Evelina

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Parte Primera » Carta XX

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Evelina continúa

Los asientos estaban en la primera fila de un palco lateral.

Sir Clement Willoughby, que conocía nuestras intenciones, estaba a la entrada del teatro y nos ayudó a bajar de los carruajes.

No habían pasado ni cinco minutos desde que ocupamos nuestras localidades, cuando

lord Orville, al que habíamos visto en el palco proscenio[26], se acercó a nosotros honrándonos con su compañía durante toda la velada. La señorita Mirvan y yo estábamos muy contentas por la ausencia de

madame Duval, ya que esperábamos disfrutar de la conversación sin las interrupciones ocasionadas por sus disputas con el capitán; pero pronto descubrí que su presencia no habría cambiado mucho la situación porque tenía tan pocas ganas de hablar que ni siquiera sabía dónde posar mi mirada.

La comedia representada era

Love for Love[27] y a pesar de tener una trama ingeniosa y divertida, espero no volver a verla jamás porque es tan extremadamente indiscreta —por decirlo de un modo elegante— que la señorita Mirvan y yo no hicimos más que ruborizarnos sin atrevernos a hacer observación alguna o a escuchar las de los demás. Este hecho es aún más clamoroso porque

lord Orville estaba de excelente humor y bastante ocurrente.

Cuando concluyó la comedia, me ilusioné con la idea de poder mirar en torno a mí con menor recato, dado que teníamos intención de quedarnos a escuchar la farsa[28], pero apenas se cerró el telón se abrió la puerta del palco y entró el señor Lovel, el hombre cuya vanidad e impertinencia me atormentaron en el baile donde conocí a

lord Orville.

Volví la cabeza hacia otro lado y comencé a charlar con la señorita Mirvan porque quería evitar hablar con él…, pero en vano, porque después de saludar a

lord Orville y a

sir Clement Willoughby —quienes le saludaron a su vez con gran frialdad— alargó su cuello y me dijo:

—Espero, señora, que haya gozado de buena salud desde que tuve el honor… Pido mil perdones, estaba a punto de decir…, el honor de bailar con usted…, pero quiero decir, el honor de haberla visto bailar.

Hablaba con una autocomplacencia que me hizo sospechar que se había preparado el discurso como represalia por mi conducta en el baile. Así que incliné ligeramente la cabeza, pero no respondí.

Tras un breve silencio llamó de nuevo mi atención diciendo de un modo descarado e indiferente:

—Creo, señora, que no había estado nunca antes en la ciudad, ¿verdad?

—No, señor.

—Lo imaginaba. Indudablemente, señora, todo debe ser absolutamente nuevo para usted. Nuestras costumbres, nuestras maneras y

les etiquettes des nous autres bien poco tendrán que ver con aquello a lo que usted estaba habituada. Imagino, señora, que su apartada residencia se encuentra a no poca distancia de la ciudad, ¿verdad?

Quedé tan desconcertada ante ese discurso tan peyorativo que no fui capaz de pronunciar palabra aun sabiendo que mi turbación le complacía y alentaba.

—Confío en que el aire que aquí respiramos —continuó con gran presunción—, bien distinto de aquél al que está usted acostumbrada, no sea nocivo para su salud.

—Señor Lovel —dijo

lord Orville—, debería tener usted más ojo para realizar según qué preguntas.

—Oh, muy señor mío —respondió aquél— si la salud fuera la única causa del sonrosado tono de piel de una señora, mi ojo, le garantizo, hubiera resultado infalible desde la primera mirada, pero…

—Vamos, vamos —exclamó la señora Mirvan—, debo implorarle que no haga insinuaciones de ese género. El color de la señorita Anville, como testimonia el éxito de sus esfuerzos, puede perfectamente intensificarse…, pero le aseguro que hacerla palidecer está por encima de sus capacidades.

—Palabra de honor, señora —rebatió él—. Me juzga injustamente; no pretendía insinuar que el

rouge de la dama sea únicamente un sucedáneo de la salud; sé muy bien que son muchos los motivos que determinan el tono de una señora, como puede ser el rubor, la rabia…,

la mauvaise honte… y tantos otros, que jamás osaría decidir cuál puede ser la verdadera causa.

—Esas causas —exclamó el capitán— pueden deberse a las personas que se frecuenta.

—Muy cierto, capitán —dijo

sir Clement—. El tono de la piel no tiene nada que ver con los arrebatos ocasionales de pasión, ni con causas naturales.

—No es verdad —rebatió el capitán—, porque fíjese en mí: en este momento tengo el aspecto de un ser humano normal y corriente y sin embargo, si provocara en mí un acceso de cólera, por Dios que me vería usted enrojecer de tal modo, que ni una pintura de Jezabel estaría tan colorada.

