Eva
15. Cada cual hace lo que puede
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Una niebla cada vez más densa envolvía la parte baja de la ciudad, espesando las tinieblas, cuando Falcó dejó atrás la calle Dar Baroud y cruzó bajo el arco de la muralla que comunicaba la medina con el puerto.
Se identificó ante los centinelas de la policía internacional y caminó hacia los muelles. La humedad ambiente le dejaba minúsculas gotas de agua en el cabello y el rostro. Las luces ambarinas de algunas farolas hacían relucir el suelo mojado, recortando en sus halos brumosos los almacenes, las grúas y las confusas siluetas de los barcos amarrados a los norays.
Otros dos gendarmes le salieron al paso y el haz de una linterna eléctrica le iluminó el rostro.
—
Où allez vous?
—Al
Martín Álvarez —mostró de nuevo sus documentos—. Estoy autorizado para subir a bordo.
El destructor se encontraba al final del muelle, y para llegar a él Falcó pasó antes por el costado del
Mount Castle. El mercante republicano estaba amarrado por su banda de babor, completamente a oscuras, protegido por una barrera de caballos de Frisia con alambradas. El punto de acceso lo iluminaba un farol de queroseno puesto en el suelo, en torno al cual se movían las sombras de tres o cuatro policías armados con fusiles.
Nadie vigilaba desde tierra, en cambio, el destructor nacional. Estaba algo más lejos en el mismo muelle, entre la bruma, a unos treinta pasos de la proa del mercante, y también amarrado por babor. Algunas luces encendidas a bordo permitían entrever la estructura del puente, la toldilla y los amenazadores cañones de 120 mm. De la chimenea salía un humo negro que se mezclaba con la noche y la niebla.
Apenas pisó Falcó la escala, una linterna lo iluminó desde arriba y resonó el sonido inconfundible de un cerrojo de Mauser al montarse.
—¡Alto!… ¿Quién vive?
—Arriba España —respondió, cauto.
Un momento después estaba apoyado en un mamparo mientras unas manos vigorosas revisaban sus documentos y otras lo cacheaban.
—Lleva una pistola —dijo una voz.
—Quítasela —respondió otra—. ¡Oficial de guardia!
Unos pasos sonaron en la cubierta, y en la claridad de una bombilla sucia de sal vio acercarse Falcó una gorra blanca y un uniforme oscuro con doble fila de botones dorados en la chaqueta.
—Estoy autorizado a subir a bordo por su comandante —dijo Falcó—. Me llamo Pedro Ramos y vengo a verlo a él… Es urgente.
A la luz de la linterna, el otro miró los documentos que le pasaron los marineros. Era un alférez de navío joven, flaco, de ojos melancólicos que estudiaron de arriba abajo al recién llegado.
—Sígame.
—Me han quitado una pistola.
—Se la devolverán cuando se vaya.
Siguió Falcó al oficial por las entrañas del buque, sintiendo el característico olor a pintura y la suave vibración del piso y los mamparos. A veces se cruzaban con algún marinero en traje gris de faena, que se cuadraba a su paso con mucha corrección. Todo tenía un aspecto limpio, disciplinado.
El comandante Navia estaba en la cámara con otros dos oficiales. Les dio paso un cabo uniformado, con polainas y machete al cinto, que montaba guardia en la puerta. Dentro, todos vestían uniforme. Conversaban sentados en torno a una carta náutica rodeada de ceniceros, tazas de café y copas de anís. Atmósfera cargada de humo de cigarrillos. En el mamparo principal había una foto del Caudillo y una estampa de la Virgen del Carmen, y en medio un yugo con unas flechas de madera pintada, puesto sobre una bandera rojigualda con el nombre del destructor y la divisa
Esta es mi bandera.
—El señor Ramos —anunció el alférez.
Navia y los otros se levantaron. No hubo presentaciones. Tras una mirada silenciosa del comandante, los oficiales, uno de pelo blanco y otro calvo y grueso, más joven, se retiraron sin decir palabra. Falcó y Navia se quedaron solos en la cámara.
