Exodus
1. Preguntas
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Fragen - Preguntas
פראגן
—Bubby, ¿soy cien por cien judía?
Tengo ocho años cuando me atrevo a formular por primera vez la pregunta que lleva tanto tiempo rondándome por la cabeza. Me preocupa que exista algún motivo siniestro por el que mis pensamientos tienden hacia la duda en lugar de la fe. El estilo de vida que llevamos no me resulta natural, aunque sé que debería, y dado que nadie más sufre esta aflicción, me planteo si la contaminación genealógica podría explicar la anomalía. Sospecho que se me considera impura por los actos de mi madre, de lo que se desprende que su impureza también podría provenir de otra persona, de algún antepasado misterioso y olvidado. Eso explicaría por qué soy como soy, y no como los demás.
—Bubby, ¿soy cien por cien judía? —pregunto.
Porque creo que serlo o no es una cuestión que marca mi destino. Porque necesito saber si podré encajar alguna vez.
—¡Pero qué tontería es esa! —exclama en respuesta—. Pues claro que eres judía —me asegura—. Todos los de nuestra comunidad lo son.
Despacha mi miedo genuino con una carcajada. Pero ¿cómo puede estar tan segura?
—Mira alrededor —prosigue—. Mira lo apartados que vivimos y cómo hemos vivido siempre. Los judíos no nos mezclamos con los demás y los demás no se mezclan con nosotros, por lo tanto, ¿cómo no vas a ser cien por cien judía?
En ese momento no se me ocurrió preguntarle por qué, en ese caso, había tantos rubios de ojos azules y piel clara en nuestra comunidad. Hasta mi abuela hablaba con orgullo de sus hijos rubios. La tez clara y los rasgos que se apartaban del estereotipo judío eran bienes preciados entre nosotros porque suponían una oportunidad de pasar inadvertidos. Era el don del disimulo que concedía Dios, supuestamente al azar, si bien se nos inducía a creer que disponía de un sistema preciso a la hora de otorgar privilegios, de manera que quizá la ausencia de una tonalidad clara denotaba inferioridad espiritual, o tal vez era justo lo contrario; todo dependía de cómo lo miraras. La primera vez que vi a mi marido, con diecisiete años, en lo que más me fijé fue en su pelo rubio y en lo que eso significaría para mi legado genético. Me pregunté si el gen sería lo bastante fuerte para asegurarme descendencia rubia, unos hijos que estarían a salvo cuando el mundo, atrapado en el patrón inalterable de su órbita, se volviera contra ellos.
Ahora sé que los rasgos y el pelo claro propios de Europa Oriental encajan a la perfección con los estudios genéticos que confirman desde hace mucho que ninguno de nosotros somos cien por cien nada. Sin embargo, tales descubrimientos nunca tuvieron eco en nuestra comunidad, y de haberlo tenido seguramente habría dado igual. Creíamos que mientras nos mantuviéramos apartados seríamos puros.
No obstante, la palabra puro no procede de nuestro idioma, de nuestro vocabulario. La que nosotros utilizamos es tahor, y su significado original solo alude a la pureza espiritual, a alguien de intenciones puras, limpio de pecado. En la tradición jasídica, ese tipo de pureza tiene sin duda alguna mayor peso que contar con un antepasado importante. La obsesión con la pureza del linaje vendría después, quizá como resultado de una ideología y unas leyes que nos definían por exclusión. Solo era necesario poseer una gota de sangre judía para verse marginado, y en la Alemania de Hitler no fue la primera vez, de manera que quienes pudieron lucharon por ocultarla y negar su existencia; sin embargo, quienes no, azuzados por el instinto de supervivencia, se replegaron en un orgullo obstinado a modo de consuelo. Inventaron una especie de pureza propia. Crearon árboles genealógicos que se remontaban a miles de años para exhibir sus ramas intactas y discriminaron a los judíos que no podían demostrar esa pureza. Igual que los nazis, también se atrincheraron en el falso y traicionero refugio de la identidad consanguínea. Como no podían formar parte de ese otro mundo, la mejor alternativa fue crear un club especial del que ser miembro. Somos tahor, afirmaban, y por descontado que se referían a nuestras almas, pero a partir de entonces también a nuestra sangre.
Si tengo sangre judía, entonces mi alma también lo es. Por eso quiero saberlo. Deseo comprender, más allá de toda duda, de qué manera llevo grabado mi judaísmo. ¿Qué es exactamente lo que he heredado? ¿Qué puedo hacer para que ese concepto se vuelva aprehensible? En realidad, la pregunta que subyace a todas las demás es la siguiente: ¿cómo consigo que mi judaísmo se me haga soportable?
Sentada a la mesa mientras pasa una por una las hojas de una col bajo una luz fluorescente por si tienen gusanos que pudieran hacerlas no kósher[1] Bubby me cuenta, con aire bastante distraído, que Dios puso a los otros pueblos en el planeta con el único propósito de odiar y perseguir al pueblo judío. Al fin y al cabo, son esas fuerzas opuestas las que nos definen, del mismo modo que Dios creó el día y la noche, la luz y la oscuridad. Hace falta uno para definir el otro. Nuestro judaísmo existe precisamente en el marco de los intentos por erradicarlo.
Esa afirmación con la que pretende explicarme el mundo, según la cual todo lo que hay ahí fuera es aterrador y siempre lo será porque así debe ser para que nuestra existencia esté justificada, es tan extrema que en ese momento tengo la sensación de que no habla en serio, de que solo repite como un loro lo que dice el rabino, lo que todo el mundo corea siempre en la comunidad. Porque ¿acaso no estaríamos sobrestimándonos muchísimo al imaginar que todo el mal del mundo se creó para hacernos sufrir? ¿No es esa clase de arrogancia un pecado en sí misma, considerar el sufrimiento propio como algo sacrosanto y someterse a él igual que una orquesta a su director, sacrificando la voluntad personal en aras de una visión directoral superior?
