Eve

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Capítulo 24

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París, viernes 20 de diciembre 1946

—El deber de cualquier soldado detenido en un campo de prisioneros es escapar, es una ley universal, ancestral, de honor, nadie lo pone en duda y los doscientos hombres del Stalag Luft III solo hicieron lo que debían, y aunque estaban poniendo en ridículo al poderoso ejército de Hitler, no debieron fusilarlos e incinerarlos para ocultar pruebas. La convención de Ginebra es muy clara respecto al tratamiento de los oficiales detenidos, de la tropa, no se los puede maltratar, menos fusilar arbitrariamente. Claro, que quién podía esperar que tamaña pandilla de criminales actuaría con honor y legalidad.

—¿Fueron torturados? —preguntó Eve y McKenna asintió.

—Sí, he hablado con testigos que aseguran que hubo maltrato y tortura para intentar conseguir información sobre el paradero de los compañeros fugados. A un aviador que coincidió con otro en una cárcel cerca de la frontera le dieron una paliza y a su camarada lo torturaron dos noches seguidas, luego se lo llevaron y no volvió a aparecer. De los setenta y dos fugados, cincuenta fueron capturados, maltratados, fusilados e incinerados, y sus cenizas enviadas al campo de prisioneros como prueba. Hitler y su plana mayor los quería muertos, como escarmiento y para vengar el descalabro de su ejército, que se estaba desmoronando frente a los aliados.

—¿Cómo está investigando? ¿Cuál es su procedimiento?

—Desde el 3 de septiembre de 1945 estoy viajando continuamente a Polonia y Alemania siguiendo pistas en busca de pruebas, reuniendo los testimonios de los posibles testigos, aunque, como sabe, el asunto es peliagudo. En Alemania en cuanto saben que soy británico y exoficial de la RAF, me cierran la puerta, me insultan y nadie, bajo ningún concepto, quiere colaborar conmigo. ¿Sabe cómo nos llaman? —Eve negó con la cabeza—. Indignos, el demonio, somos lo peor del mundo por haber participado en los bombardeos sobre Alemania. ¿Dónde estaba usted durante el Blitz, señora McGregor?

—En Londres.

—Entonces pensará lo mismo de esos hijos de perra de la Luftwaffe.

—Más o menos… —dejó de tomar notas y volvió a mirarlo a los ojos. Frank McKenna era un tipo reservado, costaba que se explicara con claridad y elocuencia, y estaba empezando a sentirse muy cansada—. De los reponsables de la matanza de Stalag Luft III, ¿cuántos han escapado y a cuántos podrá poner delante de un juez?

—La mayoría de los oficiales de la Gestapo cambiaron sus nombres y huyeron, sabemos que había ciento seis destinados en esa región de Polonia, y los soldados sin rango alegan que cumplían órdenes. ¿Cumplían órdenes también con el ensañamiento, la crueldad y el maltrato? Todos cumplimos órdenes durante una guerra, pero la mayor parte de las veces estos hijos de puta se esmeraban demasiado en su trabajo.

—¿Pero tendremos detenidos?

—Sí, pero no puedo hablar sobre eso con usted.

—Bien, dígame al menos cómo va su trabajo un año después de haber empezado con su investigación.

—Toda investigación es frustrante, especialmente después de una guerra, con una población civil reacia a colaborar y una fuga masiva de responsables. ¿No sabe que más de un tercio de los responsables de los campos de extermino se dieron a la fuga?

—Sí, lo sé.

—Y lo peor es saber que hay mucha gente dispuesta a ayudarlos, la mayoría de los exoficiales nazis que no se suicidaron esperan agazapados con nombres falsos en cualquier rincón de Europa para poder huir a Hispanoamérica a reunirse allí con los camaradas, y no podemos echarles el guante. Yo llevo mi cruz con el caso del Stalag Luft III, pero es mucho peor ver cómo los asesinos de millones de personas campan libres sin que nadie los detenga.