—Largamos amarras dentro de dos horas —dijo este último.
Miró Falcó el reloj atornillado a un mamparo. Era casi la una de la madrugada.
—¿Y el
Mount Castle?
—Su plazo expira a las ocho. A esa hora, como muy tarde, deberá salir también.
—¿Han hecho preparativos?
—Carbonearon ayer y tienen las calderas encendidas, como nosotros.
—¿Estará usted afuera, esperando?
Navia lo miró como si acabara de escuchar una estupidez.
—Claro.
Se pasó por la cara fatigada una mano, al extremo de la bocamanga en la que estaban cosidos los tres galones, el superior con la coca, de capitán de fragata. Doble fila de botones, camisa blanca, corbata negra. Tenía cercos oscuros bajo los ojos, y Falcó supuso que no solo eran de cansancio. Era mucha la responsabilidad que pesaba sobre aquel hombre: su barco y el enemigo. Aquella salida al mar que probablemente iba a terminar en combate. Una victoria sin gloria.
—¿Qué sabe del capitán rojo? —preguntó Falcó.
Lo miró Navia de un modo extraño. Fijo y pensativo. Después hizo un ademán hacia la botella de anís que estaba sobre la mesa. Falcó negó con la cabeza.
—Iré a verlo dentro de un rato —dijo por fin el marino.
Falcó se quedó estupefacto.
—¿A Quirós?
—Eso es.
—¿Para qué?
—No lo sé. Me ha citado él.
—¿En su barco?
—No, por Dios —Navia hizo un gesto vago hacia el mamparo que quedaba por la parte de tierra—. Ahí, en una oficina del puerto… Terreno neutral.
—La tienda de alfombras también lo era, y ya vio. Nos jugaron la del chino.
—Tengo la impresión de que esta vez es diferente.
Emitió Falcó un hondo suspiro.
—Ahora sí le voy a aceptar ese trago.
Navia cogió la botella y vertió un chorro en una copa limpia, ofreciéndosela después. Mojó Falcó los labios en el licor transparente y dulce.
—¿Cree que se ha vuelto atrás?… ¿Que va a dejar que lo internen en Tánger?
—Me sorprendería mucho, a estas alturas.
—¿Y qué pretende, entonces?
—No tengo ni la más remota idea. Recibí su mensaje hace treinta minutos —sacó del bolsillo un papel doblado y se lo pasó a Falcó—. Léalo usted mismo.
Comandante: lamento que nuestro último encuentro acabase como acabó, pero confío en que comprenda mi situación. Son lances propios de una guerra que ni usted, imagino, ni yo mismo hemos deseado, pero que nos vemos obligados a librar. Le quedaría muy agradecido si accediera a entrevistarse conmigo por última vez. Dentro de una hora estaré en la oficina de mi consignatario, en el puerto, situada frente a nuestros barcos. Tiene mi palabra de honor de que todo transcurrirá con el respeto debido por mi parte, y espero el mismo trato por la suya. Firmado: Fernando Quirós Galán, capitán del
Mount Castle.
Falcó devolvió el papel y encendió un cigarrillo.
—Entre caballeros —comentó, sarcástico.
—Eso parece.
—Suena convincente.
Navia leía otra vez el mensaje, ceñudo.
—Lo es —dobló el papel y lo introdujo en su bolsillo—. Por eso acepto verlo.
Se quedaron mirándose en silencio. Falcó bebió un poco más. El otro estudió la carta náutica y tocó un punto situado en ella. Supuso Falcó que era allí donde tenía previsto interceptar al mercante.
—¿La niebla puede ser de ayuda al
Mount Castle? —preguntó.
—Tardará en levantar, o puede que se mantenga todo el día… Eso hará más difícil localizarlos, porque nadie podrá ver nada a más de dos o trescientos metros.
