Evelina

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Parte Primera » Carta II

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CARTA II

Del señor Villars a lady Howard

Berry Hill, Dorsetshire

Su señoría ha previsto bien la perplejidad y aflicción que me ha producido la carta de madame Duval. Sin embargo debería alegrarme de no haber sido importunado durante todos estos años, en vez de lamentarme por las molestias de ahora; porque ello significa que en esta desdichada mujer se ha despertado finalmente el remordimiento.

En cuanto a mi respuesta, debo pedirle humildemente a su señoría que conteste a madame Duval en los siguientes términos: «Que jamás ofendería, bajo ningún concepto, a madame Duval, pero que de momento tengo poderosos motivos, más bien irrefutables, para retener a su nieta en Inglaterra; y el principal no es otro que el ardiente deseo de una persona a cuya última voluntad le debe un implícito respeto. Madame Duval puede estar segura de que su nieta recibe atenciones y ternura a raudales; que su instrucción, aunque nunca suficiente a mis aspiraciones, es casi superior a mis capacidades; y que me congratulo del hecho de que, cuando llegue el momento de que la jovencita presente sus respetos a su abuela, madame Duval no encontrará motivo de descontento por todo cuanto se ha hecho por ella».

Estoy convencido de que su señoría no se sorprenderá de esta respuesta. Madame Duval dista mucho de ser una compañía o protección apropiada para una joven dama: está tan privada de instrucción como de escrúpulos, posee un temperamento y modales groseros. Tengo conocimiento desde hace ya tiempo de que profesa una fuerte aversión hacia mí… ¡Pobre mujer! Sólo puedo considerarla digna de lástima.

No puedo negarme ante una petición de la señora Mirvan, y sin embargo, para satisfacerla, seré —por su propio bien— lo más conciso posible, dado que los crueles acontecimientos que precedieron al nacimiento de mi pupila no pueden ofrecer deleite alguno para un alma generosa como la suya.

Quizá su señoría habrá escuchado alguna vez que, en calidad de preceptor, tuve el honor de acompañar en sus viajes al señor Evelyn, el abuelo de mi joven pupila. Justo tras su regreso a Inglaterra, el infeliz matrimonio con madame Duval, en aquella época camarera en una taberna, contrariamente a los consejos y súplicas de todos sus amigos de entre los cuales fui el más ansioso en mi intención de disuadirlo, le indujo a abandonar su país natal y establecer su residencia en Francia, hasta donde le persiguieron la vergüenza y el arrepentimiento: sentimientos que su corazón no estaba preparado para soportar; porque, aun habiendo sido por desgracia, demasiado débil para resistir a la seductora belleza que la naturaleza, avara con aquella mujer en otras virtudes, había concedido con mano generosa a su esposa, era sin embargo un joven de índole excelente y de impecable conducta hasta el momento en que inexplicablemente enloqueció. Sobrevivió únicamente dos años a su imprudente matrimonio. En el lecho de muerte, con mano temblorosa, me escribió el siguiente mensaje:

«¡Amigo mío, olvide su resentimiento en pro de la generosidad! Un padre ansioso por el bien de su hija se la confía a sus cuidados. ¡Oh, Villars, escúcheme. Tenga piedad! ¡Concédame este consuelo!»

Si las circunstancias me lo hubieran permitido, hubiera contestado a estas palabras con un inmediato viaje a París; pero me vi obligado a proceder a través de un amigo que se encontraba en el lugar y que asistió a la lectura del testamento.

El señor Evelyn me dejó una herencia de mil libras y la exclusiva responsabilidad de su hija hasta el cumplimiento de su decimoctavo cumpleaños, conjurándome con las palabras más afectuosas a que asumiera la responsabilidad de su instrucción hasta que estuviera en condiciones de desenvolverse correctamente por sí misma; pero en cuanto al patrimonio, dejó que dependiera completamente de su madre, encomendándola a su cariño.

De este modo, a pesar de no confiar el intelecto y la moralidad de la hija a una mujer mezquina y maleducada como la señora Evelyn, sostuvo sin embargo oportuno asegurarle el respeto y la obediencia que, por parte de la hija, le eran ciertamente debidos; pero por desgracia no tuvo en cuenta que la madre, por su parte, pudiera despreciar el amor o el sentido de la justicia.

Querida señora, desde el segundo hasta el decimoctavo año de vida de la señorita Evelyn, fue educada bajo mis cuidados y mi techo, a excepción del período en que se encontraba en la escuela. No es necesario que exponga a su señoría las virtudes de esta joven y excelente criatura. Me quiso como a un padre y la señora Villars no recibió menor consideración; por otra parte yo la he querido tanto que su pérdida me causó un dolor casi tan grande como aquel que sufrí por la desaparición de la señora Villars.