—Esa podría ser su siguiente misión tras cerrar el caso del Stalag Luft III. En Inglaterra muchos hablan de usted como un «cazador de nazis».

—Ya quisiera yo, pero no, eso se lo dejo a los servicios de inteligencia y a los reponsables legales, yo espero volver a casa y retomar mi trabajo como policía, tranquilamente.

—¿Y en su opinión cree que alguna vez se podrá hacer justicia a todas las víctimas del Tercer Reich?

—Supongo que si todos ponemos nuestro granito de arena y luchamos contra el olvido, algo se conseguirá.

Eve le sonrió y cerró su libreta. Frank McKenna, que era un tipo nervioso y activo, se puso de pie y se estiró, encantado de terminar. Llevaban una hora charlando y él le había prometido solo media, ni un minuto más, justo después de haber asistido a un desayuno de trabajo con exmiembros de la Resistencia francesa en una iglesia de París, pero Eve lo había llevado con paciencia hasta su terreno y, finalmente, le había dado una entrevista muy sustanciosa, solo le faltaba hacer un par de fotografías y el trabajo estaría hecho.

—Solo porque es usted una chica muy guapa le permito hacer esto —bromeó McKenna posando junto al jardín de Saint Michel— y porque está casada con un exoficial de la RAF.

—Se lo agradezco mucho, sargento, ha sido usted muy amable —disparó seis veces con la cámara y la guardó—. Ahora lo dejo en paz para que continúe con sus compromisos.

—¿Su familia, la que murió en Auschwitz, era de París?

—La hermana de mi madre era inglesa, su marido era francés y sí, vivían en París.

—¿Y ha ido a ver su casa?

—¿Ahora? No, prefiero no verla. Cuando los deportaron a Auschwitz-Birkenau se instaló allí un oficial nazi con su familia. Se quedaron con todas sus cosas. Luego acabó la guerra y el edificio entero fue arrasado. Sinceramente, no tengo ánimos para ir a visitarla.

—¿Y sabe quién és? ¿El oficial nazi que vivía allí?

—Un oficial de la Gestapo del que no me interesa saber el nombre.

—Pues debería saberlo, el gobierno francés intenta reponer los bienes a sus legítimos dueños, a la población judía diezmada y de paso, poner en busca y captura a los criminales que los expoliaron.

—Lo sé.

—No deberíamos propiciar el olvido…

—¿Señor McKenna? —un chico joven se acercó a ellos con una maleta—. ¿Podemos irnos? Mi padre tiene que devolver el taxi dentro de una hora.

—Claro, Phillipe, ahora voy —se acercó a Eve y le extendió la mano—. Ha sido un placer, señora McGregor, pero debo ir al aeropuerto. ¿La acercamos a algún sitio?

—No, gracias, me gustaría dar un paseo antes de volver a mi hotel.

Se despidió de todo el mundo, unas treinta personas que habían formado parte de la valerosa y luchadora Resistencia, y salió a las frías calles de París. Disponía de una hora libre antes de encontrarse con Rab en un salón de té cercano a las Tullerías y le apetecía caminar por esas avenidas heladas, aún cubiertas por la última nevada, bien arrebujada en su abrigo y con un gorro de piel hasta las orejas. Hacía frío, sí, pero era muy agradable para pensar y repasar las palabras de McKenna, su intención de no sucumbir al olvido, y la necesidad de que todos aportaran su granito de arena en esa lucha.

Los juicios de Nüremberg, la justicia internacional, la ONU, la Cruz Roja, muchas personas permanecían en la lucha por no olvidar, aunque para los judíos en su situación, con seres queridos muertos y tanto dolor, a veces más que no olvidar, lo que les apetecía era pasar página y dejar de ser testigos, incansables, de los crímenes de guerra, los testimonios de las víctimas, las narraciones de los horrores, y se preguntó si no estaba siendo injusta y hasta desleal al no aportar nada concreto a esa batalla que habían iniciado muchas personas en nombre de los caídos en los campos de concentración. Era una pregunta que le martilleaba la cabeza de vez en cuando, aunque era consciente de que lo único que podía seguir haciendo era denunciar y contar, desde la tribuna de su periódico, lo que había pasado y lo que continuaba pasando, y no callar nunca.

