Eve

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Treinta y cinco

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Horas después cruzamos un enorme puente gris y llegamos a las ruinas de la ciudad de San Francisco. Nos rodeaban antiguas casas de compleja decoración, de fachadas de colores cubiertas de hiedra y musgo, y había coches abandonados en medio de las calles, lo que nos obligó a circular por las amplias aceras, aplastando huesos. Caleb consultaba el mapa y me guiaba por las empinadas colinas; me indicaba cuándo debía cambiar de marcha o acelerar hasta que la carretera ascendió y no vimos más que una franja azul ante nosotros.

—El mar —dije deteniéndome para contemplarlo.

Debajo de nosotros las olas entrechocaban y se deshacían produciendo un blanco estruendo; el mar era algo inmenso, un grandioso reflejo del cielo. En un muelle dormían los leones marinos, gordos y lustrosos. Una bandada de pájaros voló sobre nosotros, saludándonos con sonoros chirridos. «Estáis aquí —decían—. Lo habéis logrado».

Caleb me acarició la mano. Entre los dedos tenía sangre seca.

—No había vuelto a esta ciudad desde niño. Mis padres nos trajeron una vez, y viajamos en tranvía. Era un enorme vehículo de madera, y yo me agarré bien a uno de sus lados. —Se quedó sin voz.

Permanecimos mirando el horizonte, cogidos de la mano.

—Allí está. —Señalé el puente rojo a un kilómetro de distancia, sobre la enorme extensión azul—: El puente de Califia.

—Sí, es ese —afirmó, comprobando el mapa, pero no sonrió, sino que, por el contrario, una extraña expresión le nubló el rostro. Parecía triste—. Ocurra lo que ocurra, Eve —advirtió apretándome la mano—, solo quiero que tú.

—¿A qué te refieres? —Le di un vistazo a la herida de la pierna—. Estamos aquí. Todo saldrá bien a partir de ahora. Todo nos saldrá bien a los dos. —Me acerqué un poco más a él, buscando su mirada.

Caleb levantó la vista; tenía lágrimas en los ojos.

—Sí, claro, ya lo sé.

—Te curarás —aseguré besándolo en la frente, en las mejillas y en el dorso de la mano—. No te preocupes. Hemos llegado; aquí te ayudarán. —Esbozó una tenue sonrisa y se recostó en el asiento.

Pisé el acelerador y no paramos hasta que se acabó la acera, puesto que hasta el último centímetro de la calzada estaba ocupado por los coches. Caleb se apeó; había recobrado el color, pero caminaba con mucha dificultad, sin apenas levantar la pierna izquierda del suelo.

Subimos por la colina, dejando atrás casas y tiendas tapiadas. Él iba muy despacio, apoyando todo el peso en mi hombro. Me estremecí cuando me asaltó un oscuro pensamiento: ¿Y si no se curaba? Lo apreté contra mí, como si mi firmeza pudiese ligarlo a este mundo, a mí, para siempre.

Por fin llegamos al punto en que el puente salvaba el precipicio, donde había un amplio parque en la entrada: la hierba, la maleza y los árboles cubrían la verja de metal rojo. Aparté unas enredaderas que tapaban el muro y quedó al descubierto una placa, ennegrecida por los años:

PUENTE GOLDEN GATE, 1937

Cuando llegamos al puente propiamente dicho, se me aceleró el corazón: las barandillas habían caído en varios lugares, el borde del suelo se había roto, sin que hubiera ninguna protección entre nosotros y el desnivel de noventa metros. Serpenteamos entre coches viejos, pisando con cuidado las raíces y el moho que cubrían el puente.

En algunos vehículos chamuscados aún había esqueletos atrapados en los asientos delanteros, y un camión, al volcar, había escupido los mohosos restos de una casa: marcos rotos, libros dispersos, un colchón. Seguí adelante, paso a paso, escuchando la trabajosa respiración de mi compañero.

Cuando el agotamiento amenazaba con vencernos, alcé la vista: al final del puente, en el saliente de una montaña, distinguí una luz en lo alto de una columna de piedra: la misma señal que había visto en el bosque cuando huía de Fletcher. Rememoré entonces las palabras de Marjorie: «Si está encendida, hay sitio para vosotras».

Era el final de la ruta.

—Falta muy poco —aseguré a Caleb, ayudándolo a sortear una moto caída en el suelo—. No te preocupes. —Lo abracé para animarlo—. Piensa en que no tardaremos nada en llegar ahí. Entonces podrás acostarte; habrá comida, y tomaremos patatas confitadas, conejo y frutos silvestres, y te sentirás mucho mejor después de descansar una noche.

Él se ajustó la raída camiseta para protegerse del viento. Asintió, pero seguía estando triste. Me pregunté si sus pensamientos serían tan lúgubres como los míos.