A pesar de que en nuestra comunidad no interactuamos con gentiles salvo en circunstancias excepcionales, ocasiones en que el contacto está estrictamente regulado, sé que antes de unirse a la secta Satmar Bubby mantenía relaciones normales con personas que no eran judías. A veces habla de los vecinos del pueblecito donde sus padres regentaban una tienda, de que acudían a utilizar la bomba del patio delantero para hacer agua de Seltz y a cambio les llevaban pequeños presentes; de que pagaban con huevos, leche y carne los artículos que vendían mis bisabuelos. Recuerda que, cuando fue demasiado mayor para compartir el dormitorio comunitario con sus diez hermanos, la enviaron a la ciudad a vivir con su abuela, una mujer adinerada, y no ha olvidado a aquellas damas elegantes de sofisticados sombreros franceses y estolas de piel a quienes su abuela invitaba a tomar el té con pastelitos y a jugar a las cartas. Viajaba con ella a balnearios europeos y se alojaban en lujosos hoteles donde socializaban con personas de todo el continente. Sin embargo, eso fue antes de la guerra. Casarse con mi abuelo y entrar a formar parte de la nueva comunidad del rabino Joel Teitelbaum junto a él conllevó limitar cualquier contacto con otras personas distintas a nosotros.
Pero entonces pienso en cuando escogió a aquella mujer de la limpieza hace poco, al toparnos por casualidad con el ritual en el que participan la mayoría de las amas de casa de Williamsburg. Todas las mañanas, inmigrantes ilegales polacas —a veces también lituanas, eslovacas o ucranianas— hacen cola en la esquina de Marcy con Division, allí donde la calle forma un paso elevado sobre la autovía, para conseguir un trabajo en negro. Las humillantes negociaciones se llevan a cabo con el ruido de fondo de los bocinazos y los neumáticos rodando por calzadas llenas de baches. Una ama de casa jasidí se acerca, examina a todas las mujeres con cuidado, como si valorara su estado físico, y le hace una seña con un dedo a la que considera de su gusto, indicándole que dé un paso adelante. Le presenta una oferta, baja, por lo general: cinco dólares la hora. Si ese día la mujer se siente audaz, si el grupo que espera es pequeño, todavía es temprano y cree que tiene buenas posibilidades, contraatacará con ocho, pero probablemente se contentará con seis. A continuación, se marchan las dos, la mujer de la limpieza camina detrás de su empleadora como muestra de servilismo y la sigue hasta su casa, donde llevará a cabo las tareas del hogar más ingratas para ahorrarle tales indignidades a la señora.
Ya entonces soy consciente de que toda esa puesta en escena de la selección es un reflejo estrambótico de un recuerdo colectivo. Se me antoja una venganza heredada de manera inconsciente, que se desarrolla a pequeña escala sobre el telón de fondo de la valla de una autopista. La historia de los fundadores de nuestra comunidad, de los supervivientes que los gentiles habían «escogido» para que tuvieran un futuro entre los vivos, se invierte de manera perversa cada vez que se le hace una seña a una mujer de la limpieza gentil para que dé un paso al frente. Una pequeña satisfacción, pero en cualquier caso evidente. Aun así, mi abuela nunca había participado en esa puesta en escena hasta ese día.
De camino a casa, pasamos por casualidad por esa esquina cargadas con las bolsas de la compra cuando, de pronto, Bubby se detuvo en seco y se quedó mirando fijamente a una mujer que se hallaba un tanto apartada de las demás, que empujaban y trataban de llamar la atención de las amas de casa a gritos; una mujer de pelo castaño apagado y veteado de canas que estaba apoyada en la valla, con las manos unidas por delante y los ojos clavados en el suelo, esperando que la escogieran, aunque quizá demasiado orgullosa para pedirlo. Mi abuela continuaba inmóvil, como si se hubiera quedado ensimismada. Dejé las bolsas en el suelo y observé la escena con curiosidad. Bubby la señaló con el dedo.
—Tú —la llamó.
La mujer alzó la vista.
—Magyar vagy —dijo mi abuela a continuación, queriendo saber si era húngara, aunque sonó más a afirmación que a pregunta.
La mujer puso cara de sorpresa, asintió y se acercó. Lanzó un torrente de palabras en húngaro, como si hubiera estado reteniéndolas durante horas y al fin alguien le hubiera dado permiso para soltarlas. Agarró a Bubby por la manga, alejando el cuerpo de las demás mujeres que seguían allí, y se inclinó ante mi abuela como si realizara una reverencia obsequiosa, como si nos suplicara que le ahorráramos la agonía de la espera, de la vergüenza de ser la última que quedara allí, del miedo a volver a casa sin perspectivas de ingresos ese día.
Desconozco cómo supo mi abuela que era húngara. Casi nunca había húngaras en esa esquina, motivo que aducía para negarse a contratar a una mujer de la limpieza. Le incomodaba no poder comunicarse con las polacas; no se fiaba y por eso no las quería en casa, así que era ella quien se encargaba de las tareas ingratas, arrodillada y armada de trapo, cepillo y cubo. Sin embargo, de pronto había una húngara y, por si fuera poco, alguien de su misma región, no mucho más joven que ella. ¿Acaso la había reconocido de otros tiempos? ¿O era esa mujer simplemente una representación de todos aquellos vecinos de su infancia, quienes se contaban entre sus amigos antes de que cambiara el ambiente político y se apoderaran con regocijo de los hogares y las vidas arrebatados a los demás, olvidando cualquier lealtad? Mi abuela decía que todos los goyim eran iguales, siempre a la espera de beneficiarse de tu desgracia. Dios los ha hecho así. No pueden ir contra su naturaleza.
