucho menos un par de años antes, pero Eli no tardaría en enterarse de esa conversación a través de Isaac y me preguntaría por el tema:

—¿Quieres marcharte al extranjero?

—Pues sí. Creo que también sería una oportunidad fantástica para Isaac. Pero, por supuesto, depende de ti.

En cierto sentido, lo que ocurrió a continuación no estuvo en mis manos, porque de alguna manera la idea arraigó en Isaac, que debió de hablarle a su padre una y otra vez de esa posibilidad, hasta que llegó un momento en el que Eli me soltó:

—¿Y por qué no os vais ya?

Por supuesto, no era tan sencillo. Había que firmar montones de documentos, y yo temía que en algún momento del proceso Eli cambiara de opinión. Reconozco también que yo misma no acababa de creérmelo, o al menos no me permití ilusionarme hasta que vi su firma en el formulario de permiso de custodia, momento en que de repente comprendí que nos íbamos. Fue como si acabara de recibir un golpe en el vientre: era libre. Y esa vez, por fin, de verdad. Después de tantos años, de tantas batallas, Eli me había concedido la libertad.

Ahora que mi sueño era posible, ¿tendría el valor de hacerlo realidad? A fin de cuentas, seguía tratándose de Alemania. Recordaba que no habían hecho falta más que dos copas de vino tinto para que Richard y yo nos pusiéramos a contar los numerosos chistes de alemanes que teníamos en nuestro repertorio tras mis viajes y sus experiencias en las ferias de arte. Llevaba años pensando en Alemania a partir de ideas preconcebidas, en gran parte procedentes de la cultura en que me había criado, pero también de mi tendencia innata a reducir a algo cómico aquello que me producía temor. Pero en general ya había aprendido a abrirme camino entre las capas superficiales de mi propio miedo, así que intenté dejar de lado esos estereotipos y ver Berlín tal como era. Al fin y al cabo, la ciudad contaba con muchas ventajas, que ni siquiera Richard podía negar: era barata, dinámica y cosmopolita. Y por lo visto estaba llena de estadounidenses liberales, sobre todo neoyorquinos. Igual que todas las personas con inclinaciones vagamente creativas que conocíamos, Richard y yo teníamos idealizado el París de los años veinte y el papel que había desempeñado en el arte y la literatura de la época, y en la actualidad cada vez estaba más extendida la idea de que Berlín se había convertido en esa clase de ciudad. O quizá lo había sido siempre: una panacea perpetua, un reino mágico donde no existían los límites y que permitía que todo y todos florecieran. El legado histórico de la ciudad parecía adaptarse a la forma que había tomado mi destino y creí, tal vez de manera irracional, que se trataba de algo que sería capaz de percibir cuando viviera allí, una vibración, y que eso calmaría mi ansiedad, como una especie de reconciliación kármica final.

Durante mi última visita a Berlín había hecho suficientes amistades para convencerme de que el traslado era factible. Envié correos electrónicos a todo el mundo con preguntas pertinentes sobre aspectos prácticos relacionados con la mudanza, y basándome en las respuestas que recibí confeccioné listas de lo que tendría que enviar, lo que tendría que adquirir y lo que tendría que registrar o solicitar y en qué orden. Lo que más temía era la burocracia, pero naturalmente había otra cuestión que me rondaba la cabeza y con la que sabía que tendría que lidiar, así que pedí consejo a varios conocidos judíos de Berlín sobre ese delicado e incómodo tema: ¿cómo se las arreglaba uno siendo judío en Berlín? La impresión que me llevé de sus respuestas, siempre redactadas con cautela, fue que si tenías pasaporte estadounidense y no te comportabas como un judío, en realidad no había problema alguno.