—¿Y?
—Pues que ellos tampoco verán más que nosotros. Así que estaremos callados, escudriñando la bruma. Atentos al sonido de sus máquinas.
Siguió un silencio. Navia seguía mirando la carta. Al cabo dio unos golpecitos con la uña en el mismo punto de antes.
—Tienen una posibilidad —añadió—. Y van a intentar aprovecharla.
Retiró la carta de la mesa, la enrolló y se la puso bajo un brazo. Después miró a Falcó casi con curiosidad.
—¿Quiere acompañarme?
Ladeó este la cabeza, sorprendido.
—¿A ver a Quirós?… ¿Cree que él lo permitirá?
—No creo que ponga objeciones, y puede ser interesante para usted. También para él… Quizá a los dos capitanes nos vaya bien disponer de un testigo.
—Es probable —admitió Falcó—. Acabe esto como acabe, habrá que dar muchas explicaciones.
Navia miró el reloj y cogió su gorra.
—Pues vamos.
Salieron al corredor, donde el comandante entregó la carta al cabo de las polainas y el machete, que se fue con ella. Luego bajaron por una sonora escalera metálica hasta cubierta.
—Lo que no sé es qué harán los agentes marxistas que Quirós tiene a bordo —dijo Navia de pronto—. No sé nada de ellos.
—De eso no se preocupe. Está resuelto.
Estaban junto a una de las bombillas cubiertas de salitre que iluminaban la cubierta. El comandante se detuvo para mirar inquisitivo a Falcó.
—Resuelto —repitió este, impasible.
El otro aún lo observó un poco más. Después enarcó una ceja.
—No me exageraron sobre usted.
Falcó dio una última chupada a su cigarrillo y lo arrojó por la borda.
—Cada cual hace lo que puede.
—Básicamente —dijo el capitán Quirós como si concluyera un largo e íntimo razonamiento—. Básicamente, yo soy un marino.
Parecía una afirmación fuera de lugar, o innecesaria. La había formulado mirando al comandante Navia, y Falcó vio asentir a este. Códigos compartidos, pensó. De modo que decidió hacerse invisible. O quizá ya lo era, concluyó.
Los capitanes estaban sentados frente a frente en butacas de una oficina del puerto, con las gorras en el regazo. Ambos vestían chaquetas azul oscuro con los galones de su grado en las bocamangas: camisa y corbata el nacional, jersey de cuello alto bajo la chaqueta el republicano. Al otro lado de la ventana había noche y niebla. La luz de un quinqué de petróleo iluminaba sus rostros y dejaba en penumbra el ángulo de la habitación en el que Falcó se hallaba de pie, apoyado en la pared. Hacía diez minutos que asistía, silencioso e inmóvil, al diálogo entre los dos hombres que iban a enfrentarse mar adentro, unas horas más tarde.
—Básicamente —repitió Quirós.
Los ojos azules miraban a su adversario con una insólita candidez. Se diría que esperaban alguna clase de aprobación expresa, o de absolución técnica. Por su parte, Navia se removió en su asiento y apoyó las manos en las rodillas.
—Supongo —dijo al fin— que no puede hacer otra cosa.
Asintió Quirós con vigor, una sola vez, inclinando brusco la cabeza calva curtida por el sol. Entre las hebras rojas y grises de su barba despuntaba una mueca triste.
—Sé que lo comprende —dijo.
Navia replicó con un ademán vago.
—Es todo lo que puedo hacer por usted y su barco… Comprender.
—Claro.
Eso último lo dijo Quirós con mucha sencillez, fatalista y tranquilo, mirándose las manos moteadas de pecas que acariciaban la visera de la gorra. Al cabo de un momento alzó la cabeza.
—¿Sigue dispuesto a salir a la mar antes que el
Mount Castle?
—Por supuesto.