—¿Te gusta? —sintió la voz de Rab pegada a su cuello y dio tal respingo que casi se cayó al suelo. Estaba distraída mirando una juguetería y él se echó a reír a carcajadas.

—¿Qué haces tú aquí? ¿No habíamos quedado en las Tullerías?

—Te estaba siguiendo. ¿Te gustan? —le indicó con la cabeza los peluches del escaparate.

—¿Que me estabas siguiendo? ¿Desde cuándo?

—Desde que saliste de la iglesia, solo quería comprobar que nadie te seguía, contravigilancia se llama. ¿Te gusta o no? ¿Se lo compramos?

—¿Contravigilancia? Bueno, no pienso discutir —miró los peluches con más atención—. ¿No tendrá ya demasiados regalos de Navidad?

—Uno más ni se notará y este será por el viaje.

—Vale.

Le ofreció el brazo y entraron a la juguetería que era enorme y muy elegante. Habían llegado juntos a París, en el mismo avión, pero nada más pisar el aeropuerto se habían separado, cada uno en un taxi, él camino de su piso franco y ella de su casa de húespedes cercana a Montmatre. Nada de hoteles caros ni de llamar demasiado la atención. Habían pasado la primera noche separados, pero habían quedado de verse discretamente al día siguiente, a la hora del té, para charlar. Muchas precauciones para Eve, pero no para él que estaba metido en plena misión con François Pascaude.

—No me lo puedo creer —se sentó en la silla de ese discreto y diminuto café y lo miró a los ojos—. ¿En serio? ¿Vuestro cebo tiene pulmonía? ¿Y no puedes intervenir tú?

—No, me temo que David Stevenson queda descartado, es muy arriesgado y no queremos tentar a la suerte.

—¿Y el plan B?

—El Plan B es la agente Pearl White. Se hará pasar por su secretaria y deslumbrará a Pascaude con sus encantos antes de que empiece a hacerse preguntas. De hecho, creo que es mejor que vaya ella a esa fiesta que lord James Swodon.

—¿Y qué tiene que hacer?

—No mucho, coquetear, nublarle las ideas y pedirle un puesto en la próxima reunión de alto nivel que tengan con Eduardo, en la que suponemos podremos pillarlos con las manos en la masa —tomó un trago de café y le acarició la pierna por debajo de la mesa—. ¿Cómo dormiste anoche sin mí?

—Te eché de menos, hacía mucho frío.

—¿Solo por el frío?

—¿Tú qué crees? —le sonrió y se inclinó para besarlo en la boca. Rab la sujetó por la nuca para alargar el momento y entonces alguien tosió a su lado.

—Cornell… ¿Qué haces aquí? ¿Pasa algo?

—Pasa de todo. Hola, Eve, ¿cómo estás? —agarró una silla de la mesa de al lado y se sentó junto a ellos—. Pearl se ha caído por culpa de la nieve, acaban de escayolarla.

—¿Es una broma?

—Quedan tres horas para la fiesta y no tenemos tiempo de traer a nadie.

—Pues al carajo con todo, está visto que este asunto está chafado.

—No podemos… —Jack Cornell miró a la preciosidad de mujer que tenía su camarada y lanzó su órdago esperando no equivocarse—. Desde Londres dicen que hay que actuar, que busquemos alternativas y que no perdamos el tiempo, a saber cuando Pascaude se nos vuelve a poner a tiro.

—Vale, iré a vestirme de Dave.

—No, te pueden reconocer y entonces sí que estaríamos chafados, necesitamos a una mujer.

—¿A quién? ¿Alguna francesa?

—¿Conoces a alguien de fiar?

—No, pero…

—Lo haré yo —Eve habló después de observarlos discutir y Jack Cornell dio gracias al cielo por haber acertado de pleno. La señora McGregor era célebre por su ayuda extraoficial a su marido y sabía que no le fallaría.