El puente desembocaba en un denso bosque. Subimos por el tortuoso camino excavado en la ladera de la montaña, hasta donde brillaba la luz a través de los árboles, y llegamos ante un portalón de madera. Cuando nos acercamos, salió una mujer joven que nos apuntaba con un rifle.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —gritó. No era mucho mayor que yo; se le veía perfectamente el rostro, pues se había recogido los rubios cabellos hacia atrás, y llevaba un holgado vestido verde, manchado de barro, y botas negras de caña alta.

—Queremos ir a Califia —respondí levantando las manos para demostrar que no iba armada—. Somos huérfanos, fugitivos. Venimos de muy lejos y necesitamos ayuda.

La chica evaluó la pierna de Caleb, envuelta en el ensangrentado trozo de tela, le examinó las espesas rastas castañas, la desgarrada camiseta y los pantalones rotos a la altura de la herida.

—¿Estáis juntos? —preguntó mirándonos sucesivamente a uno y otro.

A todo esto, tras ella, apareció una mujer mayor, de piel más oscura que la nuestra y abundantes cabellos negros recogidos en lo alto formando una buena mata. Negando con la cabeza y sin apartar la mano de una pistola colgada del cinturón, dijo:

—Él no puede entrar.

—¿A qué se refiere? —pregunté, pero Caleb empezó a retroceder poco a poco, apartando la mano de mi hombro.

—Aquí no admitimos a los de su clase —afirmó la chica rubia señalándolo.

—¿Su clase? —inquirí atrayéndolo hacia mí—. Pero está herido; no puede ir a ningún lado. Por favor.

La chica no se inmutó.

—No está permitido. Lo siento. —Sostenía el rifle sobre el hombro y nos miraba desde el extremo del cañón.

Agarré la camiseta de Caleb, pero me cogió la mano y desprendió uno a uno mis dedos hasta soltarlos del todo.

—No pasa nada —dijo retrocediendo—. Entra. Debes entrar. Yo me pondré bien.

—¡No te pondrás bien! —grité, anegada en lágrimas—. Necesitas entrar. Por favor —imploré señalando la pierna ensangrentada y el sucio vendaje. La chica se limitó a negar con la cabeza.

—Sabía que era así —afirmó Caleb—. Califia siempre ha admitido solo a mujeres. Por favor, Eve, entra.

Me di cuenta de que nunca habíamos hablado de lo que ocurriría cuando llegásemos a aquel lugar. Cada vez que yo sacaba el tema, él asentía, sonriendo, con la mirada perdida. Me había llevado hasta allí, pero no podía quedarse. Se trataba de un lejano destino para nosotros dos, pero no suponía que pudiéramos compartir la vida.

—Ahí estarás a salvo. —Retrocedió con fuerzas renovadas, ayudándose de las ramas de los árboles para descender por la colina. El espacio entre ambos aumentó, y sus pasos cobraron mayor energía a medida que nos separábamos.

Corrí tras él y lo abracé, clavando los pies en el suelo y tirando de él.

—Viviremos en otro sitio. Me voy contigo.

Caleb se dio la vuelta, se me acercó y, frunciendo el entrecejo, me preguntó:

—¿Dónde? ¿Dónde está ese otro sitio?

Se me agarrotó la garganta, pero sugerí:

—Tal vez haya algún lugar en la ruta, o podemos vivir por ahí, o en el refugio; sí, volveremos al refugio. Tendré mucho cuidado.

Caleb negó con la cabeza y me acarició los enredados cabellos.

—No puedes volver al refugio: los soldados te buscan, Eve. Nos encontraron al pie de las montañas y volverían a encontrarnos.

Me obligó a mirarlo, hasta que asentí con un gesto casi imperceptible. Entonces me besó; rozó con los labios mis mejillas, mis cejas y mis labios.

Lo absorbí todo: el baile de la tenue luz sobre su piel, la hilera de pecas que le salpicaba las mejillas, el olor a sudor y a humo tan característico de él.

«No olvides su cara —me dije—. No permitas que se difumine».

—¿Volverás? —acerté a preguntar, mientras las lágrimas barrían la suciedad de mi rostro, y pegaba los labios a su mejilla—. Por favor.

—Lo intentaré. —Fue todo lo que dijo—. Lo intentaré de verdad.

Traté de despedirme, pero no logré articular palabra. Él me cogió la mano y se la acercó a los labios. La besó y me soltó. Cerré los ojos con fuerza, pero las lágrimas brotaron incontenibles.

No fui capaz de despedirme, no pude decirle adiós. Cuando abrí los ojos de nuevo, Caleb había bajado ya la empinada cuesta. Su silueta era cada vez más pequeña a medida que se alejaba por el puente.

Mis ilusiones de una vida juntos se me antojaron apariciones, borradas de un soplo por fuerzas incontrolables. Él se había ido, y yo no sabía si volvería a verle.

Cuando estaba a punto de abandonar el puente, se volvió por última vez, levantó el brazo y saludó. «Te quiero», parecía decir mientras agitaba la mano de un lado para otro. Lo imité.

«Te quiero, te quiero, te quiero».

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