De todos modos, no estaba segura de qué había impelido a Bubby a llevarse a esa mujer de la limpieza a casa, si la lástima o un deseo de venganza personal. Parecía existir una especie de conexión con aquella húngara, que caminaba al lado de Bubby y parloteaba en esa lengua secreta que muy pocas veces había oído hablar a mis abuelos, temblando de emoción al haber sido escogida por alguien que la entendía. ¿De verdad Bubby tenía afinidad con alguien de su misma procedencia aun cuando esa persona no fuera judía? ¿O se trataba de que sentía la necesidad de dejarle claro cómo habían cambiado las cosas, de mostrarle lo que había logrado por sí misma, allí, en Estados Unidos, con su edificio de piedra rojiza de cuatro plantas, sus lámparas de araña, sus alfombras y unas cortinas que llegaban hasta el suelo? ¿De demostrarle en qué lado de la historia residía la verdadera victoria?
La vi acompañarla a la cocina, entregarle los utensilios de limpieza y asignarle las distintas tareas que solía hacer ella o me encargaba a mí, la rutina diaria que implicaba planchar, limpiar el polvo y encerar los muebles. Me desconcertó que no le pidiera que fregara el suelo. Supuse que eso habría sido lo lógico: mi abuela contemplando cómo una gentil de su región natal se arrodillaba en aquel hogar grande y confortable del que era dueña. No se trataba de que yo quisiera ver humillada a aquella mujer desconocida, pero creía que la experiencia supondría para mi abuela una especie de punto final. Pensaba que podría mitigar el dolor de aquella vieja y agónica traición a la que aludía muy de vez en cuando en mi presencia, y que yo sabía que seguía viva en lo más profundo de sus recuerdos.
Tras unas pocas horas de trabajo entre moderado y ligero, mi abuela la llamó a la cocina a fin de que hiciera una pausa y comiera algo. Para mi sorpresa, acogió a aquella mujer en su mesa y se sentó frente a ella como una igual. Incluso le sirvió en platos de porcelana. Me sentí confusa, preguntándome si formaba parte de un plan ingenioso y elaborado o solo era una prueba de la nobleza de mi abuela. Bubby había descongelado col rellena, un plato tradicional de su tierra que se había convertido en un elemento culinario imprescindible en nuestra comunidad, y vi que la mujer se sentaba entusiasmada a comer e iniciaba una animada charla en húngaro. De vez en cuando yo entendía alguna cosa, hablaban sobre variantes de la misma receta y de cómo su madre cocinaba aquellos rollitos. La mujer alabó con profusión las dotes culinarias de Bubby. Tuve la sensación de que intentaba congraciarse con mi abuela; desde luego existía un incentivo para hacerlo, porque resultaba evidente que el objetivo de todas aquellas mujeres era conseguir un trabajo regular y no tener que volver a esa esquina a diario con la esperanza de que alguien las escogiera. Un trabajo regular suponía seguridad, tal vez incluso una mejora en los ingresos y referencias para otras familias si lo hacían bien. Demasiadas semanas esperando en la valla era una señal inequívoca de que no eras la mejor elección, lo que se traducía en una rebaja paulatina del salario hasta que dejaban de llegarte ofertas. Ese era el miedo de todas aquellas mujeres, lo veías en los ojos de algunas a última hora de la mañana, cuando pasabas junto a las que quedaban; ese pánico que se acrecentaba a medida que transcurría el tiempo y el grupo se reducía, mientras los coches de policía patrullaban por la zona de manera inquietante. Me irritaban lo que consideraba los motivos ocultos de esa mujer.
Mientras ella parloteaba sin parar, mi abuela apenas decía nada: con la barbilla apoyada en una mano, dibujaba en el mantel con la otra. De vez en cuando asentía o colaba el equivalente de un «sí» o un «ya» en húngaro. Cuando la mujer terminó de comer, Bubby recogió el plato y lo lavó en el fregadero. Luego hizo café y se lo sirvió en una taza blanca desportillada, tras lo que dejó un billete de veinte dólares sobre el mantel.
—Ya está bien por hoy —dijo con firmeza—. Ya ha acabado.
La mujer pareció desanimarse y se quedó mirando el billete de la mesa. Tres horas de trabajo más una propina.
—Vuelvo semana que viene, ¿sí? —Le temblaban las manos, que rodeaban la taza.
Mi abuela no contestó, se limitó a negar con la cabeza. Luego, tal vez compadeciéndose de ella, dijo:
—No se lo tome a mal. Nunca cojo a nadie para que me ayude. Prefiero hacerlo yo.
La mujer intentó convencerla de que cambiara de opinión. Para demostrarle que valía, se ofreció a limpiar el suelo de rodillas en ese mismo momento. Le agarró las manos y se las besó. Su desesperación hizo que el entusiasmo anterior pareciera claramente falso en comparación, y noté que mi abuela se sentía incómoda.
Bubby dijo que lo lamentaba, pero que no tenía trabajo para ella. Le explicó que todos sus hijos eran ya adultos, que no había mucho que hacer. Si la mujer le dejaba su número de teléfono, quizá se lo pasaría a sus hijas, por si les interesaba. Pero no le prometía nada.
Aquello dio a la mujer algo a lo que aferrarse y anotó con cuidado sus datos personales utilizando el bolígrafo y el papel que Bubby le facilitó.
—Yo muy barato —le aseguró—. Cinco dólar.
Cerré la puerta con suavidad cuando se fue, sin dejar de deshacerse en agradecimientos y volviendo la vista con anhelo hacia la mujer que hablaba su idioma, que recordaba el mismo país, de quien podría haber esperado solidaridad si la generación de sus padres no hubiera fracasado a la hora de mostrar lo mismo, pensé. Tras su partida, Bubby continuó sentada un rato a la mesa de la cocina, bebiendo el café a sorbitos mientras una leve sonrisa afloraba en la comisura de sus labios. Me habría encantado saber qué estaba pensando, pero por descontado no se lo pregunté.
Mientras doblaba servilletas sobre la encimera y Bubby seguía sentada en silencio en su pequeño taburete, medité acerca de quién se resarcía verdaderamente en una situación así. ¿Mi abuela, que había tratado a la goite con amabilidad, aunque le había negado tanto el trabajo como la humillación que lo acompañaba? ¿O las mujeres del barrio, que supervisaban complacidas el refregado de los inodoros y la limpieza de las escaleras, regodeándose de manera perversa con el modo en que la historia le había dado la vuelta a la tortilla? En ese momento, estaba convencida de que se trataba de una cuestión de efectismo y di por sentado que mi abuela aplicaba su propia y sutil versión de la justicia.