—¡¿Qué?!

—¿Por qué no? Has dicho que solo se trata de entrar, coquetear, pedir una invitación y largarse… no necesito entrenamiento militar para eso.

—Eso ni lo sueñes —Rab movió la cabeza y volvió la vista hacia su jefe que estaba sonriendo de oreja a oreja—. Irá David Stevenson. Correré el riesgo.

—No es tu riesgo, es el de todos. Si te pillan, Pascaude saldrá corriendo a esconderse y entonces a la mierda con todo.

—Yo puedo hacerlo…

—¡No, Eve!, ¿queda claro? No.

—¿Por qué no? ¿Cuánto podría tardar? —se dirigió a Cornell y él le sonrió.

—Quince minutos. Pascaude es célebre por su afición a las mujeres guapas. Si puedes deslumbrarlo, que no lo pongo en duda, te identificas como la secretaria de Swodon, le pides la invitación y luego te retiras inmediatamente.

—Ella no, está demasiado implicada.

—¿Demasiado implicada?

—Es judía y la mayoría de la gente que estará en esa fiesta denunciaba, deportaba y asesinaba judíos.

—La guerra ya acabó y ella no parece más que una guapa chica inglesa.

—¿Crees que voy a dejar que mi mujer intervenga en un operativo?

—No sería la primera vez —susurró Eve y él la miró con cara de asesino—. Déjame aportar mi granito de arena.

—¿Qué granito de arena?

—Da igual, habrá mucha gente, ¿no? Podré hacerlo, Rab, no compliques las cosas.

—Habrá gente nuestra en la fiesta, he colado a dos camareros y no estarás sola. Te protegeremos.

—¡No! —Robert se puso de pie y la miró para que lo siguiera pero ella permaneció sentada—. ¡Vamos! Te llevaré a tu hotel.

—¿Puedes sentarte, cariño? —lo agarró de la mano y lo obligó a volver a su sitio—. Mírame, sabes que odio estas cosas, pero quiero ayudar, será mi granito de arena en todo esto. Tú dices que si pilláis al duque, pillaréis una verdadera trama destinada a salvar a esos hijos de puta de la Gestapo. Déjame hacer algo, por favor, ¿eh? Por favor. Tendré cuidado, te lo juro por nuestra hija.

—Esa gente es peligrosa, ni siquiera estamos en nuestro país.

—Lo sé, pero no hay riesgos, ¿no? —miró a Jack y él negó con la cabeza—. Peor fue entrar al Ritz cuando un soviético armado te tenía encañonado.

—No es lo mismo.

—Estaré rodeada de gente y me encantará hacerlo, por favor.

—Vayamos a San Luis y te vistes. Pearl te dirá exáctamente lo que tienes que hacer y tomáis una decisión —Cornell se levantó y ellos lo siguieron—. Si no fuera fácil jamás me atrevería a aceptar esto, McGregor, lo sabes.

—¿Tu talla de sujetador?

—Una noventa.

—Vale, perfecto, igual que yo, te quedará como un guante… —Pearl White sacó el vestido rojo de seda del armario y se lo enseñó con una sonrisa—.

Haute Couture, ha costado una fortuna, te sentará de maravilla, pero primero te voy a maquillar. Siéntate, Eve.

—Gracias, yo apenas me maquillo, así que…

—No te preocupes, yo lo hago muy bien —la sentó de espaldas al espejo y le acarició el cutis terso y perfecto con el dedo—. Y no deberías maquillarte, te estropearía la cara.

—No me gusta nada.

—Porque puedes prescindir de él, pero esta noche te dejaré igual que las señoras de la alta sociedad parisina. Tú tranquila.

—Vale —cerró los ojos a una orden de Pearl y pensó en todo lo que se le venía encima. Se había metido en algo grande, tal vez demasiado, pero no tenía miedo, solo estaba un poco nerviosa y alterada por culpa de Rab, que no facilitaba demasiado las cosas.