Sí, claro, habían agredido a judíos en la calle o en el metro, me informaron, pero casi siempre porque los habían oído hablar en hebreo o porque llevaban kipá, y seguro que yo no haría nada de todo eso. Mientras pudiera evitar sonar o parecer judía, me dijeron de un modo que solo denotaba cierta vergüenza, no me pasaría nada, y a mi hijo tampoco. Así que tuve una conversación con Isaac para explicarle con mucho tacto que íbamos a vivir en un ambiente donde quizá se toparía con un nivel de intolerancia mayor del que estaba acostumbrado a encontrar, pero que no pasaba nada, el mundo era un lugar complicado, pero eso no significaba que tuviéramos que vivir con miedo, solo debíamos idear estrategias para enfrentarnos a cualquier complicación, con lo cual me refería a que tal vez sería mejor que no hablara de su judaísmo con personas a quienes aún no conociera bien y no supiera si podía confiar en ellas. No es que fuese a pasarle nada malo, pero más valía prevenir, le dije. Al proceder de una escuela donde se había sentido orgulloso de compartir costumbres y relatos judíos con sus compañeros de clase, aquello era un cambio más importante de lo que podía parecer. Mi hijo era aún pequeño para identificar los comentarios capciosos que yo había oído por Nueva York sobre los judíos y su dinero; en Nueva Inglaterra, el antisemitismo era más sutil. Hasta cierto punto me sentía culpable por imponerle ese nuevo miedo. No pude evitar recordar entonces las espantosas historias que me contaban de niña sobre personas que acechaban en los límites invisibles de nuestra comunidad, dispuestas a descuartizarme si me despistaba y me alejaba solo una manzana. En cierto sentido, era una locura trasladarse por propia voluntad a un mundo donde el simple hecho de ser quienes éramos podía resultar peligroso, cuando en esos momentos nuestra situación era relativamente cómoda en ese aspecto. A fin de cuentas, los comentarios capciosos dolían, pero no suponían una amenaza para nuestra integridad física. Sin embargo, hoy me pregunto si no prefiero ese antisemitismo abierto a las versiones más camufladas y astutas, porque resulta difícil lidiar con algo cuando ni siquiera es manifiesto.

Unas semanas antes de nuestra partida, en la panadería local me encontré con Jonathan, un amigo judío y gay, otro neoyorquino que se había trasladado a la Nueva Inglaterra rural, y le anuncié que me iba. Le asombró más de lo que esperaba.

—¿Cómo puedes irte a vivir allí, siendo judía? No lo entiendo… ¿De verdad crees que podrás ser feliz?

—Bueno, ¿qué pensabas tú cuando te mudaste aquí con tu marido hace diez años? ¿Que todos esos envarados anglosajones blancos y protestantes te recibirían con los brazos abiertos para que dieras colorido local? —⁠repuse.

Touché —dijo—. Supongo que las personas como tú y como yo nos crecemos ante los desafíos.

Lo vi alejarse hacia su coche cargado con café y donuts. Sabía que para él había sido un auténtico infierno ganarse la aceptación de la comunidad de la zona cuando llegó. Y aunque poco a poco había logrado integrarse, me pregunté si conocía los límites de esa integración, o si le importaba. Tal vez no saberlo, o al menos ser capaz de cerrar los ojos ante ello, fuera un don. En mi caso, yo había decidido hacer justo lo contrario. Mi don sería el de aceptar la esencia misma de lo que significaba ser un extraño, ir a un lugar lleno de extraños y vivir la experiencia de la marginalización en todo su apogeo.

Encontrar apartamento en Berlín fue más difícil de lo que había previsto, sobre todo desde tan lejos y solo con internet a mi disposición, así que cuando apareció un 3,5 Zimmer Altbau mit Balkon[5] disponible en Craigslist, firmé el contrato al instante con la promesa de pagar en metálico en la entrega de llaves y esperando que, contra todo pronóstico, no fuera un timo. Había hablado con el subarrendatario por teléfono y parecía de fiar, y aunque el apartamento se encontraba en Neukölln, un barrio que yo jamás había visto, cuando le pregunté por él simplemente contestó:

—Eres de Nueva York, ¿verdad? Bueno, pues Neukölln es como Nueva York.

Eso resultaría ser cierto si la idea que se había formado uno de Nueva York consistía en sus barrios más periféricos…

Vendí casi todos mis muebles, y los que no pude vender se los di a Richard, quien sabía que les daría buen uso. No negaré que el miedo empezó a acumularse a medida que me deshacía a toda prisa de las pertenencias que tanto me había costado adquirir en los últimos cinco años como prueba palpable de la nueva existencia que me había construido en el exterior. ¿Quién haría una locura tan enorme como empezar de cero dos veces en una misma vida, y más aún en una misma década? Sin embargo, quedé con Markus en que le mandaría las pocas posesiones que quería enviar por correo postal; él recogería las cajas cuando llegaran a la aduana y las llevaría de Frankfurt a Berlín. Habíamos conseguido mantener una bonita amistad, y me alegraba tener ocasión de volver a verlo cuando me llevara mis cosas.