En la actualidad, abordo esa anécdota de forma muy distinta. Adivino en mi abuela el conflicto entre el anhelo de tener la conciencia tranquila y el impulso aterrador, aunque humano, que debió reprimir con esfuerzo. Calificar lo que hizo ese día de una u otra manera, considerarlo compasivo o vengativo, sería demasiado simplista. Lo maravilloso de Bubby era su intrincada complejidad, el misterio que la rodeaba. Todas esas fuerzas operaban en ella a la vez, aunque hubo quienes nunca lo advirtieron, pues se le daba muy bien mantener una apariencia tranquila y serena. Sin embargo, de pequeña la vi participar en dramas silenciosos. Esos encuentros anuales con Edith, por ejemplo, junto a la que había sobrevivido a los atroces años de la guerra en campos de trabajos forzados, si bien su amiga había escogido una vida secular junto a un marido gentil, en Chicago, y volaba a Nueva York solo para ese encuentro clandestino con mi abuela en el vestíbulo del mismo hotel con una discreción rayana en el espionaje. O la lucha por conservar el único jardín de Williamsburg aduciendo ante mi abuelo que, puesto que daba la abundancia de flores con que la tradición exigía adornar el hogar durante Pentecostés, esa parcelita de tierra cuidada con esmero no suponía una distracción de sus obligaciones espirituales, sino un servicio espiritual en sí mismo. Todas sus luchas y secretos me acompañarían a lo largo de mi vida como las hadas con las que crecieron otros niños. Son las historias a las que regreso una y otra vez de adulta en busca de claves que revelen el funcionamiento interno de aquella mujer, a quien he tomado como modelo de manera inconsciente.
Mis profesoras decían que ser judío significaba albergar un tzélem Elohim, una partícula de Dios. Aun así, Bubby insistía en que era la presencia del otro lo que demostraba nuestra diferencia. De sus palabras se deducía que dejaríamos de ser judíos cuando los demás dejaran de odiarnos.
Ahora bien, en mi comunidad, no solo se trataba de si eras judío o no, sino de qué clase de judío eras, porque las posibilidades se contaban por centenares. Aun siendo asquenazí, podían clasificarte en minuciosas categorías específicas, entre las cuales la división era enorme. Podías ser galiciano, litvak o yeke. Sin olvidar la multitud de judíos externos al círculo asquenazí: sefardíes, mizrajíes, bujarianos, yemeníes, persas…, con quienes, aun así, no debíamos mezclarnos, pese a que de manera incontestable su ADN era más judío que el de ninguno de nosotros. En la comunidad de Williamsburg vivían algunas familias de refugiados que procedían de lugares como Kazajistán, Yemen, Argentina e Irán. No obstante, ni siquiera esos cuyos antepasados habían vivido en Europa apenas solo dos generaciones antes eran como nosotros, pues esas dos generaciones se habían alejado de la tradición durante un periodo que nunca podrían recuperar, porque a lo largo de esas dos generaciones se había redefinido el significado del judaísmo. La guerra había agravado nuestras divisiones. Las sectas solo aceptaban a miembros de su mismo linaje, que consideraban puro, a supervivientes capaces de demostrar que las raíces de su árbol genealógico se encontraban en una ciudad o región específicas. El linaje decidía la comunidad a la que pertenecías, y así acabarías casándote con alguien de la misma ascendencia, lo que aseguraría una prole con un árbol genealógico bien definido. Esos niños mantendrían el shtetl vivo en sus venas. De esa manera, continuaban existiendo comunidades como Bobov, Vizhnitz, Klausenburg, Sanz, Pupa y Gur, pues los descendientes de los habitantes de dichas localidades no habían olvidado de dónde procedían. Habían recreado sus reservas genéticas en barrios segregados de Brooklyn, cuyas barreras, si bien no eran visibles, estaban grabadas en nuestra conciencia colectiva y conformaban nuestra orientación espacial y temporal.
Nosotros pertenecíamos al shtetl de Satmar, un pueblo situado a poca distancia de los hogares de la infancia de mis abuelos, un grupo al que se adscribían de forma natural por esa proximidad histórica. Los satmar también estaban obsesionados con que todo quedara en familia. Los tíos se desposaban con sobrinas y los primos se casaban entre ellos. Nuestra reserva genética, ya limitada de por sí, fue reduciéndose poco a poco y el círculo se estrechó cada vez más a nuestro alrededor. Nuestros vecinos, los Halberstam, eran primos, hijos de dos hermanos, y después de tener un hijo con fibrosis quística tras otro, siete de nueve para ser exactos, las autoridades de la comunidad parecieron reparar en ello. Había que hacer algo.
De manera que pusieron en marcha el programa de cribado. Cuando tenía quince años, unos médicos de bata blanca llegaron a mi escuela y, mientras nosotras nos poníamos en fila, desplegaron sobre nuestros maltrechos pupitres todo el equipo que llevaban para llenar sus tubitos con nuestra sangre. Una tras otra nos arremangamos y apretamos los dientes cuando la aguja nos perforó la piel, tratando de no mostrar debilidad delante de nuestras compañeras. Nuestras familias empezarían a casarnos al año siguiente, pero antes de poder hacerlo, los médicos tenían que analizar nuestro perfil genético. El programa se llamaba Dor Yeshorim, «la Generación de los Justos». A fin de salvaguardar la tradición de los matrimonios endogámicos, de permanecer aislados de los demás, también debíamos asegurarnos de que no estábamos generando enfermedades. Por ese motivo, antes de emparejarnos compararían nuestros genes con los de nuestros futuros cónyuges, comprobarían que no portábamos las mismas mutaciones, que nuestros perfiles fueran similares, pero no demasiado. Sin embargo, no se nos informaba de los resultados de las analíticas, que se conservaban en un banco bajo la debida protección. Lo único que recibíamos era un número de referencia que contrastar con otros números. A partir de ahí, todo se reducía a una comparación y a un simple sí o no.