En aquel momento de su vida nos separamos; su madre, casada de nuevo con monsieur Duval, la llamó a París. ¡Cuántas veces me he arrepentido de no haberla acompañado! Protegida y amparada por mí, la infelicidad y la desgracia que la esperaban quizá hubieran podido evitarse. Pero —para abreviar—, madame Duval, bajo instigación del marido, proyectó urgentemente un matrimonio entre la señorita Evelyn y uno de los sobrinos de aquél. Y cuando descubrió que su poder era infructuoso para lograr su objetivo, se encolerizó por la falta de voluntad de la muchacha, la trató con cruel dureza, y la amenazó con la ruina y la pobreza.

A la señorita Evelyn, a quien la cólera y la violencia le eran desconocidas hasta entonces, muy pronto le resultó insoportable aquel trato, y consintió precipitadamente en un matrimonio privado y sin testigos con sir John Belmont, un joven disoluto que encontró fácilmente los medios para conquistar sus favores. Le prometió llevarla a Inglaterra…, lo hizo… ¡Oh, mi buena amiga, ya conoce el resto de la historia! Desilusionado a causa del implacable rencor de los Duval, de sus expectativas sobre el patrimonio, con gesto infame, quemó el certificado de su matrimonio y ¡negó que se hubieran casado jamás!

La muchacha se precipitó hacia mí en busca de protección. ¡Cuántas emociones cuando volví a verla! ¡Una mezcla de angustia y alegría! Siguiendo mi consejo, ella intentó procurarse las pruebas de su matrimonio, pero en vano; su credulidad no podía competir con la astucia del marido.

Todos estaban convencidos de su inocencia por el inmaculado tenor de su juventud impecable y por la consabida impudicia de aquel bárbaro traidor. Y sin embargo, el sufrimiento fue demasiado intenso para aquella delicada constitución y, en el mismo instante en que comenzó la vida de la recién nacida, terminaron los dolores y la existencia de la madre.

La cólera de madame Duval por la fuga de su hija no se atenuó mientras aquella injuriada víctima de la crueldad aún tuvo aliento. Es probable que tuviera intención, con el tiempo, de perdonarla, pero éste no le fue concedido. Me dijeron que cuando tuvo conocimiento de su muerte, los paroxismos de dolor y remordimiento que sufrió le causaron una grave enfermedad; pero desde el momento de su recuperación hasta la fecha de la carta de su señoría, no había escuchado jamás que hubiera manifestado deseo alguno de conocer las circunstancias que acompañaron a la muerte de lady Belmont y al nacimiento de la pobre niña.

Mientras yo viva, aquella criatura, mi querida amiga, no advertirá jamás la pérdida que le ha tocado sufrir. La he querido tiernamente, la he criado y amparado desde su más tierna infancia hasta su decimosexto año de vida; y ella ha pagado mis atenciones con tanta generosidad que, hoy, mi más ardiente deseo se limita a entregarla a una persona que sea consciente de sus valores, y llegado ese momento, abandonarme al eterno reposo entre sus brazos.

Y así fue como la instrucción del padre, de la hija y de la nieta recayó sobre mí. ¡Qué grandísima infelicidad me causaron los dos primeros! Si el destino de mi supervivencia tuviera que ser igualmente adverso… ¡Cuán desdichados serían mis cuidados… el fin de mis días!

Incluso si madame Duval fuera merecedora del cargo que reclama, temo que mi fortaleza se quebraría ante la separación; pero siendo quien es, no sólo el amor sino mi intrínseca naturaleza se horroriza frente a la bárbara idea de traicionar la sagrada confianza depositada en mí. En verdad, a duras penas toleraba las visitas anuales a la respetable residencia de Howard Grove; perdóneme, mi querida amiga, y no me considere ingrato ante el honor que su señoría nos concede a ambos; pero es tal la huella que las desdichas de la madre han dejado en mi corazón que no puedo perder de vista a la muchacha, ni siquiera un minuto, sin suscitar aprensiones y terrores que llegan a abrumarme. ¡Hasta este punto, querida amiga, ha llegado mi cariño a la par que mi debilidad! Pero esta joven es lo único que me queda en el mundo y confío en la bondad de su señoría para que no juzgue con severidad mis sentimientos.

Ruego presente mis más humildes respetos a la señora y señorita Mirvan. Con el honor de ser, querida amiga, el más humilde y devoto de sus servidores,

Arthur Villars

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