Eva

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2. El oro de la República

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—Una naturalidad casi simpática —añadió.

Había un timbre de admiración en su tono. Quizá hasta de afecto.

—Vives a tus anchas —concluyó— en lo que los griegos detestaban: la incertidumbre.

Falcó miró su copa con indiferencia. Aquella clase de reflexiones se las dejaba al Almirante. Alguna vez había leído en algún sitio, de pasada, o tal vez se lo oyó decir a alguien, que el análisis excesivo de las cosas acababa por alterarlas o destruirlas. Empezabas analizando lo de matar o no matar, morir o seguir vivo, y terminabas usando profilácticos con una mujer como Brita Moura. Y eso, o lo que simbolizaba, era imperdonable. Para Falcó, el mundo era un lugar sencillo: un equilibrio natural de adrenalina, riesgos, fracasos y victorias. Una larga y excitante pelea. Una breve aventura entre dos noches eternas.

—Me recuerdas a mi hijo muerto —dijo el Almirante.

No era la primera vez que el jefe del SNIO mencionaba aquello. Con un papirotazo del pulgar y el índice, Falcó arrojó lejos lo que quedaba del cigarrillo. Un hombre de chaqueta raída y sin afeitar, que cargaba un hato a la espalda, se agachó a recoger la colilla humeante. Tenía la marca violácea de un golpe en un pómulo. Por un momento, sus ojos y los de Falcó se encontraron. Incómodo, este apartó la vista.

—¿Puede contarme algo más de ese capitán del

Mount Castle?

—Se llama Fernando Quirós, asturiano. Un marino con experiencia… Te mandaré el informe más completo de que disponemos, así como lo que hemos averiguado sobre el barco y la tripulación. Podrás estudiarlo durante el vuelo —señaló el libro—. Y de paso, leerte eso. Pasará a buscarte un coche a tu hotel a las cuatro. Así que vete para allá, y haz el equipaje… Antes, puedes zamparte tu croqueta. Están estupendas.

Obediente, Falcó se comió la croqueta. El hombre de la colilla lo miraba comérsela, y Falcó hizo una seña al camarero. Iba a ordenarle que le sirviera una ración y un vaso de vino al hombre, pero este volvió la espalda y se alejó calle abajo, en dirección opuesta a la banda que tocaba música militar. Caminaba, pensó Falcó antes de olvidarlo, como lo hacían los humillados y los vencidos.

—¿Alguna cosa más, señor?

—Sí, una —el ojo derecho brilló con luz casi malvada—. Eva Neretva está en Tánger… Y no te lo vas a creer. Esa perra bolchevique viajaba a bordo del

Mount Castle.

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