Dos años después, llamé al banco para darles mi número y el de mi futuro marido, y esperé la respuesta conteniendo la respiración. Seguía albergando ese miedo que nunca me había abandonado a que hubieran encontrado algo que no cuadraba, algo que explicaba por qué era como era.
—Mázel tov! —me felicitaron—. Tendréis muchos hijos sanos.
Y eso era lo único que importaba. Si había algo discordante en mi sangre, no dijeron nada.
Hay una palabra yiddish que oí con mucha frecuencia a lo largo de mi infancia, una palabra que siempre me ponía tensa: yijús. Para mí, tenía una connotación especial porque, si bien servía para determinar el lugar que cada uno ocupaba en la jerarquía y su estatus correspondiente, en mi caso resultaba aterradora, pues cuando la oía recordaba que apenas disponía de ningún estatus y, por lo tanto, estaba condenada a una lucha eterna para evitar hundirme hasta el fondo de mi sociedad como si fuera un sedimento.
Yijús deriva de un término hebreo común y corriente relacionado con el parentesco, pero en yiddish tenía una connotación más cercana a linaje noble, y era una palabra que atribuía valor a un individuo dependiendo de quiénes fueran sus antepasados. En nuestra comunidad, las familias con yijús ocupaban una posición envidiable en la sociedad. Eran nuestra versión de la aristocracia, familias que atesoraban una línea genética intachable, la cual aportaban a los casamenteros como prueba de que sus hijos solo merecían propuestas de matrimonio acordes con su pedigrí. La fracasada y escandalosa unión de mis padres, más el caos posterior que se había extendido entre mi familia como una mancha permanente, había desgarrado los lazos con cualquier antepasado presentable y carcomido el tejido comunal, esa trama de la que dependían las uniones intactas y las líneas ininterrumpidas.
Tenía catorce años e iba a noveno en una escuela religiosa solo para chicas. El gran trabajo de ese curso consistía en componer y presentar tu árbol genealógico. Cuando lo anunciaron durante la primera semana de clases, sentí que un pánico irracional se apoderaba de mí. Ese día corrí a casa tratando de contener las lágrimas hasta que llegué a la cocina de mi abuela. Aquel trabajo era mi condena. Sabía que me esperaba una nueva humillación cuando mis compañeras presentaran sus ilustres, intachables y frondosos árboles genealógicos, mientras que yo me vería obligada a mostrar las fracturas de mi familia.
Bubby me miró un momento y soltó al instante la bola de carne picada a la que estaba dando forma de fasírt. Se limpió las manos y sacó una bolsa de papel que escondía en lo alto de uno de los armarios de la cocina. Contenía peladuras de naranja recubiertas de chocolate, que reservaba para tales emergencias. Sin pronunciar palabra, me tendió una y ella le dio un mordisco a otra. La observé mientras ella masticaba con aire pensativo, a la espera de la solución que sin duda estaba meditando.
—Bueno, en teoría, todo el mundo tiene un poquito de yijús —dijo—. Si repasas con detenimiento el árbol genealógico de cualquiera seguro que acabas encontrando a un rabino o a un santo, por poca importancia que tuvieran. Estoy convencida de que si nos remontamos lo suficiente, daremos con tantos rabinos que incluso Mime-Gitl Rokeach en comparación parecerá una mindundi.
Bromeó para que me sintiera mejor. Las dos sabíamos que era imposible superar a Mime-Gitl Rokeach, cuya popularidad, atendiendo a la lógica, debería haber sufrido algún menoscabo debido a una línea de nacimiento del pelo inusualmente baja y, en cambio, siempre encarnaría el prestigio que suponía disponer de parentesco rabínico.
Mi abuela gestionó mi pánico con serenidad. Era capaz de empatizar, pero no permitía que la afligiera el miedo a ser rechazada. No necesitaba que nadie la aceptara, porque su mundo acababa en la tapia de nuestra propiedad; mientras tuviera su cocina y su jardín, no necesitaba nada ni a nadie. Yo salía cada día desesperada por demostrar que merecía el lugar que ocupaba. Todavía era lo bastante joven e inocente para pensar que aquello me reportaría la paz interior que tanto anhelaba.
—Escribiré a tu tío, el que me ayudó a concertar el matrimonio de tus padres —dijo Bubby mientras continuaba masticando un trocito de peladura de naranja—. Él podrá ayudarte a rellenar el lado de tu madre.
En ese momento, sentí el impulso de abrazarla, pero por supuesto no me atreví. Nunca lo había hecho, y nunca lo haría. En nuestro mundo esas cosas no se hacían. Si hubiera infringido la norma tácita y la hubiera abrazado, no quiero ni imaginar lo profundamente incómoda que la habría hecho sentirse. Quizá la habría asustado. Las muestras efusivas de afecto eran muy peligrosas en nuestro mundo. Si te empeñabas en demostrar lo mucho que alguien significaba para ti, ¿acaso no era más probable que el universo te lo arrebatara a la hora de castigarte?
Aun así, ese día la quise con todo mi corazón, y siempre lo recordaría, porque le dio la importancia suficiente para querer ayudarme a llenar el enorme vacío de mi interior que anhelaba unas raíces, tantas como fuera posible, para sentir que se hundían en el suelo y saber que ni siquiera un viento huracanado podría barrerme de mi rama.