—Pero —dijo

lord Orville— es muy fácil distinguir un tono natural de uno artificial: el natural tiene muchos y variados matices; el artificial es fijo y uniforme; le falta esa espontaneidad, ese esplendor tan indescriptible que, desde el mismo momento en que lo veo, supera completamente mi capacidad de expresión.

—Su señoría —dijo

sir Clement— es universalmente reconocido como un gran

connoisseur de la belleza.

—Y usted,

sir Clement —rebatió él—, como un entusiasta de ella.

—Me enorgullece admitirlo —exclamó

sir Clement—. En esta situación y en lo que se refiere a estos asuntos, el entusiasmo es la simple consecuencia de no estar ciego.

—Por favor, denle una tregua a tanta adulación —exclamó el capitán—. Las mujeres son ya bastante vanidosas; no es necesario envanecerlas aún más.

—Debemos acatar las órdenes del comandante —dijo

sir Clement—, así que abordemos otro asunto. Díganme, ¿se han divertido con la comedia?

—La falta de diversión —respondió la señora Mirvan— es el menor defecto; hay muchas cosas que desapruebo y que me gustaría que eliminaran.

—Me atrevo a responder en nombre de las señoras —dijo

lord Orville—, porque estoy seguro de que no es una comedia que goce de su aprobación.

—¡Bueno, supongo que no es lo bastante sentimental! —exclamó el capitán—. Al contrario, es demasiado buena para ellas porque tengo que decir que es una de las mejores comedias, en cuanto al lenguaje se refiere, y que tiene más ingenio en una sola escena que todas las demás nuevas comedias juntas.

—Por mi parte —dijo el señor Lovel—, confieso que no presté demasiada atención a los actores; uno está tan ocupado mirando a su alrededor intentando encontrar algún conocido, que realmente no queda tiempo para preocuparse por el escenario. Por favor… —fijando la mirada con gran afectación en el anillo de diamantes que llevaba en el meñique—, por favor, ¿cuál es la comedia de esta noche?

—Vamos, ¡qué diablos! —exclamó el capitán—, ¿viene usted al teatro sin saber qué obra se representa?

—Oh sí, señor, sí, muchas veces. No tengo tiempo de leer la cartelera: al teatro se viene únicamente para encontrarse con las amistades y para dar señales de vida.

—¡Ja, ja, ja!… ¡Así que —contestó el capitán— dar señales de vida le cuesta a usted cinco chelines por noche! Bueno, a fe mía que mis amigos ya pueden pensar que estoy muerto y enterrado antes de obligarme a asumir ese gasto por su cara bonita. En cualquier caso, créame: le encontrarán rápidamente siempre y cuando tenga algo que ofrecerles. ¿Así que lleva aquí todo este tiempo sin saber qué comedia se escenifica?

—Bueno, señor, una comedia requiere tal concentración… Si se presta atención es casi imposible permanecer despierto: en verdad, cuando se hace de noche, está uno tan cansado por la cena…, el vino…, la Cámara[29]…, el estudio…, que es completamente imposible. Pero, ahora que lo pienso, creo que tengo un pasquín en el bolsillo: oh, sí, aquí está…

Love for Love, es verdad; ¿cómo he podido ser tan estúpido?

—Oh, eso es muy fácil, se lo garantizo —respondió el capitán—, pero ¡por mi alma que ésta es una de las mejores ocurrencias que he escuchado en mi vida! ¡Venir al teatro y no saber qué comedia dan! ¿No hubiera descubierto, entonces, si le habían embaucado con un chirrido de violines o con una obra lírica? ¡Ja, ja, ja! ¡Pero cómo, yo pensaba que había reparado en un tal señor Tattle, un personaje de la comedia!

Este comentario mordaz, que suscitó una sonrisa general, hizo que se ruborizara; pero, dirigiéndose al capitán con aires de suficiencia que hacía suponer una pronta respuesta, dijo:

—Señor, me permite la licencia de preguntar… ¿qué piensa usted del señor Ben[30], otro de los personajes de la comedia?

El capitán, mirándolo con el más absoluto de los desprecios, respondió a gritos:

—¿Qué pienso de él?… Pues, ¡pienso que es un hombre!

Y después, mirándole fijamente a los ojos, dio un bastonazo en el suelo con tal violencia que le provocó un sobresalto. Sin embargo, trató de disimularlo: después de morderse las uñas durante un rato, presa de un evidente embarazo, se volvió rápidamente hacia mí y con un tono despectivo, dijo:

—Quien realmente me ha impresionado es la joven campesina, la señorita Prue[31]; dígame, por favor, ¿qué piensa usted de ella?