Dejamos Nueva York en mitad de una tremenda ventisca y llegamos a Berlín el 30 de noviembre de 2014, a primera hora de un domingo gris. Cuando el taxi se detuvo en la entrada del complejo de apartamentos, me sorprendió ver que todos los escaparates de la calle donde iba a vivir tenían carteles escritos en árabe. Nos habíamos trasladado al barrio más musulmán de la ciudad; nuestro nuevo hogar daba a la bulliciosa y multicultural avenida de Sonnenallee. No tardé en saber que era una de las pocas inquilinas no musulmanas de todo el complejo. Un día, poco después de mi llegada, mientras Markus y yo descargábamos mis cajas en el vestíbulo, los vecinos me preguntaron por mi procedencia. Cuando les dije que era de Nueva York, enseguida bajaron la guardia.

—¿Nueva York, dice? —repuso uno de ellos⁠—. Bueno, en tal caso, ¡bienvenida! Somos los dueños de la tienda turca de aquí al lado, pase a vernos si necesita cualquier cosa.

Una estadounidense parecía el menor de los muchos posibles males. Por si acaso, no añadí ninguna pista. Cuando ya estaba algo más instalada, acabé relacionándome de forma estrecha con mis vecinos; el hombre que llevaba la copistería de la esquina donde compilaría mi documentación para las Behörden, las autoridades; los vendedores de los mercados; los puestos donde compraba un falafel cuando quería disfrutar de una comida barata… Aproveché la seguridad que me ofrecía mi americanidad, la que me brindaba la imagen internacional de Nueva York como un crisol donde a menudo era difícil aislar las diferentes identidades étnicas. Tal vez me miraban e imaginaban que tenía algún ancestro de Oriente Próximo, y así se daban por satisfechos.

Igual que todos los recién llegados, hice cola para «inscribirme» en el Bezirksamt, la Oficina de Distrito; me había enterado de que en Alemania te pedían constantemente que te inscribieras —⁠todo requería una Anmeldung, una inscripción⁠—. Aunque desde luego las circunstancias eran muy distintas a las de antaño, sentí una ligera inquietud cuando vi que, en lugar de limitarse a distribuir números de identificación fiscal, usaban el mismo vocabulario que décadas atrás, cuando el gobierno pretendía tener controlados a los indeseables. De niña ya había oído la palabra alemana para inscripción, Anmeldung, que para mí siempre estaría asociada con la Gestapo, igual que ese Achtung pronunciado por una voz grabada en el metro solo podía recordarme a la Appellplatz, la plaza central del Auschwitz de Primo Levi. Por suerte, con el tiempo las asociaciones negativas se desvanecerían, porque a medida que ahondaba en ese idioma nuevo pero familiar para hacerlo mío, mi percepción de esos términos acabaría abarcando el papel que habían desempeñado no solo durante el Holocausto, sino en toda la historia de la lengua alemana, y comprendería que estaba inextricablemente ligado al lenguaje de mi infancia y a la historia de mis propios orígenes, de modo que empezaría a ver la relación entre ambos vocabularios como una especie de baile macabro pero hermoso, mi única oportunidad de encontrar un puente de conexión hacia un mundo familiar. Sin embargo, no era la primera a quien le ocurría: fue Paul Celan quien con más notoriedad remodeló el idioma para hacerlo suyo y, en consecuencia, me parecía que ese desgarro de la lengua alemana que se había producido de resultas de la Shoá la había descompuesto en partículas elementales que podían reordenarse en nuevas y radicales permutaciones. En cierto sentido, el alemán actual era un idioma nuevo para todo el que lo hablaba.

En el Bezirksamt nadie sabía una palabra de inglés, y agradecí haberme tomado mi tiempo para reconvertir mi yiddish materno en un alemán más o menos aceptable antes de dejar Estados Unidos. Le entregué a la mujer del otro lado del mostrador todos los documentos necesarios y ella introdujo mis datos en el ordenador.

—¿Qué religión profesa? —preguntó tras levantar la vista.

—¿Perdón? —repuse, dudando de haberla oído bien.

—Su religión. Tiene que informar de ella al Estado.

—Ah, bien. Pues soy judía.

Frunció los labios.

—Mmm… Lo siento, no me aparece esa opción.

—¿Cómo dice? —pregunté, creyendo que era una broma.

—No está en la lista. —Giró la pantalla del ordenador hacia mí.