Se sucedieron meses de un exhaustivo trabajo de investigación. Pertrechada de boli y libreta, empecé a seguir a mi abuelo a todas partes preguntándole sobre un pasado que en gran parte él había perdido, por ser demasiado joven e inocente para formular las preguntas importantes a las personas adecuadas cuando aún vivían. Porque yo sabía que, mientras siguen entre nosotros, creemos que siempre será así; esa era una lección que había aprendido de manera indirecta a través de las pérdidas de la generación de mis abuelos, y estaba muy decidida a no malgastar ni un solo segundo del tiempo que me quedaba con las personas que algún día ya no estarían, ese día en que sería demasiado tarde para hacer preguntas. Mi abuelo me remitió con impaciencia a los descuidados archivos llenos de papeles amarillentos que guardaba en su despacho, ubicado en la planta baja, donde había habitaciones enteras destinadas a almacenar un pasado que nadie deseaba recordar. Rebusqué en cajas repletas de cartas descoloridas y documentos quebradizos con manchas de humedad que me llevaron a formular nuevas preguntas, en las que me basé para escribir cartas en un yiddish de letra apretada a parientes lejanos recién descubiertos y a antiguos vecinos que parecían haber puesto una amplísima distancia entre ellos y todo lo relacionado con entonces. El árbol empezó a cobrar forma a medida que llegaban las respuestas, aunque llegaban a desgana y muy dosificadas. Bubby tenía razón: todos los árboles acaban dando un fruto perfecto en algún momento. Siete generaciones atrás, por parte del tatarabuelo de mi abuela, encontré al lámed vavnik.
Ese descubrimiento fue, quizá, el momento cumbre de mi trabajo de investigación, si bien, como Bubby había prometido, también aparecieron otros santos de menor calado, como el sabio talmudista Amram Chasida y el héroe de guerra Michoel Ber Weissmandel por parte de mi abuelo, y otros rabinos de poblaciones pequeñas que habían escrito breves volúmenes de textos litúrgicos que solo podían encontrarse en las bibliotecas de avidísimos coleccionistas. Ya antes, Bubby había mencionado que cabía la posibilidad de que hubiera un lámed vavnik en su familia; lo sospechaba por las historias que le contaban de pequeña y que a menudo me repetía. Sin embargo, no estaba segura de que hubiera existido en realidad y, de ser así, de que de verdad estuviera emparentada con él. Así que me dediqué a reconstruir los eslabones olvidados de la cadena que los unían.
Un lámed vavnik era el mayor descubrimiento que podría haber hecho. Podía considerarse un comodín, ganaba a cualquier otra carta. Los pedigrís de las familias rabínicas mejor consideradas no tenían nada que hacer ante el árbol más enclenque si este había dado en algún momento a uno de los treinta y seis santos ocultos de cada generación.
Mi abuela lo conocía como Reb Leibele Oshvari, aunque ignoraba su verdadero apellido porque se remontaba a cinco generaciones por parte de su bisabuela materna y porque así era como se solía recordar tras su muerte a los lámed vavniks, quienes lo disponían todo para perpetuar su anonimato antes de que esta acaeciera. El hombre había solicitado que su lápida solo indicara: LEIBEL, DEL PUEBLO DE OSVARI. A mi abuela le habían contado que la tumba se distinguía desde lejos porque la habían cercado con una valla especial después de que quienes se aproximaban demasiado a ella empezaran a sufrir desgracias. Había que estar libre de pecado para tocar la tumba de un lámed vavnik y, dado lo escaso de dicha condición, decidieron poner una cerca que protegiera a la gente de la peligrosa energía sagrada que se cernía sobre su lugar de descanso. Según mi abuela, de esa manera supieron que se trataba de un tzadik nistar. Se descubrió tras su fallecimiento, cuando las viudas y los huérfanos a los que el hombre había estado manteniendo en secreto se vieron sin recursos y se esclareció quién había ido efectuando todos esos donativos durante tantos años. Ese tipo de acontecimientos eran un indicador clásico de la presencia de un lámed vavnik.
«Hay lámed vav tzadikim nistarim[2]», solía decir mi abuelo. Cada generación contaba con treinta y seis santos ocultos; ese era uno de los grandes mitos fundamentales para las creencias jasídicas. Los treinta y seis santos estaban considerados los pilares del mundo porque se afirmaba que eran almas de una gran pureza gracias a cuyos méritos todo seguía en pie, a pesar de los estragos del pecado. Mientras existieran, Dios seguiría haciendo girar el mundo, por mucho que lo decepcionara la humanidad. La falta de uno supondría el fin inmediato de los tiempos, pues en ese momento la tolerancia de Dios alcanzaría su límite.
Zeidi, mi abuelo, decía que los lámed vav existían para recordarle a Dios que había hecho algo bueno cuando creó al hombre, pues encarnaban al mejor ser humano posible. Se los conocía por su humildad y su altruismo extremos, y dedicaban su vida a realizar buenas obras sin disfrutar de ningún reconocimiento a cambio. Renunciaban a las comodidades habituales de la vida para ayudar a los demás. No había nadie tan inferior que no mereciera su benevolencia. Lo que distinguía a los santos ocultos de los demás santos era precisamente su humildad. Los santos jasídicos normales y corrientes eran venerados como miembros de la familia real y su estilo de vida se correspondía con el de las personas que disponen de seguidores entusiastas. Sin embargo, un lámed vavnik renunciaba a cualquier beneficio que pudiera reportarle su superioridad espiritual, mantenía su santidad en secreto y a menudo era víctima del escarnio y el rechazo debido a una engañosa apariencia externa de pobreza e ignorancia, todo lo cual le confería el máximo estatus de santidad. Un tzadik conocido no tenía más remedio que agachar la cabeza avergonzado ante un tzadik nistar, pues el boato que lo acompañaba lo mantenía atado al plano terrenal. Jamás estaría tan cerca de Dios como el santo oculto. No obstante, era probable que ni el tzadik más santo supiera de la presencia de un lámed vavnik. La integridad del sistema dependía de que el santo oculto permaneciera en el anonimato. Su santidad se revelaba solo tras su muerte, momento en que empezaba a venerarse su recuerdo. Únicamente a partir de entonces podía beneficiar a sus descendientes, aunque fueran tan lejanos e insignificantes como yo. Al fin y al cabo, ¿acaso no era la candidata perfecta a la bendición de un lámed vavnik? Cuando llegara el momento de presentar mi árbol genealógico en clase, señalar la existencia de un lámed vavnik enterrado en las raíces más profundas del árbol silenciaría toda posible crítica.