—De veras, señor —exclamé muy enojada—, pienso…, quiero decir, no pienso nada.

—¡Bueno, señora, me sorprende usted!…

Mais apparemment ce n’est qu’une façon à parler?…, aunque debería pedirle disculpas porque probablemente no habla usted francés, ¿cierto?

No respondí porque su mala educación me pareció intolerable; pero

sir Clement dijo con gran vehemencia:

—Me sorprende que pueda usted pensar que un papel como el de la señorita Prue pueda llamar ni por un minuto la atención de la señorita Anville.

—¡Oh, señor —rebatió el figurín—, es el personaje protagonista de la comedia!… ¡Está tan bien dibujada…, es tan real! ¡Una verdadera educación campestre…, qué rústica ignorancia! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Por mi honor que es una interpretación realmente admirable!

Sentí casi ganas de llorar por aquella impertinencia y sin embargo, por muy enojada que estuviera, no podía ver juntos a

lord Orville y a aquel hombre y no sentir pesar por la irritación que yo misma había suscitado.

—El único personaje de la comedia —dijo

lord Orville— que merece la pena mencionar delante de estas señoras es Angelica.

—Angelica —exclamó

sir Clement— es una muchacha noble; pone severamente a prueba a su enamorado, pero le premia con generosidad.

—Y sin embargo es un tormento tan largo —dijo la señorita Mirvan—. Parece tener demasiada conciencia de su propio poder.

—Dado que mi opinión tiene la aprobación de la señora Mirvan —añadió

lord Orville—, me aventuraré a decir que Angelica concede su propia mano con el aire propio de una benefactora más que con la ternura de una amante. La generosidad carente de delicadeza, como la vivacidad carente de juicio, suelen provocar sufrimiento y placer a partes iguales. La incertidumbre en la cual tiene a Valentine y su modo de burlarse de su carácter no da una buena impresión del suyo propio.

—Está bien, muy señor mío —dijo el señor Lovel—. Pero hay que reconocer que, hoy por hoy, no es precisamente la incertidumbre la última moda entre nuestras damas; no, en efecto creo que dicen…, aunque, para ser sincero… —tomando una pizca de tabaco—, espero que no sea cierto…, pero dicen que ahora somos nosotros más tímidos y recatados que ellas.

En aquel momento se abrió el telón interrumpiendo la conversación. El señor Lovel, entendiendo que preferíamos prestar atención a los actores, abandonó el palco. ¡Es muy curioso, señor, que este hombre, no contento con la vanidad y estupidez que posee por naturaleza, considere oportuno fingir que posee aún más! Porque lo que ha dicho del señor Tattle o de la señorita Prue me ha convencido de que en realidad sí había prestado interés a la comedia, pero es tan ridículo y estúpido que finge su ignorancia.

¡Pero qué malvado e impertinente es este individuo hablándome de ese modo! Verdaderamente espero no volver a verlo nunca más. Si jamás me hubiera dirigido la palabra le habría despreciado cordialmente considerándole un simple petimetre; pero ahora que está resentido por mis presuntas ofensas, me da realmente miedo.

El entreacto era

The Deuce Is in Him[32], al que

lord Orville definió como la

petite pièce más perfecta y elegante que jamás se haya escrito en lengua inglesa.

De camino a casa la señora Mirvan suscitó en mí no poca consternación al decirme que era evidente, por el resentimiento que el señor Lovel siente por mi conducta, que podría considerarla una provocación lo suficientemente grave para retar a un duelo si su coraje estuviera a la altura de su cólera.

La simple idea me aterroriza. ¡Dios mío! ¡Que un hombre tan insignificante y frívolo pueda llegar a ser tan vengativo! En cualquier caso, si su coraje pudiera inducirlo a enfrentarse a

lord Orville, ¡cuánto me alegro de que su cobardía haga que se dé por satisfecho desahogando su mal humor conmigo! Pero pronto abandonaremos la ciudad y espero no verlo nunca más.

Es un consuelo para mí saber por boca de la señora Mirvan que, mientras él me hablaba con aquella prepotencia,

lord Orville lo miraba con gran indignación.

En realidad pienso que tendría que haber un reglamento sobre los usos y costumbres

à la mode, que se debería regalar a todas las muchachas en el momento de su presentación en sociedad.

Esta noche vamos a la ópera y espero divertirme mucho. Iremos los mismos que al teatro porque

lord Orville ha dicho que estaría allí y que nos buscaría.

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