—Usted sabe que contraviene el convenio internacional de mil novecientos siete —alzó una mano como si el texto lo tuviera allí—. Un mercante refugiado en puerto neutral tiene derecho a largar amarras veinticuatro horas antes que un buque de guerra enemigo.
—Mi gobierno no reconoce ese convenio para la flota republicana.
—Su gobierno, dice.
—Exacto.
—Entonces, ¿saldrá antes que yo?
Navia miró su reloj de pulsera.
—Dentro de una hora y dieciocho minutos —dijo fríamente. Después volvió un poco el rostro hacia la ventana, en dirección al exterior y los muelles—. ¿Va a desembarcar parte de su tripulación, o irán todos a bordo?
—Dejo a algunos en tierra —precisó Quirós tras una leve vacilación—. Pero llevo a la gente necesaria.
—Para las máquinas y la maniobra, supongo.
—Evidentemente.
—Y para manejar el cañón.
—También.
—Su único cañón.
Quirós no respondió a eso, y Navia dejó transcurrir unos segundos en silencio.
—Tiene pocas probabilidades de escapar —dijo al fin—, y lo sabe.
Se tocó el otro la barba, pensativo. Después movió la cabeza cual si discrepara de sus propios pensamientos.
—¿Qué haría en mi lugar? —dijo de pronto.
Apoyó Navia la cabeza en el respaldo de la butaca. Con ese ademán parecía querer retirarse un poco. Eludir la pregunta.
—No estoy en su lugar —dijo con sequedad.
—¿Y si estuviera?
Silencio por respuesta. Fue Quirós quien habló de nuevo:
—El
Mount Castle es un buen barco.
Navia pareció a punto de sonreír, pero no lo hizo.
—Todos los que uno manda lo son —se limitó a decir.
—Usted intentaría aprovechar la niebla —comentó Quirós—, como me dispongo a hacer yo.
—El gato y el ratón, de nuevo.
—Obviamente.
—La niebla no será eterna, y el camino al Mar Negro es largo… Hay barcos italianos y llevo a bordo una buena radio. Esta vez, el gato tiene las uñas largas.
—Ya lo sé.
Se quedaron otra vez callados mientras Quirós volvía a mirarse las manos, reflexivo. O tal vez, se dijo Falcó, no reflexionaba sobre nada en especial. Solo velocidad en nudos, cartas náuticas, rumbo y cosas de esas. Parecía tan tranquilo como si se estuvieran refiriendo a cualquier maniobra convencional.
—¿Quería verme para esto? —le preguntó Navia con cierta acritud—. ¿Para preguntarme qué haría yo de estar al mando de su barco?
—No —el otro parecía ofendido por la pregunta—. Siempre he sabido lo que usted haría.
Miraba ahora hacia Falcó, que seguía inmóvil y callado en su rincón. De pronto pareció recordar algo.
—Espero que no me guarden rencor por lo de la otra noche. Mi deber…
—No se preocupe por eso —lo tranquilizó Navia—. Cada cual libra su guerra lo mejor que sabe.
Quirós se había puesto en pie, dejando la gorra en la butaca. Desde su lugar, el marino nacional lo miraba atento.
—Quiero hacerle una petición, comandante Navia… Bueno. En realidad son dos peticiones —había extraído un sobre cerrado de un bolsillo de la chaqueta y lo miraba entre sus dedos—. Tengo una mujer y dos hijas en zona nacional. Están en Luarca, según creo. Y me gustaría que si… O sea… Si la suerte lo favorece a usted y no a mí, les haga llegar esta carta.
Tras un momento de quietud, como si dudase, el otro alargó una mano.
—Haré lo posible.
—Se lo agradezco. La segunda petición se refiere a mi gente… A los tripulantes del
Mount Castle.
Se había aproximado a Navia para entregarle el sobre. Ahora permanecía en pie ante él.
—Si usted nos localiza, no pienso arriar bandera. Ofreceremos combate.
Navia movió la cabeza con visible pesar.
—¿Está decidido a eso?
—Completamente.