Daba igual que la investigación pudiera aportar cualquier otra cosa; en esencia, mi problema estaba resuelto. Leibel de Osvari sería la estrella destacada de la presentación, y absolutamente todas mis compañeras se verían obligadas a guardar un silencio respetuoso. Quizá incluso especularan sobre mí, preguntándose si sería hereditario y si mi desafortunada situación no constituiría más que una ingeniosa tapadera para evitar que se descubriera mi santidad.
Con una nueva sensación de calma y seguridad, traté de seguir completando las extensas ramas de mi árbol genealógico, consciente de que la mayor parte del trabajo estaba hecho, y de manera intachable. Cuando llegó la última carta del tío Menachem, el hermano menor de mi abuela materna, con matasellos de Bnei Brak, en Israel, no la abrí con los dedos, sino que fui a buscar el abrecartas de plata de mi abuelo y rasgué el lateral del sobre con cuidado. Contenía fotografías cuidadosamente identificadas y un diagrama familiar dibujado con esmero, al que eché un vistazo con relativo interés. Antes de esa carta, no sabía nada acerca de los lazos familiares de mi madre, y me sorprendió descubrir esa nueva y compleja red de ramas que se extendían hasta un sinfín de rincones distantes de Europa. Sin embargo, lo que me dejó atónita fue enterarme de que la rama de la que procedía mi madre nacía en Alemania, información que no podía permitirme compartir con nadie.
De entre todas las opciones posibles, mi madre tenía que ser yeke. Ese era el término despectivo que utilizábamos para referirnos a los judíos alemanes, quienes considerábamos que habían abandonado su judaísmo y lo habían sustituido por una identidad cultural más conveniente, inducidos por la vergüenza y el autodesprecio. Los yekes eran conocidos por representar una versión extrema de los estereotipos germanos, como ser mucho más puntillosos con la puntualidad que los propios alemanes o estar obsesionados con los cálculos precisos, las normas y el orden. Se decía que les faltaba calidez, que sus hogares carecían de la cordialidad que caracterizaba a otras comunidades judías asquenazíes. Hablaban daytshmerish, un dialecto engolado y con ínfulas del yiddish que nunca sonaría como el Hochdeutsch, el alemán estándar que intentaban imitar. Llevaban los payós cortos y se los retiraban detrás de las orejas, se recortaban la barba y vestían traje, todo para disimular su condición de judíos. Aun así, el término con que se los denomina procede de la palabra alemana Jacke, un apelativo inventado por los alemanes que designaba el largo abrigo negro que los judíos usaban antes de que se secularizaran y se deshicieran de él en favor de vestimentas más modernas. Un recordatorio de que su atuendo solo era un disfraz, de que los alemanes nunca olvidarían sus verdaderos orígenes. Los yekes habían intentado encajar en una sociedad que, al fin y al cabo, no iba a aceptarlos; por lo tanto, ser yeke no suponía un motivo de orgullo, te distinguía como el aspirante que había sufrido el rechazo definitivo. Esa era mi ascendencia. Tendría que dar cuenta de aquella mancha flagrante en mi historial. ¿Y si me inventaba algo? Lo mejor era restarle importancia.
Era del todo comprensible que mi familia hubiera buscado una yeke para mi padre. Estaban tan desesperados por casarlo que no les había quedado más remedio que hacer concesiones. Mi madre era la candidata perfecta: pobre y procedente de un hogar deshecho. A excepción de sus abuelos y unos pocos tías y tíos, la guerra había barrido todo su árbol genealógico y, con él, el recuerdo de cuanto pudiera resultar desagradable. Cuando cruzó el Atlántico para entrar a formar parte de la familia de mi padre, su pasado quedó olvidado, y se limitó a adoptar su nueva identidad familiar y comunitaria como quien se pone un vestido holgado. Había tela suficiente para tapar una infinidad de pecados.
Me llamó la atención que si bien mi tío Menachem me proporcionaba un montón de información trivial acerca de las vidas de primos segundos fallecidos mucho tiempo atrás, casi no aportaba ningún detalle sobre sus propios padres, quienes habían huido de Alemania en 1939. Eso me sorprendía. Disponía de los nombres de sus abuelos maternos, y de algunos documentos que respaldan su existencia, pero apenas había nada sobre los paternos, los padres de mi bisabuelo. La línea de la partida de nacimiento en la que debería aparecer el nombre de su padre estaba vacía. «No importa», pensé. Un desliz burocrático; al tratarse de 1897, quizá fuera algo habitual en la época.
Cuando, meses después, presenté el trabajo en clase, había compuesto un espléndido mapa que en algunos casos se remontaba a nueve generaciones; sin embargo, sobre mis bisabuelos maternos se cernía un elocuente espacio vacío. En esa ocasión traté de desviar la atención, tanto la mía como la de mi público, con la nueva información que había recopilado acerca de la ilustre historia de mi familia paterna. Muchos años después acabaría utilizando todos esos datos que a los catorce años había reunido y guardado con tanto celo, cuando ya de adulta viajé a Europa en busca de una nueva identidad y, en cierto modo, de una nueva historia. No volví a pensar en ese vacío hasta que tomé la decisión de ser ciudadana europea y tuve que buscar pruebas que me ayudaran a argumentar mi petición ante una burocracia alemana que parecía decidida a no escucharme.
Nunca olvidaré el latido desbocado de mi corazón el día que recibí la llamada de mi abogado de Extranjería. Me llevó directamente de vuelta a aquella yo de ocho años que le hizo esa pregunta a mi abuela por primera vez, como si en el fondo ya supiera lo que descubriría en el futuro.
Pero me he adelantado. Será mejor que cuente esta historia desde el principio.