—¿Perdiste a mucha gente en los campos de exterminio?

—Parientes directos dos, la hermana de mi madre y su marido, los dos en Auschwitz-Birkenau, indirectos a unos veinte, aún no cierro la lista.

—Yo no soy judía pero perdí a mi hermana mayor, Rose. Ella era una guapísima y feliz profesora de francés cuando empezó la guerra y se alistó en el SAS para colaborar como traductora, pero acabó como agente infiltrada. La desplazaron a Burdeos para interactuar con la Resistencia y alguien la delató. La Gestapo la detuvo, la torturaron, la violaron y al final la degollaron. Jamás recuperamos su cadáver.

—¡Dios bendito! Lo siento mucho, Pearl. ¿Y tus padres?

—Mis padres no supieron jamás lo que hacía su hija para el gobierno, murieron durante el Blitz, en noviembre de 1940, afortunadamente, porque no hubiesen podido soportarlo.

—Lo siento mucho.

—Lo que quiero decir con esto es que estoy tan implicada como tú en este tema y si yo puedo hacerlo, tú también, estoy segura de que lo conseguirás.

—Gracias.

—Acércate a ese individuo con discreción, sonríe mucho y no dejes que te toque ni un pelo, ¿me entiendes? Y no te lo digo porque seas la mujer de un compañero al que no queremos ver entrando allí para asesinar a ese tipo, no, te lo aconsejo porque a ellos les encanta que te resistas, que les hables de tu prometido, que te hagas la estrecha, ¿entiendes? Son así de retorcidos, así que tú te haces la niña ingenua y, como mucho, le dejas que te cuchichee algo al oído, de ese modo podrá oler tu perfume y poco más. Luego le explicas que tu jefe está enfermo, pero que quiere entrar en la reunión de Versalles, nada más, él sabe de qué se trata, y cuando consigas su confirmación, vuelves a sonreír y sales disparada de allí, no corriendo, pero con seguridad y sin distraerte, no queremos que otro de esos caballeros tan galantes quiera seducirte y entonces acabemos fatal.

—Bien, ¿y si me pregunta muchos detalles de lord James Swodon?

—Le dices que el honorable señor está en cama con la gripe, que es verdad, lord Swodon, tiene setenta años, es normal que se ponga enfermo en invierno.

—Y mi nombre…

—Catherine. Catherine Butler, de Londres. Tú habla con ese acento elegante de Hampstead que tienes y sonríe, no pares de sonreír.

—¿Hablará inglés?

—Creemos que sí. ¿Qué tal tu francés?

—Bastante aceptable. ¿Algo más?

—No hace falta, pero si se pone preguntón improvisa y luego tomaremos nota de lo que le has contado para no meter la pata. Ya está, ponte el vestido y estarás lista.

—Gracias —sin mirarse al espejo se sacó la ropa y se puso ese impresionante vestido de color sangre que se le pegó al cuerpo como un guante, tenía un escote espectacular en la espalda y otro no menos generoso en la parte delantera, así que Pearl la instó a sacarse el sujetador y la tela le moldeó los pechos de manera que dejaba poco a la imaginación, aunque era muy elegante. Estiró la pierna y descubrió la abertura que subía casi hasta el muslo. Jamás, en toda su vida, se hubiese puesto semejante modelito para salir a la calle, pero tenía que reconocer que le sentaba bien—. ¿Qué tal?

—Madre mía, estás estupenda. ¿Seguro que tú tienes una hija? —bromeó cerrando la cremallera del costado—. El escote de atrás llega justo antes de la curva del trasero, y tú tienes uno de cine. Así que distraerás a todo Dios, que es de lo que se trata.

—Muy bien —se miró al espejo y le pareció ver a otra mujer, llevaba el pelo recogido en un moño tenso, bajo, y Pearl la había maquillado muchísimo, con los ojos muy oscuros y los labios rojos, así que el conjunto era explosivo. Suspiró y se puso los zapatos de tacón—. Estoy lista.