Había un largo listado de religiones diferentes, entre ellas varias sectas cristianas, el islam, el budismo e incluso el zoroastrismo. Pero ni una sola opción de judaísmo. Solté una risa incómoda.

—Mmm… Es bastante irónico que suceda eso, ¿no le parece? Soy judía al cien por cien, es la única opción que tengo, lo siento. —⁠Al decir esas palabras no pude evitar recordar los argumentos que me había dado mi abuela de pequeña. Debía de haberme convencido.

—Bueno, pues pondré «atea» y ya está —⁠dijo la funcionaria repiqueteando con los dedos en el teclado.

Abrí la boca para protestar, pero la cerré enseguida. Deseaba que me validaran la inscripción más aún que soltarle un sermón a esa mujer. Un momento después, cuando me entregó el certificado sellado, me sentí aliviada por haber zanjado esa gestión, pero no me explicaba cómo era posible que la mujer del mostrador no estuviera preparada para resolver el caso de una residente «judía». Imaginaba que formaban un poco mejor al personal en cuestiones de sensibilidad en el trato con el público.

Una gran parte de la educación de mi infancia había consistido en enseñanzas sobre el antisemitismo. La historia mundial tal como se contaba en la comunidad de Satmar hacía un enorme hincapié en el sufrimiento judío: los avances tecnológicos y los grandes descubrimientos geográficos quedaban desdibujados en un segundo plano, y la historia de la humanidad acababa resultando una larga cruzada contra los asesinos de Jesús. Hasta que viví fuera del mundo aislado del jasidismo, para mí había sido en gran medida un problema abstracto, un legado histórico.

Aunque la guardería judía de Manhattan a la que fue mi hijo durante los años de preescolar contaba con rigurosos protocolos de seguridad, nunca sentí que lo pusiera en peligro convirtiéndolo en una diana, como sería el caso si lo llevaba a una escuela judía o a un servicio religioso en una sinagoga en Berlín.

En cuanto llegó Isaac, las autoridades locales se apresuraron a solicitar que asistiera a la escuela del distrito, pero yo había encontrado una página entera de la Wikipedia sobre ese centro en concreto, Rütli, que bastó para alertarme en su contra. Isaac ya tendría suficiente con habituarse al cambio de idioma; no pensaba arrojar al fuego a un niño que hasta entonces había crecido entre algodones.

Visité las diferentes escuelas europeas de Berlín, pero hubo una en particular que me robó el corazón porque me pareció muy diversa, y en el sentido al que yo estaba acostumbrada, no en el que «diverso» había acabado significando, es decir, como eufemismo de una gran población árabe. En ese colegio había niños de todas las religiones, colores y nacionalidades posibles, pero me informaron de que la lista de espera de las solicitudes era de dos años, claro, y no había posibilidad alguna de que aceptaran a un alumno a mitad de curso. De todos modos, el ayudante de dirección que intentó quitárseme de encima no sabía con quién estaba viéndoselas, porque decidí presentarme allí todos los días y esperar ante la puerta del despacho hasta que aceptaron mi solicitud. Después llamé a diario durante tres semanas para ver en qué punto se encontraba, hasta que el director en persona se puso al teléfono con un suspiro y capituló:

—Está bien —dijo—, puede traer a su hijo el lunes y lo matricularemos.

Cuando Isaac empezó a asistir a ese colegio, donde pareció integrarse extraordinariamente deprisa, mis obligaciones prácticas se redujeron bastante. Las primeras semanas tras mi llegada había estado absorbida por las gestiones básicas que conllevaba empezar en un lugar nuevo: abrir una cuenta bancaria, desembalar, registrarme, etcétera. Sin embargo, ahora que ya lo había hecho casi todo, sentí cierto vértigo ante lo que sucedería a continuación. En efecto, al cabo de dos meses tendría que presentarme en la Ausländerbehörde, la Oficina de Extranjería, para extender mi visado automático de noventa días, pero eso aún se me antojaba lejano, y en cambio, el día mismo de mi llegada había recibido la confirmación oficial de que la administración federal había aceptado mi solicitud de ciudadanía, que procederían a estudiar. Aun así, los retos tangibles me preocupaban menos que averiguar cómo me integraría emocionalmente en Berlín. Quizá fue por entonces cuando elegí un lugar que se convertiría en una especie de plaza fuerte para mí, un lugar a través del cual llegaría a conocer la ciudad y ella llegaría a conocerme a mí, y ese lugar era una cafetería.