Tras cinco años atrapada en un infeliz matrimonio concertado, que una serie de radicales proscripciones religiosas que solo me fueron reveladas durante el compromiso contribuyeron a hacer más desgraciado aún, supe que debía huir de ese mundo que siempre había considerado una prisión de diferentes tamaños. Me resistía a condenar a un niño a la misma suerte, así que tan pronto como nació mi hijo comencé a elaborar un verdadero plan de fuga. Me di tres años, el tiempo del que disponía antes de que mi hijo entrara en el sistema escolar religioso. Mi plan entrañaría muchas medidas prácticas, pero la máxima prioridad era descubrir cómo crear un hogar en un mundo del que apenas sabía nada. Por esa razón transcurrieron tantos años antes de que sintiera la necesidad de revisar los documentos relacionados con mis antepasados que con tanto esmero había reunido y que tuve el buen juicio de llevarme el día de mi partida. Más adelante descubriría que en ellos se hallaba la única esperanza que me quedaba de reconstruir mi identidad, pero en aquellos primeros tiempos, tras abandonar mi comunidad, desestimé la importancia de unos orígenes familiares remotos mientras trataba de encontrarme a mí misma en Estados Unidos, por entonces un lugar que me era tan extraño y desconocido como cualquier país extranjero.
Di el primer paso hacia la «integración» cuando me matriculé sin que nadie lo supiera en el Sarah Lawrence College, en 2007, a los veinte años, dos antes de mi marcha. Fue la fase más crucial de mi plan de fuga. La educación era el billete al sueño americano de reinventarse, algo que había aprendido observando a hurtadillas aquella sociedad en cuyo seno mi mundo existía en forma de una burbuja que luchaba contra tensiones invisibles, tanto internas como externas, para mantener intactos sus muros, en apariencia poco sólidos. Por supuesto, la escuela religiosa en la que me había educado no cumplía los requisitos gubernamentales y, por lo tanto, no podía expedir títulos homologados; aun así, a pesar de no disponer de ningún diploma ni expediente académico, logré que me admitieran en la prestigiosa universidad gracias a tres trabajos redactados en el inglés correcto y formal que había aprendido tras años dedicados a la lectura de obras de preguerra, que escondía debajo del colchón como si se tratara de material de contrabando. Al poco tiempo empecé a detenerme en el arcén de las carreteras de la periferia para ponerme unos vaqueros en el asiento trasero del coche y, tras quitarme la molesta peluca, desenredarme el pelo antes de dar un corto paseo por ese otro mundo, al tiempo que intentaba por todos los medios no delatarme. Aun así, mi mirada de asombro debía de traicionarme: un día, un compañero de clase me prestó un gastado ejemplar de The Bread Givers, de Anzia Yezierska, y si bien es cierto que las similitudes con la historia de la joven judía de familia de inmigrantes que un siglo atrás superaba una serie aparentemente interminable de obstáculos para asistir a la universidad me reconfortaron, también me mortificó que tales paralelismos resultaran tan obvios para mis compañeros.
Leí el libro a escondidas, en el aparcamiento de tiendas y supermercados, ya que temía llevarlo a casa y que su contenido desvelara mi verdadero propósito. Por entonces todavía no era lo que podría llamarse una escritora. Nunca había escrito nada, a excepción de mis diarios de la infancia, a los que me había visto obligada a renunciar para no echar a perder mis esfuerzos por liberarme. Escribir se había convertido en una especie de talón de Aquiles; aún no se me había ocurrido que también podría ser mi salvación.
La transitoriedad de las reducidas e infrecuentes visitas al campus las hacía aún más fascinantes; era como una turista pisando un continente desconocido, tratando de exprimir al máximo la experiencia. Tomaba nota de cada frase informal que oía, de cada movimiento espontáneo que veía. Ante todo, quería aprender cuanto fuera necesario para integrarme.
Era la primera vez que admitían a personas como yo en un centro educativo como aquel, una antigua institución estadounidense con edificios de aleros inclinados y céspedes ondulantes, que se preparaba para zarandear con suavidad a los niños mimados y sacarlos de la realidad extrañamente enrarecida y enclaustrada que siempre habían habitado. Estaba convencida de que la universidad era el lugar donde se hacían los estadounidenses, donde los producían en serie, como si se tratara de una fábrica de la que salían con un conjunto de creencias y valores incorporados, con el idioma y el comportamiento característicos de la institución que hubieran escogido. La experiencia definía el lugar que cada uno ocupaba en la sociedad, consolidaba el futuro de cada individuo igual que una vasija de barro más en un horno. Mientras los jóvenes estadounidenses acudían en tropel a los campus universitarios para encontrarse a sí mismos, yo fui a descubrir el mundo. En ese momento no podía permitirme preguntarme quién era. Continuaba entre dos tierras, a las puertas de algo mayor y también más aterrador, vacilando antes de dar mi primer pasito hacia lo desconocido.
Aunque la formación reglada a menudo resultaría ser una moneda de dos caras, la universidad me concedería el privilegio inestimable de relacionarme con mentores atentos e intuitivos. Gracias a eso había empezado a hacerme preguntas sobre mi identidad, sobre mi verdadero yo, y entonces mi idolatrada profesora de literatura me llamó a su despacho un magnífico día de primavera de 2009, cuando las primeras hojas verdes brotaban en las ramas de los muchos y cuidadísimos árboles del campus, y extrajo un libro de un estante, una antología de ensayos de carácter personal editados por Philip Larkin, que dejó caer de golpe frente a mí, diciendo: «Lee esto y luego escribe el tuyo». Estaba claro que no se trataba de un trabajo, que no lo calificaría, que esa mujer no estaba obligada ni recibía ninguna compensación por tomarse el tiempo para ofrecerme esa experiencia que acabaría cambiándome la vida.
Abrí el libro bajo la copa de un peral rebosante de flores blancas que había junto al edificio y leí un ensayo titulado Split at the Root, de Adrienne Rich. Mi subconsciente despertó, los recuerdos se removieron en sus profundidades como rocas cayendo por una pendiente y empecé a escribir frenéticamente, como si fuera lo único capaz de impedir que me atropellaran con su fuerza arrolladora.