—Me veré obligado a…
—Sé a qué se verá obligado. Y de eso se trata. Es muy posible que para nosotros todo acabe ahí, pero que haya supervivientes… Supongo que tendrá la decencia de rescatarlos, según las leyes del mar.
—No le quepa duda. Llegado el caso, haré por ellos cuanto esté en mi mano.
—¿Aunque sea con niebla? ¿Los buscará cuanto pueda?
—Siempre que mi barco no corra peligro en la maniobra.
El capitán republicano se había metido las manos en los bolsillos. Parecía que lo hubieran atornillado allí, pensó Falcó: un poco abiertas las piernas por si la tierra se balanceara bajo sus pies; pequeño, compacto y sólido como un ladrillo obstinado.
—¿Puede responderme con franqueza a una pregunta, comandante Navia?
—Hágala y lo sabrá.
—¿Tiene órdenes de pasar por las armas a los que saque del mar?
—No a sus tripulantes.
El marino nacional ni siquiera había parpadeado. Quirós inclinó un poco la cabeza hacia él.
—¿Tengo su palabra de honor?
—La tiene… Mis órdenes son de carácter general y se refieren al trato común a los prisioneros. Se supone que debo desembarcarlos en suelo nacional y entregarlos a las autoridades locales, que dispondrán de ellos.
—Fusilándolos.
—En este caso sería lo habitual… De ese modo suele hacerse, como ustedes con los nuestros. Pero ya no será asunto mío.
Dio Quirós tres pasos hacia la ventana. Mirando la noche, extrajo del bolsillo un paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca.
—Son buenos hombres, ¿sabe?… Marineros normales a quienes la vida puso a bordo del
Mount Castle como podría haberlos puesto a bordo de su destructor. Media docena tiene ideas políticas radicales, y el resto se limita a ser fiel a su barco, a su capitán y a la República. Sirven a esta haciendo su trabajo lo mejor que pueden… Eso es todo.
—¿Qué espera de mí? —preguntó Navia.
El otro se había vuelto hacia él.
—Que tenga la humanidad de no desembarcar a los supervivientes en zona nacional.
—Imposible.
Quirós había prendido un fósforo. Mientras aplicaba la llama al cigarrillo, esta iluminó sus ojos de vikingo tranquilo, descoloridos por siglos de temporales, naufragios y rutas inciertas.
—Puede servirse de muchos pretextos —dijo con calma—. Que su estado requiere asistencia médica en tierra, o lo que guste inventar. Que usted mismo y su barco deben regresar aquí por cualquier motivo… Pero le pido que los traiga de vuelta a Tánger.
—No puedo hacer eso.
—Claro que puede.
Tuvo Navia un ademán desconcertado.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque son gente de mar como usted y yo. Porque son hombres valientes que nunca se mancharon las manos de sangre.
—Eso no lo sé.
—Eso se lo garantizo yo —dio Quirós unos pasos por la habitación y se detuvo junto a la butaca, sin sentarse—. Los he visto cumplir con su deber, callados y disciplinados cuando burlábamos el bloqueo o teníamos mal tiempo, jugándose la vida porque confiaban en mí, sin protestar jamás. Mirándome en los malos ratos como se mira a Dios…
Calló de pronto, cual si dudara en proseguir. Después se llevó a los labios el cigarrillo y expulsó el humo despacio. La luz del quinqué, próxima, lo rodeó de un halo gris.
—Los hombres valientes no merecen morir fusilados —concluyó, sombrío.
—¿Y usted? —quiso saber Navia—. ¿Qué debo hacer si lo rescato a usted?
La respuesta fue un corto silencio y una sonrisa elocuente, muy lenta y muy triste. Suspiró Navia. Movió la cabeza con desaliento y volvió a suspirar.
—Tiene mi palabra —dijo al fin—. Haré cuanto pueda por ellos.
Se había puesto de pie. Como si acabara de recordar algo, Quirós se dirigió por primera vez a Falcó.