A mi parecer, la vida de las cafeterías europeas siempre ha sido y sigue siendo enormemente distinta de su homóloga estadounidense. Esto se hace visible, ante todo, en el empeño que ponen los europeos en consumir el café y los platos que piden en el exterior, a cualquier hora del día y en todas las estaciones del año, haga el tiempo que haga. En París me había quedado pasmada al ver que, cuando llovía, la gente se apiñaba bajo marquesinas de plástico y trataba de resguardarse del frío pegada a las estufas. En Berlín, los clientes rara vez entraban a tomarse el café de la mañana o engullir un bocadillo deprisa y salían corriendo, como se hacía en Nueva York. Al contrario, a menudo se quedaban allí horas, disfrutando de un cigarrillo u hojeando un periódico, algunos sentados en un rincón con un libro y una taza de café vacía y fría durante lo que a mí me parecía el día entero; otros, congregados fuera en grupitos, charlando o viendo pasar la vida. La cafetería que había a pocos portales de mi casa y que se convirtió en mi fortaleza dentro de la jungla urbana de Neukölln se llamaba Espera, en español, una referencia burlona a su ubicación, junto a una parada de autobús. A menudo se podía combinar la espera del autobús con un café y un cigarrillo o un cruasán en uno de los taburetes de las mesitas hechas con cajas de fruta dispuestas bajo su toldo color burdeos.

Empecé a usar la atalaya del Espera para contemplar el mundo que me rodeaba y conseguir verlo desde una perspectiva más familiar y cómoda. Allí trabé las primeras amistades en la ciudad con personas que, como yo, iban a la cafetería a por su dosis diaria de cafeína y vida social, artistas con horarios de trabajo estrambóticos, estudiantes y becarios que subsistían con unos ingresos mínimos, y también intelectuales de cierta edad que conversaban sobre política y sobre el rostro cambiante del barrio, la ciudad, el mundo. La cafetería se convirtió para mí en un universo en miniatura, una especie de encrucijada multidireccional donde convergían diversas tipologías de residentes que pasaban una pequeña parte de su día allí antes de seguir camino. Pese a que podría decirse que en esos meses permanecí totalmente inmóvil, me sentía como si cada día profundizara en mi conocimiento de la ciudad. Estaba haciendo otra vez lo que ya había logrado en Manhattan; observar, sin más, con suma tranquilidad, dejándome calar por la ciudad a la espera de que me contara su historia.

Dos días después de que atraparan y mataran a los terroristas de Charlie Hebdo en París, me senté junto al ventanal salpicado de lluvia del Espera a leer las noticias de los periódicos y un israelí me preguntó si la silla de al lado estaba ocupada.

Shalom! —dije—. No, puede sentarse si quiere. Yo también soy judía.

—Mi más sentido pésame —repuso con sequedad.

—Supongo que lo dice por los últimos acontecimientos.

A modo de respuesta el hombre hizo una mueca y se sentó a mi lado con su café. Le pregunté cuánto hacía que vivía en Berlín y qué le parecía.

—Pronto regresaré a Israel —⁠contestó⁠—. Verá, yo no soy como ustedes —⁠añadió con una sonrisa torcida, bromeando solo a medias⁠—. Pertenezco a la nueva generación de judíos. Ustedes son los judíos del exilio. Esa simple diferencia de perspectiva altera de manera radical la forma en que se ven a sí mismos en contextos como este entorno.