—¿Sabes usarla? —le enseñó una pistolita y Eve asintió sin dudar, aunque llevaba años sin tocar un arma. La agente se agachó y se la puso estratégicamente dentro de la liga—. Tengo estas ligas preparadas para sujetarla, no se caerá.

—¿No me registrarán?

—No creo y si lo hacen, tú tranquila, todo el mundo lleva armas en París.

—Muy bien.

Un poco avergonzada salió al saloncito y los tres agentes varones que había allí no pudieron disimular la cara de sorpresa al verla. Los tres se quedaron con la boca abierta, sin emitir sonido alguno y ella se sintió bastante cohibida. Miró a Pearl buscando apoyo y entonces fue el vozarrón de Robert el que la hizo saltar del susto.

—¡Ah, no, ni lo sueñes! ¡Vuelve ahora mismo ahí dentro y te sacas ese vestido! ¿Estás loca? —caminó decidido hacia ella y Jack Cornell, salió de la cocina para cortarle el paso—. Suéltame, Jack.

—No, estamos en un momento crítico de nuestra misión y ella quiere ayudar, ¿verdad, Eve?

—Por supuesto.

—Así que vas a sentarte como un buen chico, un profesional cualificado y te vas a callar, ¿queda claro, McGregor?

—No es una agente, es mi mujer y ella hace lo que yo le mande.

—No, Rab, lo siento, mi amor, pero ya está decidido y no voy a echarme atrás ahora. Lo siento.

—¡¿Pero tú te has visto?! ¿Te has visto? Tú eres una madre, una esposa… —empezó a balbucear intentando encontrar un argumento coherente y no podía porque no podía dejar de mirar su aspecto, casi desnuda, y con ese carmín…

—No pasa nada, será una más entre una docena de mujeres guapas —opinó Pearl colocándole el abrigo de visón—. Calla ya y muestra algo de apoyo, solo serán quince minutos, y ella quiere hacerlo, no puedes impedírselo porque tal vez, de todos los que estamos aquí, sea la que tenga más motivos para querer cargarse a esa panda de criminales.

—No me vengas con esas ahora, Pearl, y no te metas en esto, se trata de mi mujer.

—Que va a llegar tarde si no cogemos el taxi ya —Cornell miró la hora y animó a Eve a seguirlo—. Nos vamos, chicos, arriba.

—¡Dios bendito! —exclamó Robert mirando con cara de asesino a su compañera y ajustándose la pistola para seguirlos.

—¡No, tú te quedas! —su jefe lo empujó y señaló a Livingstone y a Pearl con el ceño fruncido—. Si hace falta le ponéis unas esposas o lo encañonáis, me da igual, pero no va al operativo o lo mandará todo al carajo.

—¡¿Qué?! ¿Crees que voy a dejar a mi mujer en tus manos? ¿De verdad creéis que me vais a dejar al margen? ¿En serio? ¡Joder! ¡Eve!

—Vuelve dentro y cierra la puerta —Pearl White se sentó en una silla y puso la pierna escayolada encima de la mesita de café. Sacó el seguro de su pistola y apuntó directamente a Robert, con el pulso firme y sin inmutarse—. Siéntate y relájate o te pego un tiro.

—No tendrás huevos de matarme —susurró él a punto de estallar.

—Los tengo, pero no lo haré, me cae bien Eve y no pienso dejarla viuda, pero sí puedo descerrajarte un tiro en la rodilla y dejarte lisiado para siempre, ¿qué te parece?

—Inténtalo.

—¿En serio? —amartilló la pistola y fue Fred Livingstone el que saltó para interponerse entre ambos.

—Está bien, haya paz. Coronel, por favor, se lo suplico. Solo será media hora y no queremos empeorar las cosas, ¿verdad?

—¿Te pongo las esposas o te quedas quieto y obedeces a tu oficial al mando? —susurró White y él soltó todo tipo de improperios. Agarró una lámpara y la estampó contra la pared, luego empujó a Livingstone y salió al patio interior pateando todo lo que se encontró en su camino.

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