—No tengo noticias de unos pasajeros. Dos hombres y una mujer… Tal vez usted sepa algo.
—Sí. Algo sé.
—Supongo que es inútil esperarlos a bordo.
Falcó se limitó a mirarlo sin responder. Asintió el otro.
—Comprendo.
Cogió su gorra y se la puso. Bajo la visera, los ojos claros cobraban una expresión de lejana indiferencia. En realidad, pensó Falcó, el capitán del
Mount Castle acaba de dejar atrás la tierra firme.
—Creo que ya está dicho todo —lo oyó murmurar como para sí mismo.
Después, Quirós apagó el cigarrillo en un cenicero y se irguió un poco más. Estaba frente al otro capitán, que le sacaba un palmo de estatura. Falcó observó que ambos parecían indecisos. Al cabo, casi con timidez, Quirós alargó una mano y el otro se la estrechó. Se miraban cara a cara.
—Buena suerte, capitán —dijo Navia—. Nos veremos allá afuera.
Quirós asentía, pensativo. Abstraído en la noche y la niebla.
—Sí. Probablemente.
La bruma rodeaba con un halo turbio las pocas luces encendidas en el puerto, reflejándolas confusas en el suelo mojado. El resto era penumbra gris, y más allá un círculo de tinieblas lo rodeaba todo.
Con las manos en los bolsillos de la gabardina, el cuello subido y el rostro y el pelo húmedos, Falcó estaba de pie junto a una de las grúas, viendo largar amarras al
Martín Álvarez: tenía encendidas las luces de navegación y se oía la suave trepidación de las máquinas. Su silueta plomiza se separaba poco a poco del muelle, bajo un penacho de humo negro que la ausencia de viento y la humedad ambiente mantenían suspendido sobre sus chimeneas, fundiéndolo con la oscuridad de la noche. Visto desde tierra por su aleta de babor, el barco nacional mostraba el cañón de popa y la bandera rojigualda que se adivinaba en su mástil, empapada y flácida.
Había gente viendo irse al destructor. Los gendarmes de guardia se habían acercado a los norays del muelle y observaban desde el otro lado de la alambrada que circundaba el lugar de amarre del
Mount Castle. Cerca de ellos se había agrupado una docena de tripulantes del mercante, que habían bajado a tierra para presenciar el espectáculo; el resto observaba desde la proa del barco republicano, congregados en torno al cabrestante. Todos estaban inmóviles, siluetas silenciosas en el reflejo de las farolas entre la bruma, fumando, mirando, cubiertos con boinas y gorras y enfundados en jerséis y chaquetones oscuros. Hoscos y callados. Viendo partir al buque enemigo que iba a ejecutar su sentencia horas más tarde, apenas se hallasen en mar abierto.
Un poco antes había asistido Falcó al último intercambio de miradas entre nacionales y republicanos, ocupados aquellos en las maniobras de desatraque, agrupándose estos para observarlos retirar la escala y recoger a bordo las estachas chorreantes mientras en la cubierta sonaban órdenes y toques de silbato. Ni unos ni otros habían dicho nada; solo miradas y gestos que, desde donde Falcó observaba, igual podían ser de hostilidad que de despedida. Sin embargo —eso lo vio con claridad—, un par de marinos nacionales, vueltos hacia el otro barco, se habían llevado casi furtivamente los dedos a la gorra; aunque nadie les devolvió el saludo.
A punto de empezar la maniobra, Falcó también había visto al comandante Navia recorrer la banda de su barco que daba a tierra, caminando hasta la toldilla, y dirigir desde allí una mirada al puente del mercante que dejaba atrás, donde la figura del capitán Quirós estaba apoyada en el alerón de estribor. Por un momento Navia había permanecido inmóvil, mirando en esa dirección. Después, un oficial se le acercó para cambiar con él unas palabras antes de que el comandante volviera la espalda al mercante y regresara hacia proa.