Bromeamos sobre la tendencia de los judíos a crear jerarquías incluso dentro de nuestra esfera, más bien pequeña. Sin embargo, cuando se marchó, me quedé reflexionando sobre ese concepto de «judíos del exilio». Se estaba refiriendo a que la gente como yo seguía estancada en la Diáspora, incapaz de tomar la decisión consciente de liberarse. Como si sufriéramos de un síndrome de Estocolmo, nos aferrábamos de manera voluntaria a nuestra condición de desplazados, quizá por lo cómodo que resulta lo conocido más que por cualquier otra razón. Había oído decir que los israelíes de Berlín, que eran bastantes, no solían mezclarse mucho con nosotros, los denominados «judíos del exilio», justo por esa distinción. No nos entendían: nuestra visión del mundo se alejaba tanto de la suya que no solo les resultaba incomprensible, sino que también nos destinaba a permanecer divididos por los siglos de los siglos. Y lo cierto es que los judíos no israelíes a quienes conozco en esta ciudad se comportan de una forma muy diferente: se esfuerzan por disimular su judaísmo en público, solo expresan su identidad cuando están entre los suyos. Los israelíes, por el contrario, se sienten a gusto con su judaísmo; se comportan con total naturalidad y comodidad pese a su deficiente alemán de marcado acento hebreo y otros detalles que delatan sus orígenes a simple vista. ¿Se debe a que tienen un hogar al que regresar? Yo siempre había sentido la necesidad de prescindir de las marcas identificativas del judaísmo, y ahora más que nunca quería borrar esas señales e integrarme. Me gustaba que la gente no lograra ubicar mi acento ni deducir por mi aspecto de dónde venía y, por lo tanto, qué tipo de persona podía ser. Pero tal vez me había equivocado al evaluar mis motivaciones, quizá aquel hombre tenía razón y lo que me había llevado a esa ciudad solo era una forma extrema de síndrome de Estocolmo, el deseo de aceptar mi condición de extraña, tal como me habían inculcado.

Después de los atentados terroristas de París, vi mi traslado a Berlín bajo una luz del todo nueva. Mi ansiedad se agudizó, pero es que saber que me encontraba en primera línea de una nueva ola de antisemitismo, con su correspondiente ola de nacionalismo europeo, acabó con mi convencimiento anterior de que el traslado había sido una idea acertada. No podía dejar de leer las noticias. Si algún amigo me invitaba a asistir a un servicio de sábat en una sinagoga liberal, decía que no. Me parecía evidente que era mejor no buscarse problemas frecuentando una sinagoga o una tienda kósher.

Pensaba que haber decidido vivir en Berlín en un momento como aquel podía ser una locura, pero había ido allí por muchas razones, algunas más complejas e irracionales que otras, y defendería a capa y espada mi derecho a estar en ese lugar, tanto política como espiritualmente. A raíz de los atentados, recordé la pregunta que Claude Lanzmann le plantea a Benjamín Murmelstein en su documental El último de los injustos. Lanzmann comenta que Murmelstein podría haber escapado del yugo de los nazis sin dificultad, pero que, aun así, en más de una ocasión regresó en vez de convertirse en un refugiado, como tantos otros. «¿Por qué decidió quedarse?», le pregunta. Al principio, Murmelstein niega que tuviera otra opción real, pero al final reconoce que deseaba verlo todo hasta el final y hacer lo que estuviera en su mano mientras el único mundo que había conocido era pasto de las llamas. Pensé en el israelí del Espera, tan petulante, con la seguridad de quien pronto regresará a su hogar. Quizá estuviera más segura en cualquier otro lugar, pero una parte de mí deseaba quedarse allí hasta la última despedida, por decirlo de algún modo.

En gran medida, el caos y la confusión que caracterizaron mis primeros meses como habitante de Berlín pueden atribuirse a mis propias dudas y a mi agitación interior. Era como si viera reflejado el miedo a haber tomado la decisión equivocada de trasladarme allí en los comentarios de las personas con quienes me relacionaba. Tal vez incluso buscaba inconscientemente la confirmación de esa sospecha y deseaba que la ciudad misma me demostrara que aquella antigua voz de mi cabeza, que ahora vociferaba como un borracho enfurecido, al final tenía razón. Porque, si analizaba mi cambio de vida con objetividad, era evidente que se trataba de un paso ilógico e infundado; en teoría, era un salto hacia atrás, hacia los problemas de un pasado del que la gente que me había criado había luchado por escapar. Ese primer año lo único que me mantuvo dentro de los límites de la cordura fue quizá la serena certeza que sentía en el fondo del estómago y que se mantuvo firme e inmutable a pesar de las acometidas, una certeza tan inquebrantable como irracional, que insistía en que, si esperaba y tenía paciencia, todo me sería revelado a su tiempo.

Esa voz «de mis entrañas», como podríamos llamarla, no era nueva. Se trataba de la misma voz que me había guiado a través de las ilógicas y arbitrarias restricciones de mi infancia y adolescencia, tanto físicas como psicológicas, y había viajado conmigo durante los cinco años de transición en Estados Unidos. A lo largo de ese proceso se había hecho más fuerte, más vehemente e incluso más implacable. Y en esos momentos parecía retenerme en Berlín. Esa fue la única razón por la que no salí huyendo, aunque tampoco me aventuré mucho más allá de las fronteras de mi